Rayuela (11 page)

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Authors: Julio Cortazar

BOOK: Rayuela
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—En seguida —dijo la Maga. Oliveira aguantó su mirada (lo que siempre le costaba bastante) y la Maga trajo un diario, lo abrió sobre la cama, metió los algodones, hizo un paquete y salió de la pieza para ir a tirarlo al water del rellano. Cuando volvió, con las manos rojas y brillantes, Oliveira le alcanzó un mate. Se sentó en el sillón bajo, chupó aplicadamente. Siempre estropeaba el mate, tirando de un lado y de otro la bombilla, revolviéndola como si estuviera haciendo polenta.

—En fin —dijo Oliveira, sacando el humo por la nariz—. De todos modos me podían haber avisado. Ahora voy a tener seiscientos francos de taxi para llevarme mis cosas a otro lado. Y conseguir una pieza, que no es fácil en esta época.

—No tenés por qué irte —dijo la Maga— ¿Hasta cuándo vas a seguir imaginando falsedades?

—Imaginando falsedades —dijo Oliveira—. Hablás como en los diálogos de las mejores novelas rioplatenses. Ahora solamente te falta reírte con todas las vísceras de mi grotesquería sin pareja, y la rematás fenómeno.

—Ya no llora más —dijo la Maga, mirando hacia la cama—. Hablemos bajo, va a dormir muy bien con la aspirina. Yo no me he acostado para nada con Gregorovius.

—Oh sí que te has acostado.

—No, Horacio. ¿Por qué no te lo iba a decir? Desde que te conocí no he tenido otro amante que vos. No me importa si lo digo mal y te hacen reír mis palabras. Yo hablo como puedo, no sé decir lo que siento.

—Bueno, bueno —dijo aburrido Oliveira, alcanzándole otro mate—. Será que tu hijo te cambia, entonces. Desde hace días estás convertida en lo que se llama una madre.

—Pero Rocamadour está enfermo.

—Más bien —dijo Oliveira—. Qué querés, a mí los cambios me parecieron de otro orden. En realidad ya no nos aguantamos demasiado.

—Vos sos el que no me aguanta. Vos sos el que no aguantás a Rocamadour.

—Eso es cierto, el chico no entraba en mis cálculos. Tres es mal número dentro de una pieza. Pensar que con Ossip ya somos cuatro, es insoportable.

—Ossip no tiene nada que ver.

—Si calentaras la pavita —dijo Oliveira.

—No tiene nada que ver —repitió la Maga—. ¿Por qué me hacés sufrir, bobo? Ya sé que estás cansado, que no me querés más. Nunca me quisiste, era otra cosa, una manera de soñar. Andate, Horacio, no tenés por qué quedarte. A mí ya me ha pasado tantas veces...

Miró hacia la cama. Rocamadour dormía.

—Tantas veces —dijo Oliveira, cambiando la yerba—. Para la autobiografía sentimental sos de una franqueza admirable. Que lo diga Ossip. Conocerte y oír en seguida la historia del negro es todo uno.

—Tengo que decirlo, vos no comprendés.

—No lo comprenderé, pero es fatal.

—Yo creo que tengo que decirlo aunque sea fatal. Es justo que uno le diga a un hombre cómo ha vivido, si lo quiere. Hablo de vos, no de Ossip. Vos me podías contar o no de tus amigas, pero yo tenía que decirte todo. Sabés, es la única manera de hacerlos irse antes de empezar a querer a otro hombre, la única manera de que pasen al otro lado de la puerta y nos dejen a los dos solos en la pieza.

—Una especie de ceremonia expiatoria, y por qué no propiciatoria. Primero el negro.

—Sí —dijo la Maga, mirándolo—. Primero el negro. Después Ledesma.

—Después Ledesma, claro.

—Y los tres del callejón, la noche de carnaval.

—Por delante —dijo Oliveira, cebando el mate.

—Y monsieur Vincent, el hermano del hotelero.

—Por detrás.

