Robots e imperio (44 page)

Read Robots e imperio Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Robots e imperio
2.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Nunca me dijo nada de eso a mí, doctor Amadiro.

–No estaba seguro de lo que había que decir, joven. No estaba seguro de que ella tuviera razón.

–¿Y está seguro, ahora?

–Completamente seguro. Ella no recuerda nada de lo que ocurrió.

–Así que no sabemos nada de lo que ocurrió.

Amadiro asintió.

–Exactamente, Y no se acuerda nada de lo que me había dicho antes.

–¿No estará haciendo comedia?

–Me preocupé de que le hicieran un electroencefalograma de urgencia. Había cambios visibles desde los datos anteriores.

–¿Hay probabilidad de que con el tiempo recobre la memoria?

Amadiro movió la cabeza, entristecido:

–¿Quién sabe? Pero lo dudo.

Mandamus, con los ojos todavía bajos, todavía sumido en sus pensamientos, dijo:

–Ya no importa. Podemos dar por cierta su explicación sobre Giskard, y sabemos que tiene el poder de afectar la mente. Ese conocimiento es crucial, y ahora es nuestro. El caso es que ha sido una suerte que nuestra colega robotista fracasara. Si Vasilia hubiera dispuesto del control de ese robot, ¿cuánto tiempo supone que habría transcurrido para que usted y yo también nos encontráramos bajo su control, suponiendo que creyera que valía la pena controlarnos?

Amadiro asintió de nuevo.

–Supongo que algo así debe de tener 
in mente.
 No obstante, ahora mismo es difícil saber lo que se proponía. Parece que,superficialmente al menos, no ha sufrido otro daño que la pérdida específica de la memoria. Aparentemente recuerda todo lo demás, pero ¿quién sabe cómo puede afectar esto al proceso profundo del pensamiento y su habilidad como robotista? Que Giskard haya podido hacer esto a alguien tan experto como ella, le transforma en un fenómeno increíblemente peligroso.

–¿No se le ha ocurrido, doctor Amadiro, que los colonizadores pueden tener razón en su desconfianza de los robots?

–Casi, Mandamus.

Mandamus se frotó las manos y comentó:

–Por su actitud deprimida supongo que todo este asunto no se descubrió hasta después de que pudieran abandonar Aurora.

–Supone correctamente. El capitán colonizador tiene en su nave a la mujer Solaria y a sus dos robots y va en dirección de la Tierra.

–¿Y cómo nos afecta esto a nosotros?

–De ningún modo derrotados, a mi entender –dijo, despacio, Amadiro– Si terminamos nuestro proyecto, hemos ganado con o sin él. Y podemos completarlo. Lo que Giskard puede hacer con las emociones o a las emociones, no lo puede con los pensamientos. Podrá decir cuándo un sentimiento cruza una mente humana, o incluso distinguir un sentimiento de otro, o cambiar uno por otro, o inducir al sueño, o a la amnesia... cosas así, pero no puede ser listo. No puede entender palabras o ideas.

–¿Está seguro?

–Así lo dijo Vasilia.

–Tal vez no sabía bien de lo que estaba hablando. Después de todo, no supo controlar a su robot, como dijo que era capaz de hacer. Esto no es una prueba de su exactitud o comprensión.

–Pero yo le creo. Conseguir leer el pensamiento requeriría tal complejidad en sus circuitos positrónicos que es totalmente imposible que una criatura pudiera cambiárselos al robot, hace veinte décadas. En realidad, es mucho más avanzado que el actual estado del arte, Mandamus. Tiene que estar de acuerdo.

–Así parece, ¿Y se dirigen a la Tierra?

–Estoy seguro de que sí.

–Pero esta mujer, tal como se ha criado, ¿sería capaz de ir al planeta Tierra?

–No puede elegir si Giskard la controla.

–¿Y por qué iba a querer Giskard que fuera a la Tierra? ¿Puede estar enterado de nuestro proyecto? Usted parece creer que no sabe nada.

