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Authors: Arthur Schnitzler

Tags: #Drama

Relato Soñado (4 page)

BOOK: Relato Soñado
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Levantó la vista del periódico. Entonces vio, en una mesa de enfrente, dos ojos fijos en él. ¿Era posible? ¿Nachtigall…? Él lo había reconocido ya, levantó los brazos, agradablemente sorprendido, y se acercó a Fridolin; un hombre grande, bastante ancho, casi pesado y todavía joven, de pelo largo, ligeramente ondulado, rubio y un poco entrecano ya, y un bigote rubio y caído, a la polaca. Llevaba un abrigo gris abierto, y debajo un frac un tanto seboso, una camisa arrugada con tres botones de brillantes falsos, un cuello ajado y una revoloteante corbata de seda blanca. Tenía los párpados enrojecidos como por muchas noches en vela, y sus ojos brillaban claros y azules.

—¿Estás en Viena, Nachtigall? —exclamó Fridolin.

—¿No lo sabías? —dijo Nachtigall con blando acento polaco de suaves resonancias judías—. ¿Cómo es que no lo sabías? Si soy muy famoso… —Se rió fuerte y de buen humor, sentándose frente a Fridolin.

—¿Qué? —preguntó Fridolin—. ¿Te has convertido en secreto en profesor de cirugía?

Nachtigall se rió aún más sonoramente:

—¿No me has oído ahora? ¿Ahora mismo?

—¿Cómo oído?…¡Ah, sí!

Y sólo entonces se dio cuenta Fridolin de que, mientras entraba, incluso antes, cuando se acercaba al café, había oído el sonido de un piano que venía de algún sótano.

—¿Así que eras tú? —exclamó.

—¿Quién si no? —se rió Nachtigall.

Fridolin asintió. Naturalmente; … aquella pulsación enérgica y singular, aquellas armonías especiales de la mano izquierda, un tanto arbitrarias pero agradables, le habían resultado inmediatamente conocidas.

—¿Así que te has dedicado totalmente?

Recordó que Nachtigall había abandonado definitivamente sus estudios de medicina ya después del segundo examen previo de zoología, que por cierto había superado aunque con siete años de retraso. Pero durante bastante tiempo había andado aún por el hospital, la sala de disección, el laboratorio y las aulas, en donde, con su rubia cabeza de artista, el cuello siempre arrugado y su corbata revoloteante, en otro tiempo blanca, había sido un personaje extravagante, popular en el sentido más alegre, y francamente querido no sólo por sus compañeros sino también por muchos profesores. Hijo de un destilador de aguardiente judío de un pueblucho polaco, había venido en su día de su país a Viena para estudiar medicina. Las pequeñas ayudas paternas habían sido desde el principio apenas dignas de mención, y además pronto se interrumpieron por completo, lo que no le impidió seguir acudiendo en el Riedhof a una tertulia de médicos, a la que pertenecía también Fridolin. A partir de cierto momento, sus consumiciones habían sido pagadas cada vez por un compañero pudiente distinto. También recibía a veces como regalo prendas de ropa, que aceptaba asimismo de buena gana y sin falso orgullo. Ya en su pequeña ciudad natal había aprendido los rudimentos del piano con un pianista que se quedó allí varado, y en Viena, cuando era
studiosus medicinae
, iba al mismo tiempo al Conservatorio, en donde, al parecer, se le consideraba como un prometedor talento pianístico. Pero tampoco allí era lo suficientemente serio y estudioso para seguir formándose de un modo regular; y pronto se contentó por completo con sus éxitos musicales en el círculo de sus conocidos… más bien con el placer que su piano les daba. Durante cierto tiempo trabajó como pianista en una escuela de baile de la periferia. Sus compañeros de universidad y de mesa trataban de introducirlo como tal en las mejores casas, pero en esas ocasiones sólo tocaba lo que se le antojaba y cuando se le antojaba, trababa conversación, no siempre inocente por su parte, con las damitas, y bebía más de lo que podía soportar. Una vez tocó en casa de un director de banco, en un baile. Después de haber molestado, antes de medianoche ya, a las jóvenes que pasaban por su lado bailando con sus observaciones atrevidas y galantes, y de provocar la irritación de sus galanes, se le ocurrió tocar un salvaje cancán y cantar además, con su potente voz de bajo, una estrofa de sentido equívoco. El director de banco lo reprendió duramente. Nachtigall, como lleno de felicidad, se levantó y abrazó al director, y éste furioso, aunque judío él mismo, le lanzó a la cara un insulto corriente en el país, al que Nachtigall respondió inmediatamente con un violento bofetón… con lo que su carrera en las buenas casas de la ciudad pareció definitivamente acabada. En círculos más íntimos sabía comportarse, en general, de una forma más conveniente, aunque también en esas ocasiones, a horas avanzadas, era necesario a veces echarlo a la fuerza del local. Sin embargo, a la mañana siguiente, esos incidentes eran perdonados y olvidados por todos los participantes… Un día (sus compañeros habían terminado todos hacía tiempo sus estudios) desapareció de pronto de la ciudad sin despedirse. Durante algunos meses siguieron llegando aún postales con saludos suyos desde ciudades rusas y polacas; y una vez, sin más explicaciones, Fridolin, por quien Nachtigall había sentido siempre especial cariño, recordó su existencia no sólo al recibir un saludo suyo sino también una solicitud de una modesta suma de dinero. Fridolin envió la cantidad inmediatamente, sin recibir jamás un agradecimiento ni otra señal de vida de Nachtigall.

