Fabel recorrió la mesa con la mirada. Siempre le desconcertaba lo diferentes que eran esas personas. Una familia improbable. Individuos muy distintos que de alguna manera habían terminado en una profesión muy peculiar y dependiendo tácitamente el uno del otro.
Werner informó a Fabel de los casos actuales. Mientras éste había estado ausente, se había producido sólo un homicidio: una gresca entre borrachos, un sábado por la noche, en la puerta de un club nocturno de Sankt Pauli, había terminado con un joven de veintiún años desangrado en la calle hasta morir. Werner cedió la palabra a Anna Wolff y Henk Hermann, quienes resumieron el caso y los adelantos realizados hasta el fomento. Era la clase de homicidio que constituía el noventa por ciento de la tarea de la Mordkommission. Deprimente, sencillo y directo: un momento de ira insensata, por lo general alimentada por el alcohol, que daba como resultado una vida perdida y la otra arruinada.
—¿Tenemos alguna otra cosa? —preguntó Fabel.
—Estoy atando los cabos sueltos del caso de Olga X. —Ma ría pasó hacia atrás algunas páginas de su cuaderno. Olga X no sólo no tenía apellido sino que era poco probable que Olga fuera su nombre de pila, pero el equipo había sentido la necesidad de adjudicarle alguna clase de identidad. Nadie sabía con exactitud de dónde había venido, pero estaban seguros de que era de algún país de Europa del Este. Había trabajado como prostituta y un cliente la había golpeado y estrangulado; un tipo gordo y con calvicie incipiente de treinta y nueve años de edad que era empleado de una aseguradora, se llamaba Thomas Wiesehan y vivía en Heimfeld con su esposa y tres hijos, sin ninguna clase de antecedentes policiales.
El doctor Móller, el patólogo, había estimado la edad de Olga entre dieciocho y veinte años.
Fabel parecía desconcertado.
—Pero Werner me dijo que el caso de Olga X ya estaba terminado y cerrado, María. Tenemos una confesión completa de culpabilidad respaldada por unas pruebas forenses incuestionables. ¿Qué «cabos sueltos» te quedan por atar?
—Bueno, en realidad nada respecto del homicidio mismo. Es sólo que tengo la sensación de que está relacionado con el tráfico de personas. Una pobre chica de Rusia o Dios sabe dónde atrapada en la prostitución con la promesa de un trabajo decente en Occidente. Olga fue víctima de esclavitud antes de convertirse en víctima de homicidio. Wiesehan la mató, sin duda… pero algún mafioso la puso allí para que él la matara.
Fabel examinó a María de cerca. Ella le devolvió la mirada con sus francos e indescifrables ojos grises y azulados. María no era de las que se implicaban tan profundamente en un caso; Anna, sí; incluso el mismo Fabel. Pero María no. Su eficiencia como detective siempre había estado caracterizada por un enfoque frío, profesional y distante.
—Entiendo cómo te sientes —suspiró Fabel—. En serio. Pero eso no es asunto nuestro. Teníamos que resolver un asesinato y lo hemos resuelto. No digo que lo dejemos ahí. Pasa todo lo que tengas a los de Vicio, con copia a la LKA6. —Fabel se refería a la Landeskriminalamt 6, la Oficina Estatal de Delitos número 6, un departamento de la Polizei de Hamburgo que acababa de sufrir una reforma y que contaba con noventa agentes, también conocido como el Super LKA, formado específicamente para combatir el crimen organizado.
María se encogió de hombros. No había nada legible en sus claros ojos grises con tonos azulados.
—De acuerdo,
chef
.
—¿Algo más? —preguntó Fabel.
El teléfono sonó antes de que nadie tuviera la oportunidad de decir algo más. Werner cogió el auricular y emitió interjecciones de asentimiento al tiempo que garabateaba unas notas en un bloc.
—Justo a tiempo —dijo después de colgar—. Han descubierto un cuerpo en una excavación arqueológica, junto al Speicherstadt.
—¿Antiguo?
—Eso es lo que están tratando de establecer, pero Holger Brauner y su equipo ya están de camino. —Werner se refería al jefe de la división forense—. ¿A quién le encargo esto,
chef
?
Fabel extendió la mano abierta por encima de la mesa.
—Dámelo a mí. Vosotros ya tenéis bastante con cerrar el homicidio de la pelea. —Cogió el bloc y apuntó los detalles en su cuaderno. Se puso de pie y cogió la chaqueta que estaba en el respaldo de la silla—. Y un poco de aire fresco me vendrá bien.
Mediodía, Schanzenviertel, Hamburgo
Kristina sabía que había vuelto a enfrentarse cara a cara con el Caos. Había convivido con él durante años. La había llevado al borde de la locura una vez y ella lo había extirpado de su vida en un proceso que había sido casi tan traumático y doloroso como si se lo hubiera arrancado de su propia carne.
Ahora el Caos bramaba y rugía a su alrededor. Algún lejano malecón se había roto y un maremoto llevaba tiempo avanzando y esperando el momento en que ella abriera la puerta del apartamento de Herr Hauser para echársele encima. Ella sabía que estaba librando la batalla más grande de su vida: que debía volver a derrotar al Caos.
