Raistlin, mago guerrero (31 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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—¿Por qué les dijiste que era carne de grifo? —demandó una vez que se hubieron alejado el trecho suficiente para no ser oídos.

—Porque no se habrían interesado por una carne de vaca corriente y moliente —contestó Cambalache.

—¿Y no se darán cuenta de que los has engañado cuando abran el barril?

—Si se dan cuenta, jamás lo admitirán. Ni siquiera ante sí mismos —adujo Cambalache—. Jurarán que es la mejor carne de grifo que han comido en su vida.

Caramon tardó unos segundos en asimilar aquello, mientras se encaminaban de vuelta a la calzada que llevaba al castillo del barón.

—¿Crees que esta armadura bastará para compensar al capitán por la pérdida de su silla de montar? —preguntó al cabo. Su tono ponía de manifiesto que albergaba serias dudas al respecto.

—N o, me parece que no —dijo su amigo—. Y ése es el motivo por el que vamos a volver al campamento de los humanos.

—¡Pero si está en esa otra dirección! —señaló Caramon.

—Sí, pero es que antes quiero echar una ojeada a la armadura.

—Podemos hacerlo aquí.

—No, ni hablar. ¿Pesa mucho el cajón?

—Sí —gruñó Caramon.

—Entonces tiene que ser una buena armadura —razonó Cambalache.

—Qué suerte que supieses todo eso sobre la fiesta de Thorbardin —comentó el guerrero, que iba doblado por el peso de la caja.

—¿Qué fiesta? —preguntó Cambalache, que tenía la cabeza en otras cosas.

—¿Quieres decir que…? —empezó Caramon, mirándolo de hito en hito.

—¡Ah, eso! —Cambalache sonrió y guiñó un ojo—. Quién sabe si no habremos dado inicio a toda una nueva tradición enana. —Miró hacia atrás para ver cuánto se habían alejado. Cuando las lumbres de los campamentos quedaron reducidas a pequeños puntos anaranjados en la oscuridad, ordenó hacer un alto—. Ven aquí, detrás de estas rocas —indicó con aire misterioso—. Deja el cajón en el suelo. ¿Puedes abrirlo?

Caramon hizo palanca en la tapa con su cuchillo de caza y la levantó. Cambalache enfocó la luz de la linterna en la armadura.

—¡Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida! —exclamó el guerrero en tono reverente—. Ojala Sturm pudiera verla. Fíjate en el martín pescador grabado en el peto. Y las rosas en la visera del yelmo. Y en el excelente trabajo realizado en las partes de cuero. ¡Es perfecta! ¡Perfecta!

—Demasiado —rezongó Cambalache, que se mordisqueó el labio inferior. Miró en derredor, cogió una piedra de buen tamaño y se la tendió a Caramon—. Toma, dale unos cuantos golpes.

—¿Qué? —El guerrero se quedó boquiabierto—. ¿Te has vuelto loco? ¡Se abollaría!

—¡Sí, sí! —dijo su amigo, impaciente—. ¡Vamos, date prisa!

Caramon golpeó la armadura con la piedra, aunque se encogía con cada abolladura que le hacía al hermoso peto, casi como si los golpes los recibiese él.

—Toma —dijo finalmente, entre jadeos—. Con eso debería… —Enmudeció y miró estupefacto a Cambalache, que había cogido su cuchillo y procedía a hacerse un corte en el antebrazo—. Pero ¿qué demonios…?

—Fue una lucha épica, desesperada —murmuró su amigo, que había puesto el brazo sobre la armadura y contemplaba cómo su sangre goteaba sobre ella. Pero es reconfortante saber que el pobre sir Jeffrey murió como un verdadero héroe.

Smitfee dio el alto a los dos amigos al borde del círculo formado por las carretas.

—¿Y ahora qué pasa? —demandó.

—Vengo a proponer un negocio, señor —anunció cortésmente Cambalache.

