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Relatos de Faerûn (41 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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—Un pescador —se burló Avadriel—. Tú eres mucho más que un simple pescador, Morgan. Tú eres uno de los pocos mortales que todavía está en condiciones de oír la Vieja Canción.

»Sí —insistió ella, al advertir la expresión con6asa del muchacho—. El mar te ha escogido, por mucho que otros mortales te teman y desconfíen de ti precisamente por ello. Por eso he venido a por ti.

El joven pensó que aquellas palabras eran dignas de la fantasía del más desbocado de los bardos. Pero ¿cómo reírse de ellas cuando provenían de labios de tan hermoso ser? El mundo de Morgan de pronto se había desbocado. De repente se sentía arrastrado por una corriente implacable, una corriente que insistía en arrastrarlo a las profundidades de un negro abismo. A la vez, las palabras de Avadriel sonaban sinceras, y su presencia le aportaba la posibilidad de aferrarse a un elemento tangible en aquel mar embravecido. Morgan asintió con expresión grave, demasiado asustado para hablar.

Avadriel le dedicó una media sonrisa.

—Me complace ver que los hijos del sol siguen siendo valerosos. Aunque me temo que el valor acaso no sea suficiente para salvarnos. Morgan, un mal terrible y absoluto acaba de despertarse en el más profundo abismo de los mares, un mal que avanza al frente de un ejército de acólitos oscuros. Esa fuerza acaba de arrasar Avarnoth, donde muchos de los míos...

A la elfa del mar le fallaron las palabras. El dolor que había estado escondiendo de pronto salió a la luz, distorsionando sus hermosos rasgos. Morgan desvió la vista, pues no se decidía a intervenir.

—Muchos de los míos se han refugiado en tos salones de Sashelas —continuó ella al cabo—, pero con ello no bastará. Ese mal no hace más que crecer y crecer, y muy pronto acabará por hacerse con todas las tierras de Faerun como una ola gigantesca, arrasándolo todo a su paso.

Algo en su voz hizo que Morgan la mirara. Avadriel estaba muy pálida. Morgan iba a preguntarle si se encontraba bien cuando una fuerte ola alzó sus cabellos, dejando al descubierto una profunda herida en su hombro derecho. La carne, el músculo y las venas estaban abiertos, dejando ver el blanco hueso.

—Avadriel... ¡Estás herida!

Morgan estaba indignado: consigo mismo, por no haberse dando cuenta; con ella, por habérselo ocultado.

Morgan no entendía cómo se las había arreglado para moverse con tan tremenda herida. Sin perder tiempo, su mirada buscó uno de los pequeños botes amarrados al muelle que servían para transportar a tierra a los pescadores cuyos barcos anclaban lejos del atestado espacio del puerto. Al ver que uno de tales botes estaba amarrado junto a un juego de oxidadas trampas para cangrejos, el joven pescador bajó a él por la amarra, soltó la pequeña embarcación y empezó a bogar hacia la herida mujer marina.

—No te preocupes por mí, Morgan —protestó ella débilmente—. Mi mensaje es mucho más importante que mi vida.

Haciendo oídos sordos a las palabras de la elfa del mar, pues Morgan había decidido que la vida de ella era más preciosa que la suya propia, el joven se aproximó a Avadriel, a quien ayudó a subir a bordo. La elfa del mar resultó ser sorprendentemente liviana, y, a pesar de sus iniciales protestas, no ofreció mayor resistencia a Morgan. Con cuidado, el muchacho la tumbó en el bote y dobló su propio jersey bajo la cabeza de la elfa a modo de almohada. Luego cubrió su cuerpo desnudo con una lona gastada.

La piel de Avadriel estaba muy fría, y sus ojos relucientes un momento atrás estaban empezando a tornarse opacos. Con todo, la elfa acercó a él sus manos con membrana y ladeó la cabeza un momento, el suficiente para que el muchacho viera que a ambos lados de su delicada garganta se abrían tres branquias. Fascinado, Morgan contempló cómo aquellas branquias absorbían aire ruidosamente.

