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Authors: Jeffrey Archer

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Política

¿Se lo decimos al Presidente? (23 page)

BOOK: ¿Se lo decimos al Presidente?
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Marc sabía que le estaban invitando a retirarse, pero había algo que quería decir. El director levantó la vista y lo intuyó inmediatamente.

—Ahórreselo, Marc. Vuelva a su casa y descanse un poco. Soy un viejo extenuado, pero me gustaría que hasta el último de esos cerdos acabe entre rejas el martes por la noche. Por su bien, ruego a Dios que Dexter no esté comprometido. Pero no cierre los ojos ante nada, Marc. Es posible que el amor sea ciego, pero esperemos que no sea sordo y mudo.

Un hombre excepcional, pensó Marc.

—Gracias, señor. Le veré el miércoles por la mañana.

Marc sacó su coche lentamente del garaje del FBI. Estaba agotado. No vio señales del hombre anónimo. Miró el espejo retrovisor. Un sedán «Ford» azul le seguía, y esta vez le pareció obvio. ¿Cómo podría saber a qué bando pertenecían? Quizá dentro de tres días lo sabría. Para entonces lo sabría todo o no sabría nada. ¿El presidente estaría vivo o muerto?

Simón, aún de guardia en la entrada del bloque de apartamentos, saludó a Marc con una sonrisa alegre.

—¿Lo consiguió, macho?

—No exactamente —respondió.

—Puedo llamar a mi hermana, si está desesperado.

Marc procuró reír.

—Es una oferta generosa, pero esta noche no, Simón. —Le arrojó las llaves del coche y se encaminó hacia el ascensor. Una vez encerrado con llave y cerrojo en su apartamento, entró en el dormitorio, se quitó la camisa y la corbata, cogió el teléfono y marcó lentamente siete dígitos. Le atendió una voz dulce.

—¿Sigues despierta?

—Totalmente.

—Te amo. —Colgó el auricular y se durmió.

8.04 horas

El teléfono llamaba, pero Marc siguió durmiendo profundamente. La campanilla continuó repicando. Por fin se despertó y enfocó los ojos sobre el reloj: las 8.05. Maldición, probablemente era el director que quería saber dónde demonios estaba. No, había dicho que no lo vería esa mañana; ¿no era eso lo que habían convenido? Cogió el auricular.

—¿Estás despierto?

—Sí.

—Yo también te amo.

Oyó el chasquido metálico de la comunicación que se cortaba. Empezaba bien el día, aunque si ella hubiera sabido que lo pasaría investigando a su padre… Y casi seguramente el director la estaba investigando a ella.

Marc dejó correr el agua fría de la ducha hasta despejarse por completo. Siempre que le despertaban súbitamente le quedaban ganas de volver a dormir. La semana próxima, se prometió. La semana próxima haría una multitud de cosas. Echó una mirada al reloj: las 8.25. Esa mañana no comería cereales tostados. Encendió la televisión para comprobar si se había perdido algo de lo que sucedía en el resto del mundo. El estaba sentado sobre una noticia bomba que haría caer a Walter Cronkite de su silla de la CBS. ¿Qué decía el locutor?

—«… y ahora uno de los grandes logros de la Humanidad, las primeras fotos del planeta Júpiter tomadas por una nave espacial estadounidense. Así se hace la historia. Pero antes, este mensaje de
Jell-O
, el alimento especial para niños especiales».

Marc lo apagó, riendo. Júpiter, junto con el «Jell-O», deberían esperar hasta la semana próxima.

Como ya era tarde, decidió coger el Metro en la estación Waterfront próxima a su apartamento. Había sido distinto cuando él salía temprano y tenía las calles a su disposición, pero a las 8.30 el tráfico siempre era muy intenso. El sistema de Metro de Washington había empezado a funcionar en 1976 en toda la zona céntrica. Hacia 1980 habían entrado en servicio muchas de las estaciones periféricas.

La entrada estaba marcada por una columna de bronce que ostentaba una M luminosa. Marc montó en la escalera mecánica, que le llevó desde el nivel de la calle hasta la estación de Metro. Esta, con forma de túnel, le recordó un baño romano, gris y oscuro, con un techo curvo y alveolado. Sesenta céntimos. La tarifa de la hora punta. Y debía hacer un trasbordo. Setenta y cinco céntimos. Marc hurgó en sus bolsillos buscando el importe exacto. En Washington ni los autobuses ni los trenes subterráneos suministran cambio, porque los conductores o revisores que llevan monedas y billetes son fácil presa de los asaltantes. Debo acordarme de hacer acopio de monedas de diez céntimos cuando llegue al FBI, pensó, mientras montaba en otra escalera mecánica que le depositó en el andén. Durante las horas punta, o sea de las 6.30 a las 9.00 horas, los trenes pasaban cada cinco minutos. Las luces circulares del costado del andén empezaron a parpadear para anunciar que se acercaba el tren. Las puertas se abrieron automáticamente. Marc se sumó a la multitud apiñada en un vagón colorido, brillantemente iluminado, y cinco minutos más tarde oyó el nombre de su estación de destino a través del sistema de altavoces: Gallery Place. Bajó al andén y esperó un tren de la línea roja. La línea verde era ideal, por las mañanas, cuando tenía que ir a la Agencia local de Washington, pero para ir a Capitol Hill debía hacer trasbordo. Cuatro minutos más tarde salió al sol en el Union Station Visitors' Center, el ajetreado centro de mando de las líneas de autobuses, trenes y Metro que entraban y salían de Washington. Funcionaba mejor de lo que habían previsto sus críticos, en 1977. El edificio Dirksen del Senado estaba a tres manzanas de allí, por First Street, en la esquina de Constitution. Rápido e indoloro, pensó Marc, mientras atravesaba la entrada de Constitution Avenue. ¿Por qué molestarse cogiendo el coche?

