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Relatos de Faerûn (16 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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—¿En serio? —Melegaunt hizo una mueca y añadió—: Por si acaso, aquí estarán a tu disposición cuando te hagan falta.

—Nunca llegaremos a estar tan desesperados.

Melegaunt señaló el horno.

—Ésa será la espada número veinte. Y yo diría que sólo te quedan veinte guerreros, ¿no es así?

Sin responder, Bodvar contempló el destartalado taller.

—Sólo un diablo podría vivir aquí a solas —dijo tras la pausa—. Este rincón está expuesto a todos los vientos.

—Es un lugar seguro para trabajar.

Melegaunt fijó la mirada en la joven esposa de Bodvar y le dedicó una sonrisa. Idona se la devolvió, aunque sin decir palabra. Aunque las mujeres vaasans no solían ser tímidas, Melegaunt había reparado en que la mayoría de ellas eran amigas del silencio.

Melegaunt volvió a fijar la mirada en Bodvar.

—Las gentes del limo protegen todos los accesos a este lugar, menos uno. Y los hombres dragón son fáciles de ver desde aquí.

—Los hombres dragón te tienen bajo su vigilancia —lo corrigió Bodvar—. Y las gentes del cieno te tienen rodeado.

—Es posible que los vaasans lo vean así. —Melegaunt se arrodilló y se puso a alimentar el horno con el carbón que había apilado—. Para acabar con un enemigo, lo principal es hacerle luchar en su terreno, y no en el tuyo.

Melegaunt acercó su mano enguantada a un atizador al rojo vivo. Sin pensarlo, Bodvar iba ya a cogerlo cuando de pronto soltó un grito de sorpresa: Melegaunt había recurrido a un encantamiento para que el atizador volara a su mano, ahorrándole así una quemadura en la palma.

Idona soltó una risita. Su marido la miró con una expresión de embarazo no exenta de ternura. Melegaunt movió la cabeza con jocosa exasperación ante la torpeza de Bodvar, y la mujer se echó a reír de forma incontenible.

—¿Te das cuenta? —repuso Bodvar con escasa convicción—. Esto es lo que sucede cuando uno trata con demonios.

—Claro está, querido —dijo Idona—. Este hechicero barbado no hace más que sacarte de un atolladero tras otro, el muy canalla.

—Eso es lo que me preocupa —respondió Bodvar, en tono más serio.

Deseoso de que la naturaleza suspicaz de Bodvar no acabara imponiéndose a la inesperada elocuencia de Idona, Melegaunt removió las brasas y cambió de tema.

—Hablando de canallas, Bodvar, todavía no me has dicho por qué los seres del fango y los hombres dragón estaban tan empeñados en acabar con vuestra tribu.

—¿Estaban? —repitió Idona—. Todavía lo están. ¿Por qué crees que hemos acampado al otro extremo del camino que creaste? Si no es por ti...

—¡Idona! —cortó Bodvar.

Ocultando su regocijo tras una sonrisa tolerante, Melegaunt tiró el atizador a un lado —la herramienta se quedó flotando en el aire— y volvió a alimentar el fuego con carbón.

—Siempre me alegra ser de ayuda. —Melegaunt clavó la mirada en Bodvar y añadió—: Pero todavía no has respondido a mi pregunta.

Bodvar enrojeció y no dijo nada.

—¿Vas a responderle, querido? —terció Idona con una sonrisa malévola—. ¿O tendré que ser yo quien se lo diga?

Cuanto más hablaba Idona, mayor aprecio sentía por ella Melegaunt.

—Buena idea, Idona —apuntó—. Me encantaría que fueras tú quien...

—Lo que pasó fue que tuve una idea —explicó Bodvar—. Me propuse construir un fortín.

—¿Un fortín? —preguntó Melegaunt, quien dejó de alimentar el Riego y se levantó cuan largo era.

