Rebeca (60 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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—Son las seis y media —dijo el coronel—. ¿Qué piensan hacer? Yo tengo una hermana, que vive en St. John’s Wood, y me están dando ganas de presentarme allí, sin avisar, e invitarme a cenar. Luego puedo coger el último tren en la estación de Paddington. No salen de veraneo hasta dentro de una semana. Vengan ustedes también. Los recibirá encantada.

Maxim dudó y me miró.

—Se lo agradezco mucho, pero creo que será mejor que nos separemos. Tengo que llamar a Frank por teléfono y hacer otras varias cosas. Seguramente comeremos cualquier cosa en el camino y luego dormiremos en un hotel de la carretera.

—Me hago cargo —dijo el coronel—. ¿Me podría usted dejar en casa de mi hermana? Está en una de las bocacalles de Avenue Road.

Cuando llegamos a la casa, Maxim paró el coche unos metros más allá de la puerta, y dijo:

—No puedo agradecerle bastante todo lo que ha hecho usted hoy. Estoy seguro de que usted comprenderá lo que siento sin necesidad de que lo explique.

—Le aseguro que ha sido para mí un verdadero placer. Si hubiésemos sabido lo de Baker desde el principio, nos hubiéramos ahorrado todo esto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que ustedes olviden todo lo relacionado con este desagradable episodio. Favell, estoy convencido, no les volverá a molestar. Y si lo hace, le ruego que me avise. Yo sé lo que tengo que hacer con él —saltó del coche, sin olvidar su mapa, con el abrigo al brazo—. Yo, que ustedes…, me marcharía fuera una temporada, unas vacaciones, tal vez en el extranjero.

Ni Maxim ni yo dijimos nada. El coronel estaba guardándose el mapa y continuó:

—En Suiza se está muy bien en esta época del año. Me acuerdo de que una vez fuimos todos allí, para que mi hija lo conociera, y lo pasamos muy bien. Hay paseos soberbios —se aclaró la garganta y continuó—. No es totalmente imposible que surjan algunos pequeños contratiempos…, no por parte de Favell, sino por algunas otras personas de los alrededores. No es fácil saber lo que Tabb habrá ido diciendo por ahí. Claro que todo ello es absurdo, pero ya sabe usted el refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Si no están ustedes en Manderley para ser blanco de las habladurías, el cotilleo no tendrá interés. La gente es así.

Aún permaneció unos momentos junto a nosotros, pasando lista a sus cosas:

—Creo que no me dejo nada. El mapa…, las gafas…, el bastón…, los guantes… Sí, está todo. Bueno, adiós a los dos. No se cansen demasiado. Ha sido un día de mucho ajetreo.

Pasó la verja y se dirigió hacia la escalinata de entrada. Una mujer se asomó a la ventana, sonriendo, y saludó con la mano. Arrancó el coche y doblamos la esquina de la calle. Me recliné contra el respaldo del asiento y cerré los ojos. Una vez que nos quedamos solos y se aflojó la terrible tensión, la sensación de desahogo me resultó casi insoportable. Era como si hubiera reventado un absceso. Maxim callaba. Noté su mano sobre la mía. Continuamos por en medio del espeso tráfico callejero, sin que yo lo viera.

Oí el trepidar de los autobuses, las bocinas de los taxis, el ruido atronador, interminable y constante de Londres; pero, a pesar del estrépito, yo permanecía aislada de todo. Yo no estaba allí, sino en otro lugar fresco, tranquilo y sosegado. Nada ni nadie nos podría ya tocar. La gran crisis había pasado.

Cuando Maxim paró el coche, abrí los ojos y me incorporé. Estábamos en una calle estrecha, delante de uno de los mil restaurantes pequeñitos de Soho. Miré a mi alrededor, deslumbrada y sin comprender.

—Estás cansada y muerta de hambre. Cuando hayas comido te encontrarás mejor. Y yo también. Vamos a cenar aquí y a telefonear a Frank.