Pero en aquel instante, a las dos menos cuarto de la madrugada, después de ocho años, Nachtigall insistió en reparar inmediatamente su negligencia, y sacó unos billetes de banco, en número exacto, de una billetera bastante deteriorada pero, por lo demás, pasablemente repleta, por lo que Fridolin pudo aceptar el reembolso sin escrúpulos.

—Así que te van bien las cosas —dijo sonriendo, como para tranquilizarse.

—No me puedo quejar —respondió Nachtigall. Y, poniendo la mano en el brazo de Fridolin:— Pero dime, ¿cómo vienes aquí en mitad de la noche?

Fridolin explicó su presencia a hora tan tardía por la acuciante necesidad de tomarse otro café después de una visita nocturna a un enfermo; sin embargo, ocultó, sin saber muy bien por qué, que no había encontrado ya vivo a su paciente. Luego habló, muy en general, de su trabajo como médico en el hospital policlínica y de su consulta privada, y mencionó que estaba casado, felizmente casado, y era padre de una niña de seis años.

Entonces le informó Nachtigall. Como había supuesto con acierto Fridolin, había pasado todos aquellos años como pianista en todas las ciudades y villas polacas, rumanas, serbias y búlgaras imaginables, y en Lemberg tenía mujer y cuatro hijos. Desde el otoño pasado…; y se rió a carcajadas, como si fuera extraordinariamente divertido tener cuatro hijos, todos en Lemberg y todos de una misma mujer. Desde el otoño pasado estaba otra vez en Viena. El teatro de variedades que lo había contratado había quebrado enseguida, y ahora él tocaba en los locales más diversos, cuando la ocasión se presentaba, a veces hasta en dos o tres en la misma noche, allí abajo por ejemplo, en el sótano… No era un establecimiento muy distinguido, como podía ver, en realidad una especie de bolera, y en lo que al público se refería…

—Pero cuando hay que atender a cuatro hijos y a una mujer en Lemberg… —Volvió a reírse, no tan alegremente ya como antes—. También trabajo a veces para particulares —añadió rápidamente. Y, como percibiera en el rostro de Fridolin una sonrisa evocadora:— No con directores de banco y gente así, no, en todos los círculos imaginables, incluidos los más importantes, públicos o clandestinos.

