Rayuela (7 page)

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Authors: Julio Cortazar

BOOK: Rayuela
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¿Entonces a usted...?

—Qué sé yo —dijo la Maga, impaciente—. Es esa música, esas velas verdes, Horacio ahí en ese rincón, como un indio. ¿Por qué le tengo que contar cómo vuelve? Pero hace unos días me había quedado en casa esperando a Horacio, ya había caído la noche, yo estaba sentada cerca de la cama y afuera llovía, un poco como en ese disco. Sí, era un poco así, yo miraba la cama esperando a Horacio, no sé cómo la colcha de la cama estaba puesta de una manera, de golpe vi a mi papá de espaldas y con la cara tapada como siempre que se emborrachaba y se iba a dormir. Se veían las piernas, la forma de una mano sobre el pecho. Sentí que se me paraba el pelo, quería gritar, en fin, eso que una siente, a lo mejor usted ha tenido miedo alguna vez... Quería salir corriendo, la puerta estaba tan lejos, en el fondo de pasillos y más pasillos, la puerta cada vez más lejos y se veía subir y bajar la colcha rosa, se oía el ronquido de mi papá, de un momento a otro iba a asomar una mano, los ojos, y después la nariz como un gancho, no, no vale la pena que le cuente todo eso, al final grité tanto que vino la vecina de abajo y me dio té, y después Horacio me trató de histérica.

Gregorovius le acarició el pelo, y la Maga agachó la cabeza. «Ya está», pensó Oliveira, renunciando a seguir los juegos de Dizzy Gillespie sin red en el trapecio más alto, «ya está, tenía que ser. Anda loco por esa mujer, y se lo dice así, con los diez dedos. Cómo se repiten los juegos. Calzamos en moldes más que usados, aprendemos como idiotas cada papel más que sabido. Pero si soy yo mismo acariciándole el pelo, y ella me está contando sagas rioplatenses, y le tenemos lástima, entonces hay que llevarla a casa, un poco bebidos todos, acostarla despacio acariciándola, soltándole la ropa, despacito, despacito cada botón, cada cierre relámpago, y ella no quiere, quiere, no quiere, se endereza, se tapa la cara, llora, nos abraza como para proponernos algo sublime, ayuda a bajarse el slip, suelta un zapato con un puntapié que nos parece una protesta y nos excita a los últimos arrebatos, ah, es innoble, innoble. Te voy a tener que romper la cara, Ossip Gregorovius, pobre amigo mío. Sin ganas, sin lástima, como eso que está soplando Dizzy, sin lástima, sin ganas, tan absolutamente sin ganas como eso que está soplando Dizzy».

—Un perfecto asco —dijo Oliveira—. Sacame esa porquería del plato. Yo no vengo más al Club si aquí hay que escuchar a ese mono sabio.

—Al señor no le gusta el bop —dijo Ronald, sarcástico—. Esperá un momento, en seguida te pondremos algo de Paul Whiteman.

—Solución de compromiso —dijo Etienne—. Coincidencia de todos los sufragios: oigamos a Bessie Smith, Ronald de mi alma, la paloma en la jaula de bronce.

Ronald y Babs se largaron a reír, no se veía bien por qué, y Ronald buscó en la pila de viejos discos. La púa crepitaba horriblemente, algo empezó a moverse en lo hondo como capas y capas de algodones entre la voz y los oídos, Bessie cantando con la cara vendada, metida en un canasto de ropa sucia, y la voz salía cada vez más ahogada, pegándose a los trapos salía y clamaba sin cólera ni limosna,
I wanna be somebody’s baby doll
, se replegaba a la espera, una voz de esquina y de casa atestada de abuelas,
to be somebody’s baby doll
, más caliente y anhelante, jadeando ya
I wanna be somebody’s baby doll
.

