Réquiem por Brown (22 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: Réquiem por Brown
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Fue la jornada de trabajo más dura de mi vida. Formamos una cola en el muelle y entonces nos fueron pasando unos enormes rollos de pescado envuelto en hule que sacaban de los barcos. Los íbamos pasando hacia atrás hasta los camiones encargados de llevarlos a la factoría. Al poco rato estaba pringando de sudor y grasa. Cada vez que descargábamos un barco, teníamos un descanso de dos o tres minutos hasta que llegaba el siguiente. No nos quedaba mucho tiempo para charlar. A las once nos dieron tres cuartos de hora para comer. Apareció un vendedor ambulante a repartir chorizo, tacos y burritos a los hambrientos esclavos.

Durante el descanso les insinué el tema de Reyes Sandoval a tres gringos y tres chicanos. No tenían ni idea de quién era ni les importaba un pito. Cuando volvimos al trabajo, juré no volver a tocar un sándwich de atún en mi vida.

Por fin acabó la jornada laboral. Yo estaba más que cansado, era el primer inquilino del reino del agotamiento. Al zarpar el último barco, apareció un hombre para repartirnos los sobres con la paga.

Cuando nos encaminábamos hacia la salida, la vi. Estaba seguro de conocerla. Era una mujer pelirroja de aspecto severo, salvajemente voluptuosa y de unos veintitantos años de edad. Una gringa.

La seguí. Caminaba al frente de un grupo de mujeres con batas azules que debían ser trabajadoras de la fábrica, pero ella no tenía pinta de ser peón. Ella iba delante, orgullosa, reservada y bien vestida. Me pregunté cómo sería desnuda. Entonces me acordé. ¡Era la chica que aparecía en las fotos porno de Fat Dog! Se había convertido en una mujer madura con el porte y el carisma sexual de los muy mundanos. Recordé que era la única mujer en las fotografías que no se lo hacía con animales. No podía renunciar a esa oportunidad.

Manteniendo una distancia prudencial, la seguí hasta la salida y luego por el ancho bulevar que conducía a Ensenada. Una manzana más abajo, se metió en un viejo Mercedes. Subí aprisa al coche, hice un viraje en redondo y me coloqué en el primer espacio libre que encontré detrás de su coche. Entonces esperé. Ella seguía sentada en el coche sin saber qué dirección tomar. Finalmente arrancó y viró hacia la izquierda en medio del distrito comercial. Yo iba pisándole los talones. Volvió a torcer hacia la izquierda en Ciudad de Juárez y luego se dirigió hacia el norte hasta salir de la ciudad. Pronto nos encontramos cruzando los campos que hay delante del acantilado donde residía la familia Sandoval.

Dejé pasar un coche entre los dos y seguí al viejo Mercedes hacía el acantilado, subiendo por las tortuosas calles. La casualidad no me sorprendió en absoluto. Walter solía decir que todas las cosas del mundo estaban conectadas. Entonces no le creía, pero ahora sí. Resultaba de lo más macabro, casi tanto como probar la existencia de Dios.

Cuando tomó la última curva antes de la casa de los Sandoval, yo me quedé atrás. Esperé cinco minutos, luego aparqué el coche y me encaminé hasta la casa. El Mercedes de la pelirroja estaba aparcado delante de la casa. Tenía que volver por la misma dirección, ya que la calle Felicia Terraco acababa un cuarto de milla más adelante. Estaba nervioso. Me quité la camisa con olor a pescado y eché el asiento hacia atrás para poner los pies sobre el salpicadero.

La pelirroja apareció por la curva un minuto más tarde y por un momento pude ver su rostro marcado por la angustia. Conté hasta diez y comencé la persecución. Llegamos a Ensenada en la mitad del tiempo que empleamos en llegar hasta allí. La pelirroja conducía rápido y levantaba una gran nube de polvo que me mantenía oculto mientras cruzábamos el campo árido de las afueras de Ensenada. Empecé a preocuparme por ella; estaba violenta y desequilibrada y corría peligro de destrozar el coche.

