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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (49 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Cuando volvía grupas para entregar el mensaje del rey, mi corazón latía desbocado por la excitación. Por el rabillo del ojo vi al rey señalar con el dedo a sir Nicholas de Seras.

—Vos, señor —tronó—, vos, señor, podéis decir a vuestro gran maestre que tengo unas cuantas cosas que decirle cuando acabe la jornada, ¡si sobrevive para entonces!

Y luego el rey se volvió y empezó a pedir a gritos su mejor lanza y sus guanteletes nuevos.

Corrí todo lo que pude de regreso a las posiciones de Robin, pero vi que la noticia de la orden de avanzar me había precedido. A lo largo de toda la línea, los jinetes se estaban colocando delante de los infantes. Llegué hasta la caballería de Robin y ocupé mi lugar al lado de mi señor.

—¡Las órdenes son apoyar a los hospitalarios, señor, y luego atacar el flanco derecho del enemigo! —dije a Robin—. Los flamencos vienen con nosotros. Es un ataque general, señor, en toda la línea.

Y por alguna razón que me veo incapaz de explicar, a menos que el rey me hubiera contagiado su locura bélica, le sonreí.

—Sí, eso es, Alan, eso es —dijo Robin—. Y justo a tiempo.

Y también él me dirigió una sonrisa amplia y espontánea.

Capítulo XIX

A
vanzamos en una sola fila hasta superar la línea de la marea de hombres y caballos muertos delante de nuestra posición, y giramos para cargar en dirección nordeste, donde los dispersos caballeros hospitalarios, después de haber hecho trizas sanguinolentas a sus oponentes, intentaban reagruparse a toda prisa para hacer frente a un cuerpo de caballería pesada berberisca de unos doscientos hombres, que se dirigía contra ellos desde la posición del ala derecha de Saladino. Cuando nos acercábamos al trote, con los flamencos siguiendo nuestra estela, a doscientos metros de distancia los berberiscos lanzaron una lluvia de jabalinas y se precipitaron sobre los hospitalarios reagrupados, al galope furioso de sus caballos, vociferantes, enarbolando sus largas lanzas y al viento las blancas túnicas. Pero, pese a estar cansados de la lucha anterior, los caballeros cristianos eran maestros en ese tipo de combate: respondieron a la carga con la carga, y a la lanza con la lanza, y las dos fuerzas chocaron con un fragor de madera astillada y el chirrido del acero al ludir con el acero.

Yo miré por encima del hombro derecho hacia el sur, y vi que toda la primera división, los caballeros del rey Guido de Lusignan, los angevinos, los poitevinos y los caballeros de Aquitania del rey Ricardo, con los templarios y sus inconfundibles sobrevestes blancas en el extremo de la línea —más de un millar de soldados de Cristo con armamento pesado—, cargaban en masa hacia el este, siguiendo la línea del río pantanoso, hacia el centro-izquierda de las líneas sarracenas.

Miré por encima del hombro izquierdo y, directamente detrás de nosotros, a unos doscientos cincuenta metros de distancia, estaba el resto de la caballería inglesa con los ceñudos caballeros normandos del rey. Pero no se habían movido de su posición en nuestra anterior línea defensiva, y me pregunté la razón, cuando todo el resto de nuestro ejército cargaba. ¿No había sido la orden un ataque general? Ricardo, con su corona de oro reluciente a la luz de la tarde, caracoleaba delante de los caballeros ingleses y normandos —entre ellos había algunos de los mejores y más renombrados guerreros de su ejército—, y era evidente que les estaba hablando, aunque sus palabras no me llegaban a esa distancia. Estaban todos alineados para cargar, pero ningún caballo se movía bajo el sol abrasador. ¿Por qué no avanzaban, por qué se reservaban?

