Rebeca (12 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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Lo largo del camino comenzó a ponerme nerviosa. ¿Estaría allí, al dar aquella vuelta? ¿O pasada la otra? Pero me inclinaba en el asiento para ver mejor, y siempre quedaba burlada. Ni casa, ni campo, ni anchos jardines amistosos, nada sino el hondo silencio del bosque. Las verjas de entrada no eran ya sino un recuerdo, y la carretera pertenecía al pasado, a un mundo distinto.

Surgió de repente un claro en el sombrío camino, un trozo de cielo, y en un instante se esparcieron los árboles, desaparecieron las matas sin nombre y el camino apareció bordeado de un muro rojo, como la sangre, que se elevaba por encima de nuestras cabezas. Estábamos entre los rododendros. Su súbita aparición fue increíble y hasta sobrecogedora. Nada hacía esperarlos mientras íbamos por el bosque. Me sorprendieron con sus corolas rojas, amontonadas las unas sobre las otras, en profusión increíble, sin mostrar ni una hoja, ni una rama, nada, sino la orgía sangrienta de aquel rojo tremendo, zumoso, fantástico, distinto de todos los rododendros que hasta entonces viera. Miré a Maxim. Estaba sonriendo.

—¿Te gustan?

Le dije que sí, todavía sorprendida, sin saber si decía la verdad, pues para mí los rododendros eran plantas caseras, domésticas, completamente convencionales, morados o rosas, que crecen tranquilos los unos junto a los otros, en un ordenado macizo. Pero aquellos monstruos que elevaban la cabeza hacia el cielo, apretados como los soldados de un batallón, demasiado bellos, demasiado poderosos, no parecían flores.

Ya estábamos cerca de la casa. Vi cómo se ensanchaba el camino hasta convertirse en la avenida que yo esperaba, bordeada aún por aquel muro sangriento. Doblamos el último recodo y apareció Manderley. Allí estaba; aquello era Manderley, el Manderley de mi tarjeta postal de hace tantos años. Gracioso, bellísimo, exquisito, sin mácula, aún más hermoso de lo que yo soñara, edificado sobre una hondonada, rodeado de suaves praderas y bancales de césped, con las terrazas que se fundían en los jardines, y los jardines en el mar.

Al llegar a la amplia escalinata de la entrada, vi por una de las ventanas ajimezadas que el vestíbulo estaba lleno de gente, y oí a Maxim que dejó escapar a media voz una maldición.

—¡Maldita mujer! Sabe perfectamente que no quería nada de eso —y frenó bruscamente—. Me temo que la cosa ya no tiene remedio —dijo irritado—. La señora Danvers, la muy majadera, ha reunido a toda la servidumbre de la casa y a todos los colonos y gente de la finca para darnos la bienvenida. No te importe; tú no tienes que hacer nada. Yo me las arreglaré.

Traté en vano de dar con la manecilla de la portezuela. Sentí un ligero mareo, y noté que me había enfriado durante el largo viaje. Descendió la escalinata el mayordomo, seguido de un criado, y me abrió la portezuela.

Era ya viejo, tenía una cara simpática, y le sonreí, alargándole la mano, pero creo que no me vio, porque en lugar de tomarla, cogió la manta y mi bolsa de mano, volviéndose hacia Maxim, mientras me ayudaba a bajar del coche.

—Bueno, aquí nos tienes, Frith —dijo Maxim, quitándose los guantes—. Cuando salimos de Londres estaba lloviendo. Aquí no parece haber llovido. ¿Todo bien?

—Sí, señor, muchas gracias. No, aquí no ha llovido. Este último mes hemos tenido un tiempo más bien seco. Celebro mucho verle de vuelta en casa, señor, y espero que el señor esté bien. Y la señora.

—Los dos estamos bien, muchas gracias, Frith. Un poco cansados del viaje, y deseando tomar el té. No esperaba nada de eso —añadió señalando con la cabeza hacia el vestíbulo.

