Authors: Kerstin Gier
—Voy corriendo a Selfridges a comprarte más —le dije.
—Ay cariño, eres mi angelito del alma. Dame un beso y ponte el abrigo, que llueve. Y no vuelvas a morderte las uñas, ¿me has oído?
Como mi abrigo aún estaba colgado en la taquilla de la escuela, me puse el impermeable floreado de mamá y me coloqué la capucha en el portal. El hombre de la entrada del número 18 estaba encendiendo un cigarrillo. Siguiendo un impulso repentino, le saludé con la mano mientras bajaba saltando los escalones.
Como era de esperar, no me devolvió el saludo, el muy cretino...
Salí corriendo hacia Oxford Street. Llovía a cántaros. Tendría que haber cogido las botas de agua además del impermeable. Las flores de mi magnolio preferido de la esquina colgaban tristemente. Antes de que llegara a su altura, ya me había metido en tres charcos. En el momento en el que iba a rodear el cuarto, sentí un tirón en las piernas que me cogió totalmente desprevenida. Mi estómago se encogió como si estuviera en una montaña rusa y la calle se difuminó ante mis ojos para transformarse en un río gris.
Ex hoc momento pendet aeternitas.
(La eternidad pende de este momento)
Inscripción en un Rel. De sol, Middle temple (Londres)
Cuando pude volver a ver con claridad, un coche de época doblaba la esquina y yo me encontraba arrodillada en la acera temblando del susto.
Había algo que no encajaba en la calle, algo diferente a su aspecto actual. En los últimos segundos, todo había cambiado. En lugar de llover, en esos momentos, soplaba un viento helado, y era mucho más oscuro que antes, casi de noche. El magnolio no tenía flores ni hojas. Ni siquiera estaba segura de que fuera un magnolio. Las puntas de la verja que lo rodeaba estaban pintadas de dorado. Habría jurado que el día anterior aún eran negras. De nuevo un coche de época dobló la esquina. Era un vehículo extraño, con ruedas altas y radios claros. Miré a lo largo de la acera. Los charcos habían desaparecido. Y las señales de circulación. En cambio, el pavimento estaba deformado y abombado, y las farolas tenían un aspecto distinto, su luz amarillenta alcanzaba hasta el siguiente portal.
Tenía un mal presentimiento, pero no estaba dispuesta a reconocerlo. De modo que respiré hondo y luego volví a mirar alrededor, esta vez más a fondo. Bien, en realidad, no habían cambiado tantas cosas. La mayoría de las casas tenían el mismo aspecto de siempre. Aunque, al fondo, la tienda donde mamá compraba siempre aquellas deliciosas galletas Prince of Walles había desaparecido, y en la esquina había una casa con unas macizas columnas en la parte delantera que nunca había visto.
Un hombre con sombrero y un abrigo negro me dirigió una mirada ligeramente irritada y siguió adelante sin decir nada y sin siquiera ayudarme. Me levanté y me sacudí la suciedad de las rodillas.
El mal presagio se convirtió lenta pero inexorablemente en una terrible certidumbre.
¿A quien quería engañar?
No había ido a parar casualmente a una carrera de coches antiguos, ni el magnolio había perdido sus hojas de repente. Y aunque hubiera dado cualquier cosa para que en ese momento apareciera Nicol Kidman, por desgracia, aquello tampoco era un escenario de una película de Henry James.
Sabía perfectamente lo que había ocurrido. Sencillamente, lo sabía. Y también sabía que tenía que haber algún fallo. Había aterrizado en otra época.
No Charlotte, si no yo. Alguien había cometido un grave error.
De repente empezaron a castañearme los dientes. No solo de la excitación, sino también del frio. Estaba helada.
Las palabras de Charlotte resonaron de nuevo en mis oídos.
"Cuando llegue el momento, sabré lo que tengo que hacer.” Claro, Charlotte sabía lo que tenía que hacer, pero a mi nadie me había explicado nada. De modo que me quedé plantada en un rincón de la calle temblando y observando como la gente que pasaba me miraba boquiabierta, aunque, a decir verdad, no era mucha. Una mujer joven que llevaba un abrigo que le llegaba a los tobillos y una cesta al brazo se acercaba seguida por un hombre con sombrero y el cuello subido.
—Perdone —dije—, ¿le importaría decirme en qué año estamos?
La mujer hizo como si no me hubiera oído y aceleró el paso, el hombre sacudió la cabeza. —Que desvergüenza —Lancé un suspiro. De todos modos, la información tampoco me habría servido de mucho. En el fondo importaba poco que nos encontráramos en el año 1899 o en el 1923.
Pero al menos sabia donde estaba. Vivía apenas cien metros de aquí. Lo más sencillo era ir a casa. Algo tenía que hacer, ¿no?
A la luz del crepúsculo, la calle tenía un aspecto pacífico y tranquilo mientras volvía despacio hacia casa mirando en todas direcciones. ¿Que era distinto? ¿Qué era igual? incluso observándolos más de cerca, los edificios se parecían mucho a los de mi época, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que había muchos detalles que veía por primera vez; aunque también podría haber sido que no me hubiera fijado mucho en ellos. Instintivamente lancé una ojeada al otro lado de la calle, al número 18; pero la entrada estaba vacía, no había ningún hombre de negro a la vista.