—Y un soldado que lloraba en un parque.

—Por delante.

—Y vos.

—Por detrás. Pero eso de ponerme a mí en la lista estando yo presente es como una confirmación de mis lúgubres premoniciones. En realidad la lista completa se la habrás tenido que recitar a Gregorovius.

La Maga revolvía la bombilla. Había agachado la cabeza y todo el pelo le cayó de golpe sobre la cara, borrando la expresión que Oliveira había espiado con aire indiferente.

Después fuiste la amiguita

de un viejo boticario,

y el hijo de un comisario

todo el vento te sacó...

Oliveira canturreaba el tango. La Maga chupó la bombilla y se encogió de hombros, sin mirarlo. «Pobrecita», pensó Oliveira. Le tiró un manotón al pelo, echándoselo para atrás brutalmente como si corriera una cortina. La bombilla hizo un ruido seco entre los dientes.

—Es casi como si me hubieras pegado —dijo la Maga, tocándose la boca con dos dedos que temblaban—. A mí no me importa, pero...

—Por suerte te importa dijo Oliveira—. Si no me estuvieras mirando así te despreciaría. Sos maravillosa, con Rocamadour y todo.

—De qué me sirve que me digas eso.

—A mí me sirve.

—Sí, a vos te sirve. A vos todo te sirve para lo que andás buscando.

—Querida —dijo gentilmente Oliveira—, las lágrimas estropean el gusto de la yerba, es sabido.

—A lo mejor también te sirve que yo llore.

—Sí, en la medida en que me reconozco culpable.

—Andate, Horacio, va a ser lo mejor.

—Probablemente. Fijate, de todas maneras, que si me voy ahora cometo algo que se parece casi al heroísmo, es decir que te dejo sola, sin plata y con tu hijo enfermo.

—Sí —dijo la Maga sonriendo homéricamente entre las lágrimas—. Es casi heroico, cierto.

—Y como disto de ser un héroe, me parece mejor quedarme hasta que sepamos a qué atenernos, como dice mi hermano con su bello estilo.

—Entonces quedate.

—¿Pero vos comprendés cómo y por qué renuncio a ese heroísmo?

—Sí, claro.

—A ver, explicá por qué no me voy.

—No te vas porque sos bastante burgués y tomás en cuenta lo que pensarían Ronald y Babs y los otros amigos.

—Exacto. Es bueno que veas que vos no tenés nada que ver en mi decisión.

No me quedo por solidaridad ni por lástima ni porque hay que darle la mamadera a Rocamadour. Y mucho menos porque vos y yo tengamos todavía algo en común.

—Sos tan cómico a veces —dijo la Maga.

—Por supuesto —dijo Oliveira—. Bob Hope es una mierda al lado mío.

—Cuando decís que ya no tenemos nada en común, ponés la boca de una manera...

—Un poco así, ¿verdad?

—Sí, es increíble.

Tuvieron que sacar los pañuelos y taparse la cara con las dos manos, soltaban tales carcajadas que Rocamadour se iba a despertar, era algo horrible. Aunque Oliveira hacía lo posible por sostenerla, mordiendo el pañuelo y llorando de risa, la Maga resbaló poco a poco del sillón, que tenía las patas delanteras más cortas y la ayudaba a caerse, hasta quedar enredada entre las piernas de Oliveira que se reía con un hipo entrecortado y que acabó escupiendo el pañuelo con una carcajada.

—Mostrá otra vez cómo pongo la boca cuando digo esas cosas —suplicó Oliveira.

—Así —dijo la Maga, y otra vez se retorcieron hasta que Oliveira se dobló en dos apretándose la barriga, y la Maga vio su cara contra la suya, los ojos que la miraban brillando entre las lágrimas. Se besaron al revés, ella hacia arriba y él con el pelo colgando como un fleco, se besaron mordiéndose un poco porque sus bocas no se reconocían, estaban besando bocas diferentes, buscándose con las manos en un enredo infernal de pelo colgando y el mate que se había volcado al borde de la mesa y chorreaba en la falda de la Maga.

