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Relatos de Faerûn (44 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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—¡A por el elfo drow! —gritó uno de los bergantes. Una lluvia de saetas al punto empezó a precipitarse sobre Jarlaxle, que ni se inmutó.

Los dardos atravesaron su cuerpo limpiamente. Su cuerpo, o mejor dicho, el de la imagen ilusoria recién salida del agujero.

—¿Habéis terminado? —inquirió el drow finalmente, cuando ya no cayeron más dardos—. Parece que sí. Estupendo.

Con un empujón, Entreri apartó de su lado a su cautivo. Con un movimiento ágil, a continuación se envainó la daga encantada.

—Lo que queremos es unirnos a vuestra partida —indicó el asesino—. Por eso mismo, no nos interesa causaros baja alguna.

Entreri fijó la mirada en el agujero, del que un segundo antes Jarlaxle acababa de salir flotando para situarse junto al ilusorio. Al mirar a uno y otro lado, comprobó que los nerviosos bandoleros no se atrevían a disparar sus armas.

—¿Han espabilado por fin? —preguntó una voz desde el interior del agujero.

—Por lo menos, ahora parecen dispuestos a parlamentar —contestó Entreri.

Una tercera ilusión de Jarlaxle emergió flotando del portal.

Después de que pasaran unos momentos más y ninguno de los bandidos hiciera uso de su ballesta, una cuarta imagen del elfo oscuro surgió del agujero y empezó a inspeccionar a los tres replicantes. Aparentemente satisfecho, el verdadero Jarlaxle se acercó a un lado del agujero, pisó el suelo firme y echó mano al artefacto extrasensorial. Las tres imágenes empezaron a evaporarse.

—Muy bien —dijo el elfo, acercándose a Entreri y al aterrado salteador—. Conducidnos a vuestro campamento.

—Yo... yo llevaré vuestras armas —tartajeó el otro, tratando de fingir que aún tenía la situación bajo control.

—¿Clavadas en el pecho o en la garganta? —preguntó Entreri.

El bandolero tragó saliva y se olvidó del asunto.

Sentado en un saliente rocoso, Entreri estaba a más de cinco metros de altura del suelo de la caverna que la partida de salteadores utilizaba como guarida. La gruta era espaciosa y estaba bien ventilada, y los bandidos habían hecho lo posible por acondicionarla para que fuera acogedora. En los distintos salientes de la gruta había varias camas, así como una cocina con un pozo para el fuego y varios armarios. A pesar de que, tras la inclusión de Jarlaxle y Entreri, la banda ahora contaba con catorce miembros, allí había espacio para todos.

El único en disfrutar de una cámara para él solo era Pagg, el jefe de la partida, un rufián encallecido pero más bien simplón, cuyo cuerpo estaba surcado de cicatrices.

Por mucho que la cueva fuese confortable. Entreri no tardó en preguntarse por qué habían escogido aquel lugar tan alejado de las rutas comerciales. Por lo demás, las poblaciones de los alrededores eran simples aldeas de campesinos o pescadores carentes de recursos. Aunque se dedicaran a asaltar todas las aldeas situadas en un radio de treinta kilómetros, los bandidos seguirían siendo tan pobres como ratas.

Entreri contempló con aire divertido la partida de dados que estaba teniendo lugar. Como era de esperar, Jarlaxle no hacía más que ganar una mano tras otra. Así lo indicaban el rezongar y las quejas de los bandoleros.

Entreri meneó la cabeza y se preguntó si el drow los desplumaría hasta el punto de provocar una pelea. Entreri esperaba que así fuese. Llevaban más de dos semanas con aquella partida de bergantes, y Entreri estaba empezando a aburrirse mortalmente.

Un par de veces se había acercado al camino con Jarlaxle y los demás, y otra vez habían asaltado la carreta de un panadero, al que despojaron de todos sus bienes. Cuando los rufianes amagaron con matar al aterrado panadero, Jarlaxle les detuvo, explicándoles que un asesinato no haría sino atraer la atención de las autoridades.

