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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (30 page)

BOOK: Sangre de tinta
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—Ya, ya. No me cansaré de explicároslo, Balbulus —repuso Fenoglio mientras empujaba a Meggie hacia la puerta de la biblioteca—. El papel, Balbulus. El papel es el material del futuro.

—¡Papel! —Balbulus soltó un resoplido desdeñoso—. Cielos, Tejedor de Tinta, estáis todavía más loco de lo que me figuraba.

Meggie había visitado tantas bibliotecas con Mo que desbordaban su memoria. Muchas eran más grandes, pero pocas eran tan hermosas como la del Príncipe Orondo. Aún se vislumbraba que en otros tiempos había sido uno de los lugares predilectos de su propietario. Allí sólo había un busto de piedra blanca de Cósimo, delante del cual alguien había depositado capullos de rosa. Los tapices que adornaban las paredes eran más bonitos que los del salón del trono, los candelabros más pesados, los colores más cálidos, y Meggie había visto lo bastante en el taller de Balbulus para ainar los tesoros que la rodeaban. Estaban encadenados en los estantes, no lomo con lomo como en la biblioteca de Elinor, sino con el canto vuelto hacia delante, porque allí figuraba el título. Delante de las estanterías se alineaban atriles, seguramente reservados a las más recientes joyas. Encadenados como sus hermanos de las estanterías, los libros estaban colocados encima y cerrados, para que ningún rayo de luz nocivo incidiera sobre los libros de Balbulus, y las ventanas de la biblioteca ostentaban, además, pesados cortinajes. Por lo visto, el Príncipe Orondo sabía lo mucho que agradaba a la luz del sol devorar los libros. Sólo dos ventanales dejaban entrar la dañina luz. Ante uno se encontraba la Fea, tan inclinada sobre un libro que su nariz casi rozaba las páginas.

—Balbulus mejora de día en día, Brianna —dijo.

—¡Es codicioso! ¡Una perla a cambio de permitiros entrar en la biblioteca de vuestro suegro! —su sirvienta, junto a la otra ventana, miraba hacia el exterior mientras el hijo de Violante le tiraba de la mano.

—¡Brianna! —gimoteó—. Vámonos. Me aburro. Acompáñame al patio. Me lo has prometido.

—Balbulus compra nuevos pigmentos con las perlas. ¿Cómo iba a hacerlo si no? En este castillo únicamente se gasta el oro en honrar con estatuas a un muerto.

Violante se sobresaltó cuando Fenoglio cerró la puerta. Sintiéndose culpable, ocultó el libro a su espalda. Su rostro se relajó al ver quién se presentaba ante ella.

—Fenoglio —dijo apartándose de la frente el pelo de color pardo como un ratón—. ¿Por qué me asustáis de ese modo? —su expresión lo decía todo.

Fenoglio, sonriendo, hundió la mano en la bolsa que colgaba de su cinturón.

—Os he traído algo.

Los dedos de Violante se cerraron codiciosos sobre la piedra roja. Sus manos, pequeñas y redondas, se asemejaban a las de un niño. Volvió a abrir apresuradamente el libro que había escondido detrás de su espalda y sostuvo el berilo ante uno de sus ojos.

—Brianna, vámonos ahora mismo o les ordenaré que te corten el pelo —Jacopo agarró del cabello a la criada y tiró tan fuerte que ésta soltó un grito—. Mi abuelo también lo hace. Les corta el pelo al cero a las juglaresas y a las que viven en el bosque. Dice que por las noches se convierten en buhos y gritan delante de las ventanas hasta que yaces muerto en la cama.

—¡No me mires así! —susurró Fenoglio a Meggie—. Yo no he inventado a ese engendro de Satanás. ¡Eh, Jacopo! —propinó a Farid un codazo exhortador mientras Brianna seguía intentando liberar sus cabellos de los deditos—. Te he traído a alguien.

Jacopo soltó el pelo de Brianna y observó a Farid con escaso entusiasmo.

—No porta espada —constató.

