El coche seguía subiendo por la colina, y hacía tiempo que, si las cosas hubieran sido normales, habría tenido que volver a la calle principal. ¿Qué se proponían hacer con él? ¿Adónde lo llevaba el carruaje? ¿Iba a tener aquella comedia aún continuación? ¿Y de qué tipo sería? ¿Una explicación quizá? ¿Un alegre reencuentro en otro lugar? ¿Una recompensa por haber superado brillantemente la prueba, su aceptación en la sociedad secreta? ¿La posesión sin estorbos de la espléndida monja…? Las ventanillas del coche estaban cerradas y Fridolin trató de mirar afuera…; eran opacas. Quiso abrir la ventanilla, a derecha, a izquierda, era imposible; e igualmente opaca, igualmente hermética era la pared de cristal que había entre él y el pescante. Golpeó en el vidrio, llamó, gritó, pero el carruaje siguió adelante. Quiso abrir la puerta del coche, la derecha, la izquierda, no cedían ante ninguna presión, y sus gritos reiterados se perdieron en el traqueteo de las ruedas y el bramar del viento. El carruaje comenzó a dar sacudidas, descendía, cada vez más deprisa, y Fridolin, presa de inquietud, de miedo, estaba a punto de romper una de aquellas ventanillas ciegas cuando el coche se detuvo de pronto. Las dos portezuelas se abrieron simultáneamente, como movidas por un mecanismo y como si dieran a elegir a Fridolin, irónicamente, entre la derecha y la izquierda. Saltó del coche, las puertas se cerraron de golpe… y, sin que el cochero se preocupara lo más mínimo de Fridolin, el coche se alejó por el campo despejado, hacia la noche.
El cielo estaba nublado, las nubes corrían veloces, el viento silbaba, y Fridolin estaba en medio de la nieve, que difundía a su alrededor una claridad pálida. Estaba solo, con el abrigo abierto sobre su cogulla y el sombrero de peregrino en la cabeza, y no se sentía nada bien. A cierta distancia quedaba la ancha calle. Una procesión de farolas que parpadeaban mortecinas indicaba la dirección de la ciudad. Fridolin, sin embargo, anduvo en línea recta, cortando camino, descendiendo por la campiña nevada y en ligero declive, para encontrarse lo antes posible en zona habitada. Con los pies empapados llegó a una callejuela estrecha y apenas iluminada, avanzando al principio entre altas empalizadas que crujían en la tormenta; doblando la primera esquina llegó a una calle algo más ancha, en la que alternaban escasos edificios y solares vacíos. En el reloj de una torre dieron las tres de la madrugada. Alguien venía hacia Fridolin, con una chaqueta corta, las manos en los bolsillos del pantalón, la cabeza hundida entre los hombros y el sombrero calado hasta los ojos. Fridolin se preparó para cualquier agresión pero, inesperadamente, el vagabundo dio de pronto media vuelta y escapó. ¿Qué significaba aquello?, se preguntó Fridolin. Luego recordó que debía de tener un aspecto bastante siniestro, se quitó de la cabeza el sombrero de peregrino y se abotonó el abrigo, bajo el cual su hábito de monje le bamboleaba sobre los tobillos. Dobló otra esquina; llegó a una calle principal de los arrabales, y un hombre vestido como un campesino se cruzó con él y lo saludó como se saluda a un sacerdote. El rayo de luz de una farola caía sobre un rótulo de calle en la casa de la esquina, Liebhartstal… es decir, no muy lejos de la casa de la que había salido hacía menos de una hora. Por un segundo tuvo la tentación de rehacer el camino y aguardar, en la proximidad de la casa, el curso de los acontecimientos. Sin embargo, desistió enseguida, pensando que se expondría a un grave peligro sin acercarse más por ello a la solución del enigma. La idea de lo que debía estar pasando en aquellos momentos en la villa lo llenaba de rabia, desesperación, vergüenza y miedo. Aquel estado de ánimo era tan insoportable que Fridolin casi lamentó no haber sido atacado por el vagabundo que había encontrado, casi lamentó incluso no estar contra una empalizada, con una cuchillada entre las costillas, en aquella calleja olvidada. De esa forma, aquella noche absurda de aventuras necias y truncadas habría tenido al fin una especie de sentido. Volver a casa, como estaba a punto de hacer, le parecía francamente ridículo. Pero no todo se había perdido. Mañana sería otro día. Se juró no descansar hasta haber encontrado a la hermosa mujer cuya desnudez deslumbrante lo había embriagado, y sólo entonces pensó en Albertine … pero como si tuviera también que conquistarla antes, como si ella no pudiera, no debiera ser suya hasta que él la hubiera engañado con todas las otras de aquella noche, con la mujer desnuda, con Pierrette, con Marianne, con la pequeña prostituta de la estrecha callejuela. ¿No debería esforzarse también por encontrar al insolente estudiante que lo había empujado, para desafiarlo a sable, mejor aún a pistola? ¿Qué le importaba la vida de otro, qué su propia vida? ¡¿Había que jugársela siempre sólo por deber, por espíritu de sacrificio, y nunca por capricho, por pasión o, simplemente, para medirse con el Destino?!
