Rebeca (16 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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Abrí al azar una puerta y me hallé en un cuarto sumido en total oscuridad. Ni una rendija de luz atravesaba las contraventanas cerradas. En el centro del cuarto me pareció ver vagamente bultos de muebles enfundados de blanco. Olía allí dentro a cuarto no ventilado, a aire viciado, ese olor característico de las habitaciones nunca o poco usadas, cuyos adornos se amontonaban en el centro de una cama, cubiertos con una sábana. Acaso las cortinas habían estado echadas desde el verano anterior, y si uno fuera y las descorriera ahora, abriendo luego las chirriantes contraventanas, una mariposa muerta, allí prisionera muchos meses, caería sobre la alfombra y quedaría junto a un alfiler olvidado y una hoja seca que entró con el viento antes que las ventana se cerraran por última vez. Cerré cuidadosamente la puerta y continué sin saber qué hacer por el pasillo flanqueado por puertas y más puertas, todas cerradas, hasta que llegué a un ensanche del corredor, en el que un amplio ventanal me dio, al fin, la luz deseada. Me asomé a ella y vi las aterciopeladas praderas de césped que se extendían hacia el mar y el mismo mar, de un verde luminoso, con las olas empenachadas de blanco que se arrojaban sobre la playa batida por el viento de poniente.

El mar estaba más cerca de lo que había imaginado, mucho más cerca. Seguro que llegaba hasta el pie del bosquecillo que se alzaba algo más abajo del final del césped, a unos cinco minutos de distancia. Con la oreja pegada a la ventana, llegaba hasta mí el rumor de las olas rompiendo contra la costa de una pequeña ensenada, que no se veía desde allí. Comprendí entonces que había dado la vuelta a la casa y me encontraba en el corredor del ala de poniente. Tenía razón la señora Danvers. Desde allí se podía escuchar el mar. Podía uno imaginarse que en invierno avanzaba cauteloso por encima de los verdes macizos hasta llegar a amenazar a la propia casa. Pues incluso en aquel momento, debido al vendaval, había en los cristales de la ventana un vaho como si alguien hubiera echado el aliento sobre ellos. Soplaba del mar una neblina salobre. Según me encontraba mirando, una nube presurosa ocultó el sol durante unos momentos, y cambió al punto el color del mar, ennegreciéndolo, y las alegres olas coronadas de blanco se hicieron repentinamente despiadadas y crueles. Ya no era aquel el mar alegre y luminoso que había contemplado en un principio.

Me alegré entonces de que mis habitaciones dieran al este. Prefería la rosaleda al ruidoso mar. Volví entonces al rellano superior de la escalera, y cuando con la mano sobre la balaustrada me disponía a bajar, oí que se abría una puerta detrás de mí. Era la señora Danvers. Nos miramos un momento, en silencio, sin saber yo si la expresión de sus ojos era de enfado o de curiosidad, pues su cara quedó tan rígida como una máscara desde el mismo momento en que me vio. Aunque nada dijo, me turbé, como si hubiera hecho yo algo reprochable, y un rubor delator se apoderó de mi cara.

—Me he perdido —dije—. Estaba buscando mi cuarto.

—Se encuentra usted en el lado opuesto de la casa. Estamos en el ala de poniente.

—Sí, ya lo sé.

—¿Entró la señora en alguna de las habitaciones?

—No, sólo he abierto una puerta, pero no entré. Estaba muy oscuro y los muebles tapados con fundas. No he querido revolver… Supongo que usted prefiere tener todo esto cerrado.

—Si la señora desea que se abran estas habitaciones se hará inmediatamente —dijo—. Unicamente tiene que decírmelo. Todas las habitaciones están amuebladas y pueden utilizarse.

—No, no. No he querido decir eso.

—Tal vez desea la señora que le enseñe esta parte de la casa.

Moví la cabeza negativamente.

—No, mejor será que no —dije—. Tengo que bajar ahora.

