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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (3 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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Algunos de los comensales del banquete ya eran miembros de su gabinete. Muchos habían esperado ese momento durante dieciocho años. Para otros, más jóvenes, ése era el comienzo de la era Kennedy.

El presidente estrechó la mano de Abe Chayes, su nuevo secretario de Estado, y de Jerome Wiesner, el nuevo secretario de Salud, Educación y Bienestar. El senador Byrd cogió al presidente por el codo y lo guió de un comensal a otro: ese día, todos querían tocar al presidente. Pronto, como buen Kennedy, se sintió cómodo en medio del mar de carne.

El presidente no tuvo oportunidad ni deseos de comer. Todos querían hablar con él al mismo tiempo. El menú había sido preparado especialmente con sus platos favoritos, empezando por la sopa de langosta y pasando por el rosbif. Finalmente, apareció la
pièce de résistance
del chef: un pastel de chocolate glaceado, con la forma de la Casa Blanca. Joan observó cómo su marido desdeñaba la pulcra tajada de la Oficina Oval que le habían puesto enfrente.

—Si lo eligieran presidente todos los días, pronto estaría flaco como una vara —dijo a Marian Edelman, que sorprendentemente había sido designada procuradora general. Marian le había estado explicando a Joan la importancia de los derechos de los niños. Joan trató de escuchar… Quizás algún otro día.

Una vez estrechada la última mano y recorrida la última ala de la Casa Blanca, el presidente y su comitiva llegaron con cuarenta y cinco minutos de retraso al desfile de transmisión de poderes. Cuando arribaron al palco erigido frente a la Casa Blanca, quienes se sintieron más aliviados, entre la multitud de doscientas mil personas, fueron los componentes de la guardia de honor presidencial, que estaba cuadrada desde hacía más de una hora, esperando la aparición del presidente. Este se sentó y empezó el desfile. Las unidades militares iniciaban la marcha mientras la banda de la Infantería de Marina de los Estados Unidos tocaba acordes de Sousa y
God Bless America
. Las engalanadas carrozas de cada estado, algunas de las cuales conmemoraban hechos de la vida de Kennedy, agregaban un toque de color y de frivolidad al adusto cortejo.

Cuando terminó por fin el desfile de tres horas de duración, y el último uniforme desapareció avenida abajo, el jefe de gabinete de Kennedy, Eddie Martin, que había sido su ayudante administrativo en el Senado, se inclinó hacia él y le preguntó qué le gustaría hacer desde ese momento hasta que diera comienzo el primer baile con que se celebraría la transmisión de poderes.

—Firmar todas las designaciones de ministros y despejar la mesa de trabajo para mañana —fue la respuesta inmediata—. Eso sólo abarcará cuatro años.

El presidente entró directamente en la Casa Blanca. Cuando atravesó el pórtico sur, la banda de la Infantería de Marina arrancó con los acordes de
Hail the Chief
. El presidente se había quitado el chaqué aun antes de llegar a la Oficina Oval. Se sentó enérgicamente detrás del imponente escritorio de roble y cuero. Hizo una pausa, mirando en torno.

Todo había sido colocado donde él deseaba. Detrás de él descansaba la foto de John y Robert jugando al fútbol norteamericano. Frente a él, el pisapapeles con la cita de George Bernard Shaw que Robert había utilizado tantas veces en sus campañas: «Algunos hombres ven las cosas tales como son y dicen: por qué; yo sueño las que nunca fueron, y digo: por qué no». A la izquierda de Kennedy estaba la bandera presidencial, y a su derecha la de los Estados Unidos. Dominando el centro del escritorio, se alzaba una réplica del portaviones
John F. Kennedy
, que Teddy Jr había construido con tapas de botellas y madera de balsa. En la chimenea ardía fuego de leña. Un retrato de Lincoln miraba desde lo alto al nuevo presidente, quien no pudo dejar de recordar que durante la crisis de los misiles cubanos su hermano había contemplado el retrato y había dicho: «Ojalá te tuviéramos ahora con nosotros, Abe». Del otro lado de los ventanales, los prados verdes se extendían sin interrupción hasta el monumento a Washington. El presidente sonrió. Estaba en casa.

Cogió un montón de documentos oficiales y echó una mirada a los nombres de quienes habrían de prestar servicios en su gabinete. Les Aspin, de Wisconsin; Jerome Wiesner, del Massachusetts Institute of Technology; Robert Roosa, de Nueva York; Richard Lamm, de Colorado. Había algo más de treinta designaciones. El presidente firmó cada una de ellas. El último fue Abe Chayes.