Y otra vez recordó que, posiblemente, llevaba en su cuerpo el germen de una enfermedad mortal. ¿No sería demasiado estúpido morir porque un niño enfermo de difteria le había tosido en la cara? Quizá estaba ya enfermo. ¿No tenía fiebre? ¡¿No estaría en aquellos momentos en su casa, en cama… y todo lo que creía haber vivido sería sólo un delirio?!
Fridolin abrió los ojos tanto como pudo, se tocó la frente y las mejillas, se buscó el pulso. Apenas acelerado. Todo normal. Estaba completamente despierto.
Continuó por la calle en dirección a la ciudad. Algunos carros del mercado venían tras él y pasaban traqueteando por su lado, y de vez en cuando se encontraba con gentes pobremente vestidas, para las que el día acababa de empezar. Tras la ventana de un café, sentado a una mesa sobre la que parpadeaba una luz de gas, estaba sentado un hombre grueso con una bufanda al cuello y la cabeza apoyada en las manos, durmiendo. Las casas estaban aún en la oscuridad, con algunas ventanas aisladas iluminadas. Fridolin creía sentir cómo las gentes se despertaban poco a poco, le parecía verlas estirarse en sus camas, preparándose para su jornada pobre y dura. También a él le aguardaba una, pero no pobre ni triste. Y con una extraña palpitación se dio cuenta con alegría de que, dentro de pocas horas, estaría ya con su bata blanca entre las camas de sus enfermos. En la esquina siguiente había un coche de un solo caballo, con el cochero dormido en el pescante; Fridolin lo despertó, le dio su dirección y subió al coche.
Eran las cuatro de la mañana cuando subía las escaleras de su casa. Ante todo, se dirigió a su consulta, encerró cuidadosamente el disfraz en un armario y, como no quería despertar a Albertine, se quitó el calzado y el traje antes de entrar en la alcoba. Con precaución, encendió la débil luz de su mesilla de noche. Albertine estaba echada inmóvil, con los brazos cruzados bajo la nuca, tenía los labios entreabiertos y unas sombras dolorosas los rodeaban; era un rostro que Fridolin no conocía. Se inclinó sobre su frente, en la que enseguida, como si la hubiera tocado, se formaron arrugas, y los rasgos de ella se deformaron extrañamente; y de pronto, todavía en sueños, se rió de un modo tan estridente que Fridolin se sobresaltó. Instintivamente la llamó por su nombre. Ella se rió de nuevo, como en respuesta, de una forma totalmente extraña, casi siniestra. Fridolin la llamó otra vez, más fuerte. Entonces ella abrió los ojos, lenta, fatigosamente, y lo miró con asombro, como si no lo reconociera.
—¡Albertine! —exclamó él por tercera vez.
Sólo entonces pareció volver ella en sí. Apareció en sus ojos una expresión de rechazo, de miedo, incluso de espanto. Levantó los brazos, sin sentido y como desesperada, y su boca permaneció abierta.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Fridolin conteniendo el aliento. Y cuando ella siguió mirándolo espantada, añadió, como para tranquilizarla:— Soy yo, Albertine.
