Rebeca (27 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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Giró rápidamente el hombre sobre los talones y me vio. Nunca he visto a nadie quedarse más sorprendido. Hubiera yo podido ser un ladrón y él el amo de la casa.

—Usted perdone… —me dijo, examinándome de pies a cabeza con curiosidad.

Era grande, recio, bien parecido, llamativo en cierto modo, con aquella cara tostada por el sol. Los ojos encendidos, de color azul, hacían pensar en alguien que bebiera con exceso y llevara una vida desordenada. El pelo era rojizo, como la cara. En pocos años engordaría y el cogote le haría un pliegue por encima del cuello duro de la camisa. Le delataba la boca, demasiado carnosa, demasiado roja. Su aliento, impregnado de olor a whisky, me llegaba a través de la distancia, que nos separaba. Comenzó a sonreír. Era una sonrisa que dedicaría a toda mujer.

—Sentiría haberla asustado —dijo.

Salí de detrás de la puerta, sin poder disimular la gran turbación que sentía por mi conducta grotesca.

—No, no…; oí voces…, no sabía quién era. No esperaba hoy ninguna visita.

—No hay derecho —dijo, con énfasis— que venga yo a estropear su tranquilidad. Espero que me perdonará. La verdad es que he venido a charlar un rato con la buena de Danny. Somos viejos amigos.

—Sí, sí, ¡claro! ¡Lo comprendo!

—La pobre Danny —dijo— nunca quiere molestar a nadie. ¡Dios la bendiga! Tampoco quería molestarla a usted.

—No, no, si no importa.

Y me quedé observando a Jasper, que aún daba saltos de gozo y echaba las patas al desconocido.

—¡No me ha olvidado este diablillo! —dijo—. Se ha puesto muy guapo. La última vez que lo vi era un cachorro. Pero está demasiado gordo. Necesita hacer más ejercicio.

—Vengo ahora mismo de darle un buen paseo —respondí.

—¿De veras? ¡Bien hecho!

Continuó acariciando la cabeza de Jasper y sonriéndome con demasiada familiaridad. Sacó luego una petaca y me ofreció, diciendo:

—¿Cigarrillo?

—No fumo.

—¿No?

Sacó él uno y lo encendió.

Nunca me he fijado en esas cosas, pero me extrañó que lo hiciera en mi cuarto. ¿No era eso de mala educación? Era una falta de consideración hacia mí.

—¿Qué tal Max? —dijo.

Me sorprendió el tono. Lo dijo como si lo conociera muy bien. Me resultaba raro oír llamar Max a Maxim. Nadie lo hacía.

—Está muy bien, gracias —respondí—. Se ha ido a Londres.

—¿Y dejó solita a la esposa? ¡Ay, ay, ay! Eso no está nada bien. ¿No teme que venga alguien a raptarla?

Se rió, abriendo mucho la boca. No me gustó aquella risa. Tenía un no sé qué ofensivo. Ni me gustaba él tampoco. En aquel momento entró la señora Danvers en el cuarto. Fijó los ojos sobre mí y me quedé fría. ¡Dios mío! ¡Cómo debía de odiarme!

—¡Hola, Danny! Aquí nos tienes —dijo el hombre—. Todas tus precauciones han sido inútiles La señora de la casa estaba escondida detrás de la puerta —y volvió a reír. La señora Danvers no dijo nada—. Bueno, pero ¿es que no me vas a presentar? Creo que lo corriente es presentar los respetos a la recién casada.

—Señora —dijo la señora Danvers—. Permítame. El señor Favell.

Habló en voz baja, de mala gana. Creo que no quería presentarnos.

—Mucho gusto —le dije, y luego, haciendo un esfuerzo para mostrarme cortés, añadí—. ¿No quiere usted quedarse a tomar el té?