Al entrar en las concurridas calles de Ensenada, se calmó un tanto y redujo la velocidad hasta llegar a una tranquila zona residencial de la zona este de la ciudad. Yo no conocía esta parte de Ensenada, con sus calles arboladas y apartamentos de lujo que recordaban a los mejores barrios de Los Ángeles. Ella dejó el coche delante del edificio de apartamentos estilo castillo francés y yo aparqué detrás. Tenía que andarme con cuidado porque no tenía ninguna excusa para hablar con ella. Tendría que ser directo, lo cual me asustaba, ya que me hallaba en un país extranjero.

Ella aún no se había percatado de mi presencia, de eso podía estar seguro. Estaba ensimismada en un mundo de miedo y obsesión, mirando hacia el edificio como planteándose el riesgo que podría suponer entrar. Por fin se decidió, cerró de golpe la puerta del coche y entró corriendo en el vestíbulo. Me metí la pistola en el bolsillo y salí andando detrás de ella. Entré en el vestíbulo justo a tiempo para verla subir por las escaleras de la derecha. La seguí, subiendo los escalones de tres en tres. Gracias a la suela de goma de mis zapatos, conseguí acercarme sin hacer ruido hasta que la alcancé en el cuarto piso, mientras abría la puerta de un apartamento.

Esperé a que entrase, entonces abrí la puerta de golpe y la cogí justo cuando estaba a punto de gritar, tapándole la boca con la mano y arrastrándola hasta un sofá en medio de la habitación. Ella trataba de desasirse de mí, con la increíble fuerza que produce el miedo. Cuando conseguí sentarla, tapándole aún la boca con la mano, hablé con toda la suavidad de que era capaz.

—No te quiero hacer daño. Créeme. Sé que estás metida en un lío. Voy a mencionarte algunos nombres, tú sólo tienes que asentir con la cabeza si crees que tengo intención de ayudarte, ¿vale? Después te soltaré y podremos hablar, ¿de acuerdo?

Ella asintió y parecía menos asustada.

—Fat Dog Baker, Richard Ralston, Omar González, Reyes Sandoval, Henry Cruz.

Ante la mención de los dos últimos nombres comenzó a asentir con violencia. La solté y me acomodé en el sofá, manteniendo la respiración.

Ella se echó a llorar, pero yo no hice nada por impedírselo.

—¿Tú quién eres? —consiguió articular entre sollozos.

—Me llamo Brown. Soy investigador privado —dije—. Toda la gente que te he mencionado, está involucrada en un caso que estoy investigando. Yo no quiero hacerte daño.

—¿Cómo están Henry y Reyes?

—No lo sé. ¿Es éste tu apartamento? —Sí.

—Te seguí hasta aquí desde la fábrica de conservas. Me di cuenta de que estabas asustada. ¿Por qué? ¿De qué tienes miedo?

—Henry y Reyes se han ido. Llevan una semana fuera. Yo sé que están en peligro.

—¿Cómo lo sabes?

—Estoy segura. Tenían que hacer un trabajo para un hombre rico. Lo acordaron a través de un tío con el que Henry solía jugar al béisbol. Yo sabía que no debían hacerlo, sabía que era peligroso. Se lo dije a Henry pero él no quiso creerme. Le hacía mucha falta.

—¿Qué le hacía falta?

—Pues eso, el caballo. Este hombre rico iba a darle una provisión para toda la vida, precisamente porque el trabajo era peligroso.

—¿Henry era camello?

—¿Cómo que era? ¿Cómo está Henry? ¡Dímelo!

Vacilé por un momento.

—Que yo sepa, está bien. ¿Está enganchado?

—Sí, mucho.

—Oye, ¿ese tío con el que Henry jugaba al béisbol no se llamará Richard Ralston? —Sí.

—¿A qué se dedica?

—No lo sé.

—Vale. A todo esto, ¿cómo te llamas?

—Dorcas, digo, Dori. Dorcas es un nombre muy feo. Suena como «dork», por eso utilizo el de Dori.