Quemándose la boca con un largo trago de vodka, Oliveira pasó el brazo por los hombros de Babs y se apoyó en su cuerpo confortable. «Los intercesores», pensó, hundiéndose blandamente en el humo del tabaco. La voz de Bessie se adelgazaba hacia el fin del disco, ahora Ronald daría vuelta la placa de bakelita (si era bakelita) y de ese pedazo de materia gastada renacería una vez más Empty Bed Blues, una noche de los años veinte en algún rincón de los Estados Unidos. Ronald había cerrado los ojos, las manos apoyadas en las rodillas marcaban apenas el ritmo. También Wong y Etienne habían cerrado los ojos, la pieza estaba casi a oscuras y se oía chirriar la púa en el viejo disco, a Oliveira le costaba creer que todo eso estuviera sucediendo. ¿Por qué allí, por qué el Club, esas ceremonias estúpidas, por qué era así ese blues cuando lo cantaba Bessie? «Los intercesores», pensó otra vez, hamacándose con Babs que estaba completamente borracha y lloraba en silencio escuchando a Bessie, estremeciéndose a compás o a contratiempo, sollozando para adentro para no alejarse por nada de los blues de la cama vacía, la mañana siguiente, los zapatos en los charcos, el alquiler sin pagar, el miedo a la vejez, imagen cenicienta del amanecer en el espejo a los pies de la cama, los blues, el cafard infinito de la vida. «Los intercesores, una irrealidad mostrándonos otra, como los santos pintados que muestran el cielo con el dedo. No puede ser que esto exista, que realmente estemos aquí, que yo sea alguien que se llama Horacio. Ese fantasma ahí, esa voz de una negra muerta hace veinte años en un accidente de auto: eslabones en una cadena inexistente, cómo nos sostenemos aquí, cómo podemos estar reunidos esta noche si no es por un mero juego de ilusiones, de reglas aceptadas y consentidas, de pura baraja en las manos de un tallador inconcebible...»

—No llorés —le dijo Oliveira a Babs, hablándole al oído—. No llorés, Babs, todo esto no es verdad.

—Oh, sí, oh sí que es verdad —dijo Babs, sonándose—. Oh, sí que es verdad.

—Será —dijo Oliveira, besándola en la mejilla— pero no es la verdad.

—Como esas sombras —dijo Babs, tragándose los mocos y moviendo la mano de un lado a otro— y uno está tan triste, Horacio, porque todo es tan hermoso.

Pero todo eso, el canto de Bessie, el arrullo de Coleman Hawkins, ¿no eran ilusiones, y no eran algo todavía peor, la ilusión de otras ilusiones, una cadena vertiginosa hacia atrás, hacia un mono mirándose en el agua el primer día del mundo? Pero Babs lloraba, Babs había dicho: «Oh sí, oh sí que es verdad», y Oliveira, un poco borracho él también, sentía ahora que la verdad estaba en eso, en que Bessie y Hawkins fueran ilusiones, porque solamente las ilusiones eran capaces de mover a sus fieles, las ilusiones y no las verdades. Y había más que eso, había la intercesión, el acceso por las ilusiones a un plano, a una zona inimaginable que hubiera sido inútil pensar porque todo pensamiento lo destruía apenas procuraba cercarlo. Una mano de humo lo llevaba de la mano, lo iniciaba en un descenso, si era un descenso, le mostraba un centro, si era un centro, le ponía en el estómago, donde el vodka hervía dulcemente cristales y burbujas, algo que otra ilusión infinitamente hermosa y desesperada había llamado en algún momento inmortalidad. Cerrando los ojos alcanzó a decirse que si un pobre ritual era capaz de excentrarlo así para mostrarle mejor un centro, excentrarlo hacia un centro sin embargo inconcebible, tal vez no todo estaba perdido y alguna vez, en otras circunstancias, después de otras pruebas, el acceso sería posible. ¿Pero acceso a qué, para qué? Estaba demasiado borracho para sentar por lo menos una hipótesis de trabajo, hacerse una idea de la posible ruta. No estaba lo bastante borracho para dejar de pensar consecutivamente, y le bastaba ese pobre pensamiento para sentir que lo alejaba cada vez más de algo demasiado lejano, demasiado precioso para mostrarse a través de esas nieblas torpemente propicias, la niebla vodka, la niebla Maga, la niebla Bessie Smith.Empezó a ver anillos verdes que giraban vertiginosamente, abrió los ojos. Por lo común después de los discos le venían ganas de vomitar.

(-106)

13

Envuelto en humo Ronald largaba disco tras disco casi sin molestarse en averiguar las preferencias ajenas, y de cuando en cuando Babs se levantaba del suelo y se ponía también a hurgar en las pilas de viejos discos de 78, elegía cinco o seis y los dejaba sobre la mesa al alcance de Ronald que se echaba hacia adelante y acariciaba a Babs que se retorcía riendo y se sentaba en sus rodillas, apenas un momento porque Ronald quería estar tranquilo para escuchar
Don’t play me cheap.