La idea pareció divertirle. Se volvió hacia la señora Danvers y dijo:

—¡A ver! ¿No es ésa una invitación encantadora? ¡Me han convidado a tomar el té! ¿Sabes, Danny, que estaba por aceptar?

La vi hacer un gesto disuadiéndole. Yo no estaba nada tranquila. La situación, toda ella, era de lo más incomoda. No debería haber ocurrido.

—Puede que tengas razón —dijo él—; pero hubiera sido divertido. Y ahora, más vale que me vaya marchando, ¿no? Venga a ver mi coche —me hablaba con una confianza insultante. Yo no quería ir a ver el automóvil. No sabía qué hacer ni qué decir—. Venga, es un coche que es algo serio. Anda mucho más que todos los cacharros que ha tenido el pobre Max.

No se me ocurría ninguna excusa. Todo aquello era tan embarazoso y forzado. No me gustaba. Y la señora Danvers, ¿por qué estaba allí, mirándome con aquellos ojos amenazadores?

—¿Dónde tiene usted el coche? —pregunté con voz desmayada.

—A la vuelta del camino. No lo traje hasta la puerta por miedo de molestarla. Supuse que acaso tuviera usted la costumbre de echar una siestecita.

No dije nada. La mentira era demasiado evidente. Salimos todos al vestíbulo. Vi que él volvía la cabeza y guiñaba un ojo a la señora Danvers. Ella no le devolvió el gesto. Ni yo lo esperaba. Tenía la expresión dura y severa. Jasper salió dando saltos al camino, encantado con la llegada del visitante, a quien parecía conocer tan bien.

—Creo que dejé la gorra en el coche —e hizo como si la buscara con la mirada en el vestíbulo—. La verdad es que no entré por aquí. Fui por la parte de atrás y sorprendí a Danny en su propia madriguera. ¿Vienes tú también a ver el coche?

Miró a la señora Danvers como preguntándole. Ella dudó unos instantes, mirándome de reojo.

—No —respondió—, me parece que no. Adiós, señorito Jack.

Le tomó él la mano y se la apretó efusivamente.

—Adiós, Danny; cuídate. Ya sabes dónde me puedes encontrar. No sabes lo que me ha gustado volver a verte.

Salió al camino con Jasper correteando tras él, y yo los seguí lentamente, todavía sintiéndome muy incómoda.

—¡Vaya con Manderley! —dijo, mirando hacia las ventanas—. No ha cambiado mucho. Supongo que Danny tiene buen cuidado de eso. ¡Qué mujer más extraordinaria!

—Sí, es muy útil —dije.

—Bueno, y a usted, ¿qué le parece todo esto? ¿Le gusta estar encerrada aquí?

—Me gusta mucho Manderley —respondí secamente.

—¿No estaba usted viviendo en el sur de Francia cuando la conoció Max? ¿No era Montecarlo? Yo conozco aquello muy bien…

—Sí, estaba en Montecarlo.

Habíamos llegado al coche. Era verde, deportivo, típico de su dueño.

—¿Qué? ¿Qué le parece?

—Muy bonito —dije cortésmente.

—¿Quiere venir a dar un paseíto hasta la verja? —dijo.

—No, estoy algo cansada.

—Cree usted que no estaría bien que vieran a la señora de Manderley en coche con alguien como yo, ¿no es eso? —dijo, moviendo la cabeza y soltando una carcajada.

—No, no —dije, enrojeciendo—; de veras que no es eso.

Continuó mirándome de arriba abajo, sonriendo con sus ojos azules y una expresión de desagradable familiaridad. Me sentí como si fuera una camarera.

—Bueno, bueno; no tenemos que pervertir a la recién casada, ¿verdad, Jasper? No estaría bien —cogió la gorra y un par de guantes enormes de conducir. Tiró el cigarrillo al camino—. Adiós —dijo, ofreciéndome la mano—. Nuestro encuentro lo recordaré como inesperado y divertido.

—Adiós —dije.

