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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (28 page)

BOOK: Sé que estás allí
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—Tú lo abandonaste también a él. Decir eso fue un error.

—¡Oh, vaya! ¿Así que ahora debo sentir lástima por Nate? ¡Ya veo lo mucho que sufre! —David recorrió la habitación, derribando muebles—. ¿Crees que te quiere? ¿O que le importas una mierda? Tú sabes que lo hace sólo para fastidiarme.

—No todo gira a tu alrededor. Eres un muerto.

—Estoy más vivo ahora de lo que he estado en los últimos dos años.

—Vivo en tu cabeza, pero muerto para el mundo.

David dejó de deambular y la miró fijamente a los ojos.

—¿Estoy muerto para ti, Sarah?

Sarah se desplomó en el sofá y se encogió de hombros.

—No sé qué eres.

David se dirigió a la puerta y la abrió de par en par para que entrase el aire gélido.

—Quizá deberías averiguarlo.

Desapareció escalera arriba, dejando la puerta entreabierta mientras Sarah presionaba la cabeza contra las rodillas, dejando que el frío se extendiera por su cuerpo.

Capítulo 32

Más tarde, esa noche, Sarah regresó a su cama, pero no a los brazos de Nate. Se acostó en el borde del colchón, dejando quince centímetros entre sus piernas y los dedos de él. Durante media hora miró por la ventana, imaginándose a David fuera, su monstruosa creación vagando por los bosques invernales. Tenía a Mary Shelley en la cabeza, lo que parecía de lo más adecuado: otra viuda de un ahogado, cuya imaginación estaba poblada de imágenes de cosas muertas que volvían a la vida.

Pasó la noche entre sueños intermitentes, hasta que, con el primer fulgor del amanecer, Nate empezó a despertar. Sarah se fingió dormida mientras él recogía a trompicones la ropa que rodeaba la cama y la llevaba al baño. La ducha corrió durante diez minutos, y cuando él regresó y se inclinó en la almohada, oliendo a jabón, colonia y pasta de dientes, ella quiso atraerlo hacia sí e inspirarlo dentro de su cuerpo. Pero permaneció inmóvil por completo, hasta que él la besó en la frente y se marchó.

Durante los días siguientes, Sarah apenas comió y durmió aún menos. Se sentía dividida entre la vergüenza y el enfado: enfado por la arrogancia de David, por las tentaciones sin amor de Nate y, sobre todo, enfado por su propia culpabilidad. Su necesidad de autocontrol siempre había ido a la par con la tendencia a culparse. Los problemas de su vida siempre eran culpa suya. Tendría que haber sido capaz de manejar mejor las cosas.

Ahora el canal del tiempo anunciaba una fuerte nevada. El fin de semana la cabaña sería inaccesible y ella perdería su oportunidad de encararse con David. Quería maldecirlo y consolarlo, acusarlo y disculparse. Quería contarle todas las pequeñeces con que la había irritado a lo largo de su matrimonio. Por tanto, la cuarta mañana se puso sus ropas de más abrigo, se dirigió al coche e inició su lenta procesión por las montañas.

El bosque adquirió un aspecto pálido y yermo a medida que la carretera se internaba en las colinas. Ninguna ardilla se demoró en el camino, ningún pájaro se abatió sobre el capó. A su derecha, las pozas del río dormitaban en sábanas de hielo y cuando finalmente llegó ante la cabaña y apagó el motor, tan sólo escuchó vastos kilómetros de quietud. Todos los seres vivos se habían retirado ante la inminente tormenta.

Los primeros copos empezaron a caer cuando intentaba abrir la puerta y se posaron en su muñeca cuando sacó la llave de su escondrijo. Dentro, el ambiente era frío y viciado. Subió el termostato y fue de habitación en habitación, encendiendo luces y abriendo puertas. El material para pintar de David estaba pulcramente ordenado y la cama hecha con el descuido habitual. En el cuarto de baño, encontró una maquinilla de afeitar usada y un bote de aspirinas medio vacío. Ni champú, ni crema de afeitar, ni pinzas, ni Old Spice. Abrió el grifo, se tragó dos aspirinas y se miró fijamente en el espejo.

David se había ido. Se había marchado sin ella. Estaba más sola ahora que cuando la dejó en julio. Una sorda tristeza empezó a calarle en los huesos; apagó la luz y observó su rostro, que resurgía lentamente en el cristal oscuro como una sombra sin rasgos. Dentro del dormitorio que David había dejado tan ordenado, Sarah se despojó de las botas y el abrigo y se arrastró bajo las mantas, pensando: «Ahora es el invierno de nuestro descontento».

Una hora después, unas finas tiras blancas habían cubierto las ramas de los árboles. Se levantó de la cama, con la esperanza de que David hubiese regresado, pero una rápida búsqueda en la cabaña le mostró que nada había cambiado. Tras ponerse las botas y el abrigo, salió a observar el mundo que tenía un resplandor fantasmagórico, todo lo que podía verse u oírse, apagado, salvo el murmullo de la nieve que caía entre las agujas de los pinos. Bajó la escalera hacia el jardín y escrutó el bosque por si veía a David regresando con su hacha, pero el bosque estaba más oscuro de lo que ella recordaba y las únicas huellas eran las suyas, que aplastaban los primeros centímetros de nieve.

