Contuvo el aliento. Sabía que no debía hacerlo, pero el instinto le decía que se aferrara al aire de sus pulmones, a la vida de su cuerpo. Los pulmones empezaron a pedir a los gritos más aire y, por primera vez, empujó la mano de la sacerdotisa. Ella le devolvió el empujón, muy suavemente, pero las manos que aferraban sus brazos y piernas se hicieron más fuertes y él sintió que lo hundían más profundamente, hasta que los helechos y las piedras del fondo del estanque le arañaron la espalda. El pánico que había percibido cerniéndose sobre él lo alcanzó entonces y le gritó que no habría ningún renacimiento, ningún nuevo comienzo; sólo la muerte. Llegó la hora de gritar, y su alarido estalló en un inmenso remolino de burbujas que atravesaron la oscuridad densa del agua y subieron hasta el día que él jamás volvería a ver. El agua fría y salobre le inundó la boca y la garganta. Sabía a tierra y gusanos, a raíces y vegetación en descomposición. A muerte. Entró con fuerza en los quejosos pulmones. Se agitó y se retorció pero ya había más manos sobre él, presionándolo y sujetándolo a su agonía.
Fue en ese momento cuando sintió el beso de la hoja de la sacerdotisa en su garganta y el remolino de agua que lo rodeaba se hizo todavía más oscuro. Más rojo.
Pero se había equivocado; habría, después de todo, un renacimiento. Sin embargo, antes de que volviera a salir a la luz del día, pasarían más de dieciséis siglos, y su pelo dorado se convertiría en un rojo ardiente.
Sólo entonces renacería. Como Franz
el Rojo
.
Octubre, 1985, veinte años antes del primer asesinato
Estación de ferrocarriles de Nordenham,
145 KILÓMETROS AL OESTE DE HaMBURGO
La estación principal de ferrocarriles de Nordenham estaba situada sobre un dique encima del río Weser. Era una tarde de octubre y una familia estaba esperando un tren. El gran edificio de la estación, el andén y las celosías de hierro refulgían a la luz de un sol de finales de otoño que era brillante pero carecía de todo calor.
Ellos estaban de pie —el padre, la madre y el hijo— en el extremo más alejado del andén. El padre era alto y delgado, de unos treinta y cinco años. Llevaba el pelo, que era más bien largo, tupido y casi demasiado oscuro, cepillado con fuerza hacia atrás, dejando al descubierto una frente ancha y pálida, pero se rebelaba en unos flecos rizados que se acumulaban sobre el cuello de su abrigo. El negro marco de largas patillas, bigote y barbita enfatizaba la palidez de sus facciones y el bermellón de su boca. La madre también era alta, apenas unos pocos centímetros más baja que el hombre, con ojos azules agrisados y un pelo largo y rubio, de color hueso, que pendía lacio debajo de un gorro de lana. Vestía un abrigo que le llegaba a la rodilla y llevaba un amplio y colorido bolso de macramé colgado de su hombro con correas. El muchacho tenía unos diez años, pero era alto para su edad; evidentemente había heredado la altura de sus padres. Tenía, al igual que su padre, una cara pálida y triste bajo una mata de rizos de un color negro discordante.
—Espera aquí con el niño —dijo el padre con firmeza pero con amabilidad. Apartó unas hebras rebeldes de pelo color ceniza que habían caído sobre la frente de la madre—. Cuando llegue Piet me acercaré yo solo. Si hay alguna señal de problemas, llévate al chico y lárgate de la estación.
La mujer asintió con un gesto decidido, pero un temor frío y brillante relampagueó en sus ojos. El hombre le sonrió y le apretó el brazo antes de alejarse de ella y del muchacho. Se ubicó en el medio del andén. Un operario de la Deutsche Bahn salió de la oficina de mantenimiento, se dejó caer a las vías desde el andén y las atravesó en diagonal con una arrogancia complaciente. Una mujer de mediana edad, vestida con el caro mal gusto de la burguesía de Alemania Occidental, salió de la ventanilla de venta de billetes y se ubicó a unos diez metros a la derecha del hombre. El parecía no prestar ninguna atención a toda esta actividad; en realidad, sus ojos seguían pendientes de cada movimiento de cada individuo presente en esa estación de provincias.