—¡Ah! ¡Por cierto! —dijo al desgaire—. Sea usted una buena muchacha, sea generosa, y no diga nada a Maxim acerca de mi visita. No sé por qué, pero no tiene una opinión demasiado buena acerca de mí, y si se entera podría acarrear un disgusto a Danny y la pobre no tiene ninguna culpa.

—No —dije, toda cortada—. No diré nada.

—¡Así me gustan las muchachas simpáticas! ¿Seguro que no ha cambiado de parecer y que no quiere venir a dar un paseo?

—No; si le es igual, prefiero quedarme.

—Entonces, ¡abur! Puede que un día venga a hacerles una visita. ¡Tú! ¡Jasper! ¡Baja de ahí, que me vas a arañar toda la pintura! Bueno, me parece una vergüenza eso de que Max se haya marchado a Londres y la haya dejado solita.

—A mí no me importa. Me gusta estar sola.

—¡No me diga! ¡Ésa sí que es buena! Pues no está bien que le guste. No es natural. ¿Cuánto lleva de casada? Tres meses, ¿no?

—Por ahí.

—¡Caramba! ¡Con lo que me gustaría a mí que me estuviera esperando en casa una mujercita que llevase casada tres meses! Yo soy un pobre soltero, solitario —volvió a reír y se encasquetó la gorra hasta los ojos—. ¡A pasarlo bien! —dijo, poniendo en marcha el motor.

Arrancó el coche como una bala, camino abajo, entre las furiosas explosiones del escape. Jasper se quedó mirando, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas.

—¡Vamos, Jasper! —le llamé—. ¡No te quedes ahí como un tonto!

Volví lentamente hacia la casa. La señora Danvers había desaparecido. Entré en el vestíbulo e hice sonar el timbre. Pasaron cinco minutos sin que acudiese nadie. Volví a llamar. Al cabo de un rato se presentó Alice, con un gesto de desagrado.

—¿Llamaba la señora?

—Alice, ¿no está Robert por ahí? Quería tomar el té debajo del castaño.

—Robert ha ido al correo esta tarde, señora, y aún no ha vuelto. La señora Danvers le dio a entender que la señora no volvería hasta más tarde. Frith también ha salido. Si la señora desea el té ahora, yo lo traeré. Creo que todavía no han dado las cuatro y media.

—No, déjelo, Alice. Esperaré a que venga Robert.

Supuse que cuando Maxim se ausentaba se relajaba la disciplina automáticamente. Aunque puede que no. A Frith le tocaba salir. La señora Danvers había mandado a Robert al correo. Se suponía que yo había salido para dar un paseo largo… ¡Qué bien había elegido el tal Favell la hora para ver a la señora Danvers! Casi, casi, demasiado bien. Había algo chocante en todo aquello; de esto estaba segura. Además, me había pedido que no dijese nada a Maxim. Todo era muy extraño. Yo no quería buscarle disgustos a la señora Danvers, ni tener una escena con ella. Y, sobre todo, no quería molestar a Maxim.

¿Quién sería aquel Favell? Había llamado «Max» a Maxim. Nadie le llama «Max». Yo lo vi escrito una vez, en la portada de cierto libro, con unas letras finas y sesgadas, extraordinariamente picudas. La letra «M» era marcada y alta. Creía que sólo una persona le había llamado Max…

Estaba en el vestíbulo, sin saber qué decidir acerca del té, cuando de pronto se me ocurrió si la señora Danvers no sería tan honrada como creíamos; si estaría intrigando a espaldas de Maxim, y si mi inopinada llegada me había hecho descubrirla con su cómplice, quien simulando conocer bien la casa y a Maxim, había logrado escapar. ¿Qué habrían estado haciendo en el ala de poniente? ¿Por que cerraron tan deprisa la ventana cuando me vieron llegar por el jardín? Se apoderó de mí una vaga inquietud. Frith y Robert habían salido; las criadas estaban generalmente en sus cuartos, por la tarde, cambiándose; así que la señora Danvers podía andar a su gusto por toda la casa. ¿Y si aquel hombre resultase ser un ladrón y que pagase a la señora Danvers? El ala de poniente encerraba cosas de gran valor. Sentí de súbito el aterrador impulso de subir sigilosamente a aquellas habitaciones, entrar en ellas y ver por mí misma cómo andaban las cosas.

