Rebeca (32 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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Naturalmente, se quedaron a merendar, y en lugar de habernos tomado tranquilamente unos emparedados de pepino bajo el castaño, tuvimos que aguantar las molestias de un té de cumplido servido en el salón, lo que nunca me había gustado nada.

Frith, naturalmente, se encontraba en su elemento en estos casos, dando órdenes a Robert con un movimiento de cejas; pero yo, incómoda y aturullada, nunca llegué a manejar con soltura ni la monstruosa tetera de plata ni la enorme cafetera para el agua caliente. Nunca supe a ciencia cierta cuándo llegaba el momento de diluir el té con el agua hirviendo, y más difícil aún encontraba tener que concentrarme simultáneamente en la conversación trivial que se sostenía a mi lado.

En tales momentos, Frank Crawley no tenía precio. Me cogía las tazas y las pasaba a los demás, y cuando aumentaba la vaguedad de mis contestaciones, por estar pendiente de la tetera de plata, entonces él, de manera discreta y suave, intervenía hábilmente en la conversación, relevándome de mis responsabilidades. Maxim siempre estaba al otro extremo del cuarto, enseñando un libro a algún pelmazo o mostrando un cuadro, desempeñando el papel de señor de la casa con su inimitable facilidad, y todo lo relacionado con el té y sus complicaciones, por no ser de su incumbencia, le tenía sin cuidado. Su propia taza de té se enfriaba, abandonada junto a unas flores; pero yo, sudorosa tras la tetera imponente, y Frank, haciendo admirables equilibrios con bollitos y bizcochos, teníamos que cuidar los apetitos de aquel rebaño, abandonados de Maxim. Fue lady Crowan, una señora aburrida y efusiva en exceso, que vivía en Kerrith, quien sacó el asunto a relucir. En uno de los silencios que sobrevienen durante cualquier reunión, cuando ya veía que Frank se proponía decir esa tontería de si sería o no sería la hora y veinte o menos veinte, lady Crowan, acertando a equilibrar con gran habilidad un buen trozo de bizcocho sobre el borde de su plato, miró a Maxim, que estaba de pie junto a ella, y dijo:

—¡Ah, De Winter! Hace siglos que le quería preguntar algo. Dígame, ¿no piensan ustedes volver a dar el baile de disfraces tradicional de Manderley?

Torció la cabeza al hablar, dejando ver al mismo tiempo dos prominentes incisivos, en un gesto que intentaba ser una sonrisa. Bajé la cabeza y simulé estar bebiendo una taza de té con entusiasmo, escondiéndome al mismo tiempo detrás del formidable cubreteteras.

Maxim tardó unos segundos en contestar y cuando lo hizo sonó su voz tranquila y normal.

—No he pensado en ello, y creo que nadie lo ha hecho.

—¡No diga! Le aseguro que todos hemos pensado en ello —replicó lady Crowan—. Para todos los que vivimos en los alrededores era el acontecimiento más importante del verano. Usted no tiene idea de lo que nos divertíamos. ¿No hay manera de convencerle de que piense en el asunto?

—No sé —dijo Maxim secantente—. Era muy complicado de organizar. Más vale que se lo pida usted a Crawley, él es el que tendría que ocuparse de ello.

—¡Oh, Crawley! Póngase de nuestra parte —persistió, y consiguió que una o dos personas más le hicieran coro—. Sería algo que todo el mundo celebraría, porque ha de saber usted que todos echamos de menos la alegría que antes reinaba en Manderley.

Oí que Frank decía junto a mí, con su voz siempre moderada:

—A mí no me importaría organizar el baile, si Maxim no se opone a que se celebre. Eso tienen que decidirlo Maxim y la señora de la casa.

Naturalmente, hube de soportar todo un bombardeo. Lady Crowan movió la silla para que el cubreteteras no me ocultase y pudiera verme.

—¡Ande usted! ¡Convenza a su marido! Usted es la única persona a la que hará caso. Debería dar el baile en su honor, para celebrar la boda.