Otra figura salió de la oficina de venta de billetes y pasó al andén. Se trataba también de un hombre alto y delgado, pero tenía un pelo largo y rubio recogido en una coleta. Su cara delgada y angulosa estaba marcada con las antiguas cicatrices de una enfermedad de la niñez. Como el primero, intentaba que sus movimientos y su expresión parecieran naturales y desinteresados pero, a diferencia del hombre de pelo oscuro, había intensidad y nerviosismo en sus ojos, y una tensión eléctrica en cada paso que daba.
Ya estaban apenas a un metro de distancia. Una amplia sonrisa disolvió la expresión severa del hombre de pelo oscuro, como el brillo de sol atravesando las nubes.
—¡Piet! —dijo con entusiasmo, pero en voz baja. El rubio no sonrió.
—Te avisé de que esto era desaconsejable —dijo. Su alemán estaba teñido de un sibilante acento holandés—. Te dije que no vinieras. Ha sido una mala idea.
El hombre de pelo oscuro no permitió que su sonrisa se desvaneciera y se encogió de hombros en actitud filosófica.
—Nuestro modo de vivir es desaconsejable, Piet, amigo mío, pero es absolutamente necesario, como lo es esta reunión. Por Dios, Piet… me alegro de volver a verte. ¿Has traído el dinero?
—Ha habido un problema —dijo el holandés.
El hombre de pelo oscuro echó una mirada por el andén hacia la mujer y el niño. Cuando se volvió hacia el holandés, su sonrisa había desaparecido.
—¿Qué clase de problema? Necesitamos ese dinero para viajar. Para encontrar una nueva casa segura e instalarnos en ella.
—Ha terminado, Franz —dijo el holandés—. Ha terminado hace mucho tiempo y deberíamos haberlo aceptado. Los otros… sienten lo mismo.
—¿Los otros? —El hombre de pelo oscuro lanzó una risita—. No espero nada de ellos. No son más que unos gilipollas de clase media que fingen ser activistas, mitad implicados y mitad asustados. Débiles que juegan a ser fuertes. Pero tú, Piet… espero más de ti. —Permitió que una sonrisa volviera a su cara—. Vamos, Piet. No puedes abandonar ahora. Yo… nosotros te necesitamos.
—Se ha acabado, ¿es que no te das cuenta? Es hora de dejar atrás esa vida. Yo, simplemente, no puedo seguir con esto, Franz. He perdido la fe. —El holandés retrocedió unos pasos—. Hemos perdido, Franz. Hemos perdido.
Retrocedió unos pasos más, abriendo el espacio que los separaba. Miró con nerviosismo a derecha e izquierda y el hombre de pelo oscuro lo imitó, pero no pudo ver nada. De todas maneras, sintió una opresión en el pecho. Su mano se cerró en torno a la Makarov PM 9 mm que llevaba en el bolsillo del abrigo. El holandés volvió a hablar. Sus ojos tenían un brillo salvaje.
—Lo siento, Franz… Lo siento mucho… —Se volvió y comenzó a correr.
Todo ocurrió en cuestión de segundos; sin embargo, el tiempo mismo pareció estirarse increíblemente.