—¿Espada? ¿Y quién necesita semejante artilugio? —Fenoglio frunció el ceño—. Farid es un tragafuego.

Brianna levantó la cabeza para observar a Farid. Jacopo, sin embargo, demostraba poco entusiasmo.

—¡Oh, esta piedra es maravillosa! —murmuró su madre—. La mía no era ni la mitad de buena. ¡Puedo distinguirlas todas, Brianna, cada letra! ¿Te he contado ya que mi madre me enseñó a leer inventando una pequeña canción para cada letra? —y comenzó a canturrear en voz baja:—
Un can comilón comió un buen cacho de la C, un tigre tremebundo tragó un tremendo trozo de la T…
Por aquel entonces yo ya no veía muy bien, pero ella me las escribía muy grandes en el suelo, componiéndolas con pétalos de flores o piedras diminutas.
A, E, I, O, U, el juglar toca el laúd.

—No —contestó Brianna—. Nunca me habíais hablado de ello.

Jacopo seguía clavando sus ojos en Farid.

—¡Él estuvo en mi fiesta! —aseguró—. Lanzaba antorchas.

—Eso fue un juego de niños —Farid le miró con una expresión condescendiente, como si el hijo del príncipe no fuera Jacopo, sino él—. Sé hacer otras cosas, pero creo que eres demasiado pequeño para comprenderlas.

Meggie vio cómo Brianna reprimía una sonrisa mientras se soltaba el prendedor de su pelo rubio cobrizo y volvía a recogérselo de nuevo con un gesto que rezumaba encanto. Farid la miró mientras lo hacía… y a Meggie le asaltó el deseo de poseer un pelo tan bonito como el de ella, aunque no estaba segura de si conseguiría ponerse un prendedor de un modo tan gentil. Por suerte Jacopo volvió a atraer la atención de Farid cruzándose de brazos con un carraspeo. Seguramente había aprendido la postura de su abuelo.

—Muéstramelo o te haré azotar —esas palabras proferidas por una voz tan aguda sonaron ridículas… y sin embargo más terribles que si hubieran salido de la boca de un adulto.

—¡No me digas! —el rostro de Farid no revelaba emoción alguna. Era evidente que él también había aprendido algo de Dedo Polvoriento—. ¿Y qué te figuras que haría luego contigo?

La réplica dejó sin habla a Jacopo, pero justo cuando iba a buscar el apoyo de su madre, Farid le tendió la mano.

—Anda, acompáñame.

Jacopo vaciló, y por un instante Meggie estuvo tentada de coger la mano de Farid y seguirle al patio en lugar de escuchar a Fenoglio buscando la huella de un muerto. Pero Jacopo fue más rápido. Sus dedos, cortos y pálidos, se cerraron con fuerza en torno a la mano morena de Farid, y cuando se giró al llegar a la puerta, su rostro denotaba la felicidad de cualquier niño.

—Me lo va a enseñar, ¿has oído? —preguntó orgulloso, pero su madre ni siquiera levantó la vista.

—Oh, esta piedra es una maravilla —musitó—. Si no fuera roja y tuviera una para cada ojo…

—Estoy trabajando para solucionarlo, mas por desgracia no he encontrado aún al vidriero adecuado.

Fenoglio se sentó en una de las invitadoras sillas, colocadas entre los atriles. En sus asientos destacaba aún el viejo escudo, el león que no lloraba, en algunos con el cuero tan raído, que proclamaba claramente las horas y horas que había pasado allí el Príncipe Orondo antes de que la pena consumiera su gusto por los libros.

—¿Vidriero? ¿Y para qué? —Violante miró a Fenoglio a través del berilo; parecía que tenía un ojo de fuego.

—Es posible pulir el cristal de un modo que mejore la visión de vuestros ojos, mucho más que una piedra. Sin embargo, ningún vidriero de Umbra comprende de lo que hablo.

—Sí, lo sé, en este lugar sólo los canteros valen para algo. Balbulus asegura que no hay un solo encuadernador de libros decente al norte del Bosque Impenetrable.