—Decime cómo hace el amor Ossip —murmuró Oliveira, apretando los labios contra los de la Maga—. Pronto que se me sube la sangre a la cabeza, no puedo seguir así, es espantoso.

—Lo hace muy bien —dijo la Maga, mordiéndole el labio—. Muchísimo mejor que vos, y más seguido.

—¿Pero te retila la murta? No me vayas a mentir. ¿Te la retila de veras?

—Muchísimo. Por todas partes, a veces demasiado. Es una sensación maravillosa.

—¿Y te hace poner con los plíneos entre las argustas?

—Sí, y después nos entreturnamos los porcios hasta que él dice basta basta, y yo tampoco puedo más, hay que apurarse, comprendés. Pero eso vos no lo podés comprender, siempre te quedás en la gunfia más chica.

—Yo y cualquiera —rezongó Oliveira, enderezándose—. Che, este mate es una porquería, yo me voy un rato a la calle.

—¿No querés que te siga contando de Ossip? —dijo la Maga—. En glíglico.

—Me aburre mucho el glíglico. Además vos no tenés imaginación, siempre decís las mismas cosas. La gunfia, vaya novedad. Y no se dice «contando de».

—El glíglico lo inventé yo —dijo resentida la Maga—. Vos soltás cualquier cosa y te lucís, pero no es el verdadero glíglico.

—Volviendo a Ossip...

—No seas tonto, Horacio, te digo que no me he acostado con él. ¿Te tengo que hacer el gran juramento de los sioux?

—No, al final me parece que te voy a creer.

—Y después —dijo la Maga— lo más probable es que acabe por acostarme con Ossip, pero serás vos el que lo habrá querido.

—¿Pero a vos realmente te puede gustar ese tipo?

—No. Lo que pasa es que hay que pagar la farmacia. De vos no quiero ni un centavo, y a Ossip no le puedo pedir plata y dejarlo con las ilusiones.

—Sí, ya sé —dijo Oliveira—. Tu lado samaritano. Al soldadito del parque tampoco lo podías dejar que llorara.

—Tampoco, Horacio. Ya ves lo distintos que somos.

—Sí, la piedad no es mi fuerte. Pero también yo podría llorar en una de ésas, y entonces vos...

—No te veo llorando —dijo la Maga—. Para vos sería como un desperdicio.

—Alguna vez he llorado.

—De rabia, solamente. Vos no sabés llorar, Horacio, es una de las cosas que no sabés.

Oliveira atrajo a la Maga y la sentó en las rodillas. Pensó que el olor de la Maga, de la nuca de la Maga, lo entristecía. Ese mismo olor que antes... «Buscar a través de», pensó confusamente. «Sí, es una de las cosas que no sé hacer, eso y llorar y compadecerme.»

—Nunca nos quisimos —le dijo besándola en el pelo.

—No hablés por mí —dijo la Maga cerrando los ojos—. Vos no podés saber si yo te quiero o no. Ni siquiera eso podés saber.

—¿Tan ciego me creés?

—Al contrario, te haría tanto bien quedarte un poco ciego.

—Ah, sí, el tacto que reemplaza las definiciones, el instinto que va más allá de la inteligencia. La vía mágica, la noche oscura del alma.

—Te haría bien —se obstinó la Maga como cada vez que no entendía y quería disimularlo.

—Mirá, con lo que tengo me basta para saber que cada uno puede irse por su lado. Yo creo que necesito estar solo, Lucía; realmente no sé lo que voy a hacer. A vos y a Rocamadour, que me parece que se está despertando, les hago la injusticia de tratarlos mal y no quiero que siga.

—Por mí y por Rocamadour no te tenés que preocupar.