—Para las caravanas que viajan cargadas de tesoros —intervino Idona con expresión de escepticismo—. Se le ocurrió que los mercaderes estarían dispuestos a pagar en metálico por el privilegio de dormir bajo un techo.

—Y bajo nuestra custodia —añadió Bodvar a la defensiva—. Cuando salimos de cacería, siempre nos piden permiso para dormir junto al fuego de nuestro campamento.

—¿Y te pagan por ello? —inquirió ella.

—Por supuesto que no —contestó él, frunciendo el entrecejo—. ¿Quién va a pagar por el privilegio de dormir en su propia tienda?

—Entiendo. —A Melegaunt le costaba esconder su regocijo. Por fin había descubierto un punto flaco que acaso llevase a Bodvar a aceptar la ayuda de un «diablo de la sombra»—. Es sabido que los hombres dragón y los seres del pantano se dedican a asaltar caravanas. Imagino que no estarían muy conformes con vuestro proyecto...

Bodvar asintió con la cabeza.

—Los hombres dragón arrasaron nuestro primer fortín, cuando aún estaba a medio terminar. Luego tratamos de establecernos más al sur, en un lugar más fácil de defender... Y, bueno, ya viste lo que sucedió.

Idona lo cogió de la mano.

—Casi mejor que haya sido así —comentó—. ¿Quién quiere vivir en un mismo lugar todo el año? ¿Qué sucedería cuando los rebaños se marcharan a otros pastos?

—Eso es, ¿qué sucedería? —preguntó Melegaunt con tono ausente.

El mago estaba mirando de reojo la cumbre de granito de su pequeña isla. En los días claros, la mirada alcanzaba hasta el otro lado del pantano, allí donde terminaba el camino de leños. O donde empezaba, si es que una caravana llegaba de las montañas con su cargamento de tesoros. Si él podía ver el camino, quien viniera por éste podría ver la cumbre de la isla.

—¿Melegaunt...? —preguntó Bodvar.

Melegaunt salió de su abstracción y se volvió hacia Bodvar.

—Discúlpame. ¿Decías algo?

—Bodvar quería invitarte a un festín —explicó Idona—. Por el Festival de la Gran Cosecha, por si lo habías olvidado.

—La idea ha sido de Idona —agregó Bodvar, aunque su tono amistoso dejaba claro que la ocurrencia no le desagradaba—. Dice que es un elemental gesto de cortesía.

—Es lo mínimo que te debemos —dijo Idona, frunciendo un tanto el entrecejo al mirar a Bodvar—. Después de todo lo que has hecho por nosotros...

—¿De lo que he hecho por vosotros? —Melegaunt agitó una mano en el aire—. Eso no tiene ninguna importancia. Pero me temo que no puedo aceptar. Quizá, el próximo.

—¿El próximo? —Bodvar torció el gesto mientras contemplaba la última espada, que yacía en su lecho de estaño ardiente—. Ya que vas a quedarte a terminar esa espada, harías bien en venir, porque...

—Olvídate de la espada —cortó Melegaunt—. La espada estará terminada esta misma noche. Pero luego tengo que descansar. Mañana me espera un día muy duro.

Idona no era la única que se había quedado boquiabierta.

—Entonces, ¿te marchas? —preguntó Bodvar—. Si es así, no olvides llevar tus espadas contigo, pues...

—No me marcho. —Melegaunt tuvo que volverse otra vez hacia la cumbre de granito de la isla, con intención de ocultar una sonrisa esta vez—. Mañana pienso empezar a construir un torreón.

—¿Un torreón? —repitió Idona.

—Sí. —Recobrado el control sobre su expresión, Melegaunt se volvió y dijo—: Un torreón destinado a vigilar las caravanas que transportan tesoros.

