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Relatos de Faerûn (12 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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—Pero ¿qué clase de llave es ésa exactamente? ¿Y dónde está? —preguntó Storm mientras rebuscaba un poco de queso en su zurrón—. ¿Cómo es que no sabían dónde la habías escondido?

—Porque lo vieron pero no lo vieron —respondió el viejo mago, valiéndose de la magia para hacer que la porción de queso que Storm le estaba ofreciendo volara directamente a su boca—. Lo que no sabían es que Duara y yo somos viejos amigos, y que Duara es una maga con muchos recursos.

Elminster se metió los dedos en la boca y sacó un pequeño objeto metálico alargado y decorado con una esmeralda.

—La llave —anunció enfáticamente. Su voz de repente había dejado de ser pastosa y resonaba con la claridad acostumbrada—. Duara me la pasó cuando me dio un beso. —Elminster chasqueó los labios y agregó—: A mi vieja amiga le siguen gustando mucho las almendras.

La porción de queso suspendida en el aire entró en su boca. El viejo mago masticó, hizo un gesto de aprobación y tomó la mano de Storm. El entorno que los rodeaba al momento volvió a transformarse.

En un abrir y cerrar de ojos, la oscuridad y las rocas proyectadas al vacío se esfumaron por entero. Sus caballos ahora se encontraban sobre un ruinoso puente de piedra que cruzaba una fétida laguna pantanosa cuyas orillas estaban cuajadas de árboles con lianas. Unas estatuas cubiertas de limo emergían de la superficie de las aguas. Storm advirtió que formaban parte de una sumergida avenida de piedra, cuyas ruinas yacían bajo las oscuras aguas de la laguna.

Cuando Storm volvió la mirada atrás, unos tentáculos negros y relucientes emergieron de las negras aguas y trazaron unas figuras lánguidas y caprichosas sobre el pasadizo de piedra. Después de moverse con pereza sobre las losas viejísimas, como si las estuvieran olfateando, los tentáculos volvieron a sumergirse bajo las aguas.

La poetisa señaló con el dedo unas ondas en la superficie que indicaban la presencia de que algo enorme se acercaba en su dirección bajo las aguas. Elminster asintió con la cabeza, sonrió y movió una mano con rapidez. De pronto volvieron a encontrarse en un lugar muy distinto. Los caballos ahora se encontraban en un camino viejo y hundido en medio de un bosque umbrío.

Storm suspiró.

—¿Y los Arpistas quieren que sea yo quien te proteja a ti? —inquirió.

Nada más decir estas palabras, Storm reparó en que una pléyade de ojos relucientes los estaban observando desde la espesura. La poetisa echó mano a su espada.

Elminster soltó un gruñido y puso su mano en la muñeca de Storm.

—No pasa nada —indicó con calma—. Yo diría que más bien pensaban en proteger a otros de lo que yo pudiera hacerles.

Storm puso los ojos en blanco y bajó con agilidad de su montura.

—No sé qué hago aquí —dijo—. Con llave o sin llave. Este continuo viajar de un lugar a otro, de un mundo a otro, no me parece prudente ni aconsejable.

Elminster esbozó una sonrisa torcida.

—¿Y te parecía prudente y aconsejable acompañarme a la Feria de los Magos? He optado por volver a nuestro hogar trasladándonos de un ámbito a otro para eludir la vigilancia de los magos que hayan podido estar siguiéndonos. Pocos de ellos tienen la capacidad para ir de un mundo a otro del modo en que lo hemos estado haciendo. —El viejo mago le dio una palmadita en el brazo—. Gracias por tu paciencia, muchacha. Pronto estaremos a salvo y tendrás ocasión de hablar con un amigo muy especial.