—Mira, Dori, yo sé que Reyes Sandoval es un ladrón y tú me dices que Henry está enganchado. No me importa. No tengo intención de cargarme a nadie. El caso en el que estoy metido es demasiado complicado para que te lo explique ahora. Necesito encontrar al hombre que contrató a Henry para hacer este trabajo. Entonces igual podré enterarme de cómo está Henry. Los dos sabemos que este hombre quería que Henry matase a alguien, ¿verdad? Es la única posibilidad.

Dori rompió en llanto y convulsiones.

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! Y ahora este Ralston está detrás de mí. Dice que Henry ha desaparecido, que Reyes ha desaparecido y el caballo también. El cree que yo sé dónde está Henry. Le dije que yo sabía dónde estaba la droga, por mí que se la quede, pero que Henry no ha vuelto y Reyes no ha vuelto. ¡Yo sé que están muertos!

—Chstt… A lo mejor no. Ralston no te estaría molestando si supiera que están muertos, ¿verdad?

—Es posible.

—Es más que posible, es muy probable. ¿Me puedes decir quién contrató a Henry y a Reyes para hacer este trabajo?

—No sé cómo se llama. Ralston lo organizó. Es un americano rico, eso sí lo sé. Tiene una casa en la playa. Henry me lo contó y yo recuerdo haber pasado por allí una vez.

—¿Serías capaz de llevarme hasta allí?

—Creo que sí.

—Muy bien. ¿Ralston ha molestado también a la mujer de Sandoval? Yo sé que tú la conoces, porque te seguí hasta allí.

—Sí. Tina está asustada. Ha mandado a sus hijos a casa de los abuelos en Tijuana.

—Yo creo que Tina y tú deberíais desaparecer por una temporada. Vamos a hacer un trato. Tú me enseñas la casa del rico ese y yo os doy dinero a ti y a Tina Sandoval para que os escondáis. Incluso os puedo llevar en coche hasta la frontera.

—¿Cuánto dinero?

—Mil dólares.

—¿En serio?

Dori sonrió por primera vez.

—En serio. Los tengo aquí mismo —dije, tocando la cartera.

—¿Y qué hago con mis cosas?

—Eso déjalo. Lo más seguro es que estés en peligro. Olvídate del trabajo también. Siempre puedes volver a él. Si me llevas a este sitio, te llevo a ti y a la Sandoval. Salimos de México mañana mismo.

—Pero Tina es mexicana. No tiene la tarjeta verde.

—Tú déjame a mí. Haz la maleta y nos abrimos.

Ella entró en la habitación de al lado. Yo, mientras, eché una ojeada al apartamento. Estaba decorado con gusto de nuevo rico hortera, con una colección analfabeta del lujo. Dori salió al momento, maleta en mano. Parecía recuperarse con facilidad. La dureza que creí percibir en ella al verla en la fábrica era real.

—Una cosa antes de que nos vayamos. ¿Dónde está la mercancía que Henry recibió?

Señaló hacia la habitación. Entramos y abrió un armario. Escondidas debajo de unas camisas, había seis bolsas de polvo blanco que, si la heroína era pura, debían valer una fortuna. Rasgué una bolsa y la probé: la sangre se me agolpó en la cabeza y me estremecí de arriba abajo. Era muy pura. Si no hubiera matado a Henry Cruz, no habría tardado en morir de una sobredosis. Miré a Dori.

—¿Es bueno, verdad? —preguntó.

—Muy bueno —dije—. Esta clase de mercancía no merece vivir. Vamos a celebrar su funeral.

—Pero si vale mucho dinero.

—Sí, pero el dinero que sacarías de venderlo tampoco se merecería vivir. ¿Dónde está el wáter?

Estaba junto a la cocina. Llevé las bolsas allí y las vacié una por una en el wáter. Este rito me hizo sentirme puro y justo. Tirar de la cadena, fue casi como un acto de penitencia por todos mis pecados anteriores.

—Vámonos de aquí —dije.

