Read Santa María de las flores negras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Tags: #Drama, #Histórico
A la pregunta de qué pretendían hacer los pampinos en Iquique para lograr un posible arreglo al conflicto, pues se había corrido la voz que venían en son de guerra, el barretero, adoptando ahora un aire circunspecto, y acariciando su grueso anillo de oro, dice que ellos no han caminado los kilómetros que han caminado para venir a formar bochinche a Iquique. Que como cualquiera de los presentes lo puede constatar, incluso los mismos señores de la prensa, la presencia de ánimo de los huelguistas es admirable y que todo el mundo allí está tranquilo y calmado, y pensando en cualquier cosa menos en hostilidades.
—Un comité ha presentado las bases de nuestras peticiones —tercia el carretero José Pintor—, y si los gringos la aceptan, todos felices; y si no la aceptan, bueno, qué se le va a hacer. Pero que nos lo digan ahora. Así nos volvemos rápidamente a la pampa a seguir poniéndole el hombro al cerro.
—O ahuecamos el ala y nos volvemos al sur, de donde a la mayoría nos trajeron enganchados con engañifas de cascabeles y vidrios de colores —tercia Gregoria Becerra.
—Nosotros estamos completamente seguros de la justicia de nuestra causa —interviene de nuevo Domingo Domínguez alzando el índice en gesto doctoral y aprovechando a la vez de afirmarse la dentadura—. Y si sabemos que es fundado y legal lo que pedimos, ¿para qué vamos a echar a perder el pleito con tinterilladas de mala ley? Mientras no nos provoquen, mientras se nos respete como personas, tal como respetamos nosotros, nuestra actitud será de completa cortesía para con todo el mundo.
—Lo que todos queremos —remata José Pintor, sacándose el palito de la boca y apuntando con él a los entrevistadores— es una contestación categórica para saber a qué atenernos. Punto.
—¡De eso mismito se trata, pues, hermanitas! —intervienen de pronto dos pampinos de aspecto alcohólico y voz apaisanada que habían estado observando la entrevista a dos pasos de distancia y no se aguantaron las ganas de entrometerse.
Tras acercarse al grupo, hablando uno y otro a la vez, los operarios dicen que ellos son uno boliviano y el otro peruano, que uno trabaja de barretero en la oficina Santa Clara y el otro de particular en la San Agustín, que se han conocido durante la marcha, en la cual, además de la amistad y las mentiras para entretenerse en el camino, han compartido toda la provisión de aguardiente que traía cada uno —«para pasar el frío de la noche, pues caballeritos, no se vayan a creer otra cosa»—, y que los dos, al igual que los paisanitos chilenos presentes, lo único que quieren ahora es una respuesta rápida para volver a sus trabajos. Que aunque mucha gente cree que nada se va a conseguir con todo este vocerío, que las autoridades y los señores industriales no van a hacer caso ni un tantito así a sus reclamaciones, ellos, los que conformaron la gran marcha a través del desierto, tendrán el honor y la consideración de haber sido los primeros en alzar sus voces de protesta, los primeros en dar la iniciativa para que nunca más, carajo, los trabajadores de la pampa salitrera entreguen la oreja así como así, sin antes reclamar lo que creen justo.
Domingo Domínguez, tras oírlos hablar, se los queda mirando un rato con malicia. Luego, haciendo mención a la guerra en que Perú y Bolivia combatieron unidos contra Chile, dice festivo:
—¡Acaba de hablar la Confederación Perú-boliviana!
En medio de la risotada general, y llevado por ese sentimiento recíproco que nace entre los hombres del vino, el barretero se presenta cordialmente con ellos.
—Mi nombre es Domingo Domínguez.
Y palmoteando a ambos alegremente, remata guasón:
—¡Para servirles, para servirnos y para que nos sirvan!
Después les presenta uno a uno a sus amigos y termina charlando con ellos sentados en el suelo, como si se conociesen de toda la vida.
A las hora de la siesta, exactamente a los dos de la tarde, se supo en el hipódromo que el comité iba a tener una reunión decisiva en la Intendencia, y que luego se efectuaría una asamblea frente al mismo edificio, a la que podía asistir el que quisiera. En una polvorienta estampida, todo el mundo se desbandó entonces hacia la ciudad. Y, una hora después, una gran multitud —formada además por curiosos y operarios de los gremios en huelga de Iquique— se concentró llena de esperanza frente al edificio de la primera autoridad provincial.
Olegario Santana y sus amigos son de los primeros en llegar al lugar del mitin. Gregoria Becerra quiere quedar lo más cerca posible de los balcones y apura a su hijo Juan de Dios para que no se aleje mucho de su lado. En cambio ya casi se ha rendido al hecho de ver a su hija Liria María retrasándose siempre junto a ese jovencito de ojos adormilados. José Pintor y Domingo Domínguez, al oírla lamentarse y mover la cabeza en un gesto de resignación, la consuelan con la cuchufleta de que aparte de ser honesto y trabajador entre los trabajadores, el muchacho es más tranquilo que un volantín sin viento.