—Morgan... Escúchame bien... —musitó ella—. Hay algo que tienes que hacer... —Su voz se perdió en el silencio.

Morgan por un momento pensó que había muerto, pues las branquias habían dejado de abrirse. Sus temores se vieron aliviados cuando el pecho de la elfa empezó a expandirse y combarse levemente. Avadriel estaba malherida, pero, por los dioses, seguía con vida.

Sin hacer apenas ruido, Morgan se sentó en el bote. El temprano viento de la mañana batía su cuello y sus brazos desnudos. La ligera túnica sin mangas que llevaba le prestaba escasa protección contra el frío. Haciendo caso omiso de las gélidas temperaturas, el muchacho empezó a bogar. Cerca del muelle había algunas pequeñas calas y cuevas marinas. Se proponía llevar a Avadriel a una de ellas, lejos de las miradas suspicaces de los habitantes de Mourktar. Curaría sus heridas, y cuando ella terminase de sanar, la acompañaría a las profundidades de Toril. Morgan no olvidaba su desesperada petición. Avadriel lo necesitaba.

Sangre. El olor de la sangre, espeso y delicioso, impregnaba las aguas. T'lakk flotó entre las algas, saboreando aquel aroma suculento, aspirándolo por sus branquias. Aquel olor apelaba a lo más primario de su instinto de cazador, a un hambre primigenia más vieja que el mismo mar. T'lakk esperó y esperó, hasta que el hambre se hizo una con él e invadió todas las parcelas de su ser, sus colmillos y sus garras, su misma carne.

Meneando su cabeza cubierta de escamas verdosas, en señal de que no tenía intención de dirigirse al Palacio de la Locura, aquel ser de nuevo concentró todo su instinto en la cacería. Todavía quedaba mucho por hacer, y al amo no le gustaría que fracasase. Tres prolongados chasqueos le bastaron para llamar a los demás cazadores ocupados en batir el rocoso lecho del mar. Cuando se acercaron a su lado, los escrutó con ojos malévolos. Le gustó comprobar que todos mostraban la debida humildad. No pensaba admitir la menor indisciplina cuando tan cerca estaban de su presa.

T'lakk sonrió perversamente, exhibiendo varias hileras de colmillos afilados como agujas. Los cazadores recién llegados también habían detectado el olor de la sangre. A una señal suya, todos se pusieron a seguir la pista. Mientras nadaba junto a sus compañeros, T'lakk se dijo que la cacería iba a terminar muy pronto.

Morgan estaba sentado en la húmeda gruta, atento a la leve respiración del pecho de Avadriel, que seguía durmiendo. A los pies tenía un viejo candil, precariamente encajado entre dos estalagmitas cubiertas de limo. La primitiva luz iluminaba las formas desiguales de la rocosa gruta, revelando las paredes en forma de escalera natural que se alzaban en torno a una charca formada por la marea.

Habían llegado a la cueva cuando el sol de la mañana se alzaba ya sobre el horizonte, satisfechos de encontrar refugio antes de que los barcos de los pescadores salieran a faenar. Tras adentrarse en una de las grutas, alejados por fin de las miradas intempestivas, Morgan tomó a Avadriel en brazos con cuidado, la sacó del bote, la dejó sobre una llana cornisa de piedra y se esforzó en vendar su herida del mejor modo.

Ahora estaba sentado erguido y atento, anhelando que la elfa marina se despertara de una vez. El silencio de su vigilia sólo se veía interrumpido por el lento goteo del agua en aquel espacio cerrado. Sus abuelos debían de estar más que inquietos a aquellas alturas, aunque Morgan se dijo que, sin duda, su abuelo se habría embarcado ya, pues lo primero era la pesca, dejando para más adelante la tarea de meterle a correazos un poco de sentido común en la sesera. Estremecido de frío en la húmeda caverna, Morgan se dijo que su encuentro con Avadriel le traería más complicaciones que la ira de su abuelo.