Mientras Elminster avanzaba por delante a través de un sendero tortuoso entre los árboles, el sol de la mañana se cernió sobre el bosque viejo y desconocido. La luz rojiza provocó que el viejo mago de pronto pareciese reparar en algo. Elminster se volvió y señaló detrás de ellos. Storm se volvió justo a tiempo para ver cómo los caballos desaparecían. La poetisa fijó la mirada en Elminster. Éste respondió a su pregunta implícita con una ancha sonrisa y, a continuación, echó a caminar otra vez por la senda.

Refrenando sus ansias de hacerle preguntas, Storm lo siguió. A pesar de las palabras del viejo mago, la poetisa desenvainó la espada. Conociendo a Elminster, el amigo tan especial muy bien podía ser un dragón azul o algo peor todavía.

El sendero discurría entre dos enormes piedras cubiertas de musgo. Cuando estuvieron cerca de las piedras, Elminster se volvió y tomó la mano de Storm. Cuando así unidos echaron a caminar entre las piedras, la poetisa tuvo un extraño estremecimiento.

Otra vez estaban en un lugar nuevo. En un lugar familiar esta vez. Storm comprendió que se hallaban en el Valle de las Sombras.

Elminster soltó su mano y se alejó unas pasos, mientras rebuscaba entre sus ropas hasta sacar su pipa. Storm se lo quedó mirando un momento. Después se acercó a su lado, puso la mano en su hombro y lo miró fijamente.

—No des un paso más —indicó—. Primero tienes que decirme qué significa todo esto. ¿Dónde están nuestros caballos? ¿Y por qué hemos tenido que atravesar media Faerun para dar con la llave? ¿Es que esa Duara es incapaz de teletransportarse? ¿Y por qué...?

Elminster la hizo callar con un gesto.

—Ya no es necesario que sigamos avanzando con prisas. Dudo que alguien haya sido capaz de seguirnos por todos esos lugares que hemos atravesado. Nuestras monturas simplemente nos han precedido en el camino a los establos de la Torre Espiral. Ven conmigo a mi hogar. Allí encontrarás a un amigo común de los dos: Lhaeo.

El viejo mago prendió la pipa y no volvió a añadir palabra hasta que se encontraron caminando por el sendero enlosado que llevaba a la puerta de su destartalado torreón de piedra.

La puerta se abrió por sí sola cuando llegaron ante ella. Elminster se volvió.

—Puedes envainar la espada, Storm. Bienvenida a mi hogar.

—¡El té estará listo en un momento, viejo! —gritó Lhaeo desde la cocina.

—Prepara también una taza para Storm —respondió Elminster con voz queda.

Por medio de algún recurso mágico, Lhaeo oyó las palabras de su señor.

—¡Bienvenida a casa, poetisa! —exclamó Lhaeo.

—Hola, Lhaeo —dijo ella, mirando al viejo mago con expresión divertida.

Elminster apartó la pila de papel que cubría un sillón e invitó a Storm a sentarse. Una nube de polvo había brotado de los viejos papeles. Elminster musitó unas palabras, hizo un gesto con la mano, y el polvo desapareció por ensalmo.

—Aquí está demasiado oscuro para apreciar la belleza de una joven invitada —murmuró el viejo mago, tocando con la mano un brasero de bronce.

Elminster hizo un sonido con los labios, y unas llamas brotaron de pronto en el brasero, iluminando el sillón con su resplandor. Con un gesto deferente, el viejo mago de nuevo invitó a Storm a tomar asiento. La poetisa estaba mirando el brasero con el asombro pintado en la expresión.

—¿Cómo consigues que arda sin combustible? —preguntó.

—Por medios mágicos, como es natural.

Elminster se volvió y levantó nuevas nubes de polvo al revolver entre otros montones de pergaminos.

—Como es natural —convino Storm. La poetisa se volvió hacia Elminster, puso la mano en su hombro y dijo con frialdad—: Elminster. Explícate.

Su voz de repente resonaba acerada a más no poder.

El viejo mago se sentó tranquilamente en el aire, dio una chupada a su pipa y esbozó una sonrisa traviesa.