—Me pregunto dónde he visto orejas como ésas con anterioridad. —Smitfee observó al joven con detenimiento—. ¡Ya lo tengo! Hay algo de ascendencia kender en ti, ¿verdad, chico? Aquí no apreciamos mucho a los kenders, aunque sólo tengan un mínimo mestizaje. El jefe está durmiendo, así que largaos…

—Vi a Hacho Barra de Acero llevar ese barril de carne a su carro —dijo el jefe de la caravana, saliendo detrás de la carreta—. A mí ni siquiera quiso comprarme un mísero cuadril. ¿Cómo lo habéis convencido?

—Lo siento, señor —se excusó Cambalache, que tenía las mejillas ruborizadas—. Secreto profesional. Sin embargo, conseguimos algo a cambio. Algo que creo podríais encontrar interesante.

—Ya. ¿Y qué es?

Los dos humanos miraron el cajón de embalaje con curiosidad.

—Caramon, ábrelo.

—¡Bah, una vieja armadura abollada! —dijo Smitfee.

—No es una armadura cualquiera, caballero —le contradijo Cambalache, que adoptó un tono fúnebre—. Es la armadura mágica de sir Jeffrey de Palanthas, junto con su escudo. De hecho, es la última armadura que llevó el aguerrido sir Jeffrey—manifestó poniendo énfasis—. Describe el combate, Caramon.

—¡Oh…! ¡Eh…! Sí, claro —balbució el guerrero, sobresaltado por su nuevo papel como narrador—. Bien, pues, había… ¡Eh…! Seis goblins…

—Veintiséis —lo interrumpió Cambalache—. Y ¿no habrás querido decir hobgoblins?

—Sí, eso es. Veintiséis hobgoblins. Lo tenían rodeado.

—Había una niñita rubia involucrada, creo —apremió Cambalache—. La hija de una princesa. Y un cachorro de grifo, que era su animal de compañía.

—Exacto. Los goblins intentaban llevarse a la hija de la princesa.

—Y al cachorro de grifo…

—Eso, y al cachorro de grifo. Sir Jeffrey arrebató al cachorro de melena dorada…

—Y a la niña…

—Y a la niña, de las garras de los hobgoblins y se la entregó a su madre, la princesa, a quien dijo que escapara. Luego se situó de manera que un árbol le cubriera la retaguardia y desenvainó la espada. —Caramon desenfundó la suya para ilustrar mejor el relato—. Arremetió a izquierda y a derecha, y los hobgoblins cayeron con cada golpe de su arma. Pero eran demasiados. La maza embrujada de un goblin lo golpeó aquí —señaló Caramon—, y rompió el conjuro protector, atravesando la armadura y asestándole un golpe mortal. Lo encontraron al día siguiente, rodeado por veinticinco cadáveres de hobgoblins. E incluso se las arregló para herir al último mientras exhalaba su postrer aliento.

Caramon envainó la espada con actitud noble.

—¿Y la niña de cabello rubio se salvó? —preguntó Smitfee—. ¿Y el cachorro de grifo?

—La princesa le puso al cachorro el nombre de
Jeffrey
—dijo con voz trémula Cambalache.

Hubo unos instantes de silencio respetuoso. Smitfee puso rodilla en tierra y tocó la armadura con sumo cuidado.

—¡En nombre del Abismo! —exclamó, atónito—. ¡La sangre está fresca aún!

—Ya dijimos que la armadura era mágica —contestó Caramon.

—Y esta reliquia de tan famosa batalla estaba en manos de los enanos, sin pena ni gloria, desperdiciada —comentó Cambalache—. Pero se me ocurrió que alguna caravana que viajara por casualidad hacia el norte, a Palanthas, podría llevar esta armadura y su historia a la Torre del Sumo Sacerdote…

—Da la casualidad de que nosotros nos dirigimos al norte —intervino el jefe de la caravana—. Os daré otros cincuenta kilos de carne por la armadura.

—No, señor. Me temo que no me sería de provecho más de vuestra carne —objetó Cambalache—. ¿Qué otras cosas tenéis?

