Read Santa María de las flores negras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Tags: #Drama, #Histórico
La autoridad provincial terminó diciendo que a las cinco de la tarde estarían listos los trenes que nos conducirían de vuelta a nuestras faenas. Que aquí se quedaban nuestros representantes, en número de cinco por oficina, para defender la causa. «Ellos —remató, tratando penosamente de emular la arenga del capitán Arturo Prat— sabrán cumplir con su deber».
Después de esto, el gentío comenzó a disgregarse refunfuñando amargamente. El desgano había hecho presa de todos. El grueso de los huelguistas se encaminó hacia los recintos del Club Hípico en donde, según se había dicho desde los balcones de la Intendencia, antes de partir a la pampa se nos serviría un trozo de carne asada de dos bueyes chunchos beneficiados especialmente para nosotros. Otros, en tanto, los que andaban con mujeres y niños, aprovechando el poco tiempo que les quedaba en el puerto, se fueron a conocer los paseos de la ciudad o a caminar por la playa. Como en esos mismos instantes comenzó a correr la voz que un grupo de veintidós mujeres, rezagadas en la marcha, habían asomado medio muertas de cansancio en el cerro, por el lado de los estanques de agua, un numeroso grupo de pampinos resolvió inmediatamente subir a recibirlas. Y porque se decía que junto a las mujeres venían algunos niños enfermos, una tropa de soldados subió también para bajarlos al anca de sus caballos.
Al terminar la concentración, mientras la trifulca de gente se revuelve y desparrama en todas direcciones, y Domingo Domínguez y José Pintor reclaman en voz alta que de nuevo nos han guaneado estos gringos del carajo, que ahora hay que sentarse en una piedra a esperar la respuesta al petitorio, pues los barones de Londres van a contestar para las calendas griegas, Gregoria Becerra se da cuenta de que su hijo Juan de Dios no se ve por ninguna parte. «Lo único que faltaba», se dice nerviosa. Primero les pregunta a sus amigos si alguno ha visto por ahí a ese pergenio de porquería. Luego se acerca a preguntarles a cada uno de los conocidos que encuentra a su paso. Después, ya tomada completamente por los nervios, empieza a correr de un lado a otro hurgando y averiguando entre los grupos de gente que se disuelven con sus banderas y carteles plegados bajo el brazo. Todo en vano. Ahora que hay que volver a la pampa, el niño parece haberse desvanecido en el aire. La angustia hace presa de Gregoria Becerra y Liria María comienza a llorar.
Los amigos resuelven que lo más conveniente en esos casos es repartirse y buscar en varios puntos a la vez. Olegario Santana y Domingo Domínguez irán a buscar en los recintos del Club Hípico; Idilio Montano y José Pintor recorrerán las calles aledañas a la Intendencia. Gregoria Becerra se quedará junto a su hija esperando ahí mismo, por si el niño regresa.
—Tan difícil de manejar que me salió este niño —se mesa las manos con desesperación, Gregoria Becerra—. Si es como tirar un burro de la cola.
Mientras madre e hija aguardan mirando y fijándose en cada niño que pasa ante ellas, un gran contingente de soldados, marineros y policías a caballo, comienzan a copar las calles principales. De igual forma, cual si hubiesen estado aguardando el final del mitin encajonadas a la vuelta de la esquina, varias bandas militares empiezan a recorrer el centro interpretando aires marciales y melodías de moda para deleite de la gente que, en medio de una dorada nube de polvo, remolinea y las sigue llenas de entusiasmo. En medio de su angustia, Gregoria Becerra se da cuenta de que muchos pampinos se han dejado emborrachar la perdiz y comienzan a convencerse de que todo se ha solucionado para bien, y hasta se muestran felices de la situación.
Cuando una hora más tarde, sudorosos y agitados, los amigos vuelven a reunirse con Gregoria Becerra, ésta y su hija, afligidas hasta las lágrimas, se han sentado en la vereda esperando y rezando a la Virgencita de la Tirana. Aunque todos vienen con las manos vacías, el carretero trae el dato esperanzador de que un grupo de niños, al enterarse de que a las cinco de la tarde regresaban a la pampa, se escabulleron hacia la playa con la intención de darse un baño de mar antes de partir. Cuando Idilio Montano se ofrece para ir en su busca, Liria María, con sus mejillas pálidas hasta la transparencia, pide a su madre que si puede acompañarlo.