Comencé a bajar la escalera, con ella al lado como si fuese una carcelera y yo estuviese bajo su custodia.

—Cuando la señora no tenga qué hacer, no tiene más que decírmelo y le enseñaré la parte de la casa que da a poniente —insistió, lo que me hizo sentir una vaga intranquilidad.

No sabría decir por qué, pero aquella insistencia hizo vibrar una cuerda de mi memoria. Me trajo el recuerdo de una visita que hice cuando niña a casa de una amiga mayor que yo, y cómo me agarró de un brazo y me dijo al oído:

«Yo sé dónde hay un libro guardado en un armario cerrado con llave, en la alcoba de mamá. ¿Quieres que vayamos a verlo?»

Me acuerdo de su cara pálida y excitada, de sus ojuelos pequeños y relucientes como dos abalorios, de su manita que me agarraba nerviosa un brazo.

—Puedo mandar quitar las fundas, y la señora verá los cuartos tal como estaban cuando se vivía en ellos —dijo la señora Danvers—. Se los hubiera enseñado esta mañana, pero creí que estaba usted ocupada escribiendo cartas en el gabinete. Cuando quiera algo la señora ya sabe que no tiene más que llamarme por teléfono. Los cuartos quedarán listos en poco tiempo.

—Muy amable, señora Danvers —dije—. Ya le avisaré otro día.

Pasamos juntas la puerta y vi que estábamos en el descansillo de la escalera principal, detrás de la galería de los trovadores.

—¿Cómo se perdió la señora? —dijo—. La puerta que va al ala de poniente no se parece a ésta.

—No he venido por aquí.

—Entonces… ¿vino por detrás, por el corredor de piedra?

—Sí —dije, evitando su mirada—, por un corredor con baldosas de piedra.

Continuó mirándome, como si esperara que yo dijera por qué había huido del gabinete, presa de un pánico repentino, para escapar por la parte trasera de la casa, y tuve de pronto la sensación de que ella lo sabía, que había estado espiándome desde el primer momento que llegué a aquella parte de la casa.

—La hermana del señor y su marido, el comandante Lacy, han llegado hace tiempo. Oí el coche poco después de las doce —dijo.

—¿Ah, sí? No me había dado cuenta.

—Frith los habrá llevado al gabinete. Ya deben de ser casi las doce y media. ¿Sabrá la señora ahora encontrar el camino?

—Sí, señora Danvers.

Y bajé la escalera hasta llegar al vestíbulo, segura de que ella permanecería arriba, mirándome fijamente.

Comprendí que ya no tenía más remedio que ir al gabinete y presentarme ante la hermana de Maxim y su marido. Cuando entré en la sala, volví la cabeza y miré. Vi a la señora Danvers, inmóvil aún en el descansillo, como un sombrío centinela.

Permanecí un momento con la mano sobre el picaporte del gabinete, escuchando el rumor de las conversaciones. Por lo visto, había vuelto Maxim mientras yo estaba arriba, supuse que con su administrador, pues por el ruido que me llegaba la habitación parecía llena de gente. Noté la misma sensación de malestar indefinido que sentía cuando era niña y me llamaban para saludar a unas visitas. Hice girar el picaporte y entré toda azorada, para encontrarme con un mar de caras en medio de un silencio general y repentino.

—¡Ya apareció! —dijo Maxim—. ¿Dónde te habías escondido? Ya estábamos pensando en movilizarnos para buscarte. Mira, ésta es Beatrice y éste es Giles, y éste Frank Crawley. ¡Cuidado! ¡Casi pisas al perro!

Beatrice era alta, ancha de hombros, muy parecida a Maxim en los ojos y la barbilla, pero menos elegante de lo que yo me había figurado, mucho más… sólida; una de esas personas que saben cuidar a los perros con moquillo, buena conocedora de caballos, excelente cazadora… No me besó. Me dio la mano, apretando vigorosamente, mirándome a los ojos con franqueza, y luego se volvió a Maxim.

