Réquiem por Brown (26 page)

Read Réquiem por Brown Online

Authors: James Ellroy

BOOK: Réquiem por Brown
10.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

El portavoz de la oficina del sheriff, sargento A. D. Larkin, manifestó que los tres hombres, todos ellos contratados como caddies, se dedicaban al consumo de alcohol y drogas en un campamento improvisado en el momento de los hechos.

«Encontramos varias botellas de whisky vacías y una caja de anfetaminas —ha manifestado el sargento Larkin—. Sospechamos que los asesinatos están relacionados con un robo de droga. El asesino volvió a por la droga y huyó tras el asesinato. Estamos manteniendo entrevistas con los conocidos de los tres hombres y esperamos una pronta solución del caso.»

Los muertos son Stanley Gaither de cuarenta y un años, residente en Los Ángeles West; Robert Marchion, vagabundo y George Hansen que residía en el parque de
caravanings
de Desert Flower. Los cadáveres fueron encontrados por un grupo de
boy scouts
a su regreso de una excursión.

No es que hubiera suficiente información, pero la dirección de George Hansen me podría venir bien. Arranqué el artículo y me lo guardé en el bolsillo de la camisa.

El Tap & Cap estaba prácticamente vacío. Cuando entré, el camarero y el negro cojo que llevaba el puesto de periódicos estaban leyendo el
Times
en voz alta.

—Pobres capullos —decía el estanquero—. Pobre Burger Hansen. El cabrón tenía siempre un hambre… Me acuerdo cuando…

Le interrumpí con una mirada seria y un gesto abrupto.

—Perdone que le interrumpa, caballero —dije—. Trabajo para la Compañía de Seguros Amalgameted y estoy buscando al señor Augie Dougall por un tema urgente. Tengo entendido que suele frecuentar este local.

El viejo estanquero comenzó a decir algo, pero el barman le interrumpió.

—No es eso. Augie Dougall vive aquí. Le damos una habitación a cambio de limpiar el local.

—Perfecto. ¿Se encuentra aquí?

—No, se fue esta mañana temprano. Dijo que iba a coger el autobús de Palm Springs. Se quedó muy trastornado al enterarse de lo de los tres caddies. Él los conocía. Dice que piensa solucionar el caso.

—Ya veo. Qué horror. Tengo un cheque suculento que entregar al señor Dougall de un tío suyo que acaba de morir. Muy suculento. ¿Sabe usted en qué lugar de Palm Springs se aloja el señor Dougall?

—No lo sé, pero él tiene un primo allí en Cat City. Por cierto que Augie recibió una carta suya que se le olvidó recoger esta mañana. Tenía tanta prisa…

El barman revolvió entre los papeles que guardaba debajo de la barra y sacó un sobre.

Le quité el sobre de las manos y salí corriendo del bar, añadiendo el «robo de la propiedad del Gobierno» a mi holgada lista de crímenes. Al rato vi aparecer al estanquero, cojeando tras de mí. Pero no tenía la más mínima probabilidad de alcanzarme. Al llegar al coche me puse a leer la carta.

Querido Augie:

Espero que estés bien. Yo estoy bien, pero hace un calor de la hostia en Cat City. Se me ha jodido el aire acondicionado y estoy que me aso. ¿Hace calor en Los Ángeles? Seguro que sí. No hay tregua para los malvados. ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué tal el trabajo? ¿Juega la gente al golf con el calor? A mí no me pillan en un campo de golf sin unas latas de cerveza fría y un abanico. ¡Ja! ¡Ja! Escucha. Ayer pasó una cosa muy graciosa. Vino un tío por casa y me dijo que estaba buscando unas cosas que ese gordo loco amigo tuyo se había dejado aquí. ¿Sabes? Fat Dog, el tío ese que no quería dormir en la habitación de los invitados, que se quedaba a dormir en el jardín. El tío me ofreció cincuenta papeles por dejarle que lo buscase. Decía que Fat Dog le había robado unas cosas que para él tenían valor sentimental. Yo le dije: «¡Qué va! Fat Dog no se dejó nada aquí.» Era un rollo muy sospechoso. Me dijo que antes trabajaba con Fat Dog y contigo, pero no quiso decirme su nombre. Más tarde salí de casa y a la vuelta me encuentro con que me la habían registrado. ¡Pero no ocurrirá otra vez! Jerry Plunket se va a ir una temporada y me va a dejar al cabrón de su ¡doberman! Como venga alguien a enredarme la casa, Rudolf le va a comer el ¡culo! ¡Ja! ¡Ja! ¿Pero con qué locos te metes, hombre? Y además, ¿qué coño buscaba ése? ¿Pelotas de golf de oro macizo? ¡Ja! ¡Ja! La próxima vez que te pases por aquí, te voy a presentar a una camarera que le gustan los tíos altos. Ella mide también lo suyo. ¡Ja! ¡Ja! Tu primo y amigo,