«Yo podría mencionar a uno excelente», pensó Meggie instintivamente, y por un momento añoró tanto tener a su lado a Mo, que la nostalgia le dolió. Pero la Fea había vuelto a enfrascarse en su libro.

—En el reino de mi padre hay muy buenos vidrieros —explicó sin alzar la vista—. Él ha hecho cerrar con cristal algunas ventanas de su castillo. Para ello tuvo que vender a cien campesinos como mercenarios —por lo visto el precio le parecía más que adecuado.

«Creo que no me gusta», pensó Meggie y empezó a ir de atril en atril. Los libros encuadernados depositados encima eran preciosos y le habría gustado guardarse uno a escondidas debajo del vestido para contemplarlo a sus anchas en el desván de Fenoglio, pero las abrazaderas que sujetaban las cadenas estaban casi remachadas con las tapas de madera de los libros.

—¡Puedes contemplarlos cuanto se te antoje! —la repentina intervención de la Fea hizo dar a Meggie un respingo.

Violante sostenía aún la piedra roja delante de su ojo. Sin querer, Meggie evocó las joyas rojas como la sangre que lucía Cabeza de Víbora en las aletas de la nariz. Su hija había heredado de su padre más de lo que ella misma imaginaba.

—Gracias —murmuró Meggie abriendo uno de golpe.

Se acordó del día en que su padre le había explicado el origen de la expresión «abrir de golpe un libro».

—Ábrelo, Meggie —le había dicho tendiéndole uno con tapas de madera aseguradas por dos cierres de latón.

Ella le había mirado desconcertada, pero él le guiñó un ojo y dio un puñetazo tan fuerte en el canto entre los cierres, que éstos se separaron como pequeñas bocas y el libro se abrió.

El que Meggie abrió en la biblioteca del Príncipe Orondo no mostraba las huellas de la edad como le sucedía al otro. No tenía manchas de moho que afeasen el pergamino, ni bichos, ni los gusanos de los libros lo habían devorado, según sabía por los manuscritos que restauraba Mo. Los años no se mostraban clementes con el pergamino ni con el papel, un libro tenía demasiados enemigos y el tiempo marchitaba su cuerpo igual que el de un ser humano.

—Lo que demuestra, Meggie —repetía su padre—, que un libro es un ser vivo.

¡Ojalá hubiera podido enseñarle éste!

Pasó las páginas con enorme cuidado… y sin embargo no acababa de concentrarse del todo en el asunto, pues el aire llevaba a su interior la voz de Farid, como un regalo de otro mundo. Meggie escuchó los ruidos del exterior mientras ajustaba de nuevo los cierres del libro. Fenoglio y Violante seguían hablando de los malos encuadernadores, ninguno de los dos prestaba atención y Meggie, acercándose a unas de las ventanas cubiertas, atisbo a través de la cortina. Su mirada cayó sobre un jardín amurallado, sobre los arriates cubiertos de flores multicolores y sobre Farid, que hacía que las llamas lamiesen sus brazos desnudos, justo igual que Dedo Polvoriento cuando Meggie lo vio por vez primera escupiendo fuego en el jardín de Elinor. Antes de que los traicionase…

Jacopo reía con ganas. Aplaudía… y retrocedió asustado tropezando cuando Farid hizo girar las antorchas como girándulas. Meggie no pudo contener la risa. Sí, la verdad es que Dedo Polvoriento le había enseñado muchas cosas, aunque Farid todavía no escupía el fuego tan alto como su maestro.

—¿Libros? ¡No, os repito que Cósimo jamás venía aquí! —de repente la voz de Violante cobró más dureza y Meggie se volvió—. A él no le interesaban los libros, le gustaban los perros, buenas botas, un caballo veloz… Algunos días, hasta le gustaba su hijo. Pero no me apetece hablar de ello.

Resonaron nuevas carcajadas procedentes del exterior. También Brianna se acercó a la ventana.

—Ese chico es un tragafuego muy bueno —opinó.