Ya era mediodía. Había trabajado en el baño toda la mañana. Una vez más, la porcelana refulgía con un brillo estéril y frío; el suelo había recuperado su resplandor. Herr Hauser estaba en la bañera. Kristina había combatido al Caos con Método. Se había negado a dejar que el terror la encegueciera y había trazado una estrategia para devolver el orden al baño.
Había empezado metiendo a Herr Hauser en la bañera, para contener el desastre en una sola área. Mientras se esforzaba por hacerlo, el cráneo expuesto, frío y húmedo por la sangre y los restos de tejidos, se apretó contra su mejilla. Kristina corrió hasta el inodoro para vomitar, se tomó unos momentos para recuperarse, y luego reanudó su tarea. Desnudó a Herr Hauser y metió la ropa empapada de sangre en una bolsa de re siduos. A continuación sacó el cabezal de la ducha de su soporte y le enjuagó la sangre manualmente. Le puso una segunda bolsa negra de residuos sobre la cabeza y el cuello, la cerró firmemente con una cinta de embalar que había encontrado en uno de los cajones de Herr Hauser y luego la selló a la altura de los hombros. Después, con mucho cuidado, quitó la cortina de la ducha de la barra y envolvió con ella el cuerpo de Herr Hauser. Una vez más, usó la cinta de embalar para cerrar con fuerza esa improvisada mortaja.
A continuación, Kristina se vio obligada a volver a levantar el peso muerto de Hauser. Tiró del cuerpo hasta sacarlo de la bañera y lo depositó sobre el suelo limpio, para luego disponerse a desinfectarla. Herr Hauser siempre había insistido en que Kristina utilizara materiales de limpieza que no fueran agresivos con el medio ambiente: vinagre para limpiar el ino doro, esa clase de cosas. Esa indicación había hecho mucho más difícil el trabajo de Kristina, pero a ella no le había molestado. Le encantaba fregar, restregar y sacar brillo. De todas maneras, en ese momento realizó la misma tarea con un detenimiento casi excesivo. Usó blanqueador para la bañera, el inodoro y el lavabo y limpió las baldosas y los azulejos con una solución blanqueadora. Después recorrió cada superficie con un aerosol antibacterias.
Ya había terminado. No había derrotado al Caos. Lo sabía. Sólo lo había eludido. Había estado allí toda la mañana, lo que significaba que había defraudado al otro cliente de las mañanas de los viernes antes de la hora del almuerzo. No habría sido tan terrible si tan sólo hubiese llegado tarde, pero en realidad ni siquiera se había presentado. Ello generaría un efecto dominó en los clientes de todo el día, y luego los del día siguiente, y luego los de toda la semana. La reputación de puntualidad y fiabilidad que había tardado cuatro años en formar había desaparecido en cuatro horas. Su teléfono móvil había empezado a sonar justo después de la hora en que tenía que presentarse a su segunda cita y ella se había visto obligada a desconectarlo para concentrarse en su tarea.
Kristina examinó el cuarto de baño. Al menos allí, el orden había sido restaurado. Con la excepción de Herr Hauser, meticulosamente amortajado en polietileno y abandonado de manera desordenada en el suelo junto a la bañera, el baño parecía más limpio y brillaba con más fuerza que nunca.
Se apoyó en la pared, con un paño de limpiar colgando en su mano cubierta con un guante de goma, y se permitió una pequeña sonrisa de satisfacción. Fue en ese momento cuando cobró conciencia de que había alguien de pie detrás de ella, en el umbral del baño. Se volvió de repente y ambos se sobresaltaron. Un joven alto, delgado, de pelo oscuro, rasgos delicados y ojos azules grandes y asombrados miró a Kristina, luego vio Ja momia cubierta con la cortina de la ducha junto a la bañera. Su cara adoptó una tonalidad blanquecina y él lanzó un ruido de alarma antes de darse la vuelta y correr por el pasillo hacia la puerta.
Kristina contempló inexpresivamente el umbral otra vez vacio durante un momento antes de regresar al baño.
Tal vez se le había olvidado algún rincón.
Mediodía, área de Hafencity, junto al Speicherstadt, Hamburgo
Si había algún paisaje que definía la ciudad de Hamburgo para Fabel, era ése.
Mientras él conducía por Mattenwiete y cruzaba el puente de Holzbrücke en dirección del Elba, el horizonte se abrió hacia delante y las intrincadas espiras y aguilones de la Speicherstadt penetraron en la sedosa extensión de un cielo totalmente azul.
Speicherstadt significa «ciudad de almacenes» y es exactamente eso: fila tras fila de imponentes y ornamentados almacenes de ladrillo rojo, entrelazadas con calles empedradas y canales, dominando la zona costera de la ciudad. Aquellos hermosos edificios decimonónicos habían sido los pulmones que daban vida al comercio de Hamburgo.