Charlie

Amigo Charlie, si supieras con qué gente se movía tu primo, no harías tantos ja jas. Los dobermans con mala hostia no son suficientes contra las escopetas, los pirómanos y los policías retorcidos.

Metí la carta en la guantera. Augie Dougall iba hacia Cathedral City, para salir de la sartén y meterse en el fuego. Si iba en autobús, saldría del Greyhound de Santa Mónica en la esquina de la Quinta y Broadway. Fui hasta allí lo más rápido que pude.

La mujer de la ventanilla me dijo que un hombre muy alto de aspecto estrafalario había comprado un billete para el autobús de las siete y cuarto a Palm Springs. Con eso tenía suficiente. Cogí la autopista de Santa Mónica en dirección a Harbor y Pomona. Al poco rato me encontré cruzando las deprimentes barriadas de Los Ángeles, con el coche cerrado, el aire acondicionado al máximo y Wagner a todo volumen. Estaba preocupado por lo que pudiera pasar, pero tenía la seguridad de que lo que me esperaba en el desierto desde luego no sería nada aburrido.

Me detuve en Riverside para poner gasolina y puse la radio del coche. Tuve la suerte de sintonizar una emisora local de Palm Springs justo en el momento en que estaban dando noticias. Estaba claro que la noticia había dejado anonadada a la pequeña localidad desértica. El locutor se expresaba con gran dramatismo. No había pruebas, el móvil del crimen estaba aún «en el aire», no se conocía a ningún familiar de Gaither y Marchion, mientras que la mujer de George Hansen ya había sido informada de la muerte de su marido. De pronto apareció otro locutor con un reportaje especial sobre el mundo de los caddies. Subí el volumen.

El locutor comenzó su reportaje en un tono de voz que rezumaba sentimentalismo:

«En mis tiempos conocí a muchos caddies. Sí, a muchos. Son una gente extraña y aventurera. Son una clase de gente que pone la libertad y el amor al golf por encima de todo. Muchos de ellos han renunciado a la vida en familia y a un trabajo de nueve a cinco para poder estar siempre donde la acción del golf se desarrolla. Los caddies aman el golf y se conocen los campos donde trabajan como la palma de su mano. ¡Y qué anécdotas no conocerán ellos!

»Cuando trabajaba para la KMPC en Los Ángeles, solía jugar al golf con Dick Whittinghill en el pintoresco club de campo de Lakeside, en la zona norte de Hollywood. Recuerdo a un caddie que teníamos, un desaliñado personaje llamado Leo. Leo era toda una autoridad en el conocimiento del juego y solía comparar ciertos aspectos del
swing
de Dick con el del gran Jimmy Demarit. Dick solía invitar a Leo a beber de una botella de vodka que llevaba siempre en la bolsa. Leo tenía la costumbre de adelantarse a los jugadores para identificar las bolas. Dick solía gritarle: "¿Cómo lo ves, Leo?" Y Leo dejaba las bolsas y hacía una pequeña pirueta ahí en medio del campo. ¡Era tan divertido! Un día a Dick se le fue una pelota justo detrás de un árbol. Era una jugada crucial porque Dick y yo habíamos hecho una apuesta y necesitaba ganar este hoyo. Esta vez Leo no hacía piruetas. "¿Tengo buen golpe para el
green,
Leo?" Leo contestó: "¡Tiene muchos golpes para el
green,
señor Whittinghill!"