—Fueron órdenes de la señora Danvers, señor —dijo, sin alterar la expresión de la cara.

—Me lo había figurado —dijo Maxim bruscamente—. Anda, ven —volviéndose hacía mí—. Vamos a salir pronto de esto, y luego podrás tomar una taza de té.

Subimos juntos la escalinata, seguidos de Frith y del criado, que llevaban la manta y el impermeable. Notaba que algo me apretaba la garganta y esa extraña angustia en la boca del estómago…

Aún hoy puedo cerrar los ojos y verme allí, de pie en el umbral de la puerta, insignificante, desgarbada, con mi trajecillo de punto, agarrando nerviosamente, con las manos sudorosas, mis guantes de manopla. Veo el gran vestíbulo enlosado, las anchas puertas abiertas que daban a la biblioteca, los cuadros de Peter Lelys y de Van Dick en las paredes, la exquisita escalera que conducía a la galería de los trovadores, y allí, en el vestíbulo, formados en filas, rebosando por el pasillo también enlosado, y por el comedor, un mar de caras boquiabiertas, curiosas, mirándome, como si fueran la muchedumbre que se agolpaba alrededor del patíbulo y yo la víctima, atadas las manos a la espalda. Alguien se destacó del mar de caras, una mujer alta, flaca, vestida de negro de pies a cabeza, de pómulos salientes y grandes ojos hundidos, que daban a su cara, blanca como el pergamino, el aspecto de una calavera encima de un esqueleto.

Vino hacia mí, y yo le alargué la mano, envidiando su dignidad y compostura; pero cuando me dio la mano noté que la suya estaba fláccida, pesada, mortalmente fría, y que se mantuvo en la mía como algo sin vida.

—Esta es la señora Danvers —dijo Maxim.

Y comenzó a hablar ella, conservando aún su mano en la mía, fijos sus hundidos ojos sobre los míos, hasta que éstos vacilaron y huyeron, al mismo tiempo que me embargaba una sensación de agobio y bochorno.

No recuerdo sus palabras, pero me dio la bienvenida, en nombre propio y en el de la servidumbre, con un discurso ceremonioso y muerto como su mano. Cuando hubo terminado quedó como en espera de mi contestación, y yo enrojecí y tartamudeé al dar las gracias, al mismo tiempo que dejé caer, descuidada, los guantes al suelo. Se inclinó ella para recogerlos, y cuando me los daba vi una ligera sonrisa despectiva en sus labios, y adiviné al punto que me había juzgado una palurda. Un no sé qué en su cara me dio una sensación de intranquilidad, y hasta cuando volvió a ocupar su lugar cerca de los demás, veía aquella figura negra, en pie, sola, aislada, distinta, y aunque ya callaba, sabía yo que no me quitaba ojo. Maxim me cogió del brazo y dijo unas frases de agradecimiento, con perfecta naturalidad, sin azorarse lo más mínimo, como si para él aquello no supusiera ningún esfuerzo, y cuando hubo acabado, me llevó hacia la biblioteca para tomar el té, cerrando las puertas en cuanto hubimos entrado. Una vez más estábamos solos.

Dos cocker spaniels se levantaron de junto al fuego y vinieron a saludarnos. Echaron las patas a Maxim, con las largas y sedosas orejas hacia atrás, en señal de su alegría cariñosa, buscándole las manos con los hocicos. Le dejaron luego y vinieron hacia mí olfateando mis talones, entre indecisos y desconfiados. Uno de ellos era una perra tuerta y madre del otro. Pronto se cansó de mí y se alejó con un gruñido hacia la lumbre, pero Jasper, el más joven, me colocó el hocico en la mano y la cabeza sobre mis rodillas, con los ojos llenos de expresión, meneando el rabo con alegría, mientras yo le acariciaba las sedosas orejas.