—¡Completamente conforme! —dijo alguien, un hombre, creo—. Ya que no participamos de la boda sería el colmo quitarnos ahora el baile. ¡Los que voten en favor del baile de disfraces de Manderley, que levanten la mano! ¿Los ve usted, De Winter? ¡Aprobado por unanimidad!

Sonaron risas y aplausos.

Maxim encendió un cigarrillo, y sus ojos se encontraron con los míos por encima de la tetera.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—¡No sé…! —dije, vacilante—. Me es igual.

—¡Pues claro que está deseando que se celebre el baile en su honor! —dijo lady Crowan, con su acostumbrada efusión—. ¿A qué muchacha no le gustaría? Y estaría usted monísima, vestida de pastorcilla, como una porcelana de Dresde, con todo el pelo recogido bajo un gran sombrero de tres picos.

Pensé en mis bastas manos, en mis pies y en mis hombros caídos. ¡Valiente pastorcilla y valiente figurita de Dresde haría yo! La pobre señora era tonta. No me sorprendió que nadie apoyara su idea, y una vez más hube de agradecer a Frank que cambiara de conversación.

—La verdad es, Maxim, que el otro día no sé quién fue el que me habló de esto. Me dijo que si no se iba a celebrar alguna fiesta en honor de la novia, y que ojalá te decidieras a dar el baile otra vez. Para ellos era una fiesta única. Ya sé quién fue, Tucker, el arrendatario de la alquería —y luego, volviéndose hacia lady Crowan, añadió—. La gente de estos contornos es muy aficionada a toda clase de fiestas. Yo le respondí que no sabía nada, porque tú no me habías dicho lo que pensabas

—¿Lo ve usted? —dijo lady Crowan, dirigiéndose en general a todos los que estábamos en el salón—. ¿No lo he dicho yo? Hasta sus propios arrendatarios le están pidiendo que dé el baile. Si nosotros no le importamos, estoy segura de que desea complacer a los de su propia casa.

Maxim continuaba mirándome por encima de la tetera, con expresión de duda. Se me ocurrió, entonces, que acaso pensara en que yo no era capaz de hacer frente a las complicaciones del baile, que con mi timidez, que él conocía tan bien, no haría un papel demasiado brillante. No quise que creyese que no podía contar conmigo.

—Yo creo que resultaría divertido —dije.

Maxim volvió la cabeza y se encogió de hombros.

—Pues entonces no hay más que hablar —dijo—. Ya lo sabes, Frank: tendrás que empezar a prepararlo todo. Más vale que te ayude la señora Danvers. Ella recordará cómo se hizo la última vez.

—¿Aún conservan ustedes esa maravilla de señora Danvers? —preguntó lady Crowan.

—Sí; ¿quiere usted un pastel? ¡Ah! ¿Ya han terminado? Entonces vamos todos al jardín —dijo Maxim.

Salimos, poco a poco, a la terraza, hablando del baile y de la fecha en que podría celebrarse, hasta que al fin, con gran satisfacción mía, los que habían ido en automóvil decidieron que había llegado la hora de marcharse, lo que hicieron, llevándose también a los que habían acudido a pie. Volví a la sala y me serví otra taza de té que me supo riquísimo. Ya se me habían quitado de encima los deberes de ama de casa. Frank vino a reunirse conmigo, y entre los dos terminamos con los bollitos calientes, como si fuéramos dos conspiradores.

Maxim estaba fuera, jugando con Jasper, tirando palos para que éste los trajese. Se me ocurrió pensar si en todas las casas se notaba aquella sensación de alivio cuando se marchaban las visitas. No hablamos del baile durante un rato pero cuando terminé la taza de té y me hube limpiado los dedos pringosos con el pañuelo, le dije a Frank:

—¿Qué le parece, de verdad, lo del baile de disfraces?

Dudó, medio mirando por la ventana hacia el sitio donde estaba Maxim, y luego respondió:

—No sé… Yo diría que a Maxim no le ha parecido mal. Aceptó la idea con buena cara.

—¿Qué otro remedio le quedaba? ¡Qué pesada se pone lady Crowan! ¿Cree usted que es verdad que la gente de por aquí no hace sino pensar en el baile de disfraces de Manderley?

