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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Scorpius (35 page)

BOOK: Scorpius
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Pero Pearlman negó con la cabeza lentamente.

—No sea tonto. Yo no he sido, jefe. Pero me parece que lo descubriremos antes de que acabe el día. Personalmente creí que ese sinvergüenza se desharía de mí, después de que le traje a usted a este lugar.

—¿Usted entonces, David? Siempre he sospechado, pero supongo que si ha tomado parte en la invasión final de Ten Pines…

Wolkovsky movió la cabeza.

—Puede estar seguro de que no, James. Pero ahora tenemos una tarea más inmediata que hacer —añadió—. Están mandando informes a Londres sobre los Humildes a los que se ha encomendado tareas mortíferas. Pero hay otra cosa. Algo que requiere velocidad y tacto. Venga y véalo usted mismo. Creo que el amigo Scorpius nos ha dejado una herencia mortal. Y el tiempo se acaba.

22. «El último enemigo»

Pasaron con Bond al interior de la casa, atravesando los diversos pasillos y se detuvieron junto a una puerta abierta que daba a lo que de manera evidente había sido el dormitorio principal de Scorpius y que, según comentó Bond, parecía decorado al estilo «prisionero de Zenda». Rebuscaron por diversos armarios llenos de ropas, muchas de las cuales estaba claro que no habían sido compradas para Scorpius, hasta que finalmente encontraron una camisa, ropa interior, calcetines, corbata y un traje gris de corte clásico que le quedaba bastante bien a Bond. Pearlman regresó a las habitaciones de los huéspedes para recoger los zapatos de piel suave.

Le concedieron tiempo para darse una rápida ducha y cambiarse antes de reanudar su actividad. De vuelta al comedor de Scorpius, de tan sorprendente mal gusto, conectaron teléfonos de campaña similares al C500s utilizado por Bond en el servicio.

Uno de los hombres de Wolkovsky estaba sosteniendo una animada conversación con alguien de Washington, y pudo oír que mencionaba varias veces el nombre del presidente. En el otro aparato, uno de los colegas de Bond hablaba también con rapidez leyendo una larga lista anotada en el libro que antes había visto puesto sobre el mostrador del bar.

Atisbando por encima de su hombro, Bond pudo ver que el agente transmitía sus datos a Londres sin perder la calma, mencionando horarios, objetivos, nombres y, cuando le era posible, las últimas señas de los Humildes involucrados en misiones mortales. Había una lista separada que contenía un centenar de nombres y que estaba encabezada bajo el título Avante Carte.

—Tenemos que esperar un poco hasta que Charlie haya terminado de hablar con Washington —le advirtió Wolkovsky.

—¿Se trata del asunto del Avante Carte? —preguntó Bond—. Por lo que me dijo Scorpius, creo que era algo más que una artimaña con fines monetarios engañosos.

—Afortunadamente, los de la Sección Q ya habían fijado su atención en ello —Wolkovsky conocía a Quti desde una perspectiva profesional, y afirmaba que había logrado averiguar los más siniestros secretos relativos a la tarjeta—. Al parecer podían operar con ella en algo más que en circular dinero por diferentes cuentas. La tarjeta estaba dotada de un micro-chip que le daba acceso al mercado de valores. Habrían podido provocar el pánico en los mercados mundiales. La Avante Carte podía realmente comprar y vender valores. Según se ha averiguado, se trataba de causar una demanda general de libras esterlinas en medio de la campaña electoral —al disponer ahora de los nombres y las señas de los propietarios de las tarjetas, la policía pondría todo su esfuerzo en localizar a cuantas de ellas existieran en Inglaterra—. Me parece que lograrán evitar el desastre —afirmó Wolkovsky, encogiéndose de hombros—. Ahora tengo una preocupación más acuciante. Pero hay que esperar hasta que Charlie conozca la reacción de Washington.

Bond hizo una señal de asentimiento y empezó a pasear por el estudio vacío de muebles pero dotado de numerosas estanterías con libros. Pearly le acompañaba.

—¿Por qué cree usted que Scorpius puso mi vida en peligro ya anteriormente, Pearly? ¿Qué piensa de aquellos coches? ¿Lo de Hereford?

—A mí me parece que fue accidental, jefe. Se mostraron muy listos al mantenerle bajo vigilancia; al asegurarse de que era usted la persona designada para la tarea. No se imaginaron que se descubriría —adoptó un aire un poco compungido—. Lo lamento. Debí haber sido más avispado y no dejarme meter en esto. Fue sólo por causa de Ruth y no tenía idea… —parecía no encontrar las palabras adecuadas—, no tenía idea que la cosa iba a terminar así, con la gente saltando por los aires como bombas humanas. ¡Da asco! Ya fue demasiado cuando hace un par de años ese individuo metió a su amiguita en un avión comercial cargada de explosivos hasta las orejas. Pero esa gente se ha dejado engañar hasta el punto de creer que servían a las generaciones futuras inmolándose a sí mismos junto con personas inocentes.

—No fue culpa suya, Pearly. Cualquiera hubiera hecho lo mismo si un hijo o hija suyo estuvieran involucrados en semejante asunto.

