Robots e imperio (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Robots e imperio
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–¿Y qué voy a hacer yo mientras tanto?

–Conocer nuestro mundo, ampliar sus horizontes.

–Pero su mundo no es precisamente el lugar de recreo de la Galaxia.

–Cierto, pero me esforzaré por mantenerla interesada. –Miró el reloj. –Una advertencia más, señora. No mencione su edad.

–¿Por qué iba a hacerlo?

–Podría surgir en cualquier conversación. Se espera que les dirija unas palabras, y podría decirles por ejemplo: "En el curso de mis veintitrés décadas de vida, nunca he sido tan feliz de ver a alguien, como lo estoy de ver al pueblo de Baleymundo." Si siente la tentación de decir algo parecido al principio de esta frase, por favor, resista.

–Lo haré. En cualquier caso, no tengo la menor intención de permitirme hipérboles... Pero, como simple curiosidad, ¿por qué no?

–Sencillamente, porque es mejor que no conozcan su edad.

–Pero la conocen, ¿verdad? Saben que fui la amiga de su antepasado y saben cuándo vivió. ¿O acaso tienen la impresión de que –le miró, inquisitiva– soy una descendiente lejana de aquella Gladia?

–No, no, saben quién es y la edad que tiene, pero sólo lo saben mentalmente –se tocó la frente– y a poca gente le trabaja la cabeza, como habrá observado.

–En efecto, Incluso en Aurora.

–Muy bien. No querría que los colonos se mostraran especiales a este respecto. Verá, su aspecto es de –se detuvo a pensarlo– cuarenta, ó a lo sumo cuarenta y cinco, y así la aceptarán en sus entrañas, que es donde las personas corrientes tienen localizada su máquina de pensar, si no les habla de su verdadera edad.

–¿De veras importa?

–Mire, el colono normal no quiere robots. Ni le gustan los robots ni los desea. Estamos satisfechos de no ser como los espaciales. La longevidad es distinta. Cuarenta décadas es muchísimo más que diez.

–Pocos de nosotros llegan a las cuarenta décadas.

–Y pocos de nosotros alcanzan las diez. Hacemos ver las ventajas de la vida breve: calidad contra cantidad, rapidez evolutiva, un mundo siempre cambiante, pero nada hace que la gente se sienta feliz por vivir diez décadas, cuando imagina que podría vivir cuarenta, así que en un momento dado la propaganda produce un latigazo y es mejor no decir nada. No suelen ver a espaciales, como puede imaginar, así que no tienen ocasión de rechinar los dientes por el hecho de que los espaciales parecen jóvenes y vigorosos cuando en realidad son el doble de viejos que el más viejo colono que jamás vivió. Si se les ocurre pensar, verán todo esto en usted y les desquiciará.

Gladia comentó con amargura:

–¿Quiere que les diga un discurso y les cuente exactamente lo que significan cuarenta décadas? ¿Quiere que les diga cuántos años sobrevive uno la primavera de la esperanza, por no decir nada de los amigos y conocidos? Les hablaré del vacío de hijos y familia, del interminable ir y venir de un marido tras otro, el recuerdo borroso de los acoplamientos entre uno y otro; del momento en que uno ha visto todo lo que quería ver, y oído todo lo que quería oír, y encontrar imposible pensar un nuevo pensamiento, y olvidar lo que la excitación y el descubrimiento representan, y aprender, año tras año, cuan intenso puede hacerse el aburrimiento.

–La gente de Baleymundo no querría creerlo. Ni yo tampoco. ¿Es así como piensan los espaciales o se lo está inventando?

–Sólo sé con certeza cómo siento yo, pero he observado a otros apagándose a medida que envejecían; he visto cómo su carácter se agriaba y sus ambiciones se reducían y sus indiferencias crecían.

D.G. apretó los labios y su expresión se hizo sombría:

–¿Es alto el número de suicidios, entre los espaciales?

–Prácticamente inexistente.

–Pues esto no encaja con lo que me ha dicho.

–Piense un poco. Estamos rodeados de robots dedicados a mantenernos vivos. No hay modo de matarnos cuando nuestros activos y vigilantes robots están siempre a nuestro lado. Dudo de que alguno de nosotros lo intentara siquiera. Yo ni lo soñaría, aunque sólo fuera por la idea de lo que significaría para todos mis robots domésticos y mucho más para Daniel y Giskard.

–Pero, sabe de sobra que no viven. Que no tienen sentimientos.

Gladia sacudió la cabeza.

–Lo dice sólo porque nunca ha vivido con ellos... En todo caso, creo que sobrestima el deseo de longevidad entre su gente. Usted sabe mi edad, mira mi apariencia y no le molesta.

–Porque estoy convencido de que los mundos espaciales deben declinar y morir, que los mundos de los colonizadores son la esperanza en el futuro de la humanidad, y que lo que lo asegurará es nuestra característica vida breve. Escuchando lo que acaba de decirme, asumiendo que sea verdad, me afirmo en mi creencia.

–No se sienta demasiado seguro. Pueden surgir sus propios e insuperables problemas si no los tiene ya.