—Es cierto que mereces saber la verdad, mi querida amiga. Duara, de quien tiempo atrás fui mentor, hoy día reside en Telflamm y se unió a los Arpistas el verano pasado. —Elminster dio otra calada. El humo, entre azul y verdoso, ascendía lentamente hacia el techo bajo y en sombras—. Duara no podía recurrir a un conjuro de teletransporte, pues todavía no dispone de semejantes poderes. Como todos los magos jóvenes y ambiciosos, Duara optó por ganar experiencia recorriendo el mundo en busca de aventuras. Sin embargo, a diferencia de otros magos bisoños, sus aventuras la llevaron a encontrar un tesoro oculto en la guarida de un dragón.

Una nueva nubecilla de humo brotó de su pipa. El viejo mago la contempló mientras subía hasta el techo y asintió con la cabeza, como sí la cosa le complaciera.

—Eh... Como decía, el tesoro estaba guardado por un dragón, pero ésa es otra cuestión. Entre las alhajas del tesoro, Duara encontró mi llave. Poco después me hizo saber, mediante un mensaje transmitido por una caravana, que tenía la llave y que, si me interesaba, la llevaría consigo a la Feria de los Magos para entregármela.

—Pero ¿quiénes son esos misteriosos enemigos a los que hacías referencia? ¿Cómo llegaste a perder la llave? —preguntó ella—. ¿Y cómo es que Duara cometió la imprudencia de enviarte un mensaje que sin duda llegaría a oídos de otros?

Elminster se encogió de hombros.

—Ella no podía saber que había otros interesados en hacerse con la llave. Ni siquiera sabía que su mensaje era tan importante. Cuando lo recibí, al momento recurrí a la magia para comunicarme a distancia con ella. Me dijo que, desde que me había enviado el mensaje, había sufrido varios ataques, y que en dos ocasiones alguien había estado registrando su torreón a fondo. Y que, incluso, una noche que estaba en sus dependencias, una misteriosa voz salida de la nada la amenazó y le exigió que le entregara la llave.

—Pero ¿qué importancia tiene esa llave? —insistió Storm.

—La llave sirve para abrir este armario —contestó él con calma.

Elminster tendió su largo brazo en las sombras e insertó la llave reluciente en la cabeza de un dragón de sonrisa retorcida esculpida en la pared. Al momento, unas líneas aparecieron en la pared de piedra, trazando el dibujo de una puerta. Ésta empezó a abrirse por sí sola.

Elminster sacó la llave y la agitó en el aire.

—Me la robó un hombre sin escrúpulos hace muchos años, un hombre que fue mi aprendiz, eso sí, por poco tiempo. Según recuerdo, se trataba de un ambicioso calishita llamado Raerlin. Me temo que acabó en las fauces del dragón de Duara.

—Y bien, ¿qué hay en ese armario que provoca que los magos anden como locos detrás de la llave? —preguntó ella, con la mirada fija en la polvorienta puerta del armario.

—Viejos libros de encantamientos reunidos a lo largo de los años, cuando me dedicaba a recorrer el mundo —respondió él, mientras la puerta terminaba de abrirse.

Storm vio un desordenado montón de libracos polvorientos.

Unas extrañas luces verdes y blancas en ese momento refulgieron a sus espaldas. Cuando iluminaron el rostro de Elminster, Storm advirtió la sorpresa que se dibujaba en el rostro del viejo mago y se volvió hacia él.

La extraña luz tenía su origen en un parpadeante óvalo de fuego suspendido en medio de la estancia atestada de cosas. Su presencia desafiaba la magia poderosa que guardaba el torreón de Elminster. Una magia, según sabía Storm, que mantenía el lugar a salvo de los archimagos del malvado Zhentarim, de los Magos Rojos de Thay y de seres todavía peores. En principio, nadie estaba en condiciones de abrir las puertas del torreón.

