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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (61 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Escrutó la carretera, a lo lejos.

—Ajá —exclamó en voz alta—, tenemos compañía. —Vio el jeep modificado, que se movía de manera errática a través de la noche—. Bien, bien, nunca se acaban las sorpresas.

El panorama permaneció desierto, a excepción de él mismo y del vehículo que se aproximaba. Imaginó a los dos adolescentes en el jeep, riendo, con las cabezas inclinadas hacia atrás por la fuerza del viento que barría los costados y la capota convertible. El estéreo estaría funcionando a todo volumen y su atención sería reducida, por culpa de un par de cervezas.

Se dio la vuelta y corrió de vuelta a su propio coche. Vio la cara de Anne Hampton en la ventanilla, mirándolo. Notó que ella se encogía en el asiento, abrumada por el ímpetu de la acción. Jeffers se movió deprisa pero estudiadamente, agarró el rifle y lo sopesó en las manos. «No hay nada tan reconfortante como el peso de un rifle», reconoció. Volvió a la carrera, cruzando el negro intenso de la noche, a su puesto de antes y se apostó ligeramente inclinado hacia delante pero bien apoyado, igual que un soldado veterano que pretende evadir el fuego de armas más pequeñas.

Miró en derredor una vez más para cerciorarse de que estaba solo. Pensó en Anne Hampton, que lo esperaba en el interior del coche, y al momento la apartó de su mente. Alzó el rifle a la altura de la mejilla y situó la mira entre los dos faros del jeep, cuya trayectoria siguió con todo cuidado.

«Coged el ramal que baja», ordenó en silencio.

Así lo hicieron.

Quedó impresionado por la conexión casi eléctrica que los unía a él, con un dedo en el gatillo, y al objetivo que tenía en la mira. Apoyó el rifle contra la mejilla y acarició el gatillo con el dedo.

—Buenas noches, chicos —dijo.

Disparó siete tiros. Los estallidos le sonaron extrañamente celestiales, como si el rifle estuviera suspendido en el oscuro cielo, apuntando hacia abajo siguiendo un minúsculo eje que partiera de una estrella.

Al bajar el arma vio que el jeep comenzaba a hacer virajes en un intento de adherirse al asfalto. En cambio no oyó nada, salvo el eco de los disparos. Fue un sonido similar a la música que percibe uno en la cabeza procedente de una canción que recuerda con frecuencia. De pronto le vino a la memoria una ocasión en Nicaragua… ¿o fue en Vietnam?, en la que giró la cabeza al oír el potente estampido de una granada propulsada por un cohete al estrellarse contra un jeep. Hubo una explosión, y él se apresuró a levantar su cámara pulsando al mismo tiempo el disparador, intentando captar aquella gran bola de fuego y cuerpos destrozados saltando por los aires. Recordó lo poco que oyó en aquella ocasión. No hubo chillidos, ni explosiones, ni gritos de socorro; tan sólo los sonidos hermanos del obturador y el motor de la cámara. Empezó a levantar el rifle, luego se dio cuenta de que no era una cámara, y lo dejó descansar.

El jeep volcó sobre su costado. Sabía que estaría produciendo un fuerte chirrido de metal retorcido y neumáticos que protestaban. Vio cómo rebotaba hacia el borde del barranco, igual que un dinosaurio agonizante que buscase el refugio de aquellas oscuras aguas. Pensó en el milisegundo de tiempo que transcurre después de tocar la primera ficha de dominó y hasta que ésta cae y toca la siguiente.

Entonces el jeep dio una vuelta de campana y desapareció en la negrura.

Ya no pudo imaginarse a los adolescentes que iban dentro.

Desvió la vista, seguro de que el jeep se había estrellado contra el fondo del barranco. Experimentó una satisfacción completa. No se volvió al oír la onda expansiva de la explosión. Vio el rostro de Anne Hampton dentro del coche, horrorizada y con el resplandor de las llamas en los ojos. Caminó en dirección al coche con la firme disciplina de Lot.

Jeffers dejó el rifle en el maletero y lo cerró de un golpe.