–Es indudablemente posible, señora, pero por ahora tengo que dejarla. La nave está preparándose para tocar tierra y debo vigilar inteligentemente la computadora que la controla, o nadie creerá que soy su capitán.

Salió y Gladia quedó en sombría abstracción por unos segundos, tirando distraída del plástico que envolvía el sobretodo.

Había llegado a conseguir una sensación de equilibrio en Aurora, una forma de dejar que la vida transcurriera tranquila. Comida tras comida, día tras día, estación tras estación, había ido pasando y la tranquilidad casi la había aislado de la tediosa espera por la única aventura que le quedaba, la aventura final de la muerte.

Y ahora había estado en Solaria y había despertado los recuerdos de una infancia lejana en un mundo que se había acabado, de modo que su tranquilidad se había hecho trizas..., quizá para siempre, de modo que ahora estaba descubierta e indefensa ante el horror de una vida que continuaba.

¿Con qué podía sustituir la tranquilidad desaparecida?

Captó los ojos relucientes de Giskard puestos en ella y le suplicó:

–Ayúdame en todo esto, Giskard.

32

Hacía frío. El cielo estaba gris de nubes y el aire relucía por una ligera nevada. Manchones de nieve en polvo giraban con la brisa, y lejos, más allá del aeródromo espacial, Gladia podía ver montones de nieve distantes.

Había mucha gente reunida acá y allá, contenida por barreras para evitar que se acercaran demasiado. Todos vestían sobretodos de diferentes tipos y colores, y todos parecían balones, transformando la humanidad en objetos con ojos pero sin forma. Algunos llevaban viseras que brillaban transparentes sobre sus rostros.

Gladia se llevó la mano enguantada a la cara. Excepto por la nariz se sentía bien protegida. El sobretodo hacía más que aislar; parecía producir su propio calor.

Miró tras sí, Daneel y Giskard estaban a su alcance, cada uno con su sobretodo. Primero había protestado:

–No necesitan abrigos. Son insensibles al frío.

–Ya lo sé –le había dicho D.G.–, pero dice que no irá a ninguna parte sin ellos, y no podemos dejar a Daneel sentado ahí fuera expuesto al frío. Parecería 
contra natura.
 Tampoco deseamos despertar hostilidad dejando claramente ver que son robots.

–Tienen que saber que llevo conmigo a mis robots, y el rostro de Giskard lo descubrirán aunque lleve un sobretodo.

–Puede que lo sepan, pero es posible que no piensen en ello si no les obligamos a hacerlo, así que no forcemos las cosas.

Ahora D.G. le indicó que entrara en un coche que tenía el techo y los lados transparentes. Le explicó sonriendo:

–Quieren verla mientras viajemos, señora.

Gladia se sentó a un lado y D.G. al otro.

–Yo soy un co-héroe –le anunció.

–¿Le importa mucho?

–¡Oh, sí! Significa una gratificación para mi tripulación y a lo mejor un ascenso para mí. Y no lo desprecio.

Daneel y Giskard también entraron y ocuparon unos asientos situados delante de la pareja. Daneel, frente a Gladia; Giskard frente a D.G. Delante iba otro coche sin transparencias, y una hilera de lo menos una docena, detrás. Se oyó cómo les vitoreaban y un bosque de brazos levantados de la masa humana, saludándolos. D.G. sonrió y levantó el brazo en correspondencia, e indicó a Gladia que hiciera lo mismo. Agitó la mano de un modo indiferente. El interior del coche estaba caliente y su nariz había dejado de ser insensible. Observó:

–Hay un brillo desagradable en las ventanas. ¿No puede eliminarse?

–Indudablemente, pero no se hará. Es algo tan imperceptible como un campo magnético, lo mejor que hemos podido montar. Entre toda esa gente entusiasmada, aunque han sido registrados, podría alguno esconder un arma y no queremos que le ocurra nada.

–¿Quiere decir que alguien podría intentar matarme?

(Los ojos de Daneel observaban a la gente por su lado del coche; Giskard, por el otro.)

–Es improbable, pero es usted una espacial y a los colonizadores no les gustan los espaciales. Algunos pueden odiarles con tal virulencia que sólo vean en usted su espacialidad... Pero no se preocupe. Incluso si alguien lo intentara, y como le digo es improbable, no lo conseguiría.

Los coches empezaron a moverse, todos a la vez, con gran suavidad, Gladia se levantó, asombrada. No había nadie delante del panel que les aislaba. Preguntó:

–¿Quién conduce?

–Los coches están completamente computarizados; –explicó D.G–. ¿Deduzco que los coches espaciales no lo están?

–Los conducen los robots.

D.G. siguió saludando y Gladia, maquinalmente, siguió su ejemplo.

–Los nuestros, no.

–Pero una computadora es esencialmente lo mismo que un robot,

–Una computadora no es humanoide y no llama la atención de la gente. Pese a las similitudes que pueda haber, psicológicamente son totalmente distintos.