—Mejor que vaya el joven solo —dice asonambulada Gregoria Becerra—. Sería una lindura que ahora perdiera también a mi hija.
Al partir Idilio Montano los demás amigos deciden no volver al Club Hípico donde se ha concentrado la gente para salir en columna a embarcarse hacia la pampa. Sentados ellos también en la vereda, se quedan acompañando a las mujeres que no paran de rezar para que aparezca Juan de Dios. Liria María, que ya no sabe si pensar en su hermano o en la posibilidad terrible de no volver a ver nunca más a Idilio Montano, se tapa la cara con las dos manos y comienza a llorar de nuevo.
Tras un rato de barajar posibilidades y dar ánimos a las mujeres, Domingo Domínguez aparta un poco a sus amigos y les dice, en voz baja, que reciencito nomás se ha dateado sobre un boliche que está vendiendo licor por la puerta chica, aquí a la vuelta de la esquina. Que él está dispuesto a empeñar su anillo de oro si es necesario. «Estoy que muerdo por un trago», dice, pasándose la lengua por su bigotito blanco.
Olegario Santana, pensando en la preocupación de las mujeres, opina que lo mejor es dejarlo para otra ocasión.
—O para más tarde —interviene José Pintor.
El barretero conviene a regañadientes.
—Tendré que conformarme con tragar salivita —dice, haciéndose el atormentado.
Cuando las campanadas del reloj de la torre de la plaza Prat están dando las cinco de la tarde, los amigos ven pasar la columna de obreros que, desde el hipódromo, se dirigen a la estación de trenes a embarcarse de vuelta hacia la pampa. Con las banderas al viento, pero sin los carteles de reclamaciones, los pampinos marchan flanqueados por soldados de infantería y caballería que mantienen a raya a los cientos de operarios en huelga de los gremios iquiqueños que, desde las aceras, los siguen gritándoles que no se vayan, compañeros, no regresen a las calicheras, sigan adelante con la huelga, que los trabajadores de Iquique estamos con ustedes, hermanos!
Lo que llama la atención de los amigos es que al frente de los huelguistas va una gran banda de regimiento marcándoles el paso al son de patrióticos himnos marciales.
—Estos babosos quieren hacer creer que nos vamos de Iquique como vencedores —dice con bronca Olegario Santana.
A lo lejos, como apurando el tranco de los obreros, se oyen resonar los pitazos urgentes de una locomotora.
Ante la desesperación de Gregoria Becerra al ver que la gente vuelve a la pampa y su hijo no aparece, los amigos deciden quedarse con ella. No se moverán de su lado hasta que aparezca el niño. Total, dicen, quedarse un día más en Iquique, no es ninguna tragedia. La pampa no se va a acabar.
—Nos vamos a morir todos y la pampa va a seguir existiendo —redondea perogrullesco Domingo Domínguez, tratando de animar a las mujeres.
—Si en media hora no aparece el herramentero con el niño, nos vamos nosotros también a recorrer la playa —dice José Pintor.
Media hora más tarde, extrañados de no ver todavía ningún tren con huelguistas subiendo los cerros, y cuando ya comenzaban a planear para qué lado de la playa se iba a ir cada uno, les llega de pronto en el aire el griterío ronco de una muchedumbre acercándose. Sorprendidos hasta el alelamiento ven aparecer entonces, por la misma calle por donde habían pasado a embarcarse, acompañados ahora de los gremios iquiqueños que los alientan y avivan puño en alto, a los miles de huelguistas pampinos cantando y gritando eufóricos que nadie se vuelve a la pampa, carajo, que todo el mundo se queda en el puerto hasta las últimas consecuencias. Sin embargo lo que emociona hasta las lágrimas a Gregoria Becerra y a su hija, y maravilla hasta las carcajadas a Olegario Santana y a sus amigos, es que a la cabeza de la procesión, caminando junto al dirigente José Brigg, viene Juan de Dios en persona, sonriente y feliz de la vida.