Me encontré más a gusto cuando me quité el sombrero y la piel, pobretona y ridícula, y hube tirado ambas cosas sobre el asiento adosado al ventanal. Era aquel un cuarto sosegado, cómodo, cubiertas las paredes de libros hasta el techo, uno de esos aposentos de los que es difícil sacar a un hombre que vive solo. Había unos enormes sillones al amor de la lumbre y dos cestos para los perros, que, por lo visto, los usaban poco, a juzgar por las huellas delatoras que habían dejado en los sillones. Los anchos ventanales daban sobre las extensiones de césped, y más allá se veía el reflejo distante del mar.

Se respiraba allí un perfume añejo y tranquilo, como si se ventilara rara vez, a pesar de la fragancia de primavera que daban las lilas y las rosas durante todo el principio de verano. No importa qué aire entrase en aquel cuarto; ya viniera del jardín o del mar, perdería su frescura original para incorporarse inmediatamente a la atmósfera de la biblioteca, haciéndose uno con los libros mohosos y jamás leídos, con el artesonado del techo, los oscuros paneles de los muros y los pesados cortinajes. Era un olor añejo, era ese olor de las calladas iglesias donde los oficios no son frecuentes, donde medra el liquen sobre las piedras y los zarcillos de la hiedra trepan hasta los ventanales. Una habitación para la paz, para la meditación.

Pronto nos fue servido el té, de acuerdo con su divertido ritual ceremonioso oficiado por Frith y el criado joven. Yo no tomé parte hasta que se hubieron marchado. Mientras Maxim echaba una mirada a las numerosas cartas que encontró, yo jugaba con los bollos chorreando mantequilla, hacía miguitas con el bizcocho y sorbía despacio el hirviente té.

De vez en cuando alzaba él la mirada y sonreía, volviendo luego a sus cartas —las llegadas durante los últimos meses, supuse—, y pensé en lo poco que yo sabía de su vida en Manderley, de lo que hacía un día y otro día, de sus amigos, de la gente que conocía, hombres y mujeres, de las cuentas que pagaba y las órdenes que daba en la casa. Las últimas semanas habían pasado tan rápidas que, sentada a su lado en el coche recorriendo Francia e Italia, no hice sino ver a Venecia por sus ojos, haciéndome eco de sus palabras, sin hacer preguntas acerca del pasado o del porvenir, contenta con la felicidad del presente.

Porque él era más alegre de lo que yo me había figurado, más cariñoso de lo que yo pude soñar, joven y apasionado de cien maneras distintas, no aquel Maxim que conocí la primera vez, ni el desconocido que se sentaba en el comedor de la mesa de al lado, con la mirada perdida, envuelto en sus secretos. No, no, mi Maxim reía y cantaba y tiraba piedras al agua, y me cogía de la mano; no fruncía el ceño ni daba la impresión de llevar una pesada carga sobre la espalda. Le había conocido como enamorado y como amigo, y durante aquellas semanas olvidé que Maxim tenía otra vida ordenada, metódica, que tenía que recomenzar, continuarla como antes, haciendo de las semanas que volaban una fiesta que pasó.

Le observaba mientras leía sus cartas haciendo un gesto de desagrado a una, sonriendo a otra, acabando la siguiente sin demostración alguna y, de no haberlo evitado Dios, pensé que allí estaría mi carta, escrita desde Nueva York. La hubiera leído con igual indiferencia, intrigado acaso al principio por la firma, arrojándola luego entre las demás con un bostezo, mientras alargaba la mano para coger la taza de té. El saberlo me hizo sentir un escalofrío, ¡qué estrecho era el puente que unía la realidad con lo que pudo haber sido! El estaría aquí tomando el té, como en este momento, continuando su vida casera como si nada hubiese ocurrido, y tal vez no hubiera pensado en mí mucho, y en todo caso sin nostalgia, mientras yo estaría en Nueva York jugando al bridge con la señora Van Hopper, esperando un día y otro la carta que no llegaba nunca.