Con la mirada fija en la dormida elfa del mar, Morgan se maravilló ante lo mucho que su vida había cambiado en tan poco tiempo. Ayer, su mente no iba más allá de las aguas costeras de Mourktar. Pero hoy se encontraba a solas en una cueva con una elfa marina malherida, dispuesto a dejarlo todo por la belleza de un ser que nunca imaginó que vería.

Cuando Avadriel por fin despertó, varias horas más tarde, el agua de la charca había aumentado de nivel y empezaba a lamer su cuerpo. La elfa enderezó el torso y miró a su alrededor con la expresión confusa y atemorizada, hasta que sus ojos se encontraron con los de Morgan. Éste sonrió y se acercó a ella procurando no resbalar en las piedras escurridizas.

Si lo que esperaba era una larga letanía de agradecimientos, el muchacho se debió de ver decepcionado. Aunque en el rostro de la elfo del mar se percibía un aire amable, a pesar de la sonrisa que iluminó sus facciones, Avadriel de pronto se dirigió a él en tono abrupto y concluyente.

—Tienes que marcharte ahora mismo —indicó—. Antes de que sea demasiado tarde.

Morgan de nuevo fijó la mirada en Avadriel. No entendía ni quería entender. Lo único que sabía era que su lugar estaba junto a ella.

—¿Que me marche? —preguntó, incrédulo—. Pero, Avadriel, si todavía sigues herida... Cuando estés un poco mejor, acaso podremos irnos juntos... —apuntó, con escasa convicción.

—Ojalá fuera posible, Morgan. Pero no tenemos tiempo. Tienes que dirigirte a la isla Tormenta de Fuego y contarle al mago Dhavrim que Avaroth ha caído. Un mal antiquísimo anda suelto otra vez. Su negro ejército se propone lanzarse contra Faerun. Es preciso avisar a los magos cuanto antes. —Tras una pausa, la elfa añadió—: Por favor, Morgan, necesito tu ayuda.

El joven pescador maldijo en su interior la mala suerte que lo iba a separar de quien acababa de robarle el corazón. No le sería fácil partir, pero Morgan sabía que tenía que hacerlo. Era mucho lo que estaba en juego.

Avadriel sonrió, como si le leyera la mente, y se acercó un poco más a él.

—Gracias —dijo sencillamente.

Sus labios rozaron los de Morgan. Él cerró los ojos, ebrio del sutil aroma de la elfa. Sus labios volvieron a unirse, con mayor firmeza esta vez. Su cuerpo se vio estremecido por una oleada de deseo tan poderosa como la más fuerte de las mareas. El mundo pareció borrarse bajo el peso de aquel deseo, bajo el flujo y el reflujo de los cuerpos.

Al cabo de un tiempo, Avadriel se separó de su lado.

—Morgan... —musitó con suavidad y un deje de tristeza.

Morgan asintió y se secó una lágrima solitaria.

—Sí... Sé que ha llegado la hora. —El muchacho se levantó y subió al bote—. Volveré en cuanto pueda.

Morgan empezó a bogar, hasta salir a la implacable luz del día.

Esforzándose al máximo, Morgan siguió remando sin detenerse durante toda una hora. El mar espumeaba a su alrededor, amenazando con volcar la pequeña embarcación. Al superar una ola negra y enorme, la espuma salpicó su rostro con violencia. Los músculos del pecho y los brazos le dolían, el aire salado le quemaba en los pulmones, la madera ardiente le abrasaba la piel de las manos. Tales eran los sacrificios que en aquel momento estaba haciendo honor a los dioses de su gente.

Pero los dioses no se ocupaban de él.