–Estoy seguro de que no sabe nada. Sus motivaciones para ir a la Tierra serán situarse él y la mujer solariana fuera de nuestro alcance.

–Pudo manejar a Vasilia, así que creo que no nos teme.

–Una arma de largo alcance –comentó, glacial, Amadiro– lo aniquilaría. Sus propias habilidades deben tener un radio de acción limitado. Es posible que no se basen más que en su campo electromagnético y estén sometidas a la ley inversa. Así que si no ponemos fuera del alcance de su mente, descubrirá que no está fuera del alcance de nuestras armas.

Mandamus, ceñudo, pareció inquieto.

–Parece usted sentir un gusto no espacial por la violencia, doctor Amadiro. Aunque pienso que en un caso como éste, la fuerza es permisible.

–¿En un caso como éste? ¿Un robot capaz de hacer daño a los seres humanos? Ya lo creo que sí. Tendremos que buscar un pretexto para enviar a una buena nave en su persecución. No sería prudente explicar la situación actual.

–No –respondió, enfático, Mandamus–. Piense en cuántos desearían tener control personal de semejante robot.

–Cosa que no podemos permitir. Y que es otra de las razones por las que creo que la destrucción del robot es el medio preferible y más seguro.

–Puede que tenga razón –asintió Mandamus, aunque de mala gana–, pero creo también que no es prudente pensar sólo en la destrucción. Debo ir a la Tierra... ¡ahora! Hay que acelerar el proyecto hasta su conclusión, aunque falten los puntos sobre las íes. Una vez hecho, ya estará hecho. Incluso un robot capaz de alterar las mentes, al no estar bajo el control de nadie no será capaz de desbaratar lo que vamos a hacer. Y si hiciera algo, tal vez no importaría.

–No hable en singular. Yo también iré – declaró Amadiro.

–¿Usted? La Tierra es un mundo horrible. Yo debo ir, pero, ¿por qué usted?

–Porque también debo ir. Ya no puedo quedarme más tiempo aquí haciendo cábalas. Usted no ha esperado por esto toda una vida, como yo, Mandamus. Usted no tiene tantas cuentas que saldar como yo.

65

Gladia se encontraba de nuevo en el espacio y Aurora sólo podía verse como un globo. D.G. estaba ocupado y toda la nave tenía un aire vago, pero penetrante, de emergencia, como si estuviera su pie de guerra, como si fuera perseguida o esperara serlo.

Gladia sacudió la cabeza. Pensaba con fluidez; se encontraba bien; pero cuando volvía a pensar en los momentos pasados en el Instituto, poco después de que Amadiro la dejara, una realidad curiosamente insistente la invadía. Había un vacío de tiempo. En un momento dado estaba sentada en el diván, medio adormilada, al siguiente había cuatro robots y una mujer en la habitación, que no estaban allí antes.

Se había quedado dormida, pero no se daba cuenta, no recordaba que lo hubiera hecho. Había un vacío de no existencia. Pensando en lo pasado, había reconocido a la mujer más tarde. Era Vasilia Aliena, la hija a la que Gladia había reemplazado en el afecto de Han Fastolfe. Realmente Gladia no había visto nunca a Vasilia, aunque la conocía por las imágenes de hiperonda. Gladia siempre pensó en ella como en otro ser hostil y lejano. Existía un vago parecido que los demás comentaban siempre, pero que la propia Gladia insistía en que no era así. Había una conexión peculiar antitética con Fastolfe.

Una vez instalada en la nave, y a solas con sus robots, formuló la inevitable pregunta;

–¿Qué estaba haciendo Vasilia Aliena en la habitación y por qué se me permitió dormir una vez que llegó ella?

–Gladia –dijo Daneel–, yo contestaré a la pregunta, ya que se trata de un asunto que el amigo Giskard encontraría difícil de discutir.

–¿Por qué iba a encontrarlo difícil, Daneel?

–Vasilia llegó con la esperanza de poder convencer a Giskard de que entrara a su servicio.