Pero no hubo tiempo para más especulaciones. Sir James de Brus gritó una orden, sonó una trompeta, y de pronto íbamos lanzados hacia el enemigo;
Fantasma
galopaba veloz entre mis rodillas, yo sostenía el escudo con mi brazo izquierdo, y el derecho sujetaba la lanza con firmeza. La caballería berberisca estaba dispersa aún por una zona amplia, y quienes aún vivían intercambiaban golpes, cimitarra contra espada, con los hospitalarios y los caballeros franceses, y los caballos giraban y pateaban, y los hombres maldecían y gritaban de dolor, en los duelos individuales entablados entre cristianos y musulmanes. Nuestra línea de caballos chocó al galope con la melé; durante un instante, habíamos podido ver una feroz batalla de caballería que se desarrollaba delante de nuestros ojos, y al siguiente estábamos ya metidos en ella.

Frente a mí vi a un guerrero de túnica blanca alcanzar con su cimitarra a un caballero francés sin yelmo; el acero rasgó cruelmente su rostro e hizo brotar un chorro de sangre brillante de la mejilla del cristiano. Dirigí a
Fantasma
con las rodillas, sujeté el asta de la lanza más prieta entre el codo y el costado, piqué espuelas y me proyecté con todo el impulso de la carrera hacia adelante para hundir la punta de mi lanza en la parte más estrecha de su espalda. El choque fue tremendo, como si a galope tendido hubiese dirigido mi lanza contra un roble; el asta se astilló en mi mano, sentí una leve punzada en mi maltrecha muñeca, y un instante después había rebasado a mi enemigo y me volví para mirar por encima del hombro el efecto de mi ataque. El seguía en la silla, y al verlo desenvainé mi espada, hice dar media vuelta a
Fantasma
y galopé de nuevo a su encuentro. Pero estaba claro que ya no era una amenaza, su túnica blanca se había teñido de carmesí de la cintura a la rodilla, la lanza rota temblaba hundida en el centro de su espalda y vi que la punta lo había atravesado y sobresalía del vientre, dejándolo clavado al pomo alto de su silla de montar y manteniendo erguido el cuerpo. Los ojos abiertos de par en par expresaban un dolor inimaginable, la boca abierta murmuraba algo inaudible en su agonía, y por pura compasión le tajé la garganta con mi espada, para abreviar su paso al otro mundo.

En pocos instantes, los berberiscos estaban todos muertos o habían abandonado el campo, y oí el son de bronce de nuestras trompetas llamando a reagruparse. Al mirar a mi alrededor, vi que muchos de los muertos vestían los hábitos negros con la cruz blanca de los hospitalarios —era conmovedor ver la lealtad de sus caballos, muchos de los cuales seguían al lado de sus amos y los empujaban suavemente con el morro, como urgiendo a los cadáveres a levantarse—, pero aún quedaban vivos unos sesenta guerreros cristianos de negro, y varias decenas de franceses, y ellos, como nuestros hombres, se dirigieron al trote hacia la gran bandera blanca con la cabeza del lobo, que era nuestro punto de reunión.