A pesar de sus propias palabras, Melegaunt sabía que aquella noche no iba a dormir. Las sombras del amanecer le habían dicho que los Águilas de Moor se trasladarían a la isla con él a primera hora de la noche. La adivinación se demostró correcta durante la velada, cuando el jolgorio y el copioso trasegar de hidromiel del clan se vio interrumpido por la campana del centinela. Melegaunt encendió una hoguera que había preparado para la ocasión y fue al frente del taller a inspeccionar la situación.

Una nube de formas blanquecinas estaba descendiendo de las cumbres de los hombres dragón. Sus alas emitían destellos plateados a la luz de la luna mientras se cernían sobre uno de los extremos del cenagal. Los hechiceros de la bandada empezaron a lanzar rayos y bolas de fuego doradas a los Águilas de Moor. A todo esto, los guerreros del grupo tenían buen cuidado de prevenir posibles contraataques manteniendo a sus hechiceros a resguardo. Una esporádica descarga de flechazos se elevó desde el campo de Bodvar trazando un arco en la noche, si bien las saetas se quedaron lastimosamente cortas.

Melegaunt abrió los brazos y sumió dicho campo en una neblina de sombras, más para evitar que los Águilas de Moor siguieran malgastando sus flechas que para obstaculizar el avance de los hombres dragón. Con todo, éstos no habían olvidado la lluvia viscosa con que Melegaunt les había obsequiado cuando volaban sobre el lodazal sin fondo —la mitad de ellos habían muerto ahogados en el cieno—, de forma que en esta ocasión dieron un ancho rodeo para eludir la nube oscura, con intención de aterrizar al pie de las montañas situadas en el extremo opuesto.

Mientras dejaba que los Águilas de Moor se defendieran por sí solos, Melegaunt se concentró en la que adivinaba iba a ser la segunda parte del plan de los hombres dragón, momento en que advirtió la aparición de una compañía entera de criaturas del limo que avanzaban con el propósito de bloquear la ruta proporcionada por los escollos salientes en el fango. Las mujeres del clan al momento se lanzaron a por ellos. Idona y algunas de sus compañeras empuñaban espadas o hachas de hierro, pero las demás estaban precariamente armadas con lanzas endurecidas por el fuego y garrotes tan livianos que Melegaunt no habría tenido dificultad en romperlos en dos con la rodilla.

—¡Deteneos!

Melegaunt había aprendido a hablar un pasable vaasan durante los últimos meses, e Idona al momento entendió la orden y gritó a sus hermanas que se detuvieran. Melegaunt señaló un agujero que había en el mismo centro del camino de sombra y pronunció una sencilla palabra mágica. Un velocísimo torbellino de negros tentáculos surgió del hoyo y, en un santiamén, hizo sangrientos pedazos a los seres del limo antes de replegarse otra vez al interior.

—Ahora podéis avanzar —indicó Melegaunt, valiéndose de su magia para proyectar la voz a distancia—. Haced que os sigan vuestros maridos, si no queréis que sean los hombres dragón los únicos en celebrar la Gran Cosecha.

Idona alzó la espada en señal de que había comprendido, ordenó a sus compañeras y a los niños que siguieran adelante y echó a correr hacia el campamento sumido en la sombra. Melegaunt aguardó con impaciencia. Idona tardaba en volver, y por un momento temió que los seres del pantano supervivientes recobraran la moral antes de que la mujer pudiera convencer a su marido de la necesidad de retirarse a la seguridad de la isla. Por fin, los guerreros empezaron a cruzar el camino de escollos en parejas o grupos de tres, apoyándose entre sí o cargando con los que no podían caminar. Melegaunt pensó que las festividades de la velada acaso habían sido excesivas, hasta que reparó en que a uno de los hombres le faltaba un brazo y en que otro de ellos avanzaba con un sangriento colgajo sobre la mejilla, lo que antaño seguramente era un ojo.