El muchacho, luego de la reprimenda de su madre y de los abrazos emocionados de su hermana, que no para de sollozar, dice, en medio de la gritería, que como en la playa se les hizo tarde, él y los demás niños decidieron no volver al centro, sino irse directamente a la estación, pensando que allá se encontraría cada uno con sus padres. Y cuando, rodeándolo entre todos, le preguntan qué diantres ocurrió en la estación que la gente se devolvió toda, Juan de Dios comienza a contar a los gritos que cuando los pampinos llegaron a la estación y vimos que los carros que nos habían puesto eran planos, de esos para cargar sacos de salitre, los más empecinados empezamos a gritar que qué demonios se creía todo el mundo que éramos nosotros para que vinieran a tratarnos como animales, que no íbamos a viajar a ninguna parte amontonados como sacos de salitre en esos carros sin protección ni seguridad ninguna. Y es que nosotros sabíamos mejor que nadie que viajar en ellos era un peligro vivo, que a los tumbos y vaivenes de las numerosas curvas de la vía férrea, especialmente en la escarpada subida de los cerros, se podía fácilmente sufrir un accidente fatal, pensando sobre todo que la mayor parte del viaje se haría de noche y que con nosotros iban guaguas, niños y mujeres. Y mientras discutíamos esto con los compañeros que ya se habían acomodado en los carros, los huelguistas de los gremios iquiqueños, amontonados en el Cerro de la Cruz, nos gritaban a todo pulmón que no volviéramos a la pampa, que nos quedáramos en el puerto, que entre todos podíamos llegar a doblarle la mano a los capitalistas zarrapastrosos. «No entreguen la oreja, hermanos pampinos», repetían a todo grito los iquiqueños, agitando sus banderas. Y muchos de ellos, rompiendo el cerco de las tropas que los mantenían alejados de nosotros, bajaban corriendo hasta la explanada de la estación y allegándose a la línea del tren increpaban duramente a los que ya se habían embarcado. «Parecen una manada de carneros acurrucados ahí encima», les gritaban incitándolos. Y en tanto sucedía esto, el abogado, señor Viera Gallo, que nos había seguido en su automóvil de lujo hasta el embarcadero, trataba de convencernos por todos los medios de que no hiciéramos causa común con los obreros de Iquique, que éstos eran una manga de flojos, una cáfila de mañosos poco acostumbrada al trabajo. Pero nosotros, ya con el ánimo exaltado, y enrabiados por el desprecio de que éramos víctimas por parte de autoridades y patrones, resolvimos de pronto no regresar al trabajo, no volver a la pampa, quedarnos todos en el puerto a luchar hasta el final por nuestros derechos. Y cuando la muchedumbre vociferante, al grito de ¡A la plaza de armas! ¡A la plaza de armas!, comenzó a devolverse toda hacia el centro de la ciudad, los militares que nos custodiaban quedaron en un momento rodeados y embotellados, a completa merced de la turba. Sin embargo, nadie levantó una mano contra ellos ni hizo el menor ademán de agredirlos. Esa fue sin duda una de las tantas demostraciones del espíritu pacifista que nos movía, y que mantuvimos durante todo el tiempo que duró la huelga.
Luego de llevar a efecto un gran mitin en la plaza Prat, en donde se hicieron encendidas proclamas en contra de los patrones, la consigna unánime fue ir nuevamente hasta la Intendencia. Allí, alarmado por la gritería ensordecedora del gentío, por uno de los balcones del edificio se asomó la figura de don Julio Guzmán García, sorprendido y demudado.