Me detuve.
Nuestra casa tenía el mismo aspecto que en mi época. Las ventanas de la planta baja y el primer piso estaban iluminadas, y también había luz arriba, en la habitación de mamá. Sentí una terrible añoranza de verla. De los remates de las ventanas del tejado colgaban carámbanos.
"Cuando llegue el momento sabré lo que tengo que hacer.” Haber, que habría hecho Charlotte en este momento. Se estaba haciendo de noche y hacia un frió que pelaba ¿A dónde hubiera ido Charlotte para no congelarse? ¿A casa?
Miré hacia las ventanas de la fachada. Tal vez mi abuelo ya viviera en esa época. Tal vez incluso me reconociera al verme. Al fin y al cabo me había hecho saltar sobre sus rodillas cuando era pequeña...
¡Bah, tonterías! Aunque yo hubiera nacido, difícilmente iba a poder acordarse de que iba a mecerme en sus rodillas cuando fuera un anciano.
El frió que se colaba bajo mi impermeable hizo que me decidiera: sencillamente llamaría y pediría alojamiento por una noche.
La cuestión era como iba a hacerlo. "Hola, me llamo Gwendolyn y soy la nieta de lord Lucas Montrose, que posiblemente aún no haya nacido.”
No podía esperar que me creyeran. Probablemente, de un momento a otro me encontraría encerrada en una institución mental y seguro que en esa época eran lugares siniestros de los que, una vez dentro, ya no se volvía a salir jamás.
Por otra parte, tenía picas alternativas. Pronto estaría todo oscuro como boca de lobo, y tenía que encontrar un sitio donde pasar la joche si no quería congelarme. Y no quería que me descubriera Jack el destripador. ¡Maldita sea! ¿Cuándo había actuado el Destripador exactamente? ¿Y dónde? ¡Esperaba que no en el respetable barrio de Mayfair!
Si conseguía hablar con uno de mis antepasados, tal vez pudiera convencerle de que sabía más cosas de la familia de las que podía conocer un extraño, ¿quién por ejemplo, aparte de mi, podía responder sin vacilar que el caballo del tatatatarabuelo Hugo se llamaba Fat Annie? Aquello solo podía saberlo alguien de dentro.
Una ráfaga de viento hizo que me estremeciera. Hacía un frío terrible. Parecía que en cualquier momento fuera a ponerse a nevar. “Hola, me llamo Gwendolyn y vengo del futuro, como demostración, puedo enseñarles esta cremallera. Apuesto a que aún ni se ha inventado ¿no es verdad? Igual que los Jumbos, la televisión, las neveras..."
Al menos podía intentarlo. Respiré hondo y me dirigí hacia la puerta. Los escalones me resultaban extrañamente familiares y diferentes al mismo tiempo. Instintivamente alargué la mano para pulsar el botón del timbre. No había ninguno. Por lo visto, los timbres eléctricos aun no se habían inventado. Por desgracia, aquello tampoco me daba ninguna pista sobre el año en que me encontraba. Ni siquiera sabía cuando habían inventado la corriente eléctrica. ¿Antes o después de los barcos de vapor? ¿Nos lo habían explicado en la escuela? Si lo habían hecho, por desgracia, no podía recordarlo.
Encontré un pomo que colgaba de una cadena, parecido al antiguo tirador del anticuado valer de casa de Leslie. Tiré enérgicamente y oí sonar una campana detrás de la puerta.
¡Ay, dios! probablemente abriría algún miembro del servicio. ¿Qué podía decir para que me llevara ante la presencia de algún familiar? ¿Tal vez aún vivía el tatatatarabuelo Hugo? o vivía ya. O lo que fuera. Sencillamente preguntaría por él. O por Fat Annie.
Oí unos pasos que se acercaban y me armé de valor. Pero ya no pude ver quien abría la puerta, porque en ese instante volví a sentir un tirón en los pies que me lanzó a través del tiempo y el espació y luego me escupió de nuevo. Me encontraba otra vez sobre la alfombrilla de la puerta de casa.
Me puse de pie de un salto y miré a mí alrededor. Todo se veía como antes, cuando había salido a comprar caramelos de limón para la tía Maddy. Las casas, los coches, e incluso la lluvia.
El hombre de negro en la entrada del número 18 me miraba fijamente. —No eres tú el único asombrado —murmuré.
¿Cuanto tiempo había estado fuera? ¿Había visto el hombre de negro como desaparecía en la esquina y volvía a parecer sobre la alfombrilla? Seguro que no podía dar crédito a sus ojos. Se lo tenía bien merecido. Ahora se daría cuenta de lo que suponía convertirse en un enigma para otras personas.
Llame a la puerta frenéticamente. Mister Bernhard abrió.
—¿Tenemos prisa hoy? —preguntó.
—¡Usted probablemente no, pero yo si!
Mister Bernhard levanto, las cejas.
—Perdón, he olvidado algo importante.
Pase junto a él y corrí escaleras arriba, saltando los escalones de dos en dos.