Bajamos del coche. Las únicas personas que había en el comedor eran el
maître
, una camarera y una chica detrás un mostrador. Dentro estaba oscuro y fresco. Nos dirigimos a una mesa en un rincón. Maxim empezó a pedir la comida. Luego me dijo:

—Favell tenía mucha razón en lo de tomarse unas copas. También yo quiero beber algo. Y a ti tampoco te vendrían mal. Te vas a tomar un coñac.

El
maître
era gordo y jovial. Nos sirvió unos panecillos largos y sin miga, envueltos en papel de seda. Estaban muy duros y quebradizos, y comencé a comer uno ávidamente. Mi coñac con agua era suave, cálido, extrañamente reconfortante.

—Cuando hayamos cenado, seguiremos el viaje despacio, sin prisa. Va a hacer una noche fresca. Podemos dormir en cualquier hotel de la carretera, y mañana por la mañana seguir a Manderley.

—Sí.

—¿No hubieras querido cenar con la hermana de Julyan y volver en el último tren?

—No.

Maxim terminó de beber su coñac.

Sus ojos me parecían más grandes. Las ojeras destacaban sobre la palidez de su cara.

—¿Crees que Julyan ha adivinado la verdad? —me preguntó.

Me quedé mirándole por encima del borde de mi vaso, sin contestar.

—Estoy seguro —dijo Maxim— que sabe lo que verdaderamente ocurrió.

—Si lo sabe —dije yo—, no dirá nunca una palabra.

—No. No la dirá.

Pidió al
maître
que le trajera otra copa de coñac y permanecimos un rato callados, en el rincón del silencioso restaurante. Luego dijo:

—Creo que Rebeca me mintió con toda intención. Aquella mentira fue su última locura. Quería que la matase. Lo planeó todo en un momento. Supongo que por eso se reía y continuó riendo hasta morir…

No dije nada; seguí bebiendo mi coñac con soda. Todo había terminado. Ya se había arreglado todo. Ya nada importaba. No había ningún motivo para que Maxim continuase pálido y preocupado.

—Sí; fue su última broma. La mejor de todas. Ni siquiera ahora estoy seguro de que no me haya ganado la partida.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo puede haber ganado?

—No sé. No lo sé —terminó el coñac, y poniéndose en pie continuó—. Voy a llamar a Frank.

Yo me quedé sentada en mi rincón, y al poco rato el camarero se presentó con el primer plato. Langosta. Estaba muy caliente y deliciosa. Tomé otro coñac con soda. Me encontraba a gusto allí sentada, sin sentir ya ninguna preocupación. Sonreí al camarero, y le pedí que me trajera más pan, hablando, Dios sabe por qué, en francés. El sosiego tranquilo del restaurante me resultaba muy acogedor. Ya estábamos juntos Maxim y yo. La tormenta había pasado. Todo estaba arreglado. Rebeca, muerta, ya no podía nada contra nosotros. Aquella «última broma» había sido, de verdad, la última. Al cabo de diez minutos volvió Maxim.

—¿Qué tal está Frank? —le pregunté, y mi propia voz me sonó extraña y lejana.

—Bien. No se ha movido de la oficina desde las cuatro, esperando la conferencia. Le he contado lo que ha ocurrido. Parece que se ha alegrado y que se ha quedado más a gusto.

—Lo creo.

—Me ha dicho una cosa que no comprendo —dijo Maxim frunciendo el entrecejo—: que se ha marchado la señora Danvers. Ha desaparecido sin decir nada a nadie; pero ha estado todo el día haciendo el equipaje, recogiendo sus cosas, y a eso de las cuatro ha llegado un mozo a buscar sus baúles. Frith llamó a Frank por teléfono para decírselo, y Frank le contestó que dijera a la señora Danvers que se pasara por la oficina. Pero no ha aparecido por allí. Unos diez minutos antes de llamar yo, Frith volvió a telefonear a Frank para decirle que había llamado por conferencia a la señora Danvers, que él mismo puso la comunicación a su despachito y que ella contestó. Esto fue a eso de las seis y media. A las siete menos cuarto, Frith llamó a la puerta del despachito, y como nadie contestaba, entró. Estaba vacío, y también su cuarto. Comenzaron a buscarla por todas partes, pero no han dado con ella. Parece que se ha ido. Debe de haber salido de la casa y haberse marchado por el bosque, pues por la caseta del guarda no ha pasado.