Me repantigué en el sillón, mirando alrededor del cuarto, tratando de adquirir confianza en mí misma, de darme cuenta de que, en efecto, estaba en Manderley, la casa de la tarjeta postal, en el tan famoso Manderley. Tenía que persuadirme a mí misma de que todo era mío, tan mío como suyo: el hondo sillón en que estaba sentada, aquellas filas de libros que llegaban hasta el techo, los cuadros de las paredes, los jardines, los bosques, el Manderley acerca del cual tanto había leído; todo era mío, porque me había casado con Maxim.

Aquí nos haríamos viejos juntos, aquí nos sentaríamos a tomar el té cuando lo fuéramos, Maxim y yo, con otros perros, hijos de éstos, y en la biblioteca se respiraría el mismo perfume añejo; y esta misma biblioteca conocería una época gloriosa de desorden y destrozos cuando los chicos —nuestros hijos— fueran pequeños, y los veía tumbados en el sofá, con las botas sucias de barro, trayendo cañas de pescar, palas de críquet, navajas de muelles y arcos y flechas.

Encima de la mesa, hoy ordenada y reluciente, habría una fea caja llena de mariposas y polillas y otra con huevos de pájaros envueltos en algodón.

—No me traigáis aquí esas porquerías —diría yo—; llevadlas a vuestra leonera, hijitos.

Y saldrían corriendo, dando voces, menos el más pequeño, que se quedaría jugando solo, más tranquilo que los otros.

La puerta, al abrirse, interrumpió mis sueños y entró Frith, seguido del criado, para llevarse el servicio. Cuando se lo hubo llevado, me dijo:

—Señora, pregunta la señora Danvers si le gustaría a la señora ver sus habitaciones.

Levantó Maxim la cabeza, interrumpiendo la lectura de sus cartas, y dijo:

—¿Qué tal han quedado las habitaciones del ala este?

—Han quedado muy bien, señor, en mi opinión; los obreros ensuciaron mucho, como era de esperar, mientras estuvieron trabajando. Hubo un momento en que la señora Danvers temió que no iban a estar listas para cuando vinieran los señores. Pero terminaron el lunes pasado. Yo creo, señor, que los señores estarán muy cómodos allí. Aquella parte de la casa tiene más sol.

—¿Has hecho obras? —pregunté.

—Nada de importancia —respondió Maxim lacónicamente—. He mandado decorar de nuevo y pintar las habitaciones de la parte este, que pensé podríamos usar nosotros. Como dice Frith, esa parte de la casa es mucho más alegre, y tiene una magnífica vista de la rosaleda. En tiempos de mi madre estaba destinada a los invitados. Mira, yo voy a acabar con estas cartas y luego subiré contigo. Vete tú ahora a hacerte amiga de la señora Danvers; es la ocasión.

Me levanté despacio, y volví a sentirme nerviosa cuando salí al vestíbulo. Hubiera preferido esperarle y haber visto las habitaciones cogida de su brazo. No me gustaba ir sola con la señora Danvers. ¡Qué grande parecía el vestíbulo vacío! Resonaban mis pisadas sobre las losas, despertando el eco del techo, y me pareció feo hacer tanto ruido, como quien llega tarde a la iglesia, azorado, notando que interrumpe a los demás. Mis pisadas resonaban estúpidamente, y pensé que Frith, con sus suelas de fieltro, debía reírse de mí.

—¡Qué grande! ¿Verdad? —dije con demasiada animación, forzadamente, como si todavía fuera una colegiala.

Pero él me contestó con gran solemnidad:

—Sí, señora; Manderley es muy grande. No tan grande como otras casas, naturalmente; pero es bastante grande. En los tiempos antiguos éste era el salón de los banquetes. Aún se usa en las grandes ocasiones: una cena de gala o un baile. Sabrá la señora que se admite al público a ver la casa una vez a la semana.

—Sí —dije, dándome cuenta de mis ruidosos pasos, según le seguía, y notando que él me hablaba como probablemente lo hubiera hecho con un visitante extraño, y que yo, por mi parte, me conducía como tal, mirando a uno y otro lado, observando los trofeos y los cuadros de las paredes, tocando la balaustrada tallada de la escalera.

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