Bodvar llegó el último en compañía de Idona, quien cargaba con un puñado de aljabas en una mano y un escudo en la otra, continuamente ocupada en entregar flechas a su marido mientras desviaba con el escudo la lluvia de púas aceradas que el enemigo lanzaba. Melegaunt dejó que siguieran avanzando y pronunció un conjuro mientras señalaba con las manos el trecho de cieno que iba de la orilla opuesta al primero de los escollos.

Un muro de sombras se elevó sobre aquel tramo del lodazal, bloqueando el acceso a la orilla. Bodvar e Idona echaron a correr hacia la isla, con tanta rapidez que a punto estuvieron de caer al gélido cieno. Avanzando con un poco más de prudencia, finalmente llegaron a la isla y ascendieron por la senda siguiendo los pasos de sus compañeros.

A esas alturas, la primera oleada de los hombres dragón se cernía ya sobre el muro de sombra, planeando en vuelo rasante para no convertirse en blancos. Lo que se demostró un gran error. Al pasar, los jirones de sombras se estiraron repentinamente como serpientes, haciéndose con todo aquello que tocaban. Lo que tocaban desaparecía, y muy pronto brazos, piernas, alas y cabezas se vieron proyectados a la orilla y el cieno.

Los hombres dragón frenaron su avance en seco, mientras las mujeres y los niños de los Águilas de Moor entraban corriendo en el gran taller de Melegaunt. El mago les indicó por señas que se dirigieran a los refugios que. había excavado tras la hilera de espadas. Cuando de nuevo fijó su atención en la batalla, Melegaunt vio que los nebulosos tentáculos del muro de sombras se estaban proyectando al exterior en tres conos separados, dirigiéndose en espiral a los pequeños grupos de hombres dragón que insistían en seguir con su ofensiva. Los conos, girando, atravesaron la barrera protectora con facilidad, aniquilando a los brujos tras ellos protegidos.

—Así que pretendíais disipar mi magia, ¿eh? —exclamó Melegaunt en el arcaico lenguaje de los hombres dragón—. ¡Venid aquí, que cuento con otros hechizos!

Los últimos hombres dragón supervivientes terminaron por desaparecer tras la nube de sombras. Por un instante, Melegaunt temió haber derrotado a los asaltantes con excesiva facilidad. A todo esto, los guerreros se reunían con sus familias. Aunque se oían algunos gritos de angustia y pánico por los niños desaparecidos, con la ayuda de Melegaunt, los vaasans se las habían ingeniado para no perder a demasiados de los suyos en su retirada.

—Bien, demonio, parece que otra vez nos has vuelto a salvar —apuntó Bodvar—. Nos guste o no.

Melegaunt abrió las manos.

—He venido a este mundo para servir.

Bodvar frunció el entrecejo con intención de responder de mala manera.

—¡Esos seres blanquecinos llegan por el este! —gritó alguien de repente.

—¡Y por el oeste! ¡Por lo menos vienen treinta volando bajo sobre el pantano! —añadió otro.

Melegaunt corrió al extremo occidental de su taller y vio que una larga hilera de hombres dragón se acercaba a la isla, con las blancas escamas relucientes como el marfil. La formación de enemigos trazó una curva rodeando la isla y, a juzgar por los gritos que Melegaunt oyó a sus espaldas, completó un círculo en torno al taller. El clan del Águila de Moor estaba rodeado. Pugnando por ocultar una sonrisa, Melegaunt volvió el rostro y advirtió que Bodvar e Idona estaban a su lado.

—Me temo que vuestra fe en mí era excesiva —dijo—. Te pido disculpas, Bodvar.

—No hay motivo. El culpable de esta situación soy yo. —Bodvar señaló a los atacantes y agregó—: Haz lo que puedas.

—Amigo mío, me temo que no es mucho. —Melegaunt tuvo buen cuidado de decir estas palabras en voz alta, a fin de que lo oyeran los guerreros más próximos—. Yo también tengo mis limitaciones.

—¿Limitaciones? —gruñó Bodvar.

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