Ella respiró profundamente, trató de sonreír, dejó caer los brazos sobre el cubrecama y, como desde muy lejos, le preguntó:
—¿Es ya de día?
—Pronto —respondió Fridolin—. Son las cuatro pasadas. Acabo de volver a casa. —Ella guardó silencio. Él continuó:— El consejero ha muerto. Estaba ya agonizando cuando llegué…, y naturalmente… no podía dejar solos enseguida a los familiares.
Ella asintió, aunque parecía no haberlo oído o comprendido apenas; miraba al vacío como a través de él, y él pensó… por absurda que al instante le pareciera la idea, que ella debía de saber lo que le había ocurrido a él esa noche. Se inclinó sobre ella y le tocó la frente. Albertine se estremeció ligeramente.
—¿Qué tienes? —volvió a preguntarle.
Ella sacudió entonces la cabeza despacio. Él le acarició los cabellos.
—Albertine, ¿qué tienes?
—He soñado —dijo lejana.
—¿Qué has soñado? —le preguntó él con suavidad.
—Ay, tantas cosas. No puedo acordarme muy bien.
—Tal vez sí.
—Era todo tan confuso… y estoy cansada. También tú debes de estar cansado…
—En absoluto, Albertine, probablemente no dormiré ya. Ya sabes, cuando vuelvo tan tarde a casa… lo sensato sería en realidad sentarme enseguida ante mi escritorio… precisamente en estas horas del amanecer… —Se interrumpió—. Pero, ¿no prefieres contarme tu sueño? —Se rió, un tanto forzadamente.
Ella le respondió:
—Sin embargo, deberías echarte un poco.
Él titubeó un instante, y luego atendió su deseo y se echó a su lado. Sin embargo, se guardó de tocarla. Una espada entre los dos, pensó, recordando una observación del mismo tipo, que una vez, en una ocasión análoga, había hecho él medio en broma. Los dos guardaron silencio, echados con los ojos abiertos y sintiendo mutuamente su proximidad, su lejanía. Al cabo de un rato él apoyó la cabeza en el brazo y contempló a Albertine largo tiempo, como si pudiera ver algo más que el contorno de su rostro.
—¡Tu sueño! —dijo de pronto otra vez, y fue como si ella sólo esperase esa invitación. Le tendió la mano; él se la cogió y, como era su costumbre, más distraída que cariñosamente, estrechó, como jugando, sus esbeltos dedos. Ella, sin embargo, comenzó:
—¿Te acuerdas de mi habitación en aquella pequeña villa del Wörthersee, en donde estuve con mis padres el verano de nuestro compromiso?
Él asintió.
—Así empezaba mi sueño, entrando en aquella habitación, viniendo no sé de dónde… como una actriz en el escenario. Sólo sabía que mis padres estaban de viaje y me habían dejado sola. Eso me extrañaba, porque al día siguiente debíamos casarnos. Pero mi vestido de novia no había llegado aún. ¿O quizá me equivocaba? Abrí el armario para verlo, y allí colgaban, en lugar del vestido de novia, una multitud de otros vestidos, en realidad disfraces, operísticos, fastuosos, orientales. ¿Cuál me pondré para la boda?, pensé. Entonces, de pronto, el armario se cerró otra vez o desapareció, ya no recuerdo. La habitación estaba muy iluminada, pero fuera, ante la ventana, era noche oscura… De repente estabas tú allí, unos esclavos de galeras te habían traído remando, los vi desaparecer en aquel momento en la oscuridad. Ibas vestido muy suntuosamente, de oro y seda, llevabas al flanco un puñal de vaina de plata, y me sacaste en brazos por la ventana. Yo iba ahora también espléndidamente vestida, como una princesa, los dos estábamos al aire libre a la luz del crepúsculo y una neblina gris nos llegaba a los tobillos. Era el paisaje familiar: allí estaba el lago, delante de nosotros la montaña, y veía también las casas de campo, que parecían salidas de una caja de juguetes. Los dos, sin embargo, tú y yo, flotábamos, no, volábamos sobre la niebla, y yo pensaba: así que éste es nuestro viaje de bodas. Pero pronto no volábamos ya, íbamos por un sendero del bosque, el de la Elizabethhöhe, y súbitamente nos encontramos muy alto en la montaña, en una especie de calvero rodeado por tres lados de bosque, mientras detrás de nosotros se alzaba hacia las alturas una escarpada pared rocosa. Sobre nosotros, sin embargo, se extendía un cielo estrellado tan azul y ancho como no existe en realidad, que era el techo de nuestra cámara nupcial. Tú me tomaste en tus brazos y me quisiste mucho.