El presidente ordenó que los documentos fueran remitidos inmediatamente al Congreso. Su secretario de Prensa recogió las hojas de papel que dictarían la historia de los Estados Unidos durante los cuatro próximos años y dijo:

—Gracias, señor presidente.

Era la primera vez que Hadley Roth, su antiguo secretario de Prensa del Senado, le hablaba en esos términos. El presidente se disponía a formular un comentario cuando Joan entró en la estancia para recordarle que faltaba sólo media hora para que comenzara la cena familiar. El presidente volvió a depositar la estilográfica «Parker» sobre la bandeja de cuero donde descansaban otras once estilográficas «Parker», encima del escritorio. Evidentemente, en la Casa Blanca no querían dejar nada librado al azar.

—Muy bien, cariño. Enseguida estaré contigo.

El presidente conversó con el secretario de Prensa mientras se encaminaba hacia el ascensor privado, que debería llevarle a la suite presidencial. Era tan pequeño que él mismo debió cerrar las puertas y pulsar el botón del segundo piso. Se preguntó qué sucedería si el presidente de los Estados Unidos se quedaba atascado entre dos pisos y no podían sacarlo. Pero llegó sano y salvo antes de haber podido imaginar una posible solución satisfactoria.

Atravesó el vestíbulo y entró en la alcoba presidencial como si hubiera pasado toda su vida allí. La cama doselada donde habían dormido Truman, Kennedy y Johnson dominaba la escena. El y Joan habían decidido usar la alcoba de la Primera dama, contigua, sólo como sala de estar.

—Joan, ¿recuerdas aquel cuadro de Manet, del Salón Dorado, que tanto le gustaba a Jack?

—Por supuesto,
Mañana sobre el Sena
.

—Ese mismo. Colguémoslo en esta habitación. Sabes, Jimmy Carter acaba de informarme que puedo traer a la Casa Blanca cuadros de la National Gallery mientras dure mi mandato.

—Estupendo —exclamó Joan—. Pidamos ese Picasso de la familia en la playa, de su período azul… creo que se llama
La tragedia
. Y siempre he deseado un Turner, aunque sólo sea por cuatro años.

Golpearon a la puerta.

—Cielos, ¿es que no podremos estar solos ni siquiera en nuestro propio dormitorio?

—No es nuestro dormitorio. Es un lugar histórico.

La criada del piso alto entró en la habitación para verificar si todo estaba en orden. Vaciló. Era la primera vez que veía al presidente y éste sólo llevaba encima una toalla.

—No me gusta el aroma de la loción para después del afeitado del presidente Carter, pero excepto eso todo marcha perfectamente.

La criada no supo si reírse o permanecer impasible, de modo que optó por la solución más fácil y esbozó una sonrisa. El humorismo flojo de la ocurrencia del presidente era producto en parte, del nerviosismo y, en parte, del alivio que experimentaba por haber dejado atrás la primera gran ceremonia. Joan Kennedy tardó un rato en ataviarse para la velada, y Teddy, que se había vestido en sólo doce minutos, se paseó coléricamente por la habitación mascullando:

—Se supone que soy el presidente de los Estados Unidos, se supone que soy el presidente de los Estados Unidos.

—Lo sé, cariño —respondió Joan—, pero puesto que estás aquí, ¿podrías subirme la cremallera?

Los dos bajaron por la monumental escalera contigua al Salón Central y se reunieron con el clan Kennedy en el comedor familiar. Todos se pusieron en pie cuando entró el presidente. Eso no ocurría desde 1963.

—El primer baile se celebra en el Arsenal del distrito de Columbia y debemos partir inmediatamente, señor presidente. Ya es tarde —anunció Hadley Roth.

La mayor parte de la familia aún no había terminado el segundo plato. Rose Kennedy sonrió desde el otro extremo de la mesa y saludó a Ted con un ademán cuando partió con Joan. El resto de la noche fue un torbellino: seis bailes y veinte mil personas, la mayoría de las cuales no alimentaban ninguna duda de que el presidente debía su éxito al papel que ellas habían desempeñado en la campaña. El presidente se mostró paciente y cautivante, y Joan y su nuevo vestido de Yves Saint Laurent soportaron toda la velada. Finalmente, llegaron de regreso a su nuevo hogar, en el número 1600 de Pennsylvania Avenue. Eran las 2.30 de la mañana siguiente.

Nuevamente en la alcoba de Lincoln, lo único que rompió el silencio fue el comentario de Joan:

—Me alegra tener que hacerlo sólo una vez cada cuatro años. Y gracias a Dios no puede suceder más de dos veces en la vida. —Tampoco pudo dejar de recordar que ningún presidente, desde Eisenhower, había logrado completar dos mandatos.