–¿Y quitármelo? –exclamó Gladia, indignada. Giskard no le acababa de gustar, pero no tenía nada que ver. Lo que era suyo, era suyo. –¿Y me dejaron dormir mientras ustedes dos trataban el asunto?

–Creímos, señora, que necesitaba dormir. También Vasilia nos ordenó que la dejáramos dormir. Finalmente, en nuestra opinión Giskard no pasaría a su servicio de ningún modo. Por todas estas razones, no la despertamos.

–Ni por un momento puedo pensar que Giskard pudiera decidir abandonarme –dijo Gladia indignada–. Sería ilegal según la ley de Aurora y, lo que es más importante, ilegal según las tres leyes de la robótica. Sería una buena idea regresar a Aurora y acusarla ante el Tribunal de Reclamaciones.

–No sería aconsejable en este momento, señora.

–¿Qué pretexto alegó para querer a Giskard? ¿Alegó alguno?

–De niña le habían asignado a Giskard.

–¿Legalmente?

–No, señora. El doctor Fastolfe le permitió simplemente utilizarlo.

–Entonces no tenía ningún derecho sobre Giskard.

–Se lo hicimos notar, señora. Por lo visto era puramente sentimental por parte de Vasilia.

–Después de haber sobrevivido a la pérdida de Giskard antes de que yo llegara a Aurora –rezongó Gladia–, podía haber seguido del mismo modo que estaba, sin llegar a cometer ninguna ilegalidad por apoderarse de mi propiedad. –Luego, inquieta, añadió: –De todos modos debiste despertarme.

–Vasilia traía cuatro robots –explicó Daniel–. De haber estado despierta y si hubieran discutido las dos, podíamos haber tenido dificultades para manejar debidamente a los robots.

–Te aseguro, Daneel, que yo podría haberlos manejado debidamente.

–Sin duda, señora. Pero también podía hacerlo Vasilia, ya que es una de las más expertas robotistas de la Galaxia.

Gladia miró a Giskard:

–¿Y tú no tienes nada que decir?

–Sólo que fue mejor como lo hicimos, señora.

Gladia contempló, pensativa, aquellos ojos ligeramente fosforescentes del robot, tan diferentes de los prácticamente humanos de Daneel, y le pareció que el incidente no era, después de todo, demasiado importante. Una nadería. Había otras cosas por las que preocuparse. Estaban yendo a la Tierra.

Curiosamente, no volvió a pensar más en Vasilia.

66

–Estoy preocupado –dijo Giskard en su murmullo confidencial en el que las ondas sonoras apenas vibraban en el aire.

La nave colonizadora se alejaba suavemente de Aurora y aún no se había iniciado la persecución. La actividad a bordo había entrado en la fase de rutina y con la automatización, todo estaba en silencio. Gladia dormía ahora con naturalidad.

–Me preocupa Gladia, amigo Daneel.

Daneel comprendía las características de los circuitos positrónicos de Giskard lo bastante bien como para no necesitar largas explicaciones. Le tranquilizó:

–Fue necesario, amigo Giskard, ajustarla. De haber seguido preguntando, hubiera podido averiguar tus actividades mentales y el ajuste habría resultado peligroso. Bastante daño ha tenido ya por haberlo descubierto Vasilia. Lo que no sabemos es a quiénes, o a cuántos, habrá confiado su descubrimiento.

–No obstante –dijo Giskard–, no quise tener que hacer este ajuste. Si Gladia hubiera deseado olvidar, hubiera bastado un simple ajuste sin riesgos. Pero ella quería, con decisión y rabia, saber más del asunto. Lamentaba no haber tenido un papel más importante; me vi obligado a doblegar fuerzas de considerable intensidad.

–Incluso esto fue necesario, amigo Giskard.