—Creo que todos se alegrarían de que se diera una fiesta. Aquí nos gustan las cosas tradicionales. Y, francamente, no creo que a lady Crowan le falte razón al decir que se debería celebrar una fiesta en honor de usted. Al fin y al cabo, es costumbre festejar a la desposada.

¡Qué ridículo y pomposo sonaba aquello! ¿Por qué no podía Frank olvidar alguna vez su exquisita corrección?

—¿Desposada yo? No se celebró una boda normal, ni azahar, ni traje blanco, ni damas de honor… ¡Malditas las ganas que tengo de que se celebren fiestas en mi honor!

—Manderley
en fête
merece la pena de verse. Verá cómo le gusta. Y usted no tendrá que preocuparse de nada. Solamente de recibir a los invitados, y eso no es demasiado difícil. Tal vez me honre usted bailando una vez conmigo.

¡Pobre Frank! Me encantó el tono solemne con que dijo lo que creyó él ser una galantería.

—Bailaré con usted todo lo que quiera. No bailaré con nadie, sino con Maxim y usted.

—¡No, no! Eso… parecería feo —dijo Frank muy serio—. Los demás se sentirían ofendidos. Tendrá usted que bailar con los que se lo pidan.

Volví la cara para ocultar una sonrisa. Era simplemente delicioso. Jamás se enteraba cuándo se le gastaba una broma.

—¿Le pareció buena idea lo que dijo lady Crowan, acerca de la pastorcilla de Dresde? —le pregunté con segunda intención.

Me miró un rato, solemnemente, sin el rastro de una sonrisa y dijo:

—Sí; creo que estaría usted muy bien.

Rompí a reír y exclamé:

—¡Frank, es usted encantador!

Se sonrojó ligeramente, algo escandalizado de mis palabras, demasiado ligeras, y un poco ofendido por haberme reído de él.

—No veo que tenga ninguna gracia lo que he dicho —me dijo, muy estirado.

En aquel momento entró Maxim por la puerta vidriera con Jasper, que jugueteaba tras él.

—¿Qué juergas son ésas? —preguntó.

—Frank, que está muy galante. Me acaba de decir que no le parece nada mal la idea de lady Crowan de que me vista de pastorcilla.

—Lady Crowan es una entrometida —dijo Maxim—. Si ella tuviera que escribir todas las invitaciones y organizarlo todo, no estaría tan entusiasmada. Pero siempre pasa lo mismo. La gente de los alrededores se cree que Manderley es una barraca de lujo en una feria y que todos tenemos obligación de darles una función cada dos por tres para que ellos se diviertan. Supongo que habrá que invitar a todo el condado.

—Yo tengo todos los datos en la oficina —dijo Frank—. No será tan complicado, ya verás. Lo más pesado es pegar los sellos.

—Eso lo puedes hacer tú —me dijo Maxim, sonriendo.

—No, eso lo haremos en la oficina —dijo Frank—. Usted no tendrá que preocuparse de nada.

Me dieron ganas de decir que yo me encargaría de todo, y ver la cara que ponían. Supongo que se hubieran echado a reír, para luego cambiar de conversación. Claro que me sentía aliviada de no cargar con la responsabilidad; pero, en parte, añadía a mi humillación el comprender que no servía ni para pegar sellos. Y me vino a la mente el escritorio del gabinete y sus casillas, todas con etiquetas escritas en aquella letra picuda y sesgada.

—¿De qué te vestirás tú? —pregunté a Maxim.

—Yo nunca me disfrazo —respondió—. Es un privilegio concedido al anfitrión, ¿verdad, Frank?

—Yo no pienso vestirme de pastora. ¿Qué traje me pondré? No soy muy buena cuando se trata de disfrazarme.

—Átate el pelo con una cinta y di que eres Alicia en el País de las Maravillas —dijo Maxim, en broma—. En este momento, con el dedo en la boca, te pareces mucho a ella.