Sin embargo, Storm comprendió que el óvalo ardiente era, precisamente, un acceso. Cuando la poetisa miró la mágica entrada en llamas, vio un largo corredor de piedra que se perdía en la oscuridad... Y algo se estaba moviendo en el interior de aquel lóbrego pasadizo.

Elminster dio un paso al frente, con el entrecejo fruncido y trazando conjuros con las manos.

—Imposible —murmuró.

Una figura sombría se estaba acercando lentamente, proveniente del oscuro y espectral corredor. El extraño ser era tan alto como delgado. Sus ojos eran dos puntos de luz relucientes y fríos incrustados en sendos círculos oscuros. Cuando estuvo más próximo, Storm reparó en que su túnica estaba hecha jirones.

A la poetisa se le heló el corazón. Sin duda se trataba de un hechicero cuya magia era tan poderosa como para conferirle vida eterna más allá de la muerte. Muy pocos habían sobrevivido al enfrentamiento con un lich, poquísimos archimagos de Faerun, en todo caso.

El lich se acercó todavía más, y Storm sintió un escalofrío al fijarse en su mirada. Sus ojos fríos y parpadeantes, que parecían estar bailando en las cuencas vacías de su rostro de calavera, la miraron con desprecio un instante antes de fijarse en Elminster.

—La muerte por fin te ha llegado, viejo mago —susurró el ser con voz sibilante y sorprendentemente alta a pesar de que aún se encontraba a buena distancia de ellos.

—¿Tienes idea de las veces que me han dicho estas mismas palabras? Todos los estúpidos aprendices de asesino de Faerun me las han dicho alguna vez. —Elminster enarcó una ceja y agregó—: Aunque en tu caso, Raerlin, es la segunda vez que me las dices.

Con una mano, el viejo mago dibujó un signo centelleante en el aire.

En la boca desdentada del lich se dibujó una sonrisa horrible. Aquel ser de pesadilla siguió avanzando en su dirección. Elminster enarcó la otra ceja. Sus manos se movieron de forma simultánea, trazando nuevos e intrincados dibujos en el aire.

Una barrera radiante y cegadora apareció en la boca del portal. Raerlin movió sus propias manos en respuesta, y la barrera al momento se desintegró en minúsculas motas de luz que se dispersaron como las chispas de una hoguera hasta apagarse por entero.

La descarnada calavera se las arregló para esbozar un remedo de sonrisa.

—Te creías muy listo por haber dejado en ridículo a mis dos sirvientes en la Feria de los Magos, Elminster —sibiló—. Pero yo soy un hueso mucho más duro de roer.

La calavera volvió a sonreír.

—Yo también estaba en la Feria de los Magos —informó el lich—. Como es natural, tus conjuros de ceguera en nada me afectaron. No sólo eso, sino que ni siquiera me reconociste oculto tras mi disfraz mágico. ¿Es que ya ni siquiera dominas tan sencillos encantamientos?

De la cocina, un tanto apagado por la cerrada puerta maciza, llegó el inesperado pitido de la tetera que Lhaeo había puesto a hervir.

Elminster de nuevo estaba moviendo las manos. Storm advirtió las líneas eléctricas que se formaron entre sus dedos un segundo antes de que el viejo mago proyectara una centella. Al salir disparada de sus manos, la energía iluminó el rostro inquieto de Elminster.

El lich se echó a reír de forma hueca cuando la centella relampagueó en torno a su forma reseca, aparatosamente, pero sin dañarlo en absoluto. El ser entonces levantó la mano huesuda y recurrió a uno de sus conjuros.

Storm miró a Elminster con alarma, y en ese momento vio que uno de los libros que había en el armario abierto tras el viejo mago de repente empezaba a relucir con la misma radiación verde y blanca. Cuando de nuevo miró al lich, los ojos de aquel ser brillaron de triunfo. Unas grisáceas líneas de fuerza emanaban del siniestro hechicero de ultratumba hacia ellos. Raerlin estaba muy próximo, a apenas unos pasos de entrar en la habitación.

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