Nuestros jinetes no habían sufrido bajas serias en aquella lucha desesperada, y pude contar por lo menos setenta de los hombres de sir James, que venían al encuentro de Robin y del caballero escocés bajo la bandera. Formamos de nuevo, pero esta vez en dos filas; quienes todavía conservaban su lanza, o habían recogido alguna de las que quedaron abandonadas en el campo, se colocaron en la primera línea. El resto de nosotros formamos blandiendo nuestras espadas. Desde mi posición en la segunda fila, miré hacia adelante por encima de las cabezas de los lanceros, hacia la línea del ala derecha enemiga, situada a apenas cuatrocientos metros de distancia. Inmediatamente delante de nosotros, se desplegaba una nutrida fila de soldados de a pie, armados con espada larga y un pequeño escudo redondo; iban con el pecho desnudo y las caderas envueltas en una tela de un blanco deslumbrante, sus rostros eran feroces mientras esperaban nuestro ataque, y su piel era tan oscura como la medianoche. Eran los temibles guerreros del sur de Egipto, los que supuestamente podían saltar sobre un caballo, los bebedores de sangre humana. Detrás de ellos se alineaba otra unidad de caballería turca, ya con los arcos en la mano. Sentí un escalofrío al ver el número de enemigos contra los que íbamos a cargar tan pocos; la empuñadura de la espada estaba sudorosa en mi mano, y me di cuenta de que sujetaba con más fuerza el escudo con mi mano izquierda. Hubo otro toque de trompeta y saltamos adelante, la espada en mi puño empapado, el escudo firmemente unido a mi antebrazo izquierdo. Empezaron a caer sobre nosotros las flechas de los arqueros a caballo, y repicaron contra mi escudo y mi yelmo mientras yo me encogía bajo su azote. Procuré ignorar aquella odiosa lluvia de flechas letales y concentrarme en mantener a
Fantasma
en línea con el resto del
conroi
. Y no tuvimos que soportar aquello mucho tiempo. Aceleramos hasta el medio galope, y luego al galope, y caímos sobre ellos. La primera línea barrió con sus lanzas las líneas de infantes de piel oscura obligándoles a retroceder, y los de la segunda línea irrumpimos inmediatamente detrás de ellos. Un hombre enorme semidesnudo corrió en mi dirección desde la izquierda, aullando algún grito de guerra pagano, y luego saltó muy arriba, más alto que mi posición sobre los lomos de
Fantasma
, y dirigió su espada contra mi cabeza en el mismo movimiento. Más por suerte que por habilidad, paré el golpe con la parte superior de mi escudo y lo desvié, de forma que pasó como un relámpago silbando sobre mi yelmo; lancé de inmediato una estocada con mi propia arma, que fue a clavarse en su musculoso vientre. Cayó hacia atrás, fuera del alcance de mi espada, gritando y chorreando sangre por la herida. Pero dos de sus compañeros venían contra mí, uno también por la izquierda y el otro, más peligroso, por la derecha.

—¡Vamos, vamos a por la caballería! ¡A por la caballería! —oí gritar a Robin en algún lugar cercano, pero estaba demasiado ocupado para atenderle. En lugar de saltar, el hombre oscuro de mi izquierda se agachó y lanzó un golpe con la espada de abajo arriba hacia el vientre de
Fantasma
, con la intención de destripar a mi fiel montura, pero yo bajé la punta inferior del escudo y paré su estocada, para luego alzar la espada por encima de mi cuerpo y amagar con ella hacia la parte superior del escudo alzado con el que protegía su cabeza, y golpear finalmente de derecha a izquierda buscando el hueco entre el cuello y el hombro. El tajo fue tan profundo que casi seccionó su cabeza por entero. Durante unos preciosos instantes, la espada quedó trabada en la vértebra cervical, y hube de tirar y forcejear para liberarla, mientras la sangre caliente empapaba mi cara y mi brazo derecho. Quedé desequilibrado, porque me había ladeado mucho en la silla para asestar aquel golpe, y por el rabillo del ojo vi que el otro atacante, apenas a un metro de distancia, echaba atrás el brazo para golpear mi cintura expuesta.

El mundo pareció girar más despacio; sentí cada segundo como si fuera el redoble de un tambor en una ceremonia de duelo. Sabía lo que iba a suceder después. No podía voltear mi espada con la rapidez suficiente para parar el golpe, y la larga y pesada hoja de su espada penetraría muy hondo en mi costado y mi vientre. Era hombre muerto.

♦ ♦ ♦

Y entonces ocurrió un milagro. Hubo un golpeteo de cascos, y un gran caballo pasó a mi lado; una lanza larga impactó en el pecho del nubio, lo levantó en el aire y lo despidió lejos, y su cuerpo desnudo cayó sobre la hierba con el brazo aún levantado y la espada lista para asestar el golpe que me habría matado.

El jinete tiró de las riendas unos doce metros más allá de mi posición. Desenvainó la espada, la alzó para saludarme y me sonrió: era Robin. Yo me erguí en la silla y levanté mi propia espada en respuesta.

