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Relatos de Faerûn (28 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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—Es lord Ferris... —informó el fantasma del niño en tono urgente—. Se propone matar a sir Paramore en su dormitorio, esta noche.

Boquiabierta, Petra se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—Le diré a mi madre que... —musitó la pequeña.

—¡No! —La voz de Jeremy de nuevo resonó urgente, estridente—. Los mayores no te creerán. Recuerda que sir Paramore te salvó la vida esta mañana. ¡Ahora eres tú quien tiene que salvarle a él!

—Yo sola no podré detener a Ferris...

—En tal caso, llama a los demás —sugirió Jeremy—. Despierta a Bannin y a Liesle, a Ranwen y a Parri, a Mab y a Karn, a todos... Diles que cojan los cuchillos de sus padres. Entre todos podréis salvar a quien os salvó la vida.

Tras anudarse bien el camisón, Petra se calzó las zapatillas a toda prisa.

—¡Rápido! —urgió Jeremy—. ¡Lord Ferris se dirige al cuarto de sir Paramore por la escalera en este mismo momento!

Petra dio un respingo al oír aquello. Un momento después, Jeremy había desaparecido.

Después de ser alertados por Petra, los demás niños la siguieron hasta las escaleras. Estas eran largas y sinuosas y llevaban al alto torreón en el que sir Paramore había escogido dormir. Los escalones estaban en penumbra, apenas iluminados por los destellos de la luz de la luna que ocasionalmente se futraban por las aspilleras del muro. Cuando Petra y los demás niños empezaron a subir, vieron por encima de donde se encontraban el tembloroso resplandor de una vela.

—Silencio —musitó ella.

Bannin, un niño de cabellos castaños que tenía la mitad de edad que Petra, asintió con el rostro serio y se agarró a ella con su manita. Los mellizos Liesle y Ranwen intercambiaron sendas sonrisas, tan nerviosos como excitados. A todo esto Parri, Mab, Karn y los demás estaban apelotonados en la retaguardia del grupo con los cuchillos en las manos.

—Ésa debe de ser la vela de lord Ferris —apuntó Petra, señalando la luz—. Mejor que nos movamos en silencio, o se dará cuenta de nuestra presencia.

Los niños asintieron con la cabeza, pues adoraban a Petra tanto como el propio Jeremy la había adorado. La siguieron, haciendo lo posible por avanzar con sigilo y cuidado, aunque no con mucho éxito, pues los niños no son como los adultos. Andaban de puntillas, siguiendo con las puntas de los dedos la pared curva, haciendo especulaciones en voz alta con sus labios infantiles. A medida que iban subiendo, la luz era más brillante, más intenso era su miedo, y sus voces se tornaban más roncas por la tensión.

Como hacían tanto ruido, no fue de extrañar que, al doblar una de las frías curvas de piedra de la escalinata, se encontraran con que lord Ferris, delgado, de largas piernas y vestido de negro, los estuviera contemplando desde lo alto, con los nervudos brazos abiertos bloqueando el estrecho paso.

—¿Qué hacéis aquí, niños? —preguntó con una voz que dejó helados a los pequeños

Sobreponiéndose, los niños valerosos plantaron cara al noble.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió Petra, que ni había pestañeado.

Los ojos de Ferris centellearon ante aquella pregunta. Su mano enguantada fue a por la daga que llevaba prendida al costado.

—Marchaos —ordenó.

El grupo titubeó. Algunos de los que estaban en la retaguardia dieron un involuntario paso atrás. Pero Petra hizo algo increíble. Liviana y de movimientos felinos, pasó corriendo junto al hombre de la negra capa y su cuchillo. Unos escalones más arriba, se dio media vuelta, bloqueando el paso.

—Nos quedamos. Eres tú quien se va —anunció con sencillez.

Lord Ferris hizo una mueca de desprecio. Con la mano agarró el hombro de la muchacha, a la que proyectó con violencia hacia abajo. La niña resbaló sobre los húmedos escalones; su pierna se retorció de forma antinatural a sus espaldas. A continuación se oyó un crujido similar al que produciría una rama verde al quebrarse. Petra soltó un grito y cayó rodando sobre sus compañeros, respirando con dificultad.

Los pequeños se quedaron atónitos. Rompiendo a llorar, el pequeño Bannin se agachó a su lado. Los demás contemplaron un instante la rota pierna de su amiga y se lanzaron furiosamente a por el noble. Sus voces juveniles se unieron en un chillido que los adultos no son capaces de emitir y al instante se abalanzaron sobre el aristócrata de la capa negra, que en vano trató de zafarse de su ataque.

Los niños clavaron los cuchillos de sus padres en los muslos del adulto. Éste cayó hacia adelante y trató de defenderse como pudo, soltándole un puñetazo a la pelirroja Mab entre las coletas y enviándole un rodillazo en el cuello a Karn. Las dos primeras bajas mortales del combate cayeron muertas al suelo; los escalones de pronto se vieron empapados de sangre.