Entreri sonrió al recordar cómo el pobre panadero se llevó una sorpresa adicional cuando Jarlaxle le hizo prometer que nada diría a las autoridades. La cosa no acababa ahí. Después de probar uno de los productos que el hombre elaboraba en su horno —una galleta azucarada—, Jarlaxle fue más allá y lo persuadió, más por las malas que por las buenas, de que abandonara su actual ocupación y se uniera a la partida de salteadores.

Y ahí estaba el hombre, trabajando junto al fuego, ocupado en preparar alguna delicia que fuera del gusto de aquel ser que —estaba claro— le había metido el miedo en el cuerpo.

Un grito de triunfo a sus pies hizo que otra vez fijara la mirada en la partida de dados. Según parecía, Jarlaxle acababa de perder una suma apreciable, para delicia de sus tres rivales en el juego y los cuatro mirones que curioseaban a un lado. Tras perder un nuevo envite algo más tarde, Jarlaxle levantó las manos en gesto de impotencia, abandonó la partida y subió por una escalera al lugar donde se encontraba su amigo, a cuyo lado se sentó.

—Si hicieran bien las cuentas, comprenderían que Jarlaxle en verdad los ha desplumado y luego se ha dejado ganar para darles esa pequeña satisfacción... —musitó Entreri.

—No sólo para darles una satisfacción —matizó el drow—. También porque, después de lo sucedido, confiarán más en su suerte la próxima vez que juegue con ellos.

—Estos bandidos resultan penosos —comentó Entreri—. Casi tan penosos como la comarca en que nos encontramos.

—Todavía no la conocemos a fondo.

—¿Qué quieres decir?

—Mis compañeros de partida me han estado proporcionando abundante información sobre la región —dijo Jarlaxle—. Ah... Por ahí va el gordo Piter McRuggle —apuntó, señalando al ocupado panadero—. Justo el cocinero que nos hacía falta.

—Ya sólo nos faltan unas cuantas mujeres para vivir a lo grande —repuso el asesino con sarcasmo.

—Bueno, está Jehn y, por supuesto, Patermeg—recordó Jarlaxle, refiriéndose a las dos asociadas de los bandidos: una humana que había conocido tiempos mejores y una mestiza de orco cuyo ascendencia humana llevaba las de perder—. Un par de beldades, convendrás conmigo.

—Yo más bien diría que son una invitación viviente al celibato.

Jarlaxle se echó a reír, sin que Entreri lo secundara en la risa. Ambos se volvieron cuando una figura apareció de pronto a su lado. Era Pagg, el cabecilla de los bandoleros.

—¡Vosotros dos! A finales de esta semana saldréis a dar un golpe. Iréis al sur, pues tengo entendido que una nueva caravana pasará en esa dirección. Por fin tendréis ocasión de demostrar lo que valéis.

El jefe de los bandidos a continuación pasó de largo junto a ellos, sin que ni el elfo ni el asesino se molestaran en dirigirle una mirada.

—Sigue soñando con asaltar una caravana de ricos mercaderes —observó el drow—. Yo creo que lo lleva soñando desde que lo hizo una vez y se convirtiera en el jefe de esta pandilla.

Entreri asintió, con la mirada fija en las espaldas de Pagg. Aquel individuo se había convertido en líder de los rufianes después de un golpe afortunado, el único que había dado en la vida. Tras interceptar por sugerencia suya una caravana que se dirigía de Sundabar a Luna Plateada, los bandoleros se encontraron con que uno de los carromatos transportaba un verdadero tesoro.

Aquello había sucedido mucho tiempo atrás, y desde entonces la partida había estado siendo acosada sin descanso por las eficientes autoridades de Sundabar. Con el tiempo, después de que muchos bandidos desertaran y unos cuantos murieran, Pagg se convirtió en el capitán de la partida, con nulo éxito hasta la fecha.