—Todo lo contrario de lo que me esperaba. No se parece en nada a tu descripción.

Rieron todos y yo me uní a ellos, no muy segura de si lo hacían de mí, mientras me preguntaba qué esperaba ella y cómo me habría descrito Maxim.

—Y aquí tienes a Giles —dijo Maxim, dándome un golpecito en el brazo.

Giles adelantó una manaza enorme y me estrechó la mano, casi espachurrándome los dedos, mientras me miraba con sus ojos simpáticos, protegidos por unas gafas de concha.

—Frank Crawley —dijo Maxim, y me volví hacia el administrador, un hombre inexpresivo, bastante delgado, con una nuez prominente, y en cuyos ojos leí algo como alivio cuando me vio.

No comprendí el motivo, pero no tuve tiempo de pensar en ello, pues Frith había entrado y nos estaba sirviendo el jerez.

Beatrice me estaba hablando otra vez:

—Me dice Maxim que estáis aquí solamente desde anoche. No me he dado cuenta, pues no hubiéramos venido a molestaros tan pronto. Y, ¿qué te ha parecido Manderley?

—Casi no lo he visto aún. Pero es precioso.

Me estaba examinando de arriba abajo, como yo me había esperado, pero de una manera franca, no de la manera retorcida de la señora Danvers, sin hostilidad. Beatrice tenía derecho a examinarme, pues era la hermana de Maxim. En aquel momento vino el junto a mí y me tomó del brazo, lo que me dio más ánimos.

—¿Sabes que tienes mejor cara, chico? —dijo ella, examinándole con la cabeza ladeada—. Menos mal que se te ha quitado aquella cara de pito. Supongo que te lo tenemos que agradecer a ti —añadió, señalándome con la cabeza.

—Yo no he estado malo en mi vida —dijo Maxim con cierta brusquedad—; siempre estoy bien. Tú crees que todos los que no están tan gordos como Giles están enfermos.

—¡Qué tontería! —dijo Beatrice—. De sobra sabes que hace seis meses estabas hecho una calamidad. Me diste el susto más grande de mi vida cuando vine y te vi. Creí que habías cogido algo gordo. Y si no, que lo diga Giles: ¿verdad que la última vez que vinimos aquí nos encontramos a Maxim con una cara malísima y te dije que parecía que estaba como para caer en cama?

—¡Hombre! La verdad es que pareces otro —dijo Giles—. El viaje fue una idea magnífica. ¿Verdad que tiene buena cara, Crawley?

Noté cómo los músculos de Maxim se endurecían bajo mi brazo, y comprendí que estaba tratando de contenerse. Por algún motivo que desconocía, aquella conversación acerca de su salud le molestaba, hasta le irritaba, y me pareció indiscreto que Beatrice insistiera, tan cabezonamente, como si la cosa tuviera importancia.

—Maxim está muy quemado del sol —dije tímidamente—, lo que oculta muchos pecadillos. Tenías que haberlo visto en Venecia. Se sacaba el desayuno al balcón, para ponerse moreno a propósito. Se cree que tostado está más guapo.

Rieron todos, y Crawley dijo:

—Estaría magnífica Venecia en esta época del año.

—Sí —respondí—; nos hizo un tiempo verdaderamente magnifico. Sólo tuvimos un día malo, ¿verdad, Maxim?

Se desvió la conversación, afortunadamente, del asunto de la salud de Maxim, encauzándose hacia Italia, tema inofensivo por excelencia, y hacia el socorrido tópico del tiempo. Hablábamos ahora sin esfuerzo y con naturalidad. Maxim, Giles y Beatrice estaban discutiendo el funcionamiento del coche de Maxim y Crawley me estaba preguntando si era cierto que ya no había góndolas en los canales, sino sólo lanchas a motor. No creo que le hubiera importado que el Gran Canal se hubiera convertido en fondeadero de vapores, pues aquellas frases únicamente representaban su modesta contribución para conseguir que la conversación se desviara de la salud de Maxim y se lo agradecí, notando instintivamente que, pese a su aspecto insignificante, podía contar con él.

