Retrato en sangre (29 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Negó con la cabeza.

—No, gracias. Sólo quería…

El anciano levantó la mano.

—Lo que haga falta, para una detective tan guapa. —Y le sonrió con la lascivia inofensiva de un hombre tan mayor.

Ella recuperó la cartulina preguntándose cuándo despegaría el próximo vuelo a Nueva York.

El monótono zumbido de los motores del avión no consiguió interrumpir su preocupación, dominada por un único pensamiento, una incapacidad de concentrarse en nada que no fuera aquel nombre, el cual se repetía a sí misma un.» v oír.» ve/, en cierto modo aterrorizada por lo ordinario que era. Le dio la dirección al taxista casi de manera inconsciente. Cuando se detuvo frente a la misma, apenas reparó en el gigantesco edificio de oficinas. Como un autómata, pulsó el botón del séptimo piso al tomar el ascensor y se apretó al fondo del mismo junto con una decena de oficinistas, todos silenciosos, para subir a la agencia fotográfica.

Aguardó unos minutos en un vestíbulo mientras la recepcionista iba a buscar a un editor. Reparó en una serie de fotografías enmarcadas, todas de desastres o de guerras, y se acercó hasta ellas. Contempló la primera por pura curiosidad y de pronto dicha curiosidad se transformó en interés y pavor. Fue el hecho de ver el nombre lo que la sacó de aquella inconsciencia a media luz en la que había caído. «Ya está —se dijo a sí misma—. Este es.» Aquello le infundió renovadas fuerzas. Varias de las fotos colgadas de la pared eran de Douglas Jeffers, incluida una de un bombero cubierto de mugre, del que había captado la derrota que se leía en sus ojos, y al fondo una manzana de la ciudad envuelta en llamas. Era Filadelfia.

Apartó la vista cuando el editor vino a hablar con ella. Su primer impulso fue el de mentir. «Miente de forma inteligente, miente completamente, miente con descaro. No hagas nada que genere alarma. Crea una distracción», pensó. No quería que la agencia fotográfica se pusiera en contacto con Jeffers y le dijera que lo andaba buscando una mujer policía. Titubeó nada más que un segundo antes de pronunciar la primera mentira. Se quitó de la cabeza el sentimiento de culpa y se dirigió al hombre con decisión. Reconoció la conveniencia de aquella falsedad, pero aun así lo consideró una debilidad momentánea cuando las fuerzas que la impulsaban, creyó, eran alimentadas por la rectitud y la honestidad. Tenía que serlo.

El ayudante del director se mostró amable pero reacio.

—La verdad es que no está aquí. No sé cómo decirlo ya. Lo siento, pero…

La detective Barren asintió y sacudió la cabeza en un gesto de falsa desilusión.

—Vaya, pues la pandilla lo va a lamentar mucho. Todo el mundo quería ver al bueno de Doug.

—¿A qué se refiere? —inquirió el ayudante del director. Era un hombre de mediana edad que usaba pajarita. Tenía un aire lascivo más bien comedido, el típico individuo ligeramente desaliñado que siempre anda a la caza y más de la mitad de las veces no le da resultado la táctica de utilizar su arrugado osito de peluche. La detective Barren pensó que a lo mejor podía aprovecharse de ello, y le ofreció una generosa sonrisa.

—Oh, en realidad no es nada. Es que varios de los que cubrimos juntos el bombardeo del grupo Move en Filadelfia y llegamos a conocernos habíamos organizado una reunión… No es gran cosa, la verdad. ¿Sabe cómo nos conocimos todos? Agachados un poco más abajo de donde estaban los bomberos y la policía, preparándose para volar todo aquello. El bueno de Doug era un caballo de carreras, no soportaba tener que esperar, tenía que hacer la foto como fuera, ya sabe, no le importaba que fuera en medio de un tiroteo. Así es el bueno de Doug…

—Sí que parece una locura propia de él…

—Bueno, no importa. Hubiera sido estupendo poder contar con Doug. A todo el mundo le gusta escuchar relatos de la guerra, ya sabe. Por eso he venido hasta aquí…

—La verdad, suena genial…

—Sí, bueno, el año pasado la cosa se desmadró un poco… —Medio guiñó el ojo y añadió un leve sonrojo de timidez para beneficio del otro. Esperó que no le hiciera ninguna pregunta sobre el incidente de Filadelfia. Rápidamente buscó en su memoria las pocas noticias de prensa que había leído—. Pero bueno, no pasa nada.

—Lo siento —dijo el ayudante.

—No importa. Es que, bueno, ya conoce a Doug. Se lo guarda todo para sí mismo. Esperábamos sonsacarle un poco, ¿sabe?

—Y que lo diga. Los fotógrafos son gente muy peculiar…

—Pues el bueno de Doug es uno de los mejores…

—Ya lo creo.

—Se sorprendería usted de la cantidad de amigos que ha hecho, en el quinto pino, estando de trabajo.