Como si su anterior acometida hubiera sido un simple aperitivo, los niños se lanzaron a un asalto sin cuartel. Los pequeños cubrieron de puñetazos y cuchilladas a su oponente, el antaño orgulloso Ferris, quien ahora gimoteaba y pedía clemencia. En un momento dado, Parri se hizo con la daga cubierta de sangre que Mab empuñaba en su mano fría y la clavó repetidamente en la espalda del noble.

Sin embargo, lord Ferris se aferraba a la vida con desespero. De un codazo tremendo, envió contra la pared a Liesel, que se rompió la cabeza en el acto. La siguiente en caer fue su hermana melliza Ranwen, que, anonadada por la muerte de Liesel, se quedó súbitamente paralizada, con tan mala fortuna que cuando Ferris soltó la vela encendida que llevaba en la mano, esta fue a caer sobre ella, prendiéndole fuego a sus ropas. Una patada propinada al azar por el noble terminó de rematarla.

Los cuerpos se amontonaban en la escalinata empapada de sangre. A lord Ferris sólo le quedaban ya tres contrincantes: el pobre Parri y dos niños más. El simple peso de su cuerpo le sirvió para acabar con otro pequeño, que cayó derribado bajo su pecho para no levantarse más. Únicamente seguían con vida el lloroso Bannin y la maltrecha Petra, ninguno de los cuales estaba en condición de luchar.

El hombre vestido de negro se irguió entre las retorcidas extremidades de los caídos y bajó con lentitud hacia el lugar donde Bannin y Petra se encontraban.

—Dejad los cuchillos —ordenó. Sus pulmones perforados resonaron cavernosos cuando pronunció estas palabras.

El pequeño, cuyos ojos estaban cegados por la sangre y cuyos oídos estaban ensordecidos por los gritos de la lucha, retrocedió unos pasos con temor. Petra no estaba dispuesta a rendirse.

—¡Os dije que os fuerais, malditos mocosos! —bramó lord Ferris. Rojas lágrimas surcaban su rostro maltrecho—. ¡Mirad lo que habéis conseguido!

Bannin retrocedió todavía más; sus gimoteos se convirtieron en abiertos sollozos. Pero Petra, haciendo un esfuerzo monumental, se levantó. El ominoso crujido de su pierna no le impidió abalanzarse contra el noble.

—¡Muerte al mal! —masculló con los dientes ensangrentados.

Y hundió la hoja de Parri en el vientre del noble.

Fue entonces cuando sir Paramore bajó corriendo las escaleras, a tiempo de ver cómo el malvado lord Ferris caía muerto junto a la victoriosa Petra. En el centro de un mar de sangre de niños, Petra le dedicó una última sonrisa y cayó muerta.

La muerte de la niña en el relato coincidió extrañamente con el fin del fuego en el hogar. La noche tormentosa había alcanzado su momento más oscuro. Fascinados por la historia relatada por aquel narrador, los parroquianos ni siquiera repararon en el frío y la oscuridad que los envolvía. En la cocina gélida, Horace sí captó el detalle.

En consecuencia, fue Horace quien se aventuró al nevado exterior para hacerse con más leña. Por un momento se preguntó por qué esta vez ninguno de los habituales se había quejado del frío y la oscuridad imperantes en la taberna, cosa que llevaban haciendo días y años enteros. El relato del forastero había conseguido caldear el ambiente de un modo pocas veces visto.

A pesar de sus mentiras sobre el rey Caen, Dorsoom y lord Ferris —¿de veras estaría muerto?, se preguntó Horace, temeroso de que buena parte de la historia fuera cierta—, el desconocido no había cometido delito alguno, ni aunque fuera afanar un mendrugo de pan o un tazón de sopa de sangre. Y su historia había servido para que los parroquianos siguieran en la taberna cuando en otra ocasión se habrían marchado a sus cálidas camas. No obstante, había algo raro en aquel individuo. A Horace se le habían erizado los pelos de la parte posterior del cuello cuando aquel hombre entró en su local envuelto en copos de nieve. A medida que se recrudecía la oscuridad y seguía oyendo retazos de la historia siniestra que tanto había fascinado a los otros, su sensación de incomodidad no había hecho más que incrementarse. Aquel hombre era más que un simple farsante. Era malo.

A pesar de aquella certeza, a pesar de aquella intuición apuntada por todos y cada uno de los poros de su cuerpo, Horace no se atrevía a echar a aquel hombre de su taberna, por miedo a que en el local se desencadenara una bronca a puñetazos. Con todo, mientras apilaba leños bajo el brazo, echó mano al hacha helada que había junto al montón de madera y se dirigió con ella al interior.

En la taberna, el extraño estaba llevando su relato a la conclusión inevitable...

* * *

La cruel muerte de los niños inocentes provocó muchas otras cosas: el asombro de sir Paramore ante aquel intento de asesinato, los gritos de dolor de los padres de los niños muertos, el emocionado elogio que el rey hizo de la valentía de los fallecidos, la recogida de los cadáveres en las escaleras por parte de los propios padres, la limpieza a fondo que tuvo que hacerse de la escalera manchada de sangre, la disposición de una guardia protectora de la integridad física del prometido de la princesa...