»Pero lamentablemente, los caddies están siendo sustituidos por los carritos. Qué pena. El caddie constituye una ayuda crucial para un jugador. Los profesionales no serían nada sin un buen caddie. Yo he conocido a muchos caddies, sí señor. Unos hablaban demasiado, otros bebían demasiado, y otros eran demasiado testarudos. Pero yo jamás he conocido a un caddie ingenuo o que no amase el juego del golf y el club para el que trabajase.

»Y ahora esta tragedia. Justo aquí en Palm Springs, la capital mundial del golf. Las autoridades nos dicen que se trata de un asunto de drogas. Yo digo que mentira. Yo he conocido a muchos caddies que bebían demasiado, pero jamás he conocido a un caddie que se drogase. Nunca he conocido a un caddie que se dedicara a deshonrar conscientemente el juego del golf.

»Robert Marchion, George Hansen, Stanley Gaither, el corazón de todos los golfistas de América os lloran y piden justicia para los asesinos. Os damos las gracias de todo nuestro corazón colectivo por vuestro servicio. Que Dios os acoja en su seno. Se despide Don Castleberry deseándoles una feliz jornada.»

No podía ni pensar de la rabia que sentía. Estaba poseído por un odio enorme e ilimitado hacia Estados Unidos. América, con su orgullo y optimismo, que prefería el sentimentalismo a la verdad. América, que era capaz de convertir la vida y la muerte de tres hombres en un anuncio barato para niños.

Poco a poco me fui recuperando. Me encontraba en el desierto y acababa de dejar atrás la polución. Placía un calor sofocante, pero el árido paisaje era precioso. Me encerré en mi capullo con aire acondicionado y en la idea del juicio contra Haywood Cathcart, Richard Ralston y Fat Dog Baker. Yo representaba a la verdadera justicia, no a Estados Unidos.

Palm Springs surgió en la distancia como un esplendoroso oasis verde. La ciudad obrera de Cathedral City, si mi memoria no me engañaba, estaba situada al sureste de Springs al pie de las montañas del desierto. Saqué la carta de Augie Dougall de la guantera y leí el remite: Charles Dougall, 18319 Eucalyptus Road, Cathedral City.

Crucé Palm Springs por la suntuosa calle principal, Palm Canyon Drive. Las carísimas boutiques y tiendas de regalos que había a lo largo de las inmaculadas aceras estaban cerradas por vacaciones. Sólo algunos restaurantes, cafeterías y gasolineras permanecían abiertos. La poca gente que había por la calle parecía nerviosa por llegar a algún santuario de aire acondicionado. Seguí por la misma calle hasta que, a la salida de la ciudad, se transformó en una autopista en medio del desierto.

Cathedral City estaba tal y como yo la esperaba. Las polvorientas calles abarrotadas de viejas casas de madera y estuco que se apiñaban sobre la falda de una montaña tan insignificante que no tenía nombre. Llegué a Eucalyptus Road casi sin darme cuenta y tuve que hacer un viraje en el último momento para entrar por ella. Puse la primera y me dispuse a subir lentamente fijándome en los números de la calle.

El número 18319 estaba a medio camino entre la autopista y la falda de la montaña. Era una casa blanca, chapada en aluminio; la casa de los sueños de un soñador modesto. A ambos lados del estrecho camino de acceso, había pequeñas estatuas de animales, originalmente de color rosa, aunque el sol las había ido blanqueando con el tiempo. Aparqué y salí del coche, despojándome a toda prisa de la americana en el momento en que me azotó el sol con la fuerza de un alto horno. Llamé al timbre y fui recibido por el furioso ladrido de un perro. El cabrón de Rudolf, sin duda. Volví a llamar. Por lo visto Rudolf estaba solo en casa.