Al mirar al río, reparó en algo atrapado en el extremo del embarcadero. Parecía un tronco gris que se mecía de un lado a otro como el brazo de Ahab. Una rama, moteada de verde, sobresalía en ángulo recto del tronco principal; ella se aproximó, mientras los copos de nieve se derretían en sus mejillas.

Cuando llegó, se detuvo al oír el crujido de los viejos tablones. Su altura, muy superior a la del agua, le impedía ahora ver el tronco, salvo la rama que siguió con la mirada, contando las ramitas que salían de su extremo. Tres, cuatro, cinco… se detuvo, la respiración interrumpida. Porque no era una rama, sino un brazo: el brazo de David, con la palma abierta. Sintió que le silbaban los oídos y se acercó tambaleándose antes de caer de rodillas al final del embarcadero.

El cadáver tenía la belleza fosforescente del ópalo, pero había sufrido la profanación de la naturaleza: un pómulo sobresalía de la piel, había pedazos de pierna comidos. Ésta no era una muerte reciente, advirtió al observar la piel hinchada. Este era el cadáver de siete meses de su marido, de vuelta tras su odisea en el río. Todo ese tiempo había estado esperando en el agua.

La corriente ladeó la cabeza de David, como si le preguntase algo, y Sarah observó que la camisa de franela estaba enganchada en un clavo del embarcadero. Se le ocurrió que quizá quisiera liberarse para seguir su viaje, pero cuando se inclinó y alargó el brazo hacia el clavo, vio que David tenía los ojos abiertos y la miraba con la misma expresión de ira intensa que había visto en la ventana cuatro noches antes. David abrió la boca en un bostezo cavernoso y ella se inclinó más hacia el agua. La impresión del hielo le perforó la piel mientras caía al río, cara a cara con esos ojos feroces, los fríos dedos de él enredados en su cabello y arrastrándola a las profundidades, ambos hundiéndose juntos en el barro.

Sarah se incorporó en la cama, la camisa empapada en sudor. La había despertado el sonido de la puerta trasera al abrirse y unas botas que se sacudían la nieve en la alfombrilla de la entrada. David había vuelto.

Se apoyó en la almohada e intentó respirar hondo mientras escuchaba unos pasos que se acercaban desde el pasillo. Él no encendió las luces; su sombra se demoró en el umbral. Sarah cerró los ojos, fingiéndose dormida, mientras él entraba y cerraba la puerta. David permaneció largo rato al pie de la cama, sin moverse ni hablar: todo lo que Sarah percibió fue que aquel cuerpo se estremecía con cada respiración. David alzó una almohada y cuando ella abrió los ojos lo vio como Otelo, la almohada extendida en ambas manos.

—¿Vas a matarme? —preguntó Sarah.

Él suspiró y dejó la almohada junto al cabezal; luego se tendió a su lado.

—No. No a ti.

David se quedó mirando el techo, contemplando como la tenue luz de la ventana se abría en polígonos grises. Sarah volvió la vista hacia la misma geometría oscura y juntos se convirtieron en dos efigies de piedra que escuchaban la nieve que soplaba en el tejado.

—Han dicho que caerá medio metro —dijo él pasado cierto tiempo.

—Que caiga. Que nos sepulte —replicó ella.

Capítulo 33

La mañana siguiente, a Sarah le dolían los músculos y le temblaba la mandíbula. Reconoció los síntomas; durante dos décadas, su cuerpo se había desarrollado y constreñido según las estaciones académicas. La adrenalina la sostenía en las crisis de cada semestre, y después de los exámenes se replegaba en la enfermedad y el cansancio. Los últimos cuatro días habían sido como unos exámenes finales. Todos estaban sometidos a examen.

David se sentó al borde de la cama y le sacó un termómetro de debajo de la lengua. Sarah sintió en la frente la palma cálida y competente de su marido, que leyó la temperatura a la luz de la ventana.

—Treinta y nueve. ¿Quieres un Tylenol?

—No hace falta.

Dejaría que el cuerpo quemase sus impurezas.

—Te prepararé un té.

Cinco minutos después le trajo una taza de Constant Comment.

—¿Quieres algo más? —le preguntó. Su voz sonó fría. Sí, quería hablar con él. Quería explicarle que nunca había amado a Nate, ni había imaginado que él la amaba. Nate la había ayudado a pasar un invierno difícil; eso era todo. La había obligado a involucrarse en el mundo de los vivos, algo que David no podía ofrecerle en su tranquilo retiro. La cabina era una crisálida de la que David surgiría, transformado, y echaría a volar, pero para ella era poco más que una urdimbre de tiempo. David estaba atado al pasado de ella mientras que Nate vivía del todo en el presente; entre los dos hermanos, ella había empezado a encontrar su propio lugar en el tiempo. Pero todo eso era demasiado difícil de explicar a un hombre enojado.