El holandés estaba gritándole algo a una persona invisible mientras corría. El operario saltó hacia la madre y el hijo, con una resplandeciente automática negra en sus manos extendidas. El ama de casa burguesa cayó sobre una rodilla con una agilidad asombrosa y extrajo una pistola de su abrigo, que apuntó hacia el hombre alto de pelo oscuro gritándole que pusiera las manos sobre la cabeza. Este giró la cabeza para mirar a la mujer y al niño. La mano de la madre se había hundido profundamente en su bolso, cuya parte delantera se abrió con una explosión y empezó a arder cuando ella tiró del gatillo de la pistola automática Heckler y Koch MP5 que había escondido en su interior. Al mismo tiempo, empujó violentamente al mu chacho hacia un costado y hacia abajo. La andanada de la Heck ler y Koch atravesó con furia la pechera del mono del falso operario de ferrocarriles y le destrozó la cara. La mujer se volvió hacia atrás blandiendo la pistola automática, que todavía estaba dentro de su desgarrado y humeante bolso de macramé, para apuntar a la policía de la GSG9 vestida como un ama de casa. La agente dejó de apuntar al hombre para apuntarla a ella y disparó dos veces, y otras dos más. Sus disparos alcanzaron a la mujer en el pecho, en la cara y en la frente, y murió antes de que su cuerpo chocara contra el andén. El hombre vio morir a la mujer, pero no había tiempo para la pena. Oyó los gritos de una docena de agentes de la GSG9, con cascos y corazas, mientras invadían el andén desde el interior y los costados del edificio de la estación. Un grupo de ellos estaban haciendo gestos furiosos hacia el holandés para indicarle que dejara de correr y saliera de su línea de fuego. La mujer policía giró la pistola para apuntar nuevamente al hombre de pelo oscuro. Este luchó para liberar su Makarov rusa del bolsillo de su abrigo y, cuando lo logró, no apuntó ni a la mujer policía ni a ninguno de los agentes de la GSG9.
La primera bala de la mujer policía le atravesó el pecho exactamente al mismo tiempo que sus disparos alcanzaban la nuca del holandés.
Franz Mülhaus —Franz
el Rojo
, el notorio terrorista anarquista cuyo pálido rostro había contemplado a los atemorizados habitantes de Alemania Occidental desde los carteles de criminales buscados por la policía desde Kiel hasta Munich— cayó de rodillas, con los brazos colgando a los costados, la Makarov automática floja en su mano semiabierta, y su cabeza apoyada en el pecho manchado de sangre.
Mientras moría pudo ver apenas, en los bordes de su visión cada vez menos nítida, el rostro pálido, con los ojos muy abiertos y la boca en un grito mudo, de su hijo. De alguna manera, Franz
el Rojo
encontró el aliento para emitir una sola palabra, lanzada al mundo con su última y explosiva exhalación.
—
Verräter
…
Traidores.
Lunes 15 de agosto de 2005, tres días antes del primer asesinato
List, isla de Sylt, 200 kilómetros al noroeste de Hamburgo
Quería conservar ese momento.
Sus sentidos se extendieron hasta el último rincón de la tierra, el mar y el cielo que lo rodeaban. Se quedó de pie, des calzo, y sintió la textura de la arena seca que escoriaba las plan tas de sus pies y se le colaba entre los dedos. Sintió que ese lugar, ese momento, era todo lo que podía recordar de sí mismo. Aquí, pensó, no había pasado ni futuro, tan sólo este momento perfecto. Sylt se extendía larga, estrecha y llana en el Mar del Norte, sin presentar ningún perfil que dificultara el empuje del viento veloz que corría por el vasto cielo, en busca del flanco más sustancioso de Dinamarca. Mientras él seguía allí de pie, el viento protestó por su presencia tironeando con furia de la tela de sus pantalones, golpeando los faldones sueltos y el cuello de su camisa y haciendo flamear el ala rota de pelo rubio que colgaba por encima de su frente. Le restregó la cara y le apretó las arrugas de la piel mientras él seguía observando el correteo de las nubes a través de ese escudo inmenso y azul pálido del cielo.