Acto seguido se colocó detrás del volante y, sin prisas, metió la marcha y aceleró suavemente. Pocos momentos después doblaban la primera curva de la carretera, y más adelante la segunda.

Anne Hampton giró en su asiento y sintió un escalofrío.

—Ya te lo he dicho —comentó Douglas Jeffers—, la suprema fantasía de carretera.

Ella lanzó una última mirada fugaz hacia atrás y le pareció ver todavía el resplandor del accidente. Se volvió de nuevo y vio las indicaciones de la interestatal.

«Deprisa. Vámonos rápido de aquí. Por favor.»

Jeffers tomó el carril de acceso y aceleró por la autopista.

—Somos —dijo— una nación de asesinos y francotiradores. John Wilkes Booth y Lee Harvey Oswald. Charles Whitman y la Torre de Texas. Contamos con una larga y variada tradición de experiencia en emboscadas.

—Ellos no tenían un…

—La verdad es que no. Eso es lo importante en un asesinato. Una emboscada en X, una emboscada en L. Pillados por sorpresa. Despeñados. Sin tener un sitio al que ir, al que recurrir, en el que esconderse. En eso precisamente consiste todo el ejercicio.

Anne Hampton no respondió. «Ningún sitio», pensó. Observó las cuñas de luz que arrancaban los faros del coche a la oscuridad. «Noventa y cinco kilómetros por hora. Un kilómetro y medio por minuto. Cada segundo nos aleja un poco más.»

—¿Adónde vamos? —inquirió.

Ya conocía la respuesta: directo hacia el final.

—Al Estado de Granito
[4]
—contestó Jeffers—. Por suerte, nuestra pequeña aventura ha tenido lugar en Vermont. Y para cuando averigüen qué es lo que ha pasado, que no lo averiguarán, por cierto, nosotros ya seremos historia. Menuda foto. ¡Maldición! ¿Y sabes qué pensarán los polis? Nada. Encontrarán unas cuantas latas de cerveza dentro del jeep, y nada más. Lo considerarán un accidente, hasta que alguien recapacite un poco. Ojos que no ven, corazón que no siente. Además, ¿quién va a sospechar de un par de guapos turistas? —Se puso a canturrear—: «Habremos desaparecido, desaparecido…»

—¿Por qué Vermont? —preguntó Anne Hampton en tono inseguro—. ¿No puede matar a alguien en New Hampshire?

—Bueno —contestó Jeffers—, hace unos siglos el diablo lo pasó un poco mal en Marshfield. Y desde entonces limita su actuación a los estados vecinos. Mediante acuerdo, naturalmente. Así que yo hago lo mismo. —Sonrió—. Pero eso no significa que no podamos hacer una pequeña visita.

Y siguió conduciendo.

Esa mañana el sol calentaba bastante, y Anne Hampton se protegió los ojos con la mano. Por un instante aquello le recordó Florida, y se puso a buscar una palmera que se agitara en la suave brisa. Contempló la calle principal de Jaffrey, New Hampshire, y se preguntó si no lo habría soñado todo. Intentó recuperar datos concretos de su memoria; estaba el miedo que sintió cuando los chicos estuvieron a punto de sacarlos de la carretera; estaba la oscuridad de la curva; Jeffers internándose con el rifle en la densidad de la noche; el ruido de los disparos seguido del nauseabundo rugido del jeep al explotar. Examinó cada faceta de esa colección de sensaciones tal como estudiaría un joyero una piedra preciosa. Seguro, pensó, que había algún defecto que le demostraría que nada de eso no había sucedido, algo que demostraría que todo había sido un sueño, algo fingido, un trozo de cristal que reflejaba la luz.

Sacudió la cabeza negativamente y se obligó a imponer orden en sus recuerdos.

Por supuesto que no había sido un sueño. Recordó la noche que había pasado, dando vueltas entre las sábanas empapadas de sudor. Los sueños son mucho peores. Se volvió y miró por el ventanal de la tienda de delicatessen. Vio a Jeffers en la caja, pagando el café y los donuts. Observó cómo se guardaba el cambio en el bolsillo y salía tranquilamente del establecimiento. Como siempre, sintió asombro; Jeffers iba silbando, libre del estorbo que suponía algo tan trivial como el miedo o el sentimiento de culpa.