Un poco más atrás, a pleno sol, tomados de la mano y sin dejar de mirarse un solo instante, Idilio Montano y Liria María casi no se percatan del gentío que empuja, canta, grita y suda a su alrededor. Para ellos la huelga ha cambiado completamente de sentido. Ahora toda ella no es más que la escenografía grandiosa para la puesta en escena de la sublime obra de su romance inmortal. Creen con el alma que cada uno de los acontecimientos derivados del conflicto se han confabulado sólo para dar realce a la historia de su amor. Su encuentro en el pueblo de Alto San Antonio, la épica marcha a través del desierto y su estadía ahora en esta ciudad llena de comercio y casas como palacios de cuento, no es más que la espléndida trama de su enamoramiento. Y mientras la agitada muchedumbre a su alrededor, sufriendo los efectos de la canícula aplastante, no deja de clamar y reclamar sus reinvindicaciones, y levantan carteles y flamean banderas y redoblan tambores, y cada uno sufre y se afana en los más mínimos pormenores del conflicto, ellos, embelesados de amor, íngrimos, como protegidos por una sombrita de nube propia, parecen como tocados por la gracia divina. No dicen nada, no escuchan nada, no piensan nada. Todo lo que hacen es entrelazar sus manos en una sola rosa lírica, húmeda, carnal. Y mirarse. Mirarse interminablemente. Él descubriendo que en los ojos claros de ella se refleja la luz del primer día de la creación; ella, que en los ojos negros de él se descifra la oscuridad de la noche primigenia, y ambos vislumbrando la verdad irrebatible (pero simple como el oro) de que la noche y el día juntos conforman el misterio de la unidad del mundo, el misterio insondable de la unidad de la vida, de la unidad del amor.
Pasado un rato largo, cuando los miles de obreros acabildados bajo los palcos de la Intendencia, achicharrados por el sol, ya comenzábamos a despotricar por tanta demora, un integrante del comité, apareció en lo alto de la tribuna. Era un joven patizorro de la oficina La Perla. Inmediatamente el silencio se hizo general. El joven, papel en mano, el sombrero echado atrás y secándose la frente con un pañuelo arrugado, comenzó a leer con un vozarrón de trueno que ya se lo hubiera querido cualquier capataz de cuadrilla. La proposición hecha por las autoridades consistía en que obreros y patrones debían acordar una tregua de ocho días como mínimo, tiempo que los agentes y las compañías salitreras consideraban absolutamente necesario para consultar a sus jefes respectivos en Inglaterra, Alemania y en los demás países europeos en donde tenían sus despachos. Mientras tanto, y esto era lo esencial, los huelguistas deberían volver a su trabajo en la pampa, para lo cual ya se estaban preparando y poniendo a disposición algunos convoyes del ferrocarril salitrero. Los señores industriales por su parte se comprometían formalmente a dar contestación en el plazo acordado, y que si ésta resultaba desfavorable, los obreros quedaban en pleno derecho a abandonar sus faenas cuando estimaran conveniente.
Fue como si nos hubiese caído un rayo.
El descontento nos quemó el pecho por dentro y la rabia nos retorció las tripas como vidrio molido. Nuevamente nos sentíamos engañados y humillados por la soberbia y el desprecio de los industriales. Para esos marrulleros del carajo cada uno de nosotros no era sino un número en las planillas, unos parias sin más derechos que los de las mulas que arrastraban las carretas de caliche en la pampa. Un ¡No! rotundo escapó entonces de las gargantas pampinas. Un clamor colosal inundó todo el ámbito de la ciudad rechazando la propuesta y persistiendo en el plazo de veinticuatro horas para que los señores industriales dieran su respuesta.
Y cuando la protesta de la muchedumbre comenzaba a subir de tono y los ánimos se caldeaban peligrosamente, apareció en la tribuna el abogado, señor Viera Gallo. Con su monóculo en la mano y su eterna sonrisita de beato en domingo de ramos, tras saludar a la masa con un afectado gesto de paternidad, el abogado infló sus plumas en un carraspeo solemne y luego se soltó en un florido discurso de tono rimbombante, una perorata en la que no pudo dejar de sacar a colación, junto a los grandes intereses de la patria, la roja sangre araucana, la valentía de nuestros héroes, la hermosa bandera tricolor jamás arreada ante el enemigo, y otras lindezas por el estilo. «Vosotros, soldados de acero —terminó diciendo retóricamente el abogado—, vosotros que habéis cruzado infatigables y serenos las candentes arenas de la pampa que se dilatan infinitas en el horizonte; vosotros que habéis delegado en un comité directivo todas las atribuciones, ahora tenéis el deber de acatar esa resolución, pues dicho comité ya lo aprobó y por consiguiente os toca sólo obedecer y guardar silencio».
—Esas son paparruchadas de futre leído —masculla Olegario Santana.