Pasó frente a dos miembros de la policía del Capitolio que inspeccionaban portafolios y paquetes en la puerta, y pulsó el botón de subida del ascensor público.

—Cuarto, por favor —le dijo al ascensorista.

La audiencia de la Comisión de Relaciones Exteriores debería empezar pronto. Marc extrajo del bolsillo de su americana la agenda de «Actividades del Día en la Cámara y el Senado», que había arrancado de
The Washington Post
. «Relaciones exteriores: 9.30 horas. Apertura. Audiencia sobre política estadounidense hacia el Mercado Común; representantes de la Administración. Edificio Dirksen, 4229.» Mientras Marc avanzaba por el pasillo, el senador Frank Church, de Idaho, entró en la oficina 4229, y Marc lo siguió al interior de la sala de audiencias.

Church, que se había hecho famoso en todo el país en 1975, en su condición de presidente de la Comisión Escogida del Senado para el Estudio de las Operaciones Gubernamentales Respecto de Actividades de Inteligencia, había tratado sin éxito de arrebatarle la candidatura demócrata a Jimmy Carter en 1976. Los retiros de Mike Mansfield en 1976 y de John Sparkman en 1978 habían elevado a Church a la presidencia de la poderosa Comisión de Relaciones Exteriores. El atildado senador de un metro ochenta de estatura era considerado un hombre inteligente y lúcido, cuyos exuberantes excesos retóricos encubrían una mente sagaz.

La sala de audiencias tenía un artesonado de madera de color claro, acentuado por el mármol verde de los zócalos y del marco de la puerta. En el extremo de la sala había una mesa semicircular de igual madera clara, que se elevaba un peldaño por encima del resto del recinto. Quince sillas de color anaranjado oscuro. Sólo unas diez estaban ocupadas. El senador Church se sentó, pero los diversos funcionarios, asistentes, periodistas y empleados administrativos siguieron revoloteando en torno. En la pared, detrás de los senadores, colgaban dos grandes mapas, uno del mundo y otro de Europa. En un escritorio situado directamente por delante y debajo de los senadores estaba sentado un taquígrafo, pronto para registrar textualmente el desarrollo de los debates. Al frente estaban las mesas de los testigos.

Más de la mitad de la sala se hallaba reservada para las sillas del público, casi todas ellas ocupadas. Un cuadro al óleo de George Washington dominaba la escena. Ese hombre debía de haber pasado los últimos diez años de su vida posando para los pintores, pensó Marc.

El senador Church le susurró algo a un ayudante y pidió silencio golpeando con el mazo.

—Antes de empezar —dijo—, deseo comunicar al personal del Senado y a la prensa que se ha producido un cambio en la agenda. Hoy y mañana escucharemos el testimonio del departamento de Estado acerca del Mercado Común Europeo. Luego pospondremos la continuación de estas audiencias hasta la semana próxima, para que la comisión pueda dedicar su atención al tema apremiante de las ventas de armas en África.

Para entonces, casi todos quienes se hallaban en el recinto habían encontrado asiento, y los testigos del gobierno ojeaban sus anotaciones. Marc había trabajado durante un verano en Capitol Hill, mientras era estudiante universitario, pero ni siquiera ahora dejaba de molestarle el escaso número de senadores que asistían a las audiencias. Como cada senador formaba parte de tres o más comisiones y de incontables subcomisiones, se veían obligados a especializarse, y a confiar en la idoneidad de sus colegas y del personal adjunto en aquellos temas en los que no eran expertos. De modo que no era inusitado que a las audiencias de comisión asistieran tres o dos senadores, o a veces uno solo.

El tema en discusión era una ley encaminada a desmantelar la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Portugal y España se habían entregado al comunismo, como dos obedientes fichas de dominó, al comenzar la década. Las bases españolas se perdieron poco después y el rey vivía exiliado en Inglaterra. La OTAN había estado preparada para la implantación del comunismo en Portugal, pero cuando Italia instaló finalmente un gobierno de Fronto Popolare en el Quirinal, las cosas empezaron a descalabrarse. El papado, que confiaba en los métodos cuya eficacia había sido demostrada por la experiencia, se aisló detrás de sus verjas, y la opinión católica norteamericana obligó a los Estados Unidos a cortar la ayuda financiera al nuevo gobierno italiano. Los italianos contraatacaron clausurando las bases de la OTAN.