—¿No te parece que es lo mejor que podía haber ocurrido? Es una preocupación menos. Hubiéramos tenido que decirle que se fuera, en cualquier caso. Creo que también ella adivinó la verdad. ¿Te fijaste en su cara? Cuando veníamos en el coche, no la podía olvidar.

—No me gusta esto. No me gusta nada.

—¿Qué puede hacer? ¡Nada! Si se ha marchado, tanto mejor. El que la llamó sería Favell, seguro. Le habrá contado lo de Baker y lo que ha dicho Julyan. Acuérdate que éste nos ha dicho que si alguien trata de hacerte un chantaje, se lo digas. No se atreverán. No pueden. Es demasiado peligroso.

—No estoy pensando en un chantaje.

—Y, ¿qué otra cosa podrían hacer? No te preocupes. Tenemos que olvidarlo todo, como nos dijo Julyan. Ya ha acabado todo. Lo que deberíamos hacer es arrodillarnos y dar gracias a Dios.

Maxim se quedó mirando al vacío, callado.

—Se te va enfriar la langosta —le dije—, cómetela. Te sentará bien. Estás cansado y necesitas alimentarte.

Ahora era yo quien le decía las palabras que antes escuchara de sus labios. Ahora me sentía yo mejor y más fuerte. Yo era quien tenía que cuidarle a él. Estaba pálido y agotado. Yo ya me había sobrepuesto a mi fatiga, y el que sufría era Maxim. Lo que le pasaba era que tenía hambre y estaba cansado. No había motivo para preocuparse. ¿Que se había ido la señora Danvers? Eso más teníamos que agradecer a Dios, pues simplificaba las cosas y nos las hacía más fáciles

—Anda, come.

«Desde ahora en adelante —me dije— todo va a ser completamente distinto. Ya no me asustarán los criados, y desaparecerá mi timidez. Ahora que se ha marchado la señora Danvers, aprenderé, poco a poco, a llevar la casa. Bajaré a la cocina para hablar con el cocinero. Los criados aprenderán a obedecerme y a respetarme, como si la señora Danvers no hubiese existido nunca. También procuraré enterarme de la marcha de la finca. Frank me lo explicará todo». Estaba segura de que a Frank le era simpática. También me gustaba él a mí. Me enteraría de todo y aprendería a dirigir. Los asuntos de la alquería y la labranza. Puede que me dedicara al jardín, y mandara cambiar algunas cosas.

Por ejemplo, aquel claro entre los árboles, con la estatua del sátiro. No me gustaba. Regalaríamos la estatua. Si me lo proponía, podía hacer muchas cosas poco a poco. Tendríamos invitados, y no me importaría. Al revés, preparar los cuartos para los huéspedes, poner en ellos flores y libros, y decidir sobre las comidas, todo ello me serviría de entretenimiento. Y tendríamos hijos, estaba segura.

—¿Has terminado? —preguntó Maxim de repente—. Yo no quiero nada más —y dirigiéndose al
maître
—. Traiga café, muy cargado, y la cuenta.

¿Por qué teníamos que marcharnos con tanta prisa? ¡Se estaba tan bien allí! Y no teníamos nada que hacer. Me encontraba muy a gusto con la cabeza apoyada sobre el respaldo del diván, planeando perezosamente nuestra vida futura. Hubiera preferido quedarme allí un buen rato.