–Pero la posibilidad de causarle daño era considerable en este caso. Si imaginas esa fuerza como una cuerda fina y elástica (y esto es una analogía muy pobre, aunque no se me ocurre otra porque lo que percibo en la mente carece de analogía fuera de ella), tan fina y elástica como las inhibiciones ordinarias que suelo tratar, que al ser tan finas y tan insustanciales se desvanecen tan pronto como las toco... Pero una fuerza resistente como ésta, por el contrario, salta y retrocede cuando se rompe, y el retroceso rompe otra que nada tenga que ver con las fuerzas de inhibición, dando un latigazo y enroscándose en otras fuerzas y reforzándolas sobre manera. En cualquiera de los dos casos, ocurren cambios imprevistos en las emociones y comportamiento de un ser humano y esto, con toda seguridad, produce daños.

Daneel preguntó con voz algo más fuerte:

–¿Tienes la impresión de haber dañado a Gladia, amigo Giskard?

–No lo creo. Fui sumamente cuidadoso. Trabajé en ella durante todo el tiempo que tú le estuviste hablando. Tuve buen cuidado de que llevaras el peso de la conservación y correr asi el riesgo de que te pillara entre una verdad inconveniente y una mentira. Pero a despecho de todo mi cuidado, amigo Daneel, corrí un gran riesgo y me preocupa que lo corría voluntariamente. Me acerqué tanto a la violación de la primera ley que requirió un tremendo esfuerzo por mi parte hacerlo. Estaba seguro de que no podría...

–¿Qué, amigo Giskard?

–De no haber comentado tú lo que pensabas de la ley Cero.

–Entonces, ¿la aceptas?

–No, no puedo. ¿Tú puedes? Frente a la posibilidad de dañar a un ser humano o de permitir que se le dañe, ¿podrías dañar o permitir el daño en nombre de la humanidad abstracta? ¡Piensa?

–No estoy seguro –contestó Daneel con voz temblorosa y apenas audible. Luego, haciendo un esfuerzo continuó–. A lo mejor, sí. El mero concepto me empuja, y a tí también. Te ayudó a decidir correr el riesgo de ajustar la mente de Gladia.

–Así fue –asintió Giskard–, y cuanto más pensemos en la ley Cero más nos empujará. Pero, me pregunto, ¿puede hacerlo más que de un modo marginal? ¿No nos llevará a tomar decisiones algo más arriesgadas de lo que corrientemente haríamos?

–No obstante, sigo convencido de la validez de la ley Cero, amigo Giskard.

–También lo estaría yo si pudiéramos definir lo que entendemos por "humanidad".

Después de una pausa, dijo Daneel:

–¿No aceptaste la ley Cero cuando inmovilizaste a los robots de Vasilia y borraste de su mente el conocimiento de tus poderes mentales?

–No, amigo Daneel. Realmente, no. Estuve tentado de aceptarla, pero en realidad, no.

–Sin embargo, tus actos...

–Fueron dictados por un conjunto de motivos. Me hablaste de tu concepto de la ley Cero y parecía que tenía cierta validez, pero no la suficiente como para cancelar la primera ley o incluso el uso enérgico que hizo Vasilia de la segunda ley y lo que ordenó con ella. Luego, cuando me llamaste la atención sobre la aplicación de la ley Cero a la psicohistoria, pude notar la subida de la energía positrónica pero no lo bastante para reemplazar la primera ley y menos aún la fuerte segunda ley.

–Así y todo, amigo Giskard, anulaste a Vasilia.

–Cuando ordenó a los robots que te desmantelaran, amigo Daneel, y mostró placer ante esa idea, tu necesidad, sumada a lo que el concepto de ley Cero había hecho ya, dominó la segunda ley y rivalizó con la primera. Fue la combinación de la ley Cero, la psicohistoria, mi lealtad a Gladia y tu desamparo lo que dictó mi acción.

Other books

Cuff Me Lacy by Demi Alex
Conqueror by Kennedy, Kris
1972 by Morgan Llywelyn
Reckless by Byrnes, Jenna
Bliss by Kathryn Littlewood
Home Ice by Catherine Gayle