—¿Clandestinos?

Natchigall miró ante sí oscura y astutamente.

—Muy pronto vendrán a buscarme otra vez.

—¿Tocas esta noche aún?

—Sí, allí no empiezan hasta las dos.

—Eso es muy elegante —dijo Fridolin.

—Sí y no —se rió Nachtigall, pero enseguida volvió a ponerse serio.

—¿Sí y no? —repitió Fridolin curioso.

Nachtigall se inclinó hacia él por encima de la mesa.

—Hoy toco en una casa particular, pero no sé a quién pertenece.

—¿Así que tocas allí por primera vez? —preguntó Fridolin con creciente interés.

—No, por tercera. Pero probablemente será esta vez también una casa distinta.

—Eso no lo entiendo.

—Ni yo —se rió Nachtigall—. Es mejor que no me preguntes.

—Hum —hizo Fridolin.

—Ah, te equivocas. No es lo que tú crees. He visto ya muchas cosas, no lo creerías, en unas ciudades tan pequeñas (especialmente en Rumania) se ve de todo. Pero aquí… —Descorrió un tanto la cortina amarilla, miró a la calle y dijo como para sus adentros:— Todavía no ha llegado —y luego a Fridolin, explicándole—, me refiero al coche. Siempre me recoge un coche, y siempre uno distinto.

—Despiertas mi curiosidad, Nachtigall —dijo Fridolin fríamente.

—Escucha —dijo Nachtigall tras cierta vacilación—. Si hay alguien a quien yo permitiría… Pero cómo podríamos hacer… —y de pronto:— ¿Eres valiente?

—Extraña pregunta —dijo Fridolin con el tono de un estudiante de una asociación de estudiantes.

—No he querido decir eso.

—Entonces, ¿qué has querido decir? ¿Por qué hace falta ser especialmente valiente? ¿Qué te puede pasar? —y se rió breve y despectivamente.


A mí
no puede pasarme nada, todo lo más que hoy sea la última vez que… pero quizá lo sea de todas formas. —Guardó silencio, volviendo a mirar afuera por la rendija de la cortina.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué? —preguntó Nachtigall como si saliera de un sueño.

—Sigue contándome. Ya que has empezado… ¿Es un espectáculo clandestino? ¿Una reunión selecta? ¿Sólo para invitados?

—No lo sé. Recientemente eran treinta personas, la primera vez sólo dieciséis.

—¿Un baile?

—Claro que un baile.

Parecía lamentar ahora haber hablado siquiera.

—¿Y tú te encargas de la música para él?

—¿Para él? No sé para qué. De verdad que no. Yo toco, toco… con los ojos vendados.

—Nachtigall, Nachtigall, ¡qué cuentos me estás contando!

Nachtigall suspiró suavemente.

—Por desgracia, no totalmente vendados. No tanto que no vea nada. La verdad es que puedo ver el espejo a través del pañuelo de seda negro que tengo sobre los ojos… —y volvió a guardar silencio.

—En pocas palabras —dijo Fridolin impaciente y despectivo, aunque se sentía especialmente excitado…—, mujerzuelas desnudas.

—No digas mujerzuelas —respondió Nachtigall ofendido—: mujeres así no las has visto nunca.

Fridolin carraspeó suavemente.

—¿Y cuánto cuesta entrar? —preguntó con indiferencia.

—¿La entrada quieres decir? Ja, ¿qué te imaginas?

—Entonces, ¿cómo se entra? —preguntó Fridolin con los labios apretados, tamborileando sobre la mesa.

—Tienes que saber la contraseña, y cada vez es una distinta.

—¿Y la de hoy?

—Todavía no la sé. Me la dirá el cochero.

—Llévame contigo, Nachtigall.

—Imposible, es demasiado peligroso.

—Hace un minuto, tú mismo tenías la intención de… «dejarme». Tiene que ser posible.

Nachtigall lo miró escrutadoramente.