Para Fabel, había algo en la arquitectura de la Speicherstadt que resumía lo que él sentía por su ciudad adoptada. La arquitectura era ornamentada y transmitía seguridad, pero siempre práctica y contenida. Esa era la manera en que la ciudad más rica de Alemania y sus habitantes exhibían la riqueza y el éxito: con claridad pero con decoro. La Speicherstadt era también un símbolo de la independencia de Hamburgo y su particular rango de ciudad-estado dentro de Alemania; una independencia que en distintos momentos de la historia de Hamburgo había sido bastante precaria. Las estatuas de Hammonnia y Europa, las personificaciones de Hamburgo y Europa como diosas, montaban guardia en los montantes del puente Brooksbrücke y observaron a Fabel cuando él cruzó hacia el Speicherstadt.
Hasta hacía muy poco, aquella había sido el área aduanera más grande del mundo, con puestos de aduana en casi todos los puntos de ingreso. Fabel pasó por la antigua aduana a su derecha, que había encontrado una nueva vida como una elegante cafetería de moda. Enfrente, al otro lado de la empedrada Kehrwieder Brook, el primero de los almacenes de la Speicherstadt también había hallado una nueva función: una serpenteante fila de turistas y locales esperaban que los dejaran entrar a la Mazmorra de Hamburgo, una idea que, como tantas otras, Hamburgo había importado de Gran Bretaña. Fabel nunca había podido entender la necesidad que tenían algunos de sentir miedo, de experimentar falsos horrores, ya que él ya tenía bastante con la realidad.
Fabel siguió un poco más por Kehrwieder Brook antes de girar a la izquierda y coger Kibbelsteg, que diseccionaba la Speicherstadt en una línea recta e ininterrumpida. Los amplios almacenes de ladrillos que estaban a ambos lados de la calle, muy bien mantenidos y rematados con ornamentadas terminaciones de bronce con tonalidades de verdín, resplandecían de rojo bajo el sol de mediodía. En esa zona, todavía se llevaban a cabo toda clase de transacciones. Unos andamios colgantes, suspendidos de los cabrestantes que asomaban en lo alto de los almacenes, subían grandes pilas de alfombras orientales y, cuando pasó por la
Kaffeerósterei
, el aire cálido se llenó con el olor que era la marca registrada de la Speicherstadt, el denso aroma de los tostaderos de café donde se preparaban los granos para su posterior almacenamiento.
Fabel siguió su camino y finalmente el siglo XIX dejó sitio al XXI, cuando pasó bajo el arco formado por una selva de grúas en constante movimiento, que señalaban la ubicación del proyecto inmobiliario más grande de Alemania: HafenCity.
Hamburgo siempre había sido una tierra de oportunistas, de comerciantes y emprendedores. La actitud de feroz independencia de la ciudad se fundaba en su capacidad para mirar rnás allá de sus propios horizontes y conectarse con el mundo en general. En la Edad Media, los políticos hamburgueses siempre habían sido mercaderes y empresarios. Y siempre ponían los negocios antes que la política. Nada había cambiado.
La HafenCity era una gran idea, como lo había sido antes la Speicherstadt. Una visión audaz que tardarían veinte años en terminar. Una hilera por vez, las nuevas catedrales del comer cio, todo acero y cristal y energía juvenil, ocupaban con dificul tad su sitio detrás de las antiguas, los elegantes almacenes de ladrillo rojo de la Speicherstadt. Dos visiones nacidas en siglos separados y fusionadas por el calor de la misma ambición: convertir Hamburgo en el principal puerto comercial de Europa. La HafenCity iba construyéndose por etapas planificadas. Primero erigían una fila de inmuebles que combinaba apartamentos de lujo con pulcros edificios de oficinas de la era electrónica; una vez terminada, se iniciaba la segunda fila. Sin embargo, al mismo tiempo que se instalaban conexiones de Internet de alta velocidad en cada uno de esos relucientes edificios nuevos, flotaba en el aire el olor de los granos de café tostándose, recordándole al mundo feliz del siglo XXI que la vieja Speicherstadt seguía siendo una parte fundamental de la vida de la ciudad.
A Hamburgo le gustaba compartir su visión de futuro, por lo que se había construido junto al Elba una plataforma de observación de doscientos metros de altura con la forma del puente de mando de un barco y con el nombre, en inglés, de «HafenCity viewpoint» estampado en uno de sus lados color terracota. El mirador ofrecía a los visitantes un panorama de 360° de lo que estaba por venir. Si miraban hacia una dirección podían ver el emplazamiento del futuro teatro de ópera, con su tejado de alta tecnología ondeando como si estuviera hecho de olas o velas, encima del antiguo muelle Kaispeicher A. Hacia la otra, el panorama trazaba una curva que rodeaba y dejaba atrás la nueva y lujosa terminal naviera y llegaba al punto en que los arqueados puentes de hierro que conectaban Hamburgo con Harburgo cruzaban el Elba. Toda la zona que rodeaba la torre de observación había sido limpiada y aplanada y esperaba, desnuda, sus nuevas y relucientes vestiduras.