—Jasper necesita hacer más ejercicio —dijo Beatrice, haciendo levantarse al perro con el pie—. Está demasiado gordo y apenas tiene dos años. ¿Qué le das de comer, Maxim?

—Mira, Beatrice, se le cuida lo mismo que a tus perros —dijo Maxim—. No vengas dándotelas ahora de que sabes de perros más que yo.

—Pero, hombre, ¿cómo me vas a convencer de que sabes lo que come Jasper, cuando hace dos meses que estás fuera? ¡No querrás decirme que Frith le lleva dos veces al día de paseo hasta la caseta del guarda! Este perro no ha dado una carrera hace semanas. No hay más que mirarle el pelo.

—Prefiero que esté hecho un cerdo antes que verle medio muerto de hambre, como el atontado de tu perro.

—Observación que no hace honor a tus conocimientos —puso Beatrice—, pues Lion ha ganado dos primeros premios en Cruft, en febrero.

Una vez más se estaba cargando la atmósfera. Lo notaba en la línea que formaba la boca apretada de Maxim, y me pregunté si entre los hermanos y las hermanas se producían siempre tales altercados que, no por ser ligeros y medio en broma, dejaban de ser violentos para quienes escuchábamos. Comencé a desear que llegara pronto Frith para avisar que la comida estaba servida. ¿O acaso nos llamarían al comedor con el gong? Aún no sabía las costumbres de Manderley.

—¿Vivís muy lejos de aquí? —pregunté, sentándome junto a Beatrice—. ¿Habéis tenido que salir muy temprano?

—A ochenta kilómetros, en el otro condado, más allá de Trowchester. La caza es allí mejor que aquí. Tienes que venir a quedarte unos días con nosotros, cuando Maxim pueda pasarse sin ti. Giles te prestará un caballo.

—Siento decir que no cazo —contesté—. Aprendí a montar de niña, pero muy mal. Ya no me acuerdo gran cosa.

—Tienes que empezar otra vez —dijo—. Si vives en el campo, no tienes más remedio que montar. No sabrías qué hacer si no. Maxim me ha dicho que pintas. Claro, eso tiene que ser muy bonito, pero como ejercicio no es más que regular, ¿verdad? Eso para un día de lluvia, cuando no sabe una qué hacer.

—Pero, mujer, Beatrice, no todos estamos tan locos como tú por el aire libre —dijo Maxim.

—Mira, yo no hablaba contigo, pesado. Ya sabemos que tú eres felicísimo caminando a paso de tortuga por tus adorados jardines de Manderley.

—A mí también me gusta mucho andar —dije yo, rápidamente—. Estoy segura de que nunca me cansaré de andar por Manderley. Y cuando haga más calor me podré bañar. Me gusta nadar.

—Eres una optimista, hija —dijo Beatrice—. Yo no me acuerdo de haber podido bañarme nunca aquí. El agua está demasiado fría, y la playa es de guijarros.

—Eso no me importaría —dije—. Me encanta bañarme. Siempre que la corriente no sea demasiado fuerte. ¿Es peligrosa la ensenada para nadar?

Nadie respondió y de repente me di cuenta de lo que había dicho. Me latió el corazón violentamente, y sentí que se me encendía la cara. Me incliné para acariciar a Jasper, confusa y angustiada.

—No le vendría mal a Jasper nadar un poco para quemar esas grasas que le sobran —dijo Beatrice, rompiendo el silencio—. Pero la corriente sería demasiado fuerte para ti, ¿verdad, Jasper? Pobrecito Jasper; buen chico…

Acariciamos juntas al perro, sin mirarnos.

—Bueno, bueno —dijo Maxim—; pero yo tengo un hambre de mil pares de demonios. ¿Qué ha ocurrido con la comida?

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