Satchmo cantaba

Don’t you play me cheap

Because I look so meek

y Babs se retorcía en las rodillas de Ronald, excitada por la manera de cantar de Satchmo, el tema era lo bastante vulgar para permitirse libertades que Ronald no le hubiera consentido cuando Satchmo cantaba
Yellow Dog Blues
, y porque en el aliento que Ronald le estaba echando en la nuca había una mezcla de vodka y sauerkraut que titilaba espantosamente a Babs. Desde su altísimo punto de mira, en una especie de admirable pirámide de humo y música y vodka y sauerkraut y manos de Ronald permitiéndose excursiones y contramarchas, Babs condescendía a mirar hacia abajo por entre los párpados entornados y veía a Oliveira en el suelo, la espalda apoyada en la pared contra la piel esquimal, fumando y ya perdidamente borracho, con una cara sudamericana resentida y amarga donde la boca sonreía a veces entre pitada y pitada, los labios de Oliveira que Babs había deseado alguna vez (no ahora) se curvaban apenas mientras el resto de la cara estaba como lavado y ausente. Por más que le gustara el jazz Oliveira nunca entraría en el juego como Ronald, para él sería bueno o malo, hot o cool, blanco o negro, antiguo o moderno, Chicago o New Orleans, nunca el jazz, nunca eso que ahora eran Satchmo, Ronald y Babs,
Baby don’t you play me cheap because I look so meek
, y después la llamarada de la trompeta, el falo amarillo rompiendo el aire y gozando con avances y retrocesos y hacia el final tres notas ascendentes, hipnóticamente de oro puro, una perfecta pausa donde todo el swing del mundo palpitaba en un instante intolerable, y entonces la eyaculación de un sobreagudo resbalando y cayendo como un cohete en la noche sexual, la mano de Ronald acariciando el cuello de Babs y la crepitación de la púa mientras el disco seguía girando y el silencio que había en toda música verdadera se desarrimaba lentamente de las paredes, salía de debajo del diván, se despegaba como labios o capullos.


Ça alors
—dijo Etienne.

—Sí, la gran época de Armstrong —dijo Ronald, examinando la pila de discos que había elegido Babs—. Como el período del gigantismo en Picasso, si quieres.

Ahora están los dos hechos unos cerdos. Pensar que los médicos inventan curas de rejuvenecimiento... Nos van a seguir jodiendo otros veinte años, verás.

—A nosotros no —dijo Etienne—. Nosotros ya les hemos pegado un tiro en el momento justo, y ojalá me lo peguen a mí cuando sea la hora.

—La hora justa, casi nada pedís, pibe —dijo Oliveira, bostezando—. Pero es cierto que ya les pegamos el tiro de gracia. Con una rosa en vez de una bala, por decirlo así. Lo que sigue es costumbre y papel carbónico, pensar que Armstrong ha ido ahora por primera vez a Buenos Aires, no te podés imaginar los miles de cretinos convencidos de que estaban escuchando algo del otro mundo, y Satchmo con más trucos que un boxeador viejo, esquivando el bulto, cansado y monetizado y sin importarle un pito lo que hace, pura rutina, mientras algunos amigos que estimo y que hace veinte años se tapaban las orejas si les ponías
Mahogany Hall Stomp
, ahora pagan qué sé yo cuántos mangos la platea para oír esos refritos. Claro que mi país es un puro refrito, hay que decirlo con todo cariño.

—Empezando por ti —dijo Perico detrás de un diccionario—. Aquí has venido siguiendo el molde de todos tus connacionales que se largaban a París para hacer su educación sentimental. Por lo menos en España eso se aprende en el burdel y en los toros, coño.

—Y en la condesa de Pardo Bazán —dijo Oliveira, bostezando de nuevo—.

Por lo demás tenés bastante razón, pibe. Yo en realidad donde debería estar es jugando al truco con Traveler. Verdad que no lo conocés. No conocés nada de todo eso. ¿Para qué hablar?

(-115)

14

Salió del rincón donde estaba metido, puso un pie en una porción del piso después de examinarlo como si fuera necesario escoger exactamente el lugar para poner el pie, después adelantó el otro con la misma cautela, y a dos metros de Ronald y Babs empezó a encogerse hasta quedar impecablemente instalado en el suelo.

—Llueve —dijo Wong, mostrando con el dedo el tragaluz de la bohardilla.

Disolviendo la nube de humo con una lenta mano, Oliveira contempló a Wong desde un amistoso contento. —Menos mal que alguien se decide a situarse al nivel del mar, no se ven más que zapatos y rodillas por todos lados. ¿Dónde está su vaso, che?

—Por ahí —dijo Wong.

A la larga resultó que el vaso estaba lleno y a tiro. Se pusieron a beber, apreciativos, y Ronald les soltó un John Coltrane que hizo bufar a Perico. Y después un Sidney Bechet época París merengue, un poco como tomada de pelo a las fijaciones hispánicas.