Jan Fabel era un hombre de una altura un poco superior al promedio y tenía alrededor de cuarenta años, pero un aspecto un tanto juvenil se aferraba como un desterrado desobediente a su apariencia, a su complexión delgada y angulosa y a su pelo rubio y flameante. Sus ojos eran azul pálido y brillaban con inteligencia e ingenio, pero en ese momento estaban reducidos a estrechas ranuras entre los pliegues de la cara arrugada que presentaba al iracundo viento. Su rostro estaba bronceado y sin afeitar, y así como ese persistente aire juvenil de su postura insinuaba cómo había sido el joven que lo había precedido, el brillo plateado que resplandecía en el oro de su barba de tres días anticipaba al hombre más viejo que estaba por llegar.
Una mujer se acercó desde las dunas que estaban a su espalda; era tan alta como él, e iba vestida con camisa y pantalones de lino blanco. Sus pies estaban descalzos, pero llevaba un par de sandalias negras de tacón bajo en la mano. El viento también se arremolinó alrededor de ella, planchando y alisando el lino blanco contra las curvas de su cuerpo y convirtiendo en cables salvajes su pelo largo y negro. Fabel no vio a Susanne acercarse y ella se detuvo detrás de él, dejó caer las sandalias en la arena y le rodeó el cuerpo con los brazos, metiéndoselos entre los suyos. El se volvió y la besó durante un largo rato, antes de que ambos giraran para enfrentarse al mar. —Estaba pensando —dijo él por fin— que casi podrías olvidar quién eres, aquí parado. —Miró sus pies desnudos y empujó la arena con un dedo—. Ha sido maravilloso. Me alegro tanto de que vinieras conmigo… Sólo querría que no tuviéramos que marcharnos mañana.
—Ha sido maravilloso, es cierto. Pero, por desgracia, tenemos que volver a nuestras vidas… —Susanne sonrió en un gesto de consuelo; en sus palabras podía percibirse un ligero acento bávaro—. A menos que quieras preguntarle a tu hermano sí precisa otro camarero.
Fabel inhaló profundo y contuvo el aliento durante un momento.
—Pues no estaría tan mal, ¿no? No tener que lidiar con toda la mierda y el estrés. Ella se echó a reír.
—Es evidente que jamás has trabajado como camarero. —Podría hacer otra cosa. Cualquier cosa.
—No, no es cierto —dijo ella—. Te conozco. Empezarías a echarlo de menos antes de un mes. Él se encogió de hombros.
—Tal vez tengas razón. Pero aquí me siento como una persona diferente, la persona que preferiría ser.
—Eso es porque estamos de vacaciones… —El viento formó una telaraña con el pelo de Fabel y lo dejó caer sobre su frente, ella se lo apartó.
—No, no es eso; es porque estamos aquí. No es lo mismo. Sylt siempre ha sido un lugar especial para mí. Recuerdo que la primera vez que vine sentí que lo conocía desde siempre. Me instalé aquí después de que me dispararan —dijo, y su mano rozó involuntariamente su lado izquierdo, como sí estuviera ve rificando inconscientemente que esa vieja herida de dos décadas antes se había curado, después de todo—. Supongo que siempre relaciono este lugar con la idea de ponerme mejor. De sentirme a salvo y en paz. —Se echó a reír—. A veces, cuando pienso en el mundo de allá… —Señaló con un vago gesto el otro lado del mar, donde la masa de Europa yacía invisible—. El mundo al que tenemos que enfrentarnos, me asusto. ¿Tú no? Ella asintió.
—A veces. Sí, yo también. —Susanne lo rodeó con un brazo y puso su mano sobre la de él, encima de donde había estado la herida. Lo besó en la mejilla—. Me estoy helando. Venga, vamos a comer…
Fabel no la siguió de inmediato. En cambio, dejó que el viento del Mar del Norte soplara con fuerza contra su cara durante unos momentos más, observando la espuma que formaban las olas contra la amplia orilla y las pocas nubes arrastradas por el viento que surcaban el inmenso escudo del cielo. Escuchó el canto de las aves marinas y el confuso rugido del océano y deseó desesperadamente pensar en alguna alternativa a convertirse en camarero. O en alguna alternativa a convertirse, una vez más, en un investigador de la muerte.