—¡Puras bolas de político patrañero! —recalca a su lado José Pintor.
Y cuando Domingo Domínguez, que se ha ido corriendo de a poco hacia adelante, está a punto de saltar a la palestra a rebatir al abogado pendejo, el joven dirigente obrero que había leído las bases propuestas, toma de nuevo la palabra. Sin amilanarse ni temblarle el bigote, mirando directamente a la cara del abogado, dice que el caballero está equivocado medio a medio; que el comité no ha aceptado tales bases; que lo que ha hecho es recibirlas y ahora las presentaba a la asamblea para que ella acordara su aprobación o repudio.
—¡Las repudiamos! —fue el grito que a una sola voz se oyó en la multitud.
Domingo Domínguez, entonces, exaltado hasta la inflamación, forma bocina con las manos y se hace oír por sobre el bullicio de la turba diciendo que grandes causas se han perdido a través de la historia por culpa de algunos próceres campanudos que con su oratoria ampulosa han logrado engatusar a las masas. Tras el instante de silencio que se hace entre los huelguistas, y para sorpresa de sus amigos, el barretero aparece de pronto encaramado en lo alto de la tribuna. Allí, echando mano a todas sus dotes teatreras, con tanta o más prosopopeya que el propio abogado Viera Gallo, y olvidando por completo el problema de su dentadura floja, improvisa un sublime discurso que es ovacionado largamente por los huelguistas.
—Yo, obrero de la pampa —comienza diciendo en tono engolado Domingo Domínguez—, átomo insignificante de la sociedad, levanto mi voz para rebatir la verba arrebatadora del señor abogado aquí presente. Mis palabras tal vez no alcancen a desvanecer el influjo magnético dejado en el aire por el gran orador que es el señor Viera Gallo, pero sepan ustedes que ellas de ninguna manera son el hueco cascabeleo de los trajes de
pierrots,
sino que nacen del fondo más íntimo de mi alma. Mis palabras son la expresión sincera del obrero que, vegetando en las candentes arenas del desierto, como ha dicho el mismo señor abogado, ha venido aquí nada más que a reclamar justicia. No somos una tracalada de salvajes sin Dios ni ley, ni traemos bandera de exterminio para nadie, sólo queremos algo tan simple como que se nos pague un salario justo, a un tipo de cambio de 18 peniques, que es la cosa más legítima del mundo. Pues debo decir que ellos, los señores industriales, en nada se perjudican con la baja del cambio, muy al contrario, aprovechando esa circunstancia, nos quitan a nosotros la mitad del jornal que nos pagaban antes. Es inútil entonces que en estas condiciones se recurra al manoseado expediente de hablarnos en nombre de la patria y sus gestas gloriosas. Eso es como querer engañar a unos niños con lentejuelas de
clowns
de circo. No nos vamos a dejar convencer con esa clase de arengas patrioteras, pues no es posible que hayamos hecho un sacrificio estéril, no es posible que hayamos echado el bofe caminando por las arenas del desierto, con mujeres y niños a cuestas, para volver a las calicheras con apenas una frágil ramita de esperanza entre las manos, una pobre esperanza que mañana seguramente se disipará sin remedio al primer soplo del viento pampino.
Luego de las palabras de Domingo Domínguez, y de las improvisaciones de otros operarios envalentonados por la aclamación dada al barretero, se reanudó nuevamente el parlamento entre las autoridades y la delegación de los huelguistas. Y después de otra hora de debates, mientras en la calle todos gritábamos y queríamos hacer uso de la palabra, apareció en el balcón el señor Julio Guzmán García. En la expresión de su rostro percibimos algo que de entrada nos dio mala espina. Con su voz de flauta y sus ademanes de caballero remilgado, el Intendente nos anunció, complacido, que al fin se había logrado una resolución final. Que, de común acuerdo con los dirigentes obreros, se había llegado a la conclusión categórica que de todas maneras se necesitaba el plazo de ocho días pedido por los señores salitreros para tener una contestación definitiva a nuestras reclamaciones. Que ese punto era ineludible. Y que mientras tanto podíamos volver tranquilos a la pampa, porque él, como primera autoridad de la provincia, nos prometía que todas y cada una de nuestras peticiones serían expuestas claramente. Que tuviéramos confianza en sus palabras. Y que en la eventualidad de que, cumplido el plazo fatal, nuestro petitorio no fuera aprobado por los patrones, podíamos estar seguros de que él mismo, el Intendente en persona, pondría trenes en las estaciones de cada una de las oficinas salitreras para que bajáramos a Iquique.
Mientras la autoridad hablaba, un silencio de duelo comenzó a cernirse sobre la muchedumbre. Decepcionados y amargados hasta casi el llanto, los pampinos nos mirábamos las caras unos a otros sin entender muy bien qué carajo era lo que ocurría. Lo único que empezábamos a sentir claramente era que habíamos atravesado medio desierto por las puras arvejas.