Salí del restaurante detrás de Maxim, reprimiendo un bostezo y arrastrando las piernas. Cuando estuvimos en la acera de la calle, me dijo:

—¿Crees que podrás dormir en el asiento de atrás si te arropo bien con la manta? Tienes un almohadón, y puedes usar, además, mi abrigo.

—Pero ¿no íbamos a quedarnos a pasar la noche en un hotelito de la carretera?

—Sí. Pero no sé por qué tengo el presentimiento de que deberíamos llegar a Manderley lo antes posible. ¿No podrías dormir en el coche?

—Sí… —dije, no muy segura—. Puede que sí.

—Son las ocho menos cuarto. Sí salimos ahora, podemos llegar a eso de las dos y media. No habrá muchos coches en la carretera.

—Pero es una paliza para ti.

—No. Podré aguantarlo. Quiero llegar a casa. Algo pasa. Estoy seguro. Quiero llegar lo antes posible.

Tenía una expresión desacostumbrada, casi de miedo. Abrió la portezuela y empezó a prepararme el almohadón y la manta en el asiento de detrás.

—Pero, ¿qué tienes? Ahora que ha pasado todo, te entran las preocupaciones. La verdad, no acabo de entenderlo.

No me respondió. Subí al coche y me eché, con las piernas sobre el asiento. Maxim me arropó con la manta. No puedo negar que estaba muy cómoda, mucho más de lo que me había figurado. Arreglé el almohadón y recliné sobre él la cabeza.

—¿Estás bien? ¿Seguro que no te importa?

—No —dije sonriendo—. Estoy muy bien y me dormiré. No tiene sentido quedarnos en un hotel. Vale más que volvamos a casa. Llegaremos mucho antes de que amanezca.

Subió al coche y puso en marcha el motor. Cerré los ojos. Comenzamos a movernos y noté la suave resistencia de los muelles bajo mi peso. Se movió el coche rítmicamente, sin sacudidas, y pronto mi cabeza fue acomodándose al dulce vaivén. Cerrados los ojos, mil imágenes inconexas se despertaban en mi memoria. Cosas olvidadas, cosas vistas algún día, todas formando un gracioso revoltijo, sin orden ni concierto. La pluma del sombrero de la señora Van Hopper; las sillas de alto respaldo en el comedor de Frank; el ventanal del ala oeste de Manderley; aquella señora sonriente del baile, con su vestido salmón, una campesina de la carretera de Montecarlo…

Jasper perseguía una mariposa a través de la pradera. El perro del doctor Baker se rascaba una oreja detrás de la tumbona en el jardín. El cartero nos indicaba la casa que buscábamos. La madre de Clarice estaba quitando el polvo a una silla en su casita, para que yo me sentara. Ben, llenas las manos de caracoles, me sonreía, mientras la mujer del obispo decía que me quedara a merendar. Las sábanas frescas de mi cama me acariciaban el cuerpo, mientras yo miraba los guijos de la playa. El perfume de los helechos en el bosque, el musgo jugoso y aquellos olorosos pétalos mustios de las azaleas…

Me quedé dormida, despertándome de cuando en cuando, debido a mi postura encogida en el asiento. Allí seguía Maxim; le veía la cabeza. La penumbra de la tarde se había convertido en la oscuridad de la noche. De vez en cuando relampagueaban los faros de coches que se cruzaban con nosotros. En las poblaciones se veían luces en las ventanas, veladas por las cortinas corridas. Daba media vuelta, cerraba los ojos y volvía a dormir.

La escalera de Manderley. La señora Danvers, vestida de negro, me esperaba en el rellano. Yo subía la escalera hacia ella; pero antes de llegar, había desaparecido. La buscaba sin hallarla, cuando, de repente, la veía espiándome desde un hueco; gritaba yo y volvía ella a desaparecer.

—¿Qué hora es? —pregunté a Maxim.

Volvió él la cabeza, y su cara, en la semioscuridad del coche, parecía la de un fantasma.

—Las once y media. Ya estamos a medio camino. Procura dormirte otra vez.

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