—Siempre me lo he imaginado. Dios sabe que por aquí guarda las distancias —replicó el ayudante—. Pero hay algunos de esos sitios en los que no puede uno meterse sin saber que tiene que arriesgarse un poco con otra gente. Las balas perdidas van siempre hacia los amigos que se hacen rápidamente.

—La verdad es que sí —convino la detective Barren.

—¿De dónde ha dicho que es usted? preguntó el ayudante.

—Del
Herald
. Voy a quedarme en la ciudad sólo uno o dos días…

—Bueno, lo único que puedo decirle es que está de vacaciones y que no nos dijo adonde pensaba ir. Tiene que volver al trabajo dentro de tres semanas, si eso le sirve de algo. También puede dejarle un mensaje aquí… —Era una espera demasiado larga—. ¿O por qué no prueba a preguntar a su hermano?

—Doug nunca ha mencionado que tenga un hermano.

—Es médico de un hospital estatal de Nueva Jersey. En Trenton. Doug siempre lo nombra a él como pariente más cercano cuando va a trasladarse a una zona en guerra. Me da pena que se pierda una buena fiesta…

—Vale —dijo la detective Barren—, voy a probar con su hermano. Si no funciona, le dejaré un mensaje aquí, ¿de acuerdo?

—Muy bien.

—Vaya —dijo con una voz casi de niña—, me ha sido usted de mucha ayuda. Oiga, si conseguimos organizar eso, ¿le apetece venir a tomar algo?

—Me encantaría —respondió él.

—Lo llamaré —prometió, con una sonrisa—. ¿Es fácil localizarlo aquí?

Él esbozó la sonrisa vaga de los esperanzados.

—Cuando quiera.

Pero el cerebro de la detective Barren ya se había cerrado en torno a la información que había obtenido, y su corazón tiraba ya de ella hacia Nueva Jersey.

VI
Una persona fácil de matar
11

Douglas Jeffers contempló la vasta extensión de asfalto negro como la tinta que pasaba por debajo de las ruedas delanteras de su coche canturreando para sí melodías sin significado. A su espalda, la mañana iba elevándose sobre el horizonte. La luz comenzaba a filtrarse suavemente al interior del coche metiéndose por los rincones y llenándolo todo. Jeffers volvió la vista hacia la figura que dormía a su lado. Anne Hampton tenía la boca ligeramente entreabierta y su respiración era uniforme y controlada. El resplandor de la mañana pareció posarse en sus facciones prestándoles nitidez y claridad. Intentó estudiar sus cejas oscuras, su nariz larga y aquilina, sus pómulos altos y sus labios anchos robando miradas a la carretera. Contempló cómo la claridad matinal se fusionaba con su cabello de color pajizo y lo hacía relumbrar momentáneamente. Una vez más se preguntó si sería guapa o no; que él pudiera distinguir, sí lo era, poseía una belleza sencilla y transparente.

Sintió deseos de pasarle el dedo por un lado del rostro, donde la luz marcaba el perfil de la mejilla, despertarla con una leve caricia de ternura. Vio que tenía allí un pequeño hematoma, y por un momento sintió tristeza. Había tenido muchísima suerte en no haberse visto obligado a matarla.

Jeffers apartó la vista de ella y descubrió el último retazo de la forma de la luna en el cielo, antes de que fuera absorbida por el inmenso azul que iba transformándose poco a poco en luz diurna. Le gustaban las mañanas, aunque bajo su luz resultaba difícil tomar fotos, a veces casi imposible. Pero cuando conseguía capturarla, prestaba a la imagen un toque mágico que era innegable. Se acordó de una mañana en Vietnam en la que cometió la temeridad de salir con un batallón de rangers del sur de Vietnam. Era joven, y también lo eran los soldados. Los otros fotógrafos que lo acompañaban —un equipo de ABC News, otro independiente que trabajaba para Magnum y un tipo del Australian— habían declinado la oferta de tener la oportunidad de ver un combate y trataron serenamente de disuadirlo; pero a él lo habían cautivado las risas, los gritos y la fácil camaradería de los soldados. Todos posaron adoptando posturitas y haciéndose los machotes, blandiendo las armas y sonriendo con seguridad en sí mismos a bordo de los camiones verdes de dos toneladas y media que los transportaban al campo de batalla. Él se subió con ellos sonriendo, tomando fotos, aprendiéndose sus nombres y disfrutando del relajado estado de ánimo tan embriagador, por lo poco familiar, de los hombres en la guerra.

Habían pasado una jornada fácil caminando por los arrozales y los campos bajo un cielo amable y conocido. Antes de que oscureciera habían vivaqueado brevemente en un pequeño repecho, rodeados de árboles y alta vegetación. Jeffers recordó que los soldados habían continuado con sus relajadas risas ya entrada la noche, pero que él miraba la creciente oscuridad con aprensión. Se metió en su madriguera temprano, después de sacar un M-16 y media docena de cartuchos de una pila de municiones y ponerlos al lado de su esterilla para dormir. Formó un pequeño montón de granadas de mano a un lado de la cama y su Nikon al otro, cargada con un rollo de película rápida. Acto seguido se ciñó el chaleco antibalas ignorando la incomodidad. Sus últimos pensamientos antes de dormirse fueron de rabia, principalmente rabia hacia sí mismo, esperando sobrevivir a aquella noche. El maldito oficial al mando había dispuesto tan sólo un magro pelotón en el perímetro y ningún soldado más adentro, en la espesura, en puestos de escucha, y ociosamente se preguntó, sin pánico, sin miedo, pero sí con un sentimiento de frustración, si no morirían todos aquella noche. O la mayor parte de ellos.