Pearlman permaneció silencioso unos momentos moviendo los pies con aire inquieto.

—Creo que debí haber informado de ello a alguien. Me parece que me voy al Salón de los Rezos para ver a Ruth y decirle algunas cosas.

—Hágalo —le animó Bond.

Observó que otras dos personas se habían sentado al escritorio de Scorpius. Se trataba de un colega, John Parkinson, hombre de corta estatura, carácter bullicioso y buen interrogador «creativo». Frente a él vio a Trilby Shrivenham, muy nerviosa y con los ojos enrojecidos.

—Me amenazó con echarme viva al pantano si no me iba con él —estaba explicando—. Le aseguro que cuando me di cuenta de lo que se fraguaba…, lo de las misiones de muerte y todo lo demás, intenté apartarme lo mismo que hizo la pobre Emma Dupré. Pero no puedo recordar gran cosa de ello. Scorpius me había atiborrado ya de droga. Tenía una vaga idea de que pensaba utilizarme en una misión muy especial…, aun cuando no me había casado ni tenía ningún hijo. Porque éste era el único modo de conseguir un nombre y una misión mortales —levantó la mirada y al ver a Bond añadió—. Usted me cree, señor Bond, ¿verdad? Nunca pude haberme casado con ese… con ese Satanás de forma humana.

—La creo, Trilby —respondió Bond, posando en ella una mirada firme como de advertencia—. No me dejé convencer porque Vladi la hiciera participar en aquella extraña cena. Nada parecía auténtico. Pero tendrá que convencer a este caballero —se volvió hacia Parkinson—. Lo siento, John. Es su tarea. No quiero meterme en lo que no me importa.

—De acuerdo —convino el interrogador, apartando fríamente su atención de Bond.

—James —Wolkovsky le hacía señas desde la puerta del comedor.

El hombre de la CIA llamado Charlie se encontraba detrás de él. Y los dos parecían como si hubieran recibido malas noticias.

—¿Es que les ha dicho alguien que el mundo se termina hoy? —preguntó Bond tratando de aliviar un poco la tensión.

—Casi, casi —respondió Wolkovsky con los nervios tensos como cuerdas de piano—. Ahí va la primera muestra.

Entregó un ejemplar del
New York Times
, sosteniéndolo por la primera página. Los titulares muy destacados proclamaban:

El primer ministro inglés abandona repentinamente la campaña electoral. Se proyecta la visita de un día para conversaciones con el presidente.

—¡Cielos! —exclamó Bond por lo bajo. Enseguida les contó lo que Scorpius le había dicho cuando comentó que el nombre del primer ministro no estaba incluido en la lista de los condenados a muerte—. Me explicó que tenía planes especiales para él —el estómago se le revolvió al comprender el significado verdadero de aquellas palabras—. Lo que dijo exactamente fue: «¡Oh, no, James Bond! No me he olvidado del primer ministro. Desde luego que no. Pero a ese señor le reservo un tratamiento muy especial que no aparece mencionado en este mapa» —Bond volvió la cabeza hacia el mapa de las islas británicas que titilaban en la pared con todas sus luces encendidas. Uno de sus colegas estaba volviendo a comprobar los objetivos señalados con los puntos de luz y asegurándose de que nada quedaba al azar—. Luego —prosiguió Bond— Scorpius dejó de dar detalles. Me parece que tienen razón. Estaba pensando en el primer ministro y en el presidente…, los dos a la vez.

—Tiene más razón que un santo —concedió Wolkovsky con los dientes apretados—. Existen indicios de que una campaña aquí, en este país se encontraba en las primeras etapas de su planteamiento.

—Entonces no existe ninguna duda de que hay un propósito letal contra el primer ministro durante su visita. ¿Cuál es el programa de la misma?

—Por el momento eso importa poco.

Charlie, el hombre de Wolkovsky, parecía tan desilusionado como un clérigo que hubiera perdido la fe.

—¿Por qué? Claro que importa el programa. Debía estar preparado para el primer ministro y para el presidente de ustedes…, los dos a la vez. ¡Dos grandes jefes de gobierno muertos de una sola explosión!

—Eso es exactamente lo que creemos —Wolkovsky parecía dispuesto a escupir con violencia—. Mas por desgracia nuestro Servicio Secreto, que como saben lleva a cabo la misión de proteger a los personajes importantes, opina de manera distinta. Ni tampoco es así como lo ve su primer ministro.

—¿Cómo? —preguntó Bond con genuina expresión de incredulidad.

Wolkovsky se encogió de hombros a su manera característica.

—El Servicio Secreto asegura que posee los mejores guardaespaldas del mundo —levantó la mirada hacia el techo—. Sí, aunque se los puede detectar desde un kilómetro de distancia por sus insignias en la solapa, el tono oscuro de sus trajes, los walkies-talkies que parlotean desde fundas ocultas o porque muchos de ellos llevan largos impermeables, aun cuando haga treinta grados de calor a la sombra —hizo una mueca burlona—. «Muy bien, señor presidente. En cuanto traspongamos esa puerta seremos los amos de la calle». O al menos eso es lo que oí decir a uno de ellos.