—Espero que tú también —dijo Fridolin, con una invisible sonrisa maligna.
—Creo que mucho más —respondió seriamente Albertine—. Pero, cómo podría explicártelo… a pesar de la intensidad de nuestro abrazo, nuestra ternura era muy melancólica, como por el presentimiento de un pesar ineludible. De repente amaneció. El prado era claro y abigarrado, el bosque a nuestro alrededor estaba deliciosamente cubierto de rocío y sobre la pared rocosa temblaban los rayos del sol. Y los dos teníamos que volver al mundo, entre los hombres, había llegado el momento con creces. Sin embargo, había ocurrido algo horrible. Nuestros vestidos habían desaparecido. Un espanto sin igual se apoderó de mí, una vergüenza abrasadora hasta la aniquilación interior, y al mismo tiempo cólera hacia ti, como si sólo tú tuvieras la culpa de la desgracia…; y todo eso: espanto, vergüenza y cólera no podía compararse en violencia con nada que hubiera sentido jamás despierta. Tú en cambio, consciente de tu culpa, te fuiste precipitadamente, desnudo como estabas, para bajar y conseguirnos vestidos. Y cuando tú habías desaparecido, me sentí muy ligera. Ni me dabas pena, ni me preocupaba por ti, sólo me sentía contenta de estar sola, y correteé feliz por el prado cantando: era la melodía de un baile que escuchamos en el Carnaval. Mi voz sonaba maravillosamente y yo deseaba que me oyeran abajo en la ciudad. Esa ciudad no la veía, pero
sabía
que estaba allí. Quedaba muy por debajo de mí, rodeada de un alto muro; una ciudad totalmente fantástica que no puedo describir. Ni oriental, ni tampoco realmente alemana medieval, y sin embargo tan pronto una cosa como la otra; en cualquier caso, una ciudad sepultada hacía tiempo y para siempre. Yo, sin embargo, estaba de pronto en el prado, echada al sol…, mucho más bella de lo que he sido nunca en la realidad y, mientras estaba allí, salió del bosque un hombre, un joven con un traje moderno y claro, que se parecía, ahora lo sé, a aquel danés del que te hablé ayer. Siguió su camino, me saludó muy cortésmente al pasar por mi lado, pero sin prestarme más atención, fue derecho hacia la pared rocosa y la contempló atentamente como si pensara en la forma de superarla. Pero al mismo tiempo te vi a ti también. Tú te afanabas en la ciudad sepultada, de casa en casa, de tienda en tienda, tan pronto bajo emparrados como por una especie de bazar turco, comprándome las cosas más hermosas, vestidos, ropa interior, zapatos, joyas…; y todo eso lo ibas metiendo en un pequeño bolso de cuero amarillo, en el que sin embargo cabía todo. Pero siempre te seguía una multitud, que yo no veía, escuchando sólo sus gritos sordos y amenazadores. Y entonces apareció otra vez el otro, el danés que antes estaba delante de la pared rocosa. Otra vez vino a mí desde el bosque… y yo supe que entretanto había vagado por el mundo entero. Tenía un aspecto distinto del de antes, pero era el mismo. Se quedó como la primera vez ante la pared rocosa, desapareció de nuevo, luego volvió a salir del bosque, desapareció, salió del bosque; eso se repitió dos o tres, o cien veces. Era siempre el mismo y siempre otro, y cada vez me saludaba al pasar por mi lado, pero finalmente se detuvo ante mí y me miró inquisitivamente; yo me reí, seductora, como no había reído en mi vida y él extendió los brazos hacia mí; entonces quise huir pero no pude… y él cayó a mi lado en el prado.