Se pensó que las repercusiones económicas del colapso italiano influyeron sobre las elecciones francesas de 1981, que desembocaron en la victoria de Mitterrand y los socialistas apoyados por los comunistas. Las formas más extremas de socialismo habían sido repudiadas recientemente en Holanda y algunos países escandinavos. Los alemanes estaban conformes con su social-democracia. Pero en 1982, el senador Pearson declaró que el único aliado auténtico de los Estados Unidos en la OTAN era Gran Bretaña, donde un gobierno conservador había triunfado por escaso margen de votos en las elecciones generales de febrero de ese año.

El canciller británico, Edward Heath, había presentado un enérgico alegato contra el desmantelamiento formal de la OTAN. Semejante política habría roto la alianza entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, y la primera habría quedado ligada exclusivamente a la Comunidad Económica Europea, siete de cuyos quince miembros eran ahora comunistas o lo serían en breve plazo. El senador Pearson descargó el puño sobre la mesa. «Debemos tomar en cuenta seriamente la opinión británica, en lugar de interesarnos únicamente por nuestras ventajas estratégicas inmediatas».

Después de escuchar durante una hora cómo Church y Pearson interrogaban a los testigos del departamento de Estado sobre la situación política en España, Marc se deslizó por la puerta y entró en las oficinas de la Comisión de Relaciones Exteriores situadas al final del corredor. La secretaria le informó que Lester Kenneck, director de personal de la comisión, no estaba en su despacho. Marc le había telefoneado el día anterior y le había dado a entender que era estudiante y que estaba reuniendo información para su tesis.

—¿Hay alguna otra persona que pueda darme algunos datos sobre la comisión?

—Veré si puede ayudarle Michael Bradley, que es uno de nuestros colaboradores.

La secretaria cogió el teléfono y, varios minutos más tarde, un hombre delgado, con gafas, salió de una de las habitaciones del fondo.

—¿En qué puedo servirle?

Marc explicó que le gustaría ver cómo se desenvolvían otros miembros de la comisión, y sobre todo Percy. Bradley sonrió pacientemente.

—Eso no será difícil —dijo—. Vuelva mañana por la tarde o el jueves y asista al debate sobre la venta de armas a África. Le garantizo que el senador Percy estará presente. Y le resultará mucho más interesante que esta monserga sobre el Mercado Común. En verdad, entra dentro de lo posible que la sesión no sea pública. Pero estoy seguro de que si habla usted con el señor Kenneck, éste encontrará la fórmula para que usted pueda estar presente.

—Muchas gracias. ¿No sabe, por casualidad, si Percy y Pearson asistieron a la audiencia del 24 de febrero, o a la del jueves pasado?

Bradley arqueó las cejas.

—Lo ignoro. Quizá Kenneck lo sepa.

Marc le dio las gracias.

—Ah, olvidaba algo. ¿Puede darme un pase para entrar en la galería del Senado?

El secretario selló una tarjeta y escribió su nombre. Marc se encaminó hacia el ascensor. Venta de armas. África, pensó. El jueves sería demasiado tarde. Maldición. ¿Cómo diablos se supone que puedo saber por qué uno de estos fulanos querría matar a Kennedy? Podría tratarse de un demencial enredo militar, o de un caso de racismo agudo. Era absurdo. Pero lo que importaba no era el porqué sino el quién, se recordó a sí mismo. Mientras caminaba, Marc estuvo a punto de tropezar con uno de los botones del Senado, que corría por el pasillo apretando un paquete. El Congreso tiene una escuela de botones para chicos y chicas de todo el país que asisten a clase y trabajan como recaderos en el Capitolio. Todos visten de azul oscuro y blanco y siempre dan la impresión de tener mucha prisa. Marc se detuvo a tiempo y el chico le esquivó sin ni siquiera acortar el paso.

Marc bajó en el ascensor y salió del edificio Dirksen por la puerta que se abría sobre Constitution Avenue. Cruzó hasta el edificio del Capitolio, entró en éste por el flanco que correspondía al Senado, debajo de la ancha escalinata de mármol, y esperó el ascensor público.

—Es un día muy ajetreado —comentó el guardia—. Han venido muchos turistas para asistir al debate sobre el control de armas.

Marc asintió.

—¿Arriba habrá que esperar mucho?

—Sí, señor, creo que sí.

Llegó el ascensor, y en el piso que correspondía a la galería otro guardia le indicó a Marc que se situara detrás de una multitud de visitantes boquiabiertos. Marc estaba impaciente. Le hizo señas a uno de los guardias.

—Escuche —le dijo—, tengo un pase público para la galería, pero soy alumno de Yale y estoy realizando un trabajo de investigación. ¿Cree que podrá encontrar la forma de franquearme la entrada?

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