—Tal como estás… no podrías de ningún modo, porque todos van enmascarados, damas y caballeros. ¿Acaso llevas encima una máscara y todo eso? Es imposible. Quizá la próxima vez. Ya pensaré en algo. —Escuchó, miró otra vez a la calle por la rendija de la cortina y, dando un suspiro:— Ahí está el coche. Adiós.

Fridolin lo sujetó del brazo.

—No te me escaparás. Tienes que llevarme.

—Pero amigo…

—Déjame a mí el resto. Ya sé que es «peligroso»… quizá sea eso precisamente lo que me atrae.

—Pero si ya te lo he dicho… sin disfraz y sin máscara…

—Hay tiendas que los alquilan.

—¡A la una de la madrugada!

—Escúchame, Nachtigall. En la esquina de la Wickenburgstrasse hay un establecimiento de ésos. Todos los días paso unas cuantas veces por delante de su muestra. —Y apresuradamente, con creciente excitación—: Quédate aquí un cuarto de hora más, Nachtigall, y entretanto probaré allí mi suerte. El propietario del establecimiento vivirá probablemente en la misma casa. Si no… renunciaré. Que el Destino decida. En esa misma casa hay un café, Café Vindobonna se llama, creo. Le dices al cochero… que has olvidado algo en él, entras, yo te espero cerca de la puerta, tú me dices rápido la contraseña y vuelves a subir al coche; yo, si he conseguido procurarme un disfraz, cogeré rápidamente otro coche y te seguiré… y el resto ya se verá. Tu riesgo, Nachtigall, te doy mi palabra, lo asumiré yo en cualquier caso.

Nachtigall había tratado de interrumpir a Fridolin varias veces, pero en vano. Fridolin arrojó el dinero de la cuenta sobre la mesa, con una propina demasiado generosa que le pareció apropiada al estilo de aquella noche, y salió. Fuera había un coche cerrado e, inmóvil en el pescante, un cochero, totalmente de negro, con chistera…; como un coche fúnebre, pensó Fridolin. Al cabo de unos minutos, con paso rápido, llegó a la casa de la esquina que buscaba, llamó y preguntó al portero si Gibisier, el del alquiler de disfraces, vivía allí, confiando en secreto en que no viviera. Pero Gibisier vivía efectivamente allí, en el piso situado debajo del establecimiento, y el portero no pareció siquiera muy sorprendido de aquella visita tardía, sino que, afable por la considerable propina que Fridolin le dio, observó que, durante los Carnavales, no era tan raro que viniera gente a aquellas horas de la noche para alquilar disfraces. Alumbró desde abajo con su vela hasta que Fridolin llamó en el primer piso. El señor Gibisier, como si hubiera estado aguardando a la puerta, le abrió en persona; era delgado, barbilampiño y calvo, y llevaba una bata de flores pasada de moda y un fez con borla, por lo que parecía un ridículo anciano de comedia. Fridolin le expuso sus deseos, mencionando que el precio no importaba, a lo que el señor Gibisier, casi desdeñoso, observó:

—Yo sólo cobro lo debido y nada más.

Hizo subir a Fridolin a la tienda por una escalera de caracol. Olía a seda, terciopelo, perfumes, polvo y flores secas; de la flotante oscuridad surgían destellos plateados y rojos; y de pronto brillaron una multitud de pequeñas lamparillas entre los abiertos armarios de un pasillo estrecho y largo que se perdía hacia el fondo en tinieblas. A derecha e izquierda colgaban disfraces de toda clase; a un lado caballeros, escuderos, aldeanos, cazadores, sabios, orientales, bufones; al otro damas de la corte, doncellas, aldeanas, camareras, reinas de la noche. Encima de los disfraces estaban los correspondientes sombreros, y Fridolin tuvo la impresión de avanzar por una avenida de ahorcados a punto de invitarse a bailar mutuamente. El señor Gibisier lo seguía.

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