—¿Es cierto que usted prepara un libro sobre la tortura?

—Oh, no es exactamente eso dijo Wong.

—¿Qué es, entonces?

—En China se tenía un concepto distinto del arte.

—Ya lo sé, todos hemos leído al chino Mirbeau. ¿Es cierto que usted tiene fotos de torturas, tomadas en Pekín en mil novecientos veinte o algo así?

—Oh, no dijo Wong, sonriendo—. Están muy borrosas, no vale la pena mostrarlas.

—¿Es cierto que siempre lleva la peor en la cartera? —Oh, no —dijo Wong.

—¿Y que la ha mostrado a unas mujeres en un café? —Insistían tanto dijo Wong—. Lo peor es que no comprendieron nada.

—A ver —dijo Oliveira, estirando la mano.

Wong se puso a mirarle la mano, sonriendo. Oliveira estaba demasiado borracho para insistir. Bebió más vodka y cambió de postura. Le pusieron una hoja de papel doblada en cuatro en la mano. En lugar de Wong había una sonrisa de gato de Cheshire y una especie de reverencia entre el humo. El poste debía medir unos dos metros, pero había ocho postes solamente que era el mismo poste repetido ocho veces en cuatro series de dos fotos cada una, que se miraban de izquierda a derecha y de arriba abajo, el poste era exactamente el mismo a pesar de ligeras diferencias de enfoque, lo único que iba cambiando era el condenado sujeto al poste, las caras de los asistentes (había una mujer a la izquierda) y la posición del verdugo, siempre un poco a la izquierda por gentileza hacia el fotógrafo, algún etnólogo norteamericano o danés con buen pulso pero una Kodak año veinte, instantáneas bastante malas, de manera que aparte de la segunda foto, cuando la suerte de los cuchillos había decidido oreja derecha y el resto del cuerpo desnudo se veía perfectamente nítido, las otras fotos, entre la sangre que iba cubriendo el cuerpo y la mala calidad de la película o del revelado, eran bastante decepcionantes sobre todo a partir de la cuarta, en que el condenado no era más qué una masa negruzca de la que sobresalía la boca abierta y un brazo muy blanco, las tres últimas fotos eran prácticamente idénticas salvo la actitud del verdugo, en la sexta foto agachado junto a la bolsa de los cuchillos, sacando la suerte (pero debía trampear, porque si empezaban por los cortes más profundos...), y mirando mejor se alcanzaba a ver que el torturado estaba vivo porque un pie se desviaba hacia afuera a pesar de la presión de las sogas, y la cabeza estaba echada hacia atrás; la boca siempre abierta, en el suelo la gentileza china debía haber amontonado abundante aserrín porque el charco no aumentaba, hacía un óvalo casi perfecto en torno al poste. «La séptima es la crítica», la voz de Wong venía desde muy atrás del vodka y el humo, había que mirar con atención porque la sangre chorreaba desde los dos medallones de las tetillas profundamente cercenadas (entre la segunda y tercera foto), pero se veía que en la séptima había salido un cuchillo decisivo porque la forma de los muslos ligeramente abiertos hacia afuera parecía cambiar, y acercándose bastante la foto a la cara se veía que el cambio no era en los muslos sino entre las ingles, en lugar de la mancha borrosa de la primera foto había como un agujero chorreado, una especie de sexo de niña violada de donde saltaba la sangre en hilos que resbalaban por los muslos. Y si Wong desdeñaba la octava foto debía tener razón porque el condenado ya no podía estar vivo, nadie deja caer en esa forma la cabeza de costado. «Según mis informes la operación total duraba una hora y media», observó ceremoniosamente Wong. La hoja de papel se plegó en cuatro, una billetera de cuero negro se abrió como un caimancito para comérsela entre el humo. «Por supuesto, Pekín ya no es el de antes. Lamento haberle mostrado algo bastante primitivo, pero otros documentos no se pueden llevar en el bolsillo, hacen falta explicaciones, una iniciación...» La voz llegaba de tan lejos que parecía una prolongación de las imágenes, una glosa de letrado ceremonioso. Por encima o por debajo Big Bill Broonzy empezó a salmodiar
See, see, rider
, como siempre todo convergía desde dimensiones inconciliables, un grotesco collage que había que ajustar con vodka y categorías kantianas, esos tranquilizantes contra cualquier coagulación demasiado brusca de la realidad. O, como casi siempre, cerrar los ojos y volverse atrás, al mundo algodonoso de cualquier otra noche escogida atentamente de entre la baraja abierta’.
See, see, rider
, cantaba Big Bill, otro muerto, see what you have done.

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