—Manos de cerdo conservadas en salmuera. Un par de quesos de buen tamaño. Veinticinco kilos de lúpulo…

—¡Lúpulo! ¿De qué clase?

—Ergothiano, superior. Tratado mágicamente por los elfos kalanestis para hacer con él la mejor cerveza.

—Disculpadnos. Mi amigo y yo tenemos que conferenciar. —Hizo una seña a Caramon para retirarse unos pasos.

—Los enanos no viajan mucho a Ergoth últimamente, ¿verdad? —susurró.

—No, si tienen que ir en barco —contestó Caramon—. Mi amigo Flint no soporta meterse en una embarcación. Vaya, pero si una vez…

Cambalache se alejó dejándolo con la palabra en la boca. Al llegar junto al jefe de la caravana le tendió la mano.

—D e acuerdo, señor, creo que podemos cerrar el trato.

Smitfee levantó la caja de la armadura, manejándola con gran respeto, y regresó al cabo de unos minutos con otra caja grande cargada al hombro. La soltó en el suelo delante de Cambalache y les dio las buenas noches a los dos amigos.

Caramon bajó la vista a la caja y después miró a Cambalache.

—Qué historia tan interesante y conmovedora, Caramon —dijo su amigo—. Casi me echo a llorar.

El guerrero se agachó, recogió la caja y se la cargó a la espalda.

—Bien, ¿qué me traéis esta vez? —preguntó el enano.

—Lúpulo. Veinticinco kilos —respondió Cambalache en tono triunfante.

—Es obvio que no has tenido trato con enanos, ¿verdad, chico? ¡Es bien sabido que hacemos la mejor cerveza de todo Krynn! Cultivamos nuestro propio lúpulo y…

—No como éste —lo interrumpió el semikender—. ¡No lúpulo ergothiano!

El enano dio un respingo.

—¡Ergothiano! —exclamó—. ¿Estás seguro?

—Oledlo, si queréis —lo animó Cambalache.

El enano olisqueó el aire y luego intercambió una mirada con sus compatriotas.

—¡Diez monedas de acero por la caja!

—No, lo siento —rechazó Cambalache—. Vamos, Caramon. Hay una taberna en la ciudad donde nos darán…

—¡Esperad! —gritó el enano—. ¿Qué te parece dos juegos de porcelana de Hylar con copas a juego? ¡Y de regalo, cubiertos de oro!

—Soy hombre de armas —adujo Cambalache, con la cabeza vuelta hacia atrás y sin dejar de caminar—. ¿Para qué necesito platos de porcelana y cucharas de oro?

—Hombre de armas. De acuerdo. ¿Qué tal ocho arcos elfos encantados, manufacturados por los propios soldados qualinestis? Una flecha disparada por esos arcos jamás falla el blanco.

Cambalache se detuvo y Caramon dejó la caja en el suelo.

—Los arcos encantados y la silla de montar de sir Jeffrey —fue su contraoferta.

—No puedo hacerlo. —El enano sacudió la cabeza—. Se la prometí a otro cliente.

—Caramon, coge la caja —ordenó Cambalache, que echó a andar otra vez. El enano volvió a olisquear el aire.

—¡Espera! ¡Está bien, de acuerdo! —barbotó—. ¡La silla también!

Cambalache soltó la respiración que había estado conteniendo.

—Muy bien, señor. El trato está cerrado.

Caramon estaba profundamente dormido; en su sueño, luchaba contra veintiséis niñitas de cabellos dorados que habían estado atormentando a un lloroso hobgoblin. En consecuencia, el sonido de metal chocando contra metal pareció ser parte del sueño y por lo tanto no se tomó la molestia de despertarse. No hasta que la sargento Nemiss acercó a su cabeza la olla que estaba golpeando.

—¡Arriba, grandísimo holgazán! ¡La compañía de comandos es la primera en luchar! ¡Arriba he dicho!

Caramon y Cambalache habían regresado al campamento una hora antes del amanecer. Aturdido por la falta de sueño, el guerrero siguió a los demás, dando trompicones, para ocupar su sitio en las filas de hombres alineados delante de los barracones.