—Te he comprado uno con mermelada —dijo cuando entró en el coche—. Y también café y zumo.

—Gracias.

Jeffers señaló la ciudad con un gesto.

—Es bonita, ¿a que sí? Está llena de antigüedades y de tiendas de oportunidades. La revista
Yankee
siempre publica fotos de Jaffrey. Mujeres blancas y felices delante de mesas repletas de tartas recién hechas. Percal. Ésta es la ciudad del percal. Percal, y en invierno lana. No es un sitio en el que la gente se fije en una pareja de turistas que conducen un coche con matrícula de otro estado. —Bajó la ventanilla—. Hoy va a hacer mucho calor. Aquí, a finales de verano el tiempo es totalmente imprevisible. De un día para otro puede llegar un poquito de aire canadiense y hacer que nieve. Y por el contrario, cuando las corrientes que atraviesan el país traen un poco de humedad del sur al norte, la temperatura se dispara. —Se sacó las gafas de sol del bolsillo y las limpió con el faldón de la camisa. Anne Hampton notó que penetraba calor en el coche y la atravesaba a ella, una sensación casi sensual. Bebió despacio el café mientras Jeffers abría un periódico. Rápidamente recorrió las páginas con mirada atenta.

»No, no, no, mira, te lo dije, ¡aja! Aquí hay una cosa. —Hizo una pausa mientras leía. Después dijo en voz alta—: Dos muertos en un accidente ocurrido en Vermont. Dos adolescentes de la localidad de Lebanon fallecieron el lunes por la noche cuando su vehículo con tracción a las cuatro ruedas falló al tomar una curva en una carretera secundaria a seis kilómetros de Woodstock, Vermont. La policía sospecha que los dos jóvenes, Daniel Wilson, de diecisiete años, y Randy Mitchell, de dieciocho, habían estado bebiendo antes de estrellarse en la confluencia de la estatal ochenta y dos y el Camino del Barranco… —Posó la mirada do Anne Hampton—. Podría seguir. Hay dos párrafos más.

Ella bebió el café y paladeó el sabor amargo.

—No, gracias.

—¿No? Ya me lo imaginaba. —Jeffers dejó el periódico sobre las rodillas de ella—. Léelo tú misma.

Ella se enderezó de repente al percibir el tono de su voz.

—Sí, bueno…

—Bien, tengo cosas que hacer. Quiero que esperes dentro del coche.

Anne Hampton se apresuró a asentir con la cabeza.

Jeffers cogió su maletín y salió. Ella lo observó cruzar la calle y entrar en el Banco Nacional de New Hampshire. Experimentó un momentáneo pánico y miró frenéticamente a un lado a y otro. «¡Va a robar un banco!», pensó, pero enseguida se dio cuenta de que era una tontería. De modo que se recostó en el asiento y esperó. La idea de escaparse ni se le ocurrió siquiera, aunque en un momento dado pasó junto a ella un coche de la policía. El hecho de poder levantarse y hacer parar a un agente y poner fin a su situación desesperada le pareció simplista e imposible. No tenía la seguridad de que pudiera darse un desenlace tan obvio y tan fácil. Sabía que seguía siendo impotente, que Douglas Jeffers manejaba los hilos de los dos. De modo que, en lugar de eso, pensó tan sólo en el momento y dejó que el calor cada vez más asfixiante que la rodeaba se apoderase de su imaginación. Se preguntó qué sucedería a continuación, y cerró los ojos al mundo exterior para mirar hacia dentro y exigirse que debía extraer fuerzas.

Examinó su corazón buscando valentía, preguntándose si contendría alguna. Sabía que iba a necesitarla para sobrevivir.

Dentro del banco estaba oscuro y fresco, y Douglas Jeffers se quitó lentamente las gafas de sol. Se trataba de un edificio pasado de moda, con techos altos y suelos pulimentados que hacían resonar los tacones de los zapatos. Jeffers fue hasta una serie de mesas en las que trabajaban los empleados. Una secretaria alzó la vista y lo miró sonriente.