Durante el viaje estuvimos hablando, o más bien Dori estuvo hablando. Aunque muy nerviosa, estaba contenta con la perspectiva de los 1.000 dólares. Había tenido una relación larga y dura con Henry Cruz. Ella era una chica de Los Ángeles y Cruz la había desvirgado cuando tenía quince años. Desde entonces habían estado juntos. Él le había enseñado todo sobre el sexo (que le encantaba), la había introducido en los bajos fondos de Los Ángeles, cuyas intrigas ella encontraba absolutamente fascinantes y en la droga, que no le gustaba nada, y que sólo tomaba de vez en cuando, para aplacar a Henry.

Habían tenido sus malos y buenos momentos. Henry estuvo en la cárcel y ella tuvo que robar para poder suministrarle caballo mientras duró la condena. Él la había hecho posar para un libro de pornografía de lujo para coleccionistas que él quería regalar a sus amigos. La había hecho acostarse con el dueño de la fábrica de conservas, donde ella trabajaba de chica para todo; una combinación de secretaria y carne para fiestas. El cacique de la fábrica le pagaba el apartamento y 1.000 dólares al mes a cambio de frecuentes visitas nocturnas.

Henry era un cabrón, de lo cual ella era consciente, pero le amaba. Para más inri, me estaba poniendo cachondo. Mi mente se evadía del tema de la investigación para idear diferentes estrategias de cómo llevármela a la cama. Su atractivo sexual era absolutamente avasallador. Traté de mantenerlo a raya con un nuevo tema de conversación.

—Háblame de Richard Ralston.

—¿Qué quieres saber de él?

—Todo. Piénsatelo un poco.

Mientras Dori pensaba, yo me concentré en conducir. El paisaje resultaba algo monótono de noche; colinas oscuras a la izquierda y el Pacífico oscuro a la derecha. Me preocupaba la fiabilidad de Dori. ¿Sería capaz de localizar el sitio?

Ella me leyó el pensamiento.

—No te preocupes. Yo no te voy a engatusar —dijo ella—. Henry me enseñó el sitio. Le tenía acojonado.

—Veo que sabes leer el pensamiento, Dori. Háblame de Ralston.

—Ralston es una especie de manipulador a pequeña escala. Es un chulo también. Lo llaman Hot Rod (polla caliente), porque la tiene como un caballo. Yo lo sé porque una vez Henry me mandó que me lo follara. Henry y él solían jugar juntos al béisbol en los cincuenta. Él está metido en muchos follones; juego, apuestas y todo eso. Trabaja en un campo de golf, pero eso no es más que una tapadera, porque además tiene un hotel y un bar de su propiedad. Allí tiene metida a mucha gente que cobran el paro o una pensión y que son todos alcohólicos. Viven en su hotelucho de mala muerte y beben en su bar. Hot Rod se queda con su paga mensual, de donde descuenta las consumiciones del bar y la cuenta del hotel. Luego les vende unos cigarrillos que él consigue por cuatro perras y les da unos cuantos dólares para gastar. En serio. Él mismo me lo contó un día. La mayoría de los viejos del hotel son caddies que ya no tienen fuerzas para llevar bolsas. Hot Rod dice que él los mantiene vivos, si es que a eso se le puede llamar vida. La verdad es que como persona tiene mucho estilo. Es sexy, elegante y todo eso. Pero en realidad es una mierda. Pero da igual, a mí me gustan los mierdas. Henry también lo es y llevamos mucho tiempo juntos. Tú también eres un poco mierda, me parece.

—Gracias.

—No, en serio. Es un cumplido.

—Me alegro.

Seguimos en silencio. Yo estaba entusiasmado. Mi caso estaba creciendo en poder, propiedades y prestigio, iba de los abismos de la desesperación de los caddies hasta las casas junto al mar de los ricos y yo estaba ansioso por desenmascarar todo ese mundo, acabar con él, meter toda la justicia que pudiera en el asunto y volver con Jane y con Walter a sentir un poco de paz. Consulté mi reloj. Llevábamos cincuenta minutos conduciendo. Dori empezó a ponerse nerviosa y a murmurar para sus adentros.

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