—¡Vamos, Alan —me dijo—, basta de holgazanear! ¡No podemos entretenernos aquí, tenemos que desalojar a la caballería de esa loma!

Y señaló con un gesto la gran masa de jinetes turcos que se movía indecisa por la parte alta de una colina situada entre nosotros y el centro del gran ejército de Saladino.

—Y procura comportarte bien, Alan —siguió diciendo Robin—, el rey nos estará observando.

Volvió a sonreírme. Luego hizo bocina con una mano y gritó:

—¡A mí, formad conmigo! —con su voz de bronce de las batallas—. ¡Trompeta, toca «en formación»!

Cuando mencionó al rey, me volví a mirar atrás hacia nuestras líneas, y presencié un hermoso espectáculo: Ricardo, inconfundible en medio de la multitud por la corona dorada que adornaba su yelmo, cargaba al galope por el centro del campo. Y tras él iban los mil caballeros de refresco de Inglaterra y Normandía. Las armaduras relucían, destellaban las puntas de las lanzas, los pendones ondeaban alegres, y los grandes corceles hacían temblar el suelo con el trueno de sus cascos. Galopaban directamente contra el centro de las líneas enemigas. Con la claridad y la rapidez de un relámpago, comprendí por qué Ricardo había retrasado su avance. Había dejado que nuestros hombres sangraran los efectivos del centro, desplazando a sus regimientos hacia el flanco derecho para enfrentarse a nosotros, y hacia el izquierdo, donde templarios y angevinos seguían enzarzados en una furiosa melé. Con el centro enemigo debilitado por los ataques en los dos flancos, Ricardo se disponía ahora a asestar el golpe decisivo. ¿Lo conseguiría? Era demasiado pronto para afirmarlo: Saladino contaba aún con una hueste poderosa, y si Ricardo era rechazado y Saladino contraatacaba, cuando cayera la noche los supervivientes del ejército cristiano estarían huyendo para salvar la vida.

Nuestra caballería, los hombres de Robin, los flamencos y lo que quedaba de los hospitalarios y los franceses, estábamos dispersos por el campo de batalla. Los bravos infantes nubios habían muerto sin ceder terreno, cortados a trizas por nuestros jinetes. Pero aquellos guerreros tribales semidesnudos habían cobrado un precio muy alto por su muerte: apenas un centenar de hombres montados pudimos acudir a la llamada de Robin. Yo recé una plegaria apresurada por el éxito de Ricardo y de los nuestros, y añadí la humilde petición de que también mi vida fuese preservada. Y enseguida reanudamos el ataque: ahora, sin líneas bien formadas, sólo éramos una gran masa desordenada de los jinetes cristianos que Robin había reagrupado, alzadas las espadas ensangrentadas, sonriendo como lobos con la alegría salvaje de la batalla y galopando enloquecidos pendiente arriba en busca del choque salvaje con la caballería ligera turca que ocupaba las alturas de la loma.

No diré que los turcos fueron cobardes; se habían enfrentado a los mismos hombres sedientos de sangre por tres veces ya en aquel día, y habían salido malparados en cada encuentro. Estaba en su naturaleza de caballería ligera el no mantenerse firmes en una lucha cuerpo a cuerpo contra los poderosos corceles de los cristianos, sino dar un picotazo y retirarse, reagruparse y volver de nuevo, para hostigar y matar a distancia. Pero aun así, cuando un centenar de caballeros exhaustos, cubiertos de sangre, irrumpieron en sus filas revoleando sus espadas y gritando «San Jorge» y «Santo Sepulcro», más una sola voz ronca que gritaba «¡Westbury!», los turcos se dieron a la fuga, hicieron volver grupas a sus pequeños ponis y huyeron en dirección al este tan veloces como pudieron. El polvo se alzó como una nube hirviente a su paso; miles de jinetes escogidos volvieron las espaldas y abandonaron el campo al galope.

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