Entonces se sumió en un sueño ligero. Un par de horas después de la medianoche, el campamento fue atacado, y el tiroteo duró todo el tiempo que quedaba hasta el amanecer, cuando la luz del día ahuyentó al enemigo, el cual se retiró victorioso desapareciendo en las junglas del éxito. Jeffers salió reptando de su agujero, moviéndose despacio y dolorosamente, cubierto de suciedad y regueros de sangre, igual que un animal primitivo de su guarida. Las granadas habían desaparecido y la munición se había gastado en el frenesí de la noche. Pero recordó que todavía tenía rollos de película, y se incorporó a medida que iba desvaneciéndose la oscuridad, cargó las cámaras y esperó a que la luz del día revelase los daños causados por la noche.

Las primeras luces de la mañana se posaron sobre los cadáveres congelándolos en posturas grotescas. Recordó haberse quedado mirando un instante, conforme se disipaba la neblina y una ligera brisa barría el frío y el olor de la cordita y dejaba a la vista las figuras retorcidas y salvajemente heridas que salpicaban el paisaje. Entonces cogió la Nikon y empezó a hacer fotos, moviéndose como un cangrejo entre aquellos despojos de hombres y materiales, intentando captar a un mismo tiempo la elegancia en las formas y el horror de los muertos, librando su propia batalla una vez finalizada la batalla real.

Newsweek utilizó una de aquellas fotos en un reportaje clarividente sobre la cuestionable capacidad del ejército sudvietnamita. Recordaba la imagen: un soldado de baja estatura, que no tendría más de catorce años, arrojado de espaldas contra un cartón de munición, con los ojos abiertos y fijos, como si estuviera examinando el resto de vida que él no iba a tener. Transcurrieron seis meses antes de que cayera Saigón. «Aquello había sucedido hacía ya más de una década», pensó.

«En aquel entonces yo era muy joven.» Sonrió para sí.

A los atletas les gusta hablar de piernas jóvenes, piernas capaces de correr todo el día y después correr un poco más aún, pero también las necesitan los fotógrafos. Recordó que tan sólo unos meses antes había estado en Nicaragua caminando por colinas cubiertas de vegetación con un destacamento de la Guardia Nacional cuando los rebeldes empezaron a lanzar fuego de mortero contra ellos. Él permaneció en posición, escuchando el agudo silbido y el ruido sordo de las cargas de mortero mientras las explosiones se aproximaban inexorablemente hacia el punto donde se habían agrupado los soldados y él para cobijarse. Recordó que oía el motor de su cámara por encima del ruido de las cargas y pensaba lo extraño que resultaba aquello y que la batalla hace que se agudicen todos los sentidos.

Los hombres que lo rodeaban habían roto filas, por supuesto, y habían huido. Era algo infeccioso, la necesidad de huir del miedo, y aunque no recordaba haber saboreado el pánico en su propia lengua, descubrió sus pies de inmediato. Salió huyendo con los jóvenes, porque una docena o más de los cuales apenas habían rebasado la adolescencia, pero le resultó fácil dejarlos atrás, de modo que pudo darse la vuelta y hacer una foto, una de sus favoritas, F-16 a 1000 de velocidad. La muerte intemperante no había cambiado mucho, pensó. Al fondo se veía una espiral de humo y un violento levantamiento de tierra, mientras que el primer plano lo ocupaban tres hombres que, arrojando a un lado armas y pretinas, corrían hacia la cámara. También se veía a un cuarto hombre precipitándose al suelo, pillado por la muerte en los talones, frenado por la metralla. Life había publicado aquella instantánea en su sección de noticias internacionales. Pensó: «Mil quinientos dólares por un milisegundo de tiempo, robado tras varias semanas de privaciones, algo de miedo y mucho aburrimiento. La esencia de la fotografía de prensa.»

Miró de nuevo a Anne Hampton.

La joven se movió, y él vio sus ojos abriéndose al sol.

—¡Ah, Boswell se ha despertado! —exclamó.

Ella se sobresaltó y se incorporó rápidamente, frotándose la cara.

—Lo siento —dijo la chica—. No era mi intención quedarme dormida.

—No pasa nada —repuso él—. Necesitas descansar. El sueño de la bella durmiente.

Ella giró la cabeza hacia la ventanilla.

—¿Dónde estamos? —preguntó, y al instante se volvió hacia él, casi presa del pánico—. Es decir, sólo si usted quiere decírmelo, en realidad no tiene importancia, es sólo curiosidad, y no tiene por qué decirme nada si no quiere. Lo siento, lo siento.

—No es ningún secreto —repuso Jeffers—. La primera parada será en la costa de Louisiana.

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