—Señorita Mansour, por favor. Soy Douglas Allen. Tengo una cita con ella.

La joven asintió y cogió el teléfono. Jeffers vio que en la mesa del fondo una mujer de mediana edad y rostro abierto levantaba el auricular y escuchaba. Un momento después le había estrechado la mano y estaba sentado en una silla situada junto a su mesa. Ella extrajo una carpeta que llevaba su apellido escrito en la tapa.

—Bien, señor Allen, nos disgusta ver marchar a un cliente tan antiguo. ¿Cuántos años lleva usted…?

—Diez.

—¿Podemos ayudarlo en alguna cosa? Tal vez abriendo una nueva cuenta en su… —Se interrumpió.

—En Atlanta —dijo él—. Un traslado de la empresa.

——Quiero decir que será un placer para mí llamar a alguien que…

Jeffers negó con la cabeza.

—Es muy amable por su parte —le dijo—, pero de casi todas esas cosas se encarga el servicio de traslados de la empresa. Sin embargo, me quedaré con su tarjeta, y si surge algún problema puedo decir que la llamen a usted…

—Perfecto. —La mujer examinó los impresos—. Bien, en su carta decía usted que deseaba cerrar la cuenta y cobrar los fondos en cheques de viaje. Se los tengo ya preparados, de modo que lo único que tiene que hacer es firmarlos y después firmar esta orden de anulación de cuenta. Por último, vacía la caja de seguridad, me entrega la llave y todo listo.

Le entregó un fajo de cheques de viaje, y él empezó a firmar. Contempló el nombre y le dio vueltas en la cabeza. «Durante diez años, aquí en New Hampshire he sido Douglas Allen. Se acabaron las limitaciones, se acabó el fingir. Vamos a expandir nuestros horizontes.»

—Por favor, cuéntelos —rogó la señorita Mansour—. Son más de veinte mil dólares.

«Dinero ahorrado a lo largo de una década —pensó Jeffers—. Día a día.»

A continuación acompañó a la señorita Mansour a la zona de las cajas de seguridad y ella le entregó su llave.

—Cuando termine, deme las dos llaves —instruyó—. Estaré en mi mesa.

Él le dio las gracias con un gesto de cabeza y se metió en un cubículo. Una secretaria le trajo la caja cerrada con llave y después salió y cerró la puerta. Jeffers esperó unos momentos, disfrutando íntimamente de la facilidad de su plan.

Entonces abrió la caja.

—Adiós, Douglas Jeffers —dijo.

Encima se encontraba la antigua copia de la desaparecida revista New Times, que había sido el germen de la idea. Abrió las gastadas páginas hasta llegar al artículo. Le pareció irónico que éste hubiera sido consecuencia del activismo de los años sesenta y setenta. La premisa era muy simple: ¿Cuán fácil era hacer que a uno se lo tragara la tierra? ¿Cuán difícil era crear una nueva identidad? La respuesta era que no mucho. Particularmente en un estado como New Hampshire, que tanto énfasis ponía en las libertades individuales y la privacidad. Siguió religiosamente las instrucciones del artículo, desde cómo obtener un número de la Seguridad Social hasta abrir un apartado de correos y adjudicarse a sí mismo una dirección. Después, la cuenta bancaria y un par de tarjetas de crédito, las cuales usaría sólo para mantenerlas activas. Al mismo tiempo que estableció dichas credenciales, se sacó el permiso de conducir con su nuevo nombre y su nuevo número de la Seguridad Social. Sin embargo, su mayor triunfo le llegó cuando arregló su propia partida de nacimiento con el nuevo apellido. «Las maravillas de las copiadoras modernas», pensó. Cuando presentó la maltrecha copia junto con todos los demás documentos en la oficina de correos, nadie abrió la boca para protestar. Seis semanas después, le llegó por correo su posesión más preciada. La sacó de la caja. Un pasaporte estadounidense recién expedido a nombre de Douglas Allen. Sin falsificación alguna.

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