El presidente se metió en la cama.

—No es muy cómoda, ¿verdad? —dijo.

—Fue suficientemente buena para Lincoln —contestó Joan.

El presidente se disponía a apagar la luz cuando vio sobre la mesita de noche la pequeña edición de Yale del
Julius Caesar
de Shakespeare, encuadernada en color azul.

—Pertenece a la Oficina Oval —murmuró.

Joan no le oyó. La abrió casi espontáneamente en la página treinta y seis y leyó el pasaje que había subrayado con tinta roja y marcado con un asterisco:

Los cobardes mueren varias veces antes de expiar. El valiente nunca saborea la muerte sino una vez. De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo. Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya de venir, vendrá
.
[1]

El presidente apagó la luz.

El país dormía.

2

17.45 horas

Nick Stames deseaba irse a su casa. Había comenzado a trabajar a las 7 de la mañana y ya eran las 17.45. No recordaba si había comido o no. Su esposa, Norma, había vuelto a refunfuñar que él nunca acudía a casa al mediodía, y que, cuando lo hacía, ya era tan tarde que sus platos se habían echado a perder. Ahora que lo pensaba, ¿cuándo había ingerido por última vez una comida completa? Cuando se iba a la oficina, a las 6.30, Norma se quedaba en la cama. Desde que los niños estaban en la escuela, su única tarea específica consistía en prepararle la comida a él. De todas maneras, habría salido perdiendo. Si hubiera sido un fracasado, Norma también habría protestado por eso, y qué diablos, Nick Stames era, desde todo punto de vista, un triunfador: el agente especial más joven a cargo de una Agencia local del FBI, y uno no ascendía a semejante rango a los cuarenta y un años si pretendía cenar en casa todas las noches. Fuera como fuere, Nick estaba enamorado de su trabajo. Este era su amante, y por lo menos su esposa podía alegrarse de ello.

Hacía nueve años que Nick Stames era el jefe de la Agencia local de Washington. Era la tercera, por su magnitud, en los Estados Unidos, a pesar de que abarcaba el territorio más reducido —sólo 156 kilómetros cuadrados de Washington, distrito de Columbia— y contaba con veintidós escuadrones: doce de lucha contra el crimen y diez de seguridad. Caray, él controlaba la capital del mundo. Era lógico que a veces volviera tarde. Sin embargo, esa noche tenía la intención de hacer un esfuerzo especial. Cuando disponía de tiempo para ello, adoraba a su esposa. Esa noche procuraría llegar puntualmente a su casa. Cogió el teléfono interno y llamó a su coordinador de Asuntos Criminales, Grant Nanna.

—Grant.

—Jefe.

—Me voy a casa.

—Ignoraba que usted tuviera casa.

—Tampoco yo sabía que la tuvieras tú.

Nick Stames colgó el auricular y deslizó sus dedos entre su larga cabellera oscura. Su apariencia era más de criminal de película que de agente del FBI, puesto que todo en él era oscuro: ojos oscuros, tez morena, cabello oscuro, incluso traje y zapatos oscuros, aunque estos dos últimos rasgos eran característicos de todos los agentes especiales. En la solapa lucía un broche con las banderas de los Estados Unidos y de Grecia.

Una vez, hacía pocos años, le habían ofrecido un ascenso y la oportunidad de cruzar la calle y pasar al Cuartel general del FBI, donde se convertiría en uno de los trece ayudantes del director. Como no tenía mentalidad de ayudante, decidió quedarse donde estaba. La mudanza le habría transportado de un arrabal a un palacio: la Agencia local de Washington ocupa los pisos cuarto, quinto y octavo del viejo edificio de Correos de Pennsylvania Avenue, que debería haber sido demolido veinticinco años atrás si Lady Bird Johnson no hubiera llegado a la conclusión de que era un monumento nacional. Las habitaciones tenían cierta semejanza con vagones de ferrocarril, y si hubieran estado en un ghetto habrían sido desahuciadas como lugares impropios para vivir.

Cuando el sol empezó a ocultarse detrás de los altos edificios, el penumbroso despacho de Nick se oscureció aún más. Se acercó al interruptor de la luz. «No derroche combustible», advertía un rótulo fluorescente adherido al interruptor. Así como el movimiento constante de hombres y mujeres que entraban y salían del antiguo edificio de Correos, vestidos con circunspectas ropas oscuras, delataba la presencia de la Agencia local de Washington del FBI, sus
graffiti
burocráticos proclamaban que los zares de la Administración Federal de Energía ocupaban dos pisos del cavernoso caserón de Pennsylvania Avenue.

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