La tía abuela Maddy me miró sorprendida al verme irrumpir como un ciclón en el cuarto.
—Pensaba que ya te habías ido, angelito.
Jadeando miré el reloj de la pared. Hacia exactamente veinte minutos que había salido de la habitación. —Pero me alegra mucho de que hallas venido. Había olvidado decirte que en Selfridges tienen los mismos caramelos pero sin azúcar, ¡y el envoltorio tiene exactamente el mismo aspecto! Sobre todo, no los compres, porque los que no tienen azúcar provocan...esto... ¡diarrea!
—Tía maddy ¿porque están todos tan seguros de que Charlotte tiene el gen?
—Pues, porque, ¿no puedes preguntarme algo más sencillo? —La tía Maddy parecía un poco desconcertada.
—¿Le han analizado la sangre? ¿No podría ser que también hubiera otra persona que tuviera el gen? —Poco a poco iba recuperando la respiración.
—No cabe duda de que Charlotte es la portadora del gen.
—¿Por qué, lo han encontrado en su ADN?
—Angelito, la verdad es que estás preguntando a la persona equivocada. Siempre he sido un completo desastre en biología, ni siquiera sé que es el ADN. Creo que todo esto tiene más que ver con las matemáticas que con la biología. Por desgracia, también soy malísima en matemáticas. Cuando me hablan de números y fórmulas, me entra por un oído y me sale por el otro. Sólo puedo decirte que Charlotte vino al mundo en la fecha exacta fijada para ella y calculada desde hace siglos.
—¿De modo que la fecha de nacimiento determina si una persona tiene el gen o no? —Me mordí los labios. Charlotte había nacido el 7 de octubre y yo, el 8. Solo había un día de diferencia.
—Creo que es más bien al revés —me informó la tía abuela Maddy—. El gen determina la hora de nacimiento. Calcularon todo eso con absoluta precisión.
—¿Y si se equivocaron con los cálculos?
¡Solo por un día! Así de sencillo era, se habían confundido de persona. No era Charlotte la que tenía el gen, sino yo, o las dos. O... me deje caer en el taburete.
La tía Maddy sacudió la cabeza. —No se equivocaron angelito. Creo que si algo sabe hacer bien esa gente, es calcular.
¿Quién era «esa gente» a la que se refería?
—Todo el mundo puede equivocarse alguna vez en sus cálculos —repuse.
—Isaac Newton, me temo que no.
—¿Newton calculó la fecha de nacimiento de Charlotee?
—Cariño, comprendo tu curiosidad. Cuando yo tenía tu edad, era exactamente igual. Pero, en primer lugar, a veces es mejor no saber, y en segundo, me gustaría, mucho, muchísimo, tener mis caramelos de limón.
—Todo esto es tan ilógico... —dije.
—Sólo aparentemente —replicó la tía Maddy, acariciándome la mano—. Y piénsalo. Aunque no te haya aclarado nada, esta conversación debe de quedar entre nosotras, si tu abuela se entera de que te he explicado todo esto, se enfadará. Y cuando se enfada, es aun más terrible de lo normal.
—No te delataré tía Maddy. Y tranquila, que enseguida voy por tus caramelos.
—Eres una buena chica.
—Solo tengo una pregunta más, ¿Cuánto tiempo pasa desde el primer viaje hasta que vuelve a ocurrir? —La tía Maddy suspiró.
—¡Por favor! —imploré.
—No creo que haya reglas para eso —explico la tía Maddy—. Supongo que cada portador del gen es distinto. Pero ninguno puede dirigir por sí mismo los viajes del tiempo. Es algo que pasa diariamente, a veces incluso varias veces al día, de forma totalmente controlada. Por eso es tan importante ese cronógrafo. Por lo que he creído entender, gracias a su ayuda, Charlotte no tendrá que vagar desamparada de aquí para allá, a través del tiempo, sino que podrá ser enviada a épocas sin peligro donde no pueda pasarle nada. De modo que no hace falta que te preocupes por ella, para ser sincera, me preocupaba mucho más por mi misma.
—¿Y cuánto tiempo desapareces en el presente mientras estás en el pasado, y crees que existe la posibilidad de que la segunda vez se salte hacía atrás, por ejemplo, hasta la época de los dinosaurios, cuando aquí todo era aun pantano? —pregunté de corrido.
Mi tía abuela me interrumpió con un gesto. —Ya basta, Gwendolyn, ¡yo tampoco sé nada de esto!
Me levante rápidamente. —De todas maneras, gracias por tus respuestas —dije—. Me has ayudado mucho.
—No creo que te haya ayudado precisamente. Y, además, me están entrando remordimientos, ¿sabes? solo pensando en tu propio interés, no debería apoyarte, y aun menos teniendo en cuenta que yo misma no debería saber nada de todo este asunto, cuando en otro tiempo le preguntaba a mi hermano, tu querido abuelo, sobre todos estos secretos, él siempre me daba la misma respuesta: Cuanto menos supiera, mejor para mí. ¿Quieres ir a buscar mis caramelos de una vez? y por favor no lo olvides: ¡con azúcar!