Gladia contemplaba el paisaje, opresivamente desnudo, árido. Aun teniendo en cuenta que era invierno, había algo desolado en las matas sin hojas y en los escasos árboles, cuyo aspecto descarnado ponía de relieve aquella muerte que parecía apoderarse de todo, D.G., que observó su depresión y la relacionó con las miradas que dirigía a un lado y otro, le dijo:

–Está muy feo todo ahora, señora. Pero en verano no está mal. Hay llanuras cubiertas de hierba, huertas, campos de trigo...

–¿Y bosques?

–Grandes bosques sombríos, no. Todavía estamos en un mundo que va creciendo. Todavía lo estamos moldeando. Tiene solamente un siglo y medio. El primer paso fue cultivar pequeñas huertas para los primeros colonos, utilizando semillas importadas. Luego metimos peces e invertebrados de todo tipo en el océano, haciendo lo imposible para establecer una ecología automantenida. Es un proceso relativamente fácil si la composición química del océano es apropiada. En caso contrario, el planeta no es habitable sin una enorme modificación química y esto aún no se ha probado, aunque hay todo tipo de proyectos para tales procedimientos. Por fin, tratamos de que la tierra florezca, lo que es siempre difícil, siempre muy lento.

–¿Todos los mundos colonizados han seguido este patrón?

–Lo están siguiendo. Ninguno está realmente terminado. Baleymundo es el más antiguo y queda aún mucho por hacer. Un par de siglos más, y los mundos de los colonos serán mundos ricos y llenos de vida, tanto en tierra como en el mar, aunque para entonces habrá mundos todavía más nuevos, abriéndose paso a través de sus diversas fases preliminares. Estoy seguro de que los mundos espaciales pasaron por el mismo proceso.

–Hace muchos siglos..., y más de prisa, creo yo. Teníamos robots para ayudarnos.

–Nos arreglaremos –contestó D.G., seco.

–¿Qué hay de la vida autóctona, de las plantas y animales que se criaban en este mundo antes de que llegaran los humanos?

–Insignificante. Cosas pequeñas, débiles. Los científicos están interesados, por supuesto, así que la vida indígena prosigue en acuarios especiales, jardines botánicos y zoológicos. Todavía quedan remotas lagunas y una considerable extensión de tierra que no ha sido aún transformada. Algo de vida indígena vive allí todavía.

–Pero estas extensiones desérticas se irán transformando sucesivamente .

–Así lo esperamos.

–¿No cree usted que el planeta pertenece realmente a esas cosas pequeñas e insignificantes?

–No, no soy tan sentimental. El planeta y todo el Universo pertenecen a la inteligencia. Los espaciales están de acuerdo. ¿Dónde ha ido a parar la vida indígena de Solaria? ¿Y la de Aurora?

La fila de coches, que había ido avanzando tortuosamente desde el aeródromo espacial, llegó ahora a un área pavimentada en la que se veían varios edificios bajos y rematados por cúpulas.

–Plaza de la Capital –explicó D.G. en voz baja–. Esto es el latido oficial del planeta. Aquí están las oficinas del gobierno. El Congreso Planetario se reúne ahí y la Mansión Ejecutiva.

–Lo siento, D.G., pero todo esto no impresiona mucho. Estos edificios son pequeños y poco interesantes.

D.G. sonrió:

–Sólo ve algún que otro remate, señora. Los edificios en sí están situados bajo tierra: todos ellos interconectados: Es un complejo único en realidad, y aún está creciendo. Es una ciudad concentrada, ¿sabe? Ésta, junto con las áreas residenciales que la rodean, forma Baleyciudad.

–¿Se proponen tenerlo todo bajo tierra? ¿Toda la ciudad? ¿Todo el mundo?

–La mayoría de nosotros anticipamos un mundo subterráneo, sí.

–Tengo entendido que ,en la Tierra tienen ciudades subterráneas.

–En efecto. Las llamadas Cuevas de Acero.

–Entonces, ¿aquí las imitan?

–No es una simple imitación. Aportamos nuestras ideas y... Vamos a pararnos, señora, y en cualquier momento nos van pedir que bajemos. Yo que usted, me sujetaría bien las aberturas del sobretodo. En invierno, el viento en esta plaza es legendario.

Gladia obedeció, sujetándose torpemente las aberturas con dificultad.

–¿Dice que no es una simple imitación?

–No. Diseñamos bajo tierra teniendo en cuenta el tiempo. Como el tiempo aquí, en general, es más duro que el de la Tierra, hay que llevar a cabo ciertas modificaciones en la arquitectura. Si se edifica bien, se requiere muy poca energía para mantener el complejo caliente en invierno y fresco en verano. La verdad es que, en cierto modo, nos conservamos calientes en invierno, en parte, con el calor almacenado del verano anterior, y frescos en verano con el frío del invierno pasado.

– ¿Y qué hay de la ventilación?

–Esto gasta parte de los ahorros, pero no todos. Funciona, y algún día emularemos las estructuras de la Tierra. Ésta es, por supuesto, la máxima ambición: hacer que Baleymundo sea el reflejo de la Tierra.

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