Entreri, que de algunas cosas sabía un rato, sospechaba que no pasaría mucho tiempo antes de que Pagg se creara algún enemigo demasiado poderoso y dispuesto a exterminar a los bandoleros.

—Cuando salgamos mañana, igual podríamos largarnos para siempre —sugirió.

Jarlaxle se lo quedó mirando con curiosidad, como si Entreri careciese de imaginación.

—Lo siento, pero no puedo abandonar a su suerte al panadero Piter en compañía de estos brutos sin educación. —Ambos fijaron las miradas en el pobre hombre, que seguía laborando incesantemente junto al fuego—. Además, prometí conseguirle equipamiento como es debido. Hasta un horno de verdad.

—No me digas que te sientes responsable de lo que le pueda pasar. De no ser por ti, estos facinerosos lo habrían liquidado en el camino.

—Lo que hubiera sido una gran pérdida —respondió Jarlaxle—. Y es que ese hombre es un artista en su oficio.

Artemis Entreri soltó una risa sarcástica y desvió la mirada.

Al día siguiente, Jarlaxle volvió a jugar a los dados con los otros. Después de algunas partidas ruidosamente celebradas a gritos por los compañeros de quienes estaban jugando, a Entreri finalmente le picó la curiosidad y se acercó a ver cómo estaba la cosa.

—El Afilao y El Comeniños se están sacando unas monedas —comentó un bandido andrajoso.

Los estúpidos apodos que aquellos ruines ladrones se daban entre sí nunca dejaban de sorprender a Entreri. Sin responder a las palabras de su informante, fijó la mirada en cuanto sucedía con los dados. Se quedó de una pieza al ver un enorme montón de monedas, pilas y pilas de monedas de oro y plata, algunas joyas incluso, mucho más de lo que creía posible encontrar en la cueva de aquellos miserables. Su asombro no hizo sino crecer cuando vio que eran los dos bandoleros los que parecían estar a punto de llevarse el montón. ¡Según parecía, Jarlaxle estaba llevando las de perder!

La posibilidad de que Jarlaxle pudiera perder con aquellas nulidades le resultaba incomprensible, lo que finalmente lo llevó a sospechar. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Jarlaxle, el elfo le sonrió y se encogió de hombros, como si nada pudiera hacer. Con un gesto casi imperceptible de la barbilla, entonces señaló a la estrecha boca de la caverna.

La única vía de escape.

Entreri se apartó del corrillo, trepó por la pared y se situó en un saliente no muy alto. Antes de que pudiera volver a concentrarse en el desarrollo de la partida, su atención se vio atraída por un alboroto junto a la puerta.

Varias formas oscuras aparecieron por allí. Entreri reconoció a un par de los rufianes, dos sujetos de apodo estúpido a más no poder que aquella mañana habían salido de reconocimiento. Los dos bergantes llegaban con sendas nuevas adiciones: dos jóvenes vestidas de modo normal y a todas luces aterrorizadas.

Hijas de pescadores, se dijo Entreri.

Los dos matones las empujaron al frente. De pronto, la partida de dados dejó de tener interés para los bandidos. Había llegado una diversión mucho más entretenida. Hasta Jhen y Patermeg salieron a inspeccionar las piezas cobradas. La fea Patermeg manoseó a ambas muchachas con una lascivia que hizo reír a sus compañeros.

—Lo que faltaba —murmuró Entreri cuando Jarlaxle llegó a su lado—. Con un poco de suerte, nuestros necios compinches habrán dado con un tesoro fabuloso en la carreta en la que iban esas dos muchachas. Igual podríamos pedir rescate por ellas a sus familiares. ¿Qué te parece una cabra o un cochino bien cebado?

—Una ganancia nunca viene mal —apuntó Jarlaxle.

Entreri lo miró con incredulidad.