Cuando momentos más tarde nos dirigió la palabra, su tono ya no era el que había usado hasta entonces —por cierto, nosotros no sabíamos aún de su pedido urgente de tropas para el puerto ni del telegrama del Ministro del Interior en el que se le ordenaba reprimirnos con firmeza,
«sin esperar a que los desórdenes tomaran cuerpo»
—. En una perorata pausada y cortante, llena de despropósitos, el señor Intendente nos dijo entonces, entre otras burradas del mismo calibre, que el dinero para pagarnos no era suyo sino de los salitreros, y que él no podía ponerle una pistola al pecho a los señores industriales para que nos concedieran lo que reclamábamos. Pero mientras hablaba, muchos nos dimos cuenta de que detrás suyo, ocultos entre el cortinaje de los ventanales, los señores Toro Lorca y Viera Gallo, gesticulando y moviendo las manos, le iban dictando una a una las palabras que él repetía como un loro en su discurso. Después, a instancias de nuestros cantos y gritos a favor de la huelga, y de nuestra decisión de no volver a los recintos del hipódromo, hizo subir al comité de obreros para conferenciar sobre lo que se podía hacer con nosotros por el momento.
Cuando después de un rato, José Brigg se asomó por uno de los balcones, el silencio que se produjo fue impresionante. El mecánico anarquista de la oficina Santa Ana, hijo de padres norteamericanos y secretario en la fundación de la delegación pampina de Huara —que a esas alturas, sin mostrarse demasiado, se había alzado como el cabecilla natural de la huelga—, nos informó que las autoridades nos ofrecían dos locales para alojarnos: el convento de San Francisco para los hombres y la Casa Correccional para las mujeres.
Enardecidos, los pampinos contestamos que bajo ningún motivo aceptábamos quedarnos en un convento. Y aludiendo a un reciente y sonado escándalo de homosexualidad entre algunos eclesiásticos del puerto, se oyeron algunas voces ásperas gritando que no querían nada con «cacheros».
—¡El único de acuerdo en alojar con los curas es mi amigo José Pintor! —grita muerto de risa Domingo Domínguez.
—¡Por mí se pueden ir al carajo esos cagacirios! —reclama José Pintor.
José Brigg volvió a entrar a la sala de conferencia. Al salir de nuevo al balcón, en un tonito que sonó mucho más irónico que antes, dijo que ahora se nos ofrecía albergue en el Regimiento Carampangue y en el Regimiento de Húsares. Como a nosotros ese hospedaje nos olía francamente a prisión, lo rechazamos también de inmediato con una gritería ensordecedora.
Al reaparecer por tercera vez, el tono del dirigente había cambiado.
—¡Ahora se nos ofrece como alojamiento la escuela Santa María! —dijo.
Eran las seis de la tarde. De inmediato, luego de aprobar por unanimidad el lugar ofrecido, entonando cánticos y gritando consignas, mientras las comisiones de cada oficina nos pedían orden y compostura a través de las bocinas, enfilamos rumbo al establecimiento escolar.
De modo que cuando Idilio Montano, luego de recorrer kilómetros de playa sin haber encontrado a Juan de Dios, vuelve al centro de la ciudad, lo encuentra casi vacío de gente. Al ver que sus amigos no se hallan por ninguna parte, su corazón empieza a martillarle el pecho desesperado. Y es que mientras recorría la playa preguntando si alguien había visto a un niño de nombre Juan de Dios, de éstas y de estas otras señas, se había dado cuenta de lo muy enamorado que estaba de Liria María. Nunca antes había sentido ese aleteo de pájaros helados que estaba sintiendo en el vientre. Todo en esos instantes le era luminoso. En el reflejo de las aguas veía el brillo de los ojos de su amada y en cada ola oía estallar la flor de su nombre precioso. Pero de improviso, inmerso en su desvarío, había caído en la cuenta de algo que le hizo estremecer todo el armazón de sus pobres huesos: desde el momento en que conoció a Liria María, de eso iba a hacer dos días y dos noches enteritas, nunca había estado tanto tiempo sin verla; nunca se había sentido tan lejos del influjo protector de su ojos hechiceros. Su mente entonces fue presa de un temor irracional. Bastaba sólo que algo ocurriera en el mundo en ese momento para que él nunca más volviera a encontrarse con ella, para que nunca más volviera a verla. Y tan fuerte había sido la sensación de desamparo que embargó su corazón de enamorado, que sintió la necesidad urgente de volver a la ciudad enseguida, de correr sin pérdida de tiempo al encuentro de su mirada.