Lentamente, Morgan siguió abriéndose camino sobre las aguas en erupción, más que nada por pura fuerza de voluntad. Cuando sus fuerzas flaqueaban y los remos resultaban tan pesados como un ancla de hierro, la imagen mental de Avadriel lo ayudaba a seguir adelante. En momentos así, el recuerdo de sus labios y el salado sabor de su lengua reforzaban su determinación. No iba a fallarle.

A mediodía, el calor del sol había desecado el sudor de su cuerpo. Sentía la lengua hinchada y pastosa, como un pedazo de cuero hervido. Con un suspiro, subió los remos y dejó que sus músculos agarrotados descansaran un momento. Protegiéndose los ojos del reflejo solar, escudriñó el horizonte.

Muchos años antes, Morgan había ido una vez con varios amigos a explorar la isla del mago. Aunque ninguno de los intrépidos exploradores llegó a poner los pies en ella, Morgan fue quien más se acercó con su barco a la costa pedregosa de aquel lugar prohibido.

Incluso ahora, bajo el sol ardiente, el recuerdo le provocaba escalofríos. El torreón de Dhavrim se erguía siniestro y aterrador sobre el coral de la isla como el colmillo de una ballena gigantesca. Mientras costeaba la isla en su barquito, Morgan no había dejado de preguntarse si el mago castigaría su atrevimiento con un conjuro mortal.

La llegada de una nueva ola despertó a Morgan de sus recuerdos. Todavía le quedaba mucho por remar para llegar a la isla, y tenía la impresión de que el tiempo corría en su contra.

A media tarde, cuando el sol inició su perezoso descenso, las aguas se calmaron. Morgan se secó el sudor de la frente y contempló el panorama. El mar dormía plácido y sereno; la superficie apenas mancillada por las ondas llevaba a pensar en la faceta de una gema azul y verdosa a la luz del sol. A lo lejos se distinguía un punto oscuro, una sombra en el horizonte que sólo podía ser el torreón de Dhavrim. Antes de que pudiera celebrar su buena suerte, vio algo que le hizo soltar una imprecación. Muy lejos, oscuro y ominoso, un compacto muro de niebla se acercaba en su dirección.

Aterrorizado, Morgan redobló sus esfuerzos, ansioso por llegar a su destino antes de que la niebla lo envolviera. Los marineros de su pueblo llamaban a aquel fenómeno tan poco corriente el Aliento de Umberiee. Esa niebla, más de una vez, había llevado a los barcos desprevenidos a un sepulcro bajo las aguas. Los mismos fuegos de señalización encendidos sobre los acantilados de Alamber muchas veces se habían revelado ineficaces para salvar a los navíos rodeados por la niebla.

Con un gruñido de determinación, Morgan puso manos a la obra de inmediato. Sus músculos acerados y llevados al límite con anterioridad se revelaban y protestaban, pero el muchacho siguió bogando sin descanso. El tiempo pareció ralentizarse en aquel momento; por un instante, el muchacho se creyó paralizado para siempre en el dibujo de un artista. Aunque seguía remando y remando —de eso estaba seguro— la isla no parecía acercarse. Por un momento creyó que todo era un sueño, hasta que el primer jirón de niebla rozó su embarcación, hasta que la bruma se intensificó más y más, cerrándose a su alrededor como una gruesa manta. Desesperado, Morgan trató de dar con la isla, pero el mar grisáceo que lo rodeaba impedía toda visibilidad. El mismo sol, que hacía poco le laceraba la espalda con sus fieros rayos, ahora estaba suspendido, enmudecido y desvaído, como una joya oculta en el cielo borroso.

Frustrado y enrabiado a más no poder, Morgan gritó a la envoltura de niebla.

—¡Maldita sea! ¡No voy a fallar! ¡No puedo fallar!

Fuera de sí, aporreó la borda del bote y siguió lanzando invectivas a la niebla, a los dioses, al mago y a su torreón tres veces malditos. Y a sí mismo, sobre todo, por haberse prestado a aquella demencial misión.

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