—No seas maleducado. Demasiado sé que tengo el pelo lacio, pero no tanto. ¿Sabes lo que te digo? ¡Que os voy a dar a Frank y a ti la sorpresa más grande de vuestra vida, y no me conoceréis!

—Con tal que no te pintes la cara de negro y te disfraces de mono, puedes hacer lo que quieras —dijo Maxim.

—Bueno, pues queda apostado —dije—. Mi traje será un secreto hasta el último minuto, y no os diré una palabra acerca de él. Ven, Jasper, que digan lo que quieran.

Salí al jardín, mientras reía Maxim. Algo le dijo a Frank que no oí.

¿Por qué tenía que tratarme siempre como si fuera una chiquilla mal educada e irresponsable? Una niña mimada a veces, pero más a menudo olvidada o que recibe unas cariñosas palmaditas en la espalda y oye que le dicen: «Anda, ve a jugar». Quisiera, pensaba, que ocurriese algo que me hiciera aparentar más edad, la edad de una persona madura… ¿Sería siempre igual mi vida? ¿Acaso siempre hubiera de verle caminando por la vida un poco más adelantado que yo, con sus preocupaciones que yo no podía compartir, con sus disgustos secretos, y para mí desconocidos? ¿Es que nunca íbamos a reunirnos, él, un hombre, yo, una mujer, el uno junto al otro, cogidos de la mano, sin nada que nos separase? Ya estaba harta de ser niña. Ahora quería ser su mujer, su madre; quería… ¡ser vieja!

Allí estuve en la terraza mordiéndome las uñas, mirando al mar, y por vigésima vez en aquel día me pregunté si aquellas habitaciones del ala de poniente se conservaban amuebladas y cerradas porque así lo había mandado Maxim. Me pregunté si él, como la señora Danvers, iba allí, y acariciaba los cepillos que descansaban sobre el tocador, abría los armarios, y tocaba con sus manos aquellos vestidos…

—Ven, Jasper —grité—. Ven, vamos a correr, vamos a correr tú y yo. ¡Vamos! ¡Vamos! ¿No quieres?

Y me lancé a través del césped, sin pensar, furiosa, con amargas lágrimas apenas escondidas tras mis ojos, mientras Jasper brincaba ladrando locamente.

Pronto circuló la noticia del baile de disfraces. Mi doncella, Clarice, con los ojos brillándole por la excitación, no hablaba de otra cosa. Deduje de su charla que los criados, en general, estaban encantados.

—Dice el señor Frith —me dijo Clarice, entusiasmada— que parecerá que han vuelto los viejos tiempos. Esta mañana le he oído decírselo en el pasillo a Alice. ¿De qué se va a disfrazar la señora?

—No lo sé, Clarice. No se me ocurre nada.

—Me ha dicho mi madre que se lo diga sin falta. Aún se acuerda del último baile que se celebró en Manderley, y dice que nunca lo olvidará. ¿Alquilará la señora el traje en Londres?

—No he decidido nada, Clarice. Pero cuando lo haga, te lo diré a ti y a nadie más que a ti. A condición de que ninguna de las dos se lo digamos a nadie, ¿eh?

—¡Ay, señora!, ¡qué divertido! Me va a parecer imposible esperar a que llegue el día del baile.

Tenía curiosidad por saber como reaccionaría la señora Danvers a la noticia. Desde la otra tarde, hasta el sonido de su voz me aterraba cuando la oía por el teléfono de la casa y, por ello, procuraba entenderme con ella por mediación de Robert para ahorrarme esa prueba. No podía olvidar la expresión de su cara cuando salió de la biblioteca, después de hablar con Maxim, y daba gracias a Dios de que no me hubiera descubierto acurrucada en la galería. ¿Creería que había sido yo la que había dicho a Maxim que Favell había estado en casa? En ese caso…, me odiaría más que nunca. Cuando me acordaba del roce de su mano sobre mi brazo, aún temblaba; y aquella voz, aquel tono meloso, horrible, de una intimidad pegajosa, su boca tan cercana a mi oído… No, no quería recordar aquella tarde, y por eso rehuía hablar con ella, hasta por teléfono.

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