Una vez que todo concluyó, sir Paramore rezó sin descanso a los cielos inescrutables y caóticos, a Beshaba, a Cyric y a Loviatar, tratando de dar con una explicación de tan horrible episodio. Cuando su mente trastornada fue incapaz de alimentar su devoción, y sus rodillas temblorosas le impidieron seguir en pie, sir Paramore colgó a
Kneuma
, la espada contra los encantamientos, en uno de los postes de su cama y se metió bajo las sábanas con intención de encontrar un descanso que insistía en eludirlo.

Sin movimiento ni ruido algunos, tan pronto como el caballero se hubo despojado de su espada y armadura, Dorsoom apareció en el interior de la habitación cerrada con llave. Sorprendido, sir Paramore murmuró unas palabras de aprobación y se sentó en la cama.

Pero el mago al momento lo hizo callar con voz furiosa.

—Sé lo que has hecho, hombre monstruoso.

Sir Paramore se levantó y lo miró con rabia y sorpresa antes de tratar de echar mano a su espada invulnerable a los conjuros. Sin embargo, sus dedos no llegaron a cerrarse en torno a la empuñadura, pues en aquel instante el mago proyectó un encantamiento sobre su persona, inmovilizándolo como si fuese de hielo.

Una vez Paramore quedó así indefenso, Dorsoom habló.

—La mayoría de las gentes de este país te tienen por un valeroso caballero, pero yo sé muy bien que no lo eres. Tú eres un monstruo maquinador, despiadado y cruel.

Aunque era incapaz de mover los brazos o las piernas, sir Paramore acertó a mover la lengua.

—¡Fuera de aquí! ¡Igual que mis jóvenes caballeros acabaron con ese asesino enviado por ti, juro que te mataré!

—No juegues conmigo —le espetó el mago de las barbas negras—. Tu espada tan sólo es efectiva cuando está en tu mano. Sin ella, nada puedes hacer contra mí. Además, ni Ferris ni yo tenemos nada de asesinos. Aquí el único asesino eres tú.

—¡Guardias! ¡Auxilio! —gritó Paramore hacía la puerta que seguía cerrada.

—Sé cómo manipulaste la cuestión de los secuestros. Sé que contrataste a esos cinco hombres para raptar a los hijos de los nobles —dijo el mago.

—¿Cómo? —rugió el caballero, debatiéndose para recobrar el control sobre su cuerpo, pero sólo consiguiendo que sus piernas temblasen de impotencia.

En el exterior, los guardias empezaron a aporrear la puerta y pedir a gritos la llegada de refuerzos.

—Sé que te reuniste con los cinco raptores para pagarles sus servicios —prosiguió el mago—. Sin embargo, el único pago que recibieron fue el filo de tu hacha.

—¡Guardias! ¡Echad la puerta abajo!

—Sé que entonces te vestiste con las ropas de uno de los secuestradores, te hiciste pasar por él y, a sangre fría, mataste al pobre Jeremy delante de todos. Sé que, más tarde, ataviado como el noble caballero que nunca fuiste, te presentaste como el salvador de los demás niños —añadió el mago, en tono crecientemente acalorado.

Los guardias estaban tratando de derribar la puerta, cuyos tablones empezaban a astillarse.

—¡En nombre de lo más sagrado...! —gritó Paramore angustiado.

—Lo hiciste para obtener la mano de la princesa. No has tenido reparo en matar a niños para conseguir tu propósito. Orquestaste el secuestro y te fingiste héroe con el fin de conseguir su mano.

Las piernas de sir Paramore temblaban con violencia. El mero contacto de la punta de su pie contra el poste de la cama provocó que el lecho entero se estremeciera y, con él, la espada envainada colgada del poste.

—Sé que enviaste esta nota. —El mago sacó un papelito arrugado del bolsillo y lo alzó ante sus ojos—. Una nota dirigida a lord Ferris, invitándolo a subir a verte esta noche. Una nota que escribiste a sabiendas de que tus «caballeros» darían muerte al noble.

—¡Esa nota no ha sido escrita con mi letra! —exclamó Paramore.

Presa de temblores incontenibles, sus movimientos volvieron a estremecer la cama, de forma que su espada mágica apuntó directamente a su pierna paralizada.

El patear de las botas en la puerta era cada vez más fuerte. La madera seguía haciéndose astillas. En aquel momento, con un pase mágico, Dorsoom envolvió la puerta en una nube azulada tan sólida como el acero.

—Y en ese saco —agregó el mago, a sabiendas de que tenía todo el tiempo del mundo—, en ese saco en que llevabas las cabezas de los cinco raptores estaba también la cabeza de Jeremy. ¡Una cabeza que luego utilizaste como una marioneta para presentarte por la noche al pie de la cama de Petra!

El mago se agachó hacia el saco con las cabezas, pero su mano no llegó a aferrarlo. En aquel momento preciso, la gran espada
Kneuma
se soltó del poste y se clavó en la petrificada pierna de Paramore, disipando en el acto el conjuro que lo tenía paralizado. Una fracción de segundo más tarde, la espada cercenó el cuello del hechicero.

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