—Supongo que les habrá dejado bien patente cuál es el peligro real —indicó Bond, cuya voz seguía teniendo un tono perplejo e incrédulo—. Si se ha señalado una misión mortal contra el primer ministro, y posiblemente también contra el presidente, me parece que es poco lo que ambos puedan hacer para evitarlo.

—Les he indicado todos los sistemas —Charlie imitó el encogimiento de hombros de Wolkovsky—. Al parecer, el primer ministro de ustedes también ignora el verdadero peligro. Según parece lleva tras de sí a un número extra de agentes del Servicio Especial, y en cuanto al Servicio Secreto advirtió que nadie se acercara a menos de quince o veinte metros de ambos personajes.

—¡Veinte metros! —exclamó Bond, haciendo un gesto de desesperación, cerrando los puños y agitándolos a la altura de los hombros—. Lo mismo podían haber dicho veinte centímetros.

—Lo sabemos, James. Por eso he llamado al jefe de seguridad de la Casa Blanca. Es un viejo amigo Y quizá pueda conseguir que me escuche. Incluso es posible que nos deje ir a echar una mano.

Tras ellos, el teléfono empezó a sonar y uno de los hombres del FBI levantó el auricular. Enseguida dijo, dirigiéndose a Wolkovsky:

—Me parece que es él.

Casi en el mismo instante en que el hombre de la CIA se acercaba al teléfono, Pearlman reapareció por la puerta del despacho de Scorpius. Su cara mostraba la textura de un viejo pergamino y tenía los ojos exageradamente abiertos con expresión preocupada.

—¿Pasa algo Pearly?… —preguntó Bond.

—Ella se ha ido —repuso Pearlman agachando la cabeza y mirando a su alrededor como atontado—. Se ha ido. No está aquí. Y el imbécil de su marido permanece arrodillado como sumido en un trance.

Bond le sacudió suavemente por un hombro.

—¿Sabe cuándo se ha ido?

—He hablado con los que se ocupan de las notas y de los informes de los discípulos de Scorpius. Esto no me gusta nada, jefe —hablaba como un niño que acaba de ver en la televisión algo que le ha afectado profundamente—. Me han dicho que se marchó ayer y que Rudolf, es decir, mi condenado yerno…, porque se llama así… Rudolf. ¿Me quiere decir, jefe, quién es capaz de poner Rudolf a un niño?

—Nos iba usted a informar de lo que esa gente le ha dicho de Rudolf.

—¡Ah, sí! Me han dicho que se comporta como el marido de alguien a quien se ha encomendado una tarea mortal. Al parecer Scorpius les ha enseñado ese tipo de autohipnosis. Se arrodillan y quedan absolutamente inmóviles hasta que todo ha pasado. Es como concentrarse para que su compañero realice la tarea con éxito.

Bond conservó la calma hasta donde le era posible.

—Pearly, quizá sea ya demasiado tarde para Ruth. Pero ¿nos quiere hacer un favor?

—Haré lo que deseen.

—Vuelva allá e intente hablar con los expertos: la gente que maneja los explosivos o las personas que han sido adiestradas para ello. Quiero detalles de cómo fabrican las bombas, quién las hace estallar y con qué factores de seguridad cuentan. Averigüe todo lo posible. ¿Me ha entendido?

—Perfecto, jefe. Ahora están separando el trigo de la paja en el Salón de los Rezos, buscando quiénes tienen asignadas tareas mortíferas para el futuro y todo lo demás.

—No se deje ni un detalle, Pearl.

Bond no se había dado cuenta de que había llamado Pearl al sargento en vez de Pearly. Acercándose a donde Wolkovsky estaba todavía hablando, tomó su libreta de notas y escribió: «
Sabemos quién actuará como bomba. Una muchacha. Dígales que hay aquí alguien capaz de identificarla
».

Sin dejar de hablar, Wolkovsky tomó el papel, lo leyó e hizo una señal de asentimiento a Bond, al tiempo que decía por el teléfono:

—Escuche, Walter: disponemos de una prueba positiva. El atentado se va a producir. Lo que hacen los Humildes en Inglaterra lo van a sufrir ustedes también en Washington hoy mismo. Sabemos ya quién lo va a hacer y aquí tenemos a alguien capaz de identificar a esa persona —escuchó en silencio mientras iba murmurando—: Sí…, de acuerdo, Walter, ya lo sé… Sí, desde luego; es auténtico. ¿Qué se habían creído? ¿Qué se trataba de un videojuego?… Sí, Walter… Bien…, bien. De acuerdo. Llámeme otra vez cuando todo esté dispuesto —colgó el auricular y, volviéndose a Bond, le preguntó—: ¿Quiere explicarme eso?

Bond le facilitó un breve resumen de la parte que Pearlman había desempeñado en todo el asunto y terminó con la última información sobre su hija Ruth:

—Ahora le he mandado a enterarse de cómo manipulan las bombas.

—Bien: mi colega parece haber comprendido la idea. ¿Están seguros de lo de esa muchacha?

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