Aún no había vuelto Robert. Dispondría justo del tiempo necesario para subir antes de tomar el té. Vacilé unos instantes, mirando hacia la galería. La casa parecía sosegada y tranquila. Las criadas estaban todas en sus cuartos, al otro lado de las cocinas. Jasper bebía ruidosamente en su cacharro bajo las escaleras, despertando el eco del vestíbulo. Comencé a subir los escalones. El corazón me latía, descompuesto, excitado…

Capítulo 14

M
E hallaba en el mismo corredor de aquella primera mañana. No había vuelto desde entonces, ni había sentido deseos de hacerlo. El sol entraba a raudales por la ventana en el ensanche del pasillo, haciendo dibujos de oro sobre los oscuros paneles.

No se oía ni un ruido. Volví a notar el mismo olor a moho, a cosa no usada, de la otra vez. No estaba segura de hacia dónde tenía que ir. Desconocía la distribución de las habitaciones. Recordé que, la última vez, la señora Danvers había salido por una puerta que estaba allí y juzgué que, por la orientación del cuarto, debía de ser aquel que yo buscaba, el que tenía las ventanas sobre los macizos de césped y el mar. Hice girar el picaporte y entré. Estaba oscuro, naturalmente, a causa de las persianas. Busqué con la mano por la pared hasta dar con la llave de la luz y encendí. Estaba en una pequeña antesala, un cuarto de vestirse, según juzgué por los grandes roperos que había adosados a la pared. Al otro extremo del cuartito había una puerta que daba una habitación más espaciosa. Entré y encendí la luz. Mi primera impresión fue de sorpresa, pues el cuarto estaba completamente amueblado, como si se utilizase.

Había esperado ver sillas y mesas enfundadas, y la gran cama de matrimonio pegada contra la pared, también tapada con sábanas blancas. Pero no había nada enfundado. Vi sobre el tocador cepillos, peines, perfumes y polvos. La cama estaba hecha. Vi la blancura de las sábanas y de las almohadas y el pico de una manta bajo el cubrecama acolchado. Había flores sobre el tocador y en la mesilla de noche. Y también en la tallada repisa de la chimenea. Durante unos momentos de angustia creí que le había ocurrido algo a mi cabeza, que estaba viendo el pasado, mirando el cuarto tal como estaba antes de morir ella… «Dentro de unos instantes —pensé— entrará Rebeca; se sentará al tocador, canturreando, y comenzará a alisarse el pelo con un peine. Si se sentara allí le vería la cara en el espejo y ella me descubriría de pie en el umbral de la puerta».

No ocurrió nada. Pero yo permanecí inmóvil junto a la puerta, esperando. Volví a la realidad al escuchar el tictac del reloj de pared. Sus manecillas marcaban las cuatro y veinticinco. Igual hora marcaba mi reloj. El tictac del reloj se me antojó consolador, natural. Me recordaba el presente y que pronto estaría listo el té en el jardín. Fui avanzando lentamente hasta el centro de la habitación. No, no se utilizaba; allí ya no vivía nadie. Ni siquiera las flores podían destruir el olor a humedad. Estaban corridas las cortinas y cerrados los postigos. Nunca más volvería Rebeca a entrar en aquel cuarto. Aunque la señora Danvers pusiera flores en la repisa de la chimenea y sábanas en la cama, no conseguiría con eso hacerla volver. Estaba muerta. Ya hacía un año que estaba muerta. Estaba enterrada en la cripta de la iglesia, junto a los demás de Winter muertos.

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