—¿Es verdad lo que he visto? No me dirás que ese par de mentecatos han ganado semejante montón de monedas...

—Si no hay dónde gastarlas, las monedas acaban siendo unas meras piezas de metal brillante —replicó el drow.

Entreri lo dejó por imposible. Lo último que le apetecía era intentar descifrar aquel razonamiento.

—Menuda vida regalada estamos llevando aquí —murmuró con sarcasmo—. Vivimos bajo tierra y nuestra única ganancia es el rancho de la cena. Claro está que siempre nos queda el falso placer de disfrutar de la miseria ajena.

—¿Un falso placer? —repitió Jarlaxle.

Ambos se miraron. Al fijar los ojos en su amigo, Entreri creyó encontrarse ante un espejo que reflejara un retrato zumbón y avisado de su propia persona. Disgustado por la enésima broma de Jarlaxle, el asesino hizo ademán de levantarse y marcharse.

—Amigo mío —repuso el elfo—. Esta cueva sólo tiene un acceso, fácilmente defendible, eso sí. ¿Qué te parece que va a ser de mis joyas y mis monedas?

Entreri iba ya a responder cuando de pronto comprendió el propósito oculto tras las palabras de Jarlaxle. En el rostro habitualmente amargo del asesino se pintó una levísima sonrisa, sonrisa que a Jarlaxle no le pasó desapercibida.

—Son una docena —recordó el asesino a su compañero de piel de ébano—. Curtidos y experimentados.

—¿Es que ya no tienes ganas de un poco de diversión?

Entreri hizo una mueca y contestó.

—Claro que tengo ganas. Lo que pasa es que, desde que estoy contigo, todavía no he tenido oportunidad de enfrentarme a un rival digno de ese nombre.

Jarlaxle miró hacia arriba, hacia las cornisas superiores de la pared de roca. Entendiéndose en silencio, Entreri echó mano a una escala de cuerda, por la que subieron hasta el saliente situado arriba del todo. Una vez allí, el asesino se hizo con una de las largas cuerdas que se extendían hasta el suelo de la cueva.

Jarlaxle asomó un momento la cabeza. Muertas de miedo, las dos muchachas estaban siendo sometidas a las pullas y los empujones de los facinerosos, quienes se disputaban a gritos el privilegio de ser los primeros en disfrutar de ellas. En un momento dado, Patermeg, por cuestión de celos o por su mala uva habitual, de repente soltó un puñetazo en el rostro de una de las chicas, que cayó derribada al suelo.

—¡Nos las vas a estropear! —se quejó uno de los hombres.

Sin hacer caso, Patermeg se acercó a la muchacha tendida en el suelo y le propinó una patada en el costado. O más bien hizo amago de intentarlo, pues en aquel momento un aullido en lo alto provocó que todos alzaran la mirada y vieran cómo Pagg se balanceaba un instante en el saliente superior de la gruta. En su rostro había una expresión que nadie consiguió descifrar al momento.

Hasta que se precipitó al vacío, muerto bastante antes de estrellarse contra el suelo.

Sorprendidos, los bandoleros no repararon en que una segunda figura se lanzaba desde la alta cornisa. Agarrado a la cuerda, Entreri se precipitó sobre los bergantes, trazando un arco perfecto en el aire.

El asesino golpeó con las rodillas en la cadera del primer bandido que se cruzó en su camino. El rufián cayó al suelo, retorciéndose de dolor. Tras soltarse de la cuerda y echar mano a su daga y espada, Entreri arremetió contra el grupo de bandidos, repartiendo estocadas y cuchilladas por doquier.

Garra de Charon
, su espada mágica, empezó a rezumar líneas de ceniza que, al cruzarse en el aire, no hacían sino aumentar la confusión. Entreri giró a un lado, clavó su daga en el vientre de un facineroso y descargó una tremenda estocada en un segundo rufián, cuya cabeza a punto estuvo de rebanar.

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