La sargento hizo que se pusieran firmes y estaba a punto de dar la orden de marchar en columna cuando el sonido de los cascos de un caballo a galope y una voz gritando iracunda interrumpió el proceso.

El capitán Senej frenó a su nervioso corcel y desmontó de un salto. Su semblante estaba tan encendido como el sol matinal; de un tono rojo intenso. Asestó una mirada feroz a toda la compañía, tanto a reclutas como a veteranos, y todos los hombres se achicaron ante la abrasadora mirada iracunda.

—¡Maldita sea! Uno de vosotros, bastardos, ha vuelto a cambiar mi silla por la del barón. Estoy harto de esta estúpida broma. La última vez que pasó, faltó poco para que el barón clavara mi cabeza en una pica. Y ahora, ¿quién es el responsable? —El capitán Senej adelantó la cuadrada mandíbula mientras marchaba a lo largo de la primera fila, taladrando con los ojos a los hombres—. ¡Vamos, estoy esperando!

Nadie se movió. Nadie habló. Si el Abismo se hubiese abierto a sus pies, Caramon habría sido el primero en zambullirse de cabeza en él.

—¿Nadie lo admite? —bramó el capitán—. Muy bien. ¡Toda la compañía castigada a media ración durante dos días!

Los soldados gimieron, Caramon el que más. Le habían dado donde más le dolía.

—No castiguéis a los otros, señor —dijo una voz desde la parte posterior de la formación—. Lo hice yo.

—¿Quién demonios ha sido? —demandó el capitán, que atisbo por encima de las cabezas intentando localizar al soldado que había hablado.

—Yo soy el único responsable, señor. —Cambalache salió de la fila.

—¿Cómo te llamas, soldado?

—Cambalache, señor.

—Este hombre estaba a punto de ser licenciado, señor —se apresuró a informar la sargento—. De hecho, se marcha hoy.

—Eso no le exime de lo que ha hecho, sargento. Ante todo, tendrá que explicar al barón…

—Solicito permiso para hablar, señor —pidió respetuosamente Cambalache.

—Permiso concedido. —El capitán tenía un gesto sombrío—. ¿Qué tienes que alegar a tu favor, basca?

—La silla de montar no pertenece al barón, señor —contestó con humildad Cambalache—. Si queréis comprobarlo, id a los establos y veréis que la del barón sigue allí. Esta es vuestra, señor. Obsequio de la compañía C.

Los soldados intercambiaron miradas; la sargento Nemiss bramó una orden y todos volvieron a mirar al frente. El capitán examinó la nueva silla con detenimiento.

—Por Kiri-Jolith, tienes razón. Esta no es la silla del barón. Pero está hecha al estilo solámnico…

—El más actual, señor —abundó Cambalache.

—Yo… No sé qué decir. —El capitán Senej estaba emocionado, y la congestión de su rostro producida por la ira dio paso a un suave sonrojo de placer—. Debe de haber costado una pequeña fortuna. Y pensar que vosotros, soldados, colaborasteis para…

El capitán enmudeció a causa del nudo que tenía en la garganta.

—¡Tres hurras por el capitán Senej! —gritó la sargento,, que no tenía idea de lo que estaba pasando, pero que estaba, más que dispuesta a llevarse los laureles.

Los soldados aclamaron a su superior con entusiasmo.

El capitán montó en el caballo, se sentó enorgullecido en, su nueva silla, respondió a los vítores haciendo una fioritura con el sombrero y luego partió a galope, calzada adelante.

La sargento Nemiss giró en redondo hacia los soldados; sus ojos centelleaban y la expresión de su semblante era tormentosa. Clavó aquella mirada penetrante en Cambalache con tal intensidad que pareció descargar un rayo sobre el semikender.

—Está bien, basca, ¿qué demonios es todo esto? Sé positivamente que ninguno de nosotros ha comprado al capitán Senej una silla nueva. ¿Acaso la compraste tú, basca?

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