Me acerqué a una gasolinera y le pregunté al encargado si conocía el lugar donde había ocurrido el asesinato, acompañando la pregunta con una macabra sonrisa. Me contestó con la misma sonrisa, pero antes de darme las instrucciones sobre cómo llegar, elaboró una teoría completa sobre la matanza: la mafia era la responsable. Como los caddies no querían darles una parte de los beneficios de las drogas, los eliminaron.

Le di las gracias por la información y me dirigí al lugar del crimen. Tardé cinco minutos en llegar. Era un lugar inocuo, donde el paso elevado de la autopista proporcionaba la sombra suficiente para cobijarse del sol. No parecía mal sitio para emborracharse y echar unas caladas. Sólo que hoy los bancos de arena estaban abarrotados de coches, trabajadores en bermudas, amas de casa con los niños a cuestas y macarras con camisetas sin mangas, cortadas a la altura del ombligo. Me uní a ellos y al instante encontré a mi presa en medio de la multitud ya que sobrepasaba una cabeza a todos los que le rodeaban.

Me acerqué hasta él y le puse la mano en el hombro. Me reconoció al instante.

—Hola, Augie —dije—. ¿Te acuerdas de mí?

Miró a su alrededor como buscando por dónde escapar.

—Sí, te recuerdo del Tap & Cap. Estabas buscando a Fat Dog. ¿Qué es lo que quieres?

—Quiero asegurarme que no te ocurra lo que le ocurrió a Fat Dog.

—¿Qué le pasó a Fat Dog?

—Está muerto —dije, tirando de mi corbata hacia arriba y haciendo una mueca.

Augie hizo un gesto de espanto. Estaba muy asustado.

—Ha muerto mucha gente por culpa de tu viejo amigo
Hot Rod
Ralston. Y tú vas detrás, a no ser que quieras hablar conmigo.

—Hot Rod sólo dijo que le habían hecho daño.

—Sí, bastante daño, el daño definitivo. Tienes que hablar conmigo.

Augie comenzó a moverse nerviosamente. Estaba sudando, pero no precisamente de calor. Me percaté de que quería hablar.

—Esta mañana hablé con el camarero del Tap & Cap. Me dijo que habías venido aquí para ayudar a los maderos a averiguar quién mató a los caddies. El camarero decía que estabas loco y que te comportabas como un niño. Pero a mí no me lo parece. Yo creo que eres un tío legal y que le echas muchos huevos al asunto. Si trabajamos juntos, podremos acabar con todo esto. ¿Qué me dices?

—¡Digo que me parece cojonudo! Digo que Augie Dougall ha aguantado ya bastantes chorradas en su vida. Que les den por el culo a todos, menos a seis para llevar el féretro.

—Muy bien tío. Venga, vámonos de aquí que hace mucho calor. Tengo aire acondicionado en el coche.

Nos encaminamos hacia el coche. Cerré por dentro y puse el aire a toda marcha. Augie estuvo enredando con la palanca del asiento hasta que consiguió echarlo hacia atrás para que le cupieran las piernas. Me sacaba al menos tres pulgadas.

—Mucha gente piensa que no eres más que un pringao, ¿verdad, Augie? Pero yo sé que no es así. Soy un observador experimentado y sé encontrar inteligencia donde la hay. Lo que necesito está relacionado con esto: Fat Dog, Ralston, una malversación de fondos de pensiones y qué relación tiene todo esto con Sol Kupferman. Sé sincero, Augie, porque yo escuché la conversación que tuviste con Ralston ayer. Está detrás de ti porque cree que le has estado mintiendo. Pero no podemos dejar que te pase nada. Yo voy a empezar por poner todas las cartas sobre la mesa. Fat Dog incendió el club Utopía en el 68. Desde ahí.

Other books

A Christmas Conspiracy by Mary Chase Comstock
Dead Americans by Ben Peek, Ben Peek
Before the Storm by Diane Chamberlain
The Reverberator by Henry James
Success to the Brave by Alexander Kent
Edith and the Mysterious Stranger by Linda Weaver Clarke