—No me preocupo pero andamos los tres enredándonos en los tobillos del otro; es incómodo y antiestético. Yo no seré lo bastante ciego, querida, pero el nervio óptico me alcanza para ver que vos te vas a arreglar perfectamente sin mí. Ninguna amiga mía se ha suicidado hasta ahora, aunque mi orgullo sangre al decirlo.

—Sí, Horacio.

—De manera que si consigo reunir suficiente heroísmo para plantarte esta misma noche o mañana, aquí no ha pasado nada.

—Nada —dijo la Maga.

—Vos le llevarás de nuevo tu chico a madame Irène, y volverás a París a seguir tu vida.

—Irás mucho al cine, seguirás leyendo novelas, te pasearás con riesgo de tu vida en los peores barrios y a las peores horas.

—Todo eso.

—Encontrarás muchísimas cosas extrañas en la calle, las traerás, fabricarás objetos. Wong te enseñará juegos malabares y Ossip te seguirá a dos metros de distancia, con las manos juntas y una actitud de humilde reverencia.

—Por favor, Horacio —dijo la Maga, abrazándose a él y escondiendo la cara.

—Por supuesto que nos encontraremos mágicamente en los sitios más extraños, como aquella noche en la Bastille, te acordás.

—En la rue Daval.

—Yo estaba bastante borracho y vos apareciste en la esquina y nos quedamos mirándonos como idiotas.

—Porque yo creía que esa noche vos ibas aun concierto.

—Y vos me habías dicho que tenías cita con madame Léonie.

—Por eso nos hizo tanta gracia encontrarnos en la rue Daval.

—Vos llevabas el pulóver verde y te habías parado en la esquina a consolar a un pederasta.

—Lo habían echado a golpes del café, y lloraba de una manera.

—Otra vez me acuerdo que nos encontramos cerca del Quai de Jemmapes.

—Hacía calor —dijo la Maga.

—Nunca me explicaste bien qué andabas buscando por el Quai de Jemmapes.

—Oh, no buscaba nada.

—Tenías una moneda en la mano.

—Me la encontré en el cordón de la vereda. Brillaba tanto.

—Y después fuimos a la Place de la République donde estaban los saltimbanquis, y nos ganamos una caja de caramelos.

—Eran horribles.

—Y otra vez yo salía del metro Mouton-Duvernet, y vos estabas sentada en la terraza de un café con un negro y un filipino.

—Y vos nunca me dijiste qué tenías que hacer por el lado de Mouton-Duvernet.

—Iba a lo de una pedicura —dijo Oliveira—. Tenía una sala de espera empapelada con escenas entre violeta y solferino: góndolas, palmeras, y unos amantes abrazados a la luz de la luna. Imaginátelo repetido quinientas veces en tamaño doce por ocho.

—Vos ibas por eso, no por los callos.

—No eran callos, hija mía. Una auténtica verruga en la planta del pie. Avitaminosis, parece.

—¿Se te curó bien? —dijo la Maga, levantando la cabeza y mirándolo con gran concentración.

A la primera carcajada Rocamadour se despertó y empezó a quejarse. Oliveira suspiró, ahora iba a repetirse la escena, por un rato sólo vería a la Maga de espaldas, inclinada sobre la cama, las manos yendo y viniendo. Se puso a cebar mate, a armar un cigarrillo. No quería pensar. La Maga fue a lavarse las manos y volvió. Tomaron un par de mates casi sin mirarse.

—Lo bueno de todo esto —dijo Oliveira— es que no le damos calce al radioteatro. No me mires así, si pensás un poco te vas a dar cuenta de lo que quiero decir.

—Me doy cuenta —dijo la Maga—. No es por eso que te miro así.

—Ah, vos creés que...

—Un poco, sí. Pero mejor no volver a hablar.

—Tenés razón. Bueno, me parece que me voy a dar una vuelta.

—No vuelvas —dijo la Maga.

—En fin, no exageremos —dijo Oliveira—. ¿Dónde querés que vaya a dormir? Una cosa son los nudos gordianos y otra el céfiro que sopla en la calle, debe haber cinco bajo cero.

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