—¿De veras? —su señora le lanzó una mirada de miope—. Creía que no te gustaban los tragafuego. Siempre dices que no valen para nada.

—Este es bueno. Mucho mejor que Pájaro Tiznado —la voz de Brianna se enronqueció—. Ya me llamó la atención durante la fiesta.

—¡Violante! —la voz de Fenoglio denotaba impaciencia—. ¿Podríamos olvidar por un momento al tragafuego? A Cósimo no le gustaban los libros, de acuerdo, esas cosas pasan, pero algo más podréis contarme sobre él, creo yo.

—¿Para qué? —la Fea volvió a colocarse el berilo delante de uno de sus ojos—. Dejad que Cósimo descanse en paz de una vez, está muerto. Los muertos no quieren quedarse. ¿Por qué nadie lo entiende? Y suponiendo que queráis escuchar algún secreto suyo… ¡No tenía ninguno! Podía hablar de armas durante horas. Le encantaban los escupefuego y los lanzadores de cuchillos, y las cabalgadas salvajes durante la noche. Mandaba que le enseñasen a forjar una espada, y se batía durante horas ahí abajo, en el patio, con los guardianes hasta dominar tan bien como ellos todas las fintas que conocían, pero con las canciones de los juglares comenzaba a bostezar tras la primera estrofa. Las canciones que vos habéis escrito sobre él no le habrían complacido. Tal vez habrían sido de su agrado las de bandidos, pero la música de las palabras que hacen latir más deprisa el corazón… ¡sencillamente, no la percibía! Hasta una ejecución le interesaba más que las palabras… a pesar de que nunca disfrutó de ellas como mi padre.

—¿En serio? —la voz de Fenoglio sonó sorprendida, pero en modo alguno decepcionada.

—Cabalgadas durante la noche —murmuró—, caballos veloces. Sí, ¿por qué no?

La Fea no le prestaba atención.

—Brianna —llamó—. Coge este libro. Si alabo lo suficiente a Balbulus por las nuevas ilustraciones, quizá nos lo deje un rato —su sirviente tomó el libro con expresión ausente y se acercó a la ventana.

—Pero el pueblo lo amaba, ¿verdad? —Fenoglio se había levantado de su silla—. Cósimo era bueno con ellos, con los campesinos, con los pobres… con los titiriteros…

Violante se acarició la marca de la mejilla.

—Sí, todos lo amaban. Era tan guapo que uno estaba obligado a quererle. Pero en lo concerniente a los campesinos… —se frotó cansada los ojos miopes—. ¿Sabéis lo que siempre decía de ellos? «¿Por qué serán tan feos? Ropas feas, semblantes feos…» Cuando acudían a él con sus litigios se esforzaba de veras por ser justo, pero se aburría. Siempre esperaba ansioso la salida para reunirse con los soldados de su padre, con su caballo y sus perros…

Fenoglio calló. Su expresión era tan indecisa que a Meggie casi le apenó. «¿Después de todo no me dejará leer?», se preguntó… y, aunque parezca extraño, en ese momento sintió algo parecido a la desilusión.

—¡Ven, Brianna! —ordenó la Fea, pero su sirvienta no se movió. Clavaba sus ojos en el patio, como si en toda su vida hubiera visto a un escupefuego.

Violante frunció el ceño y se acercó.

—Pero ¿qué miras? —preguntó con su parpadeo de miope.

—Él… forma flores de fuego —balbució Brianna—. Primero son como capullos de oro y después florecen, como auténticas flores. Yo sólo he visto una vez algo parecido… siendo muy pequeña…

—Me alegro. Pero ahora, ven —la Fea se volvió y se dirigió decidida hacia la puerta.

Tenía una curiosa forma de andar, la cabeza algo inclinada y sin embargo tiesa como una vela. Brianna lanzó una última ojeada al exterior antes de apresurarse a seguirla.

Balbulus molía pigmentos cuando entraron en su taller. Azul para el cielo, pardo rojizo y sombra tostada para la tierra. Violante le susurró algo. Seguramente halagador. Le señaló el libro que portaba Brianna para ella.

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