—No —dijo Sarah—. No necesito nada.

Durante dos días David cuidó de ella, trayéndole comida, libros, mantas y bromas sobre la fiebre del aislamiento mientras ella permanecía acostada, sumida en una tenue confusión, escuchando el metrónomo preciso del hacha. En ocasiones, el crujido de una pala que limpiaba el camino sustituía al sonido afilado del hacha. «Responde al dolor con trabajo físico», pensó Sarah, recordando a David con la pala junto a la tumba de su madre. Pero este dolor lo había causado ella, y replegó las rodillas contra el pecho.

La tercera tarde, él le preparó un baño. La ayudó a levantarse de la cama y la acompañó a la bañera, dejándola en la intimidad. Cuando Sarah introdujo el pie en el agua, su piel se volvió de un rosa intenso. Añadió un poco de agua fría y lo intentó de nuevo, primero un pie, después el otro. Permaneció inmóvil unos treinta segundos, hasta que las pantorrillas se acostumbraron al calor; después fue sumergiéndose en la bañera, deteniéndose cada pocos centímetros.

El agua le ardió en el vientre, difundiendo gotas de sudor en el cuello y las sienes. Sintió que los músculos se fundían en la relajación; eran muchos los rincones de su cuerpo que debían derretirse. Los antebrazos se bambolearon en el agua mientras el vapor ascendía como un espíritu soñoliento, llenando la ventana.

El algún punto de su ensoñación oyó un motor que se encendía. David había terminado de abrir el camino; dos tardes de trabajo. Pero era extraño que condujese en aquellas condiciones, con la carretera de montaña todavía cubierta de nieve. «Necesitaremos provisiones», pensó ella al oír las ruedas rodando, deteniéndose, rodando. Su ranchera se mecía de un lado a otro, escupiendo gravilla y hielo. Pasados unos minutos, intuyó que David había logrado girar el coche y que la tracción delantera le ayudaba a sacar el vehículo a la carretera. El motor se detuvo al final del camino, luego las ruedas giraron brevemente con la aceleración, a la que siguió un largo y distante decrescendo.

Una hora después, Sarah se envolvió en una toalla, quitó el tapón del baño aún tibio y se dirigió, goteando, a la cama. Concilió fácilmente el sueño y cuando despertó la habitación estaba a oscuras. Encendió la lamparita de noche, vio que el despertador marcaba casi las seis y que empezaba a nevar de nuevo. Sintió las articulaciones rígidas como el metal cuando se puso algo de ropa y fue a la sala.

El fuego de la mañana se había convertido en frías cenizas y en la montaña de leña escaseaban las astillas. Colocó las cuatro últimas en la rejilla de la chimenea y quiso coger el hacha de David para sacar algunas más de los troncos más secos, pero ésta no montaba guardia en su puesto habitual. Tampoco estaba detrás del sofá, el caballete ni la isla de la cocina. Abrió la puerta que daba a la terraza y se aventuró lo suficiente para comprobar que el hacha tampoco estaba en el tronco donde David cortaba la leña. Volvió a entrar, se sacudió los copos de nieve y empezó a arrancar la corteza de unos pocos leños de pino, espolvoreando con ella las cuatro astillas.

¿Dónde estaba David? Se tardaba menos de una hora en ir a la tienda de comestibles. Un viaje de ida y vuelta a Jackson, parándose para hacer mil compras, tendría que haberlo llevado de regreso a las cinco. Ahora eran las seis y media y, mientras acercaba una cerilla a su hoguera improvisada, imaginó su coche en una zanja y a David volviendo a la cabaña andando, con los brazos llenos de provisiones. O tal vez no fuese capaz de andar. Quizá yacía inconsciente en la sala de urgencias del hospital de Jackson. ¿Cuánto tardarían las enfermeras en reconocerlo? David no llevaba ninguna identificación; a lo largo de los últimos meses había abandonado su cartera y borrado todo rastro de su antigua identidad. La enfermera le limpiaría la sangre de la cara y soltaría una exclamación. Llamaría al médico y ambos se quedarían mirando a su antiguo colega, que abriría lentamente los ojos y se vería descubierto.

O quizá nunca abriría los ojos. Quizás una multitud sería testigo de la segunda muerte del doctor McConell. Entonces, una vez más, Carver Petty llamaría a su puerta, esta vez más inquisidor que cordial. ¿Cómo era posible que su marido muerto condujese el coche de ella por las montañas, una nevada tarde de invierno? Detrás de Carver vería a los investigadores de la aseguradora, vestidos como empleados de funeraria, subiendo por la escalera del porche.

Entonces oyó pasos fuera de la cabaña. David entró y dejó tres bolsas de papel en la encimera de la cocina. Sarah se levantó y se acercó a él, que colgaba el abrigo.

—Estaba preocupada. ¿Dónde has estado?

—Tenía que hacer unos recados.

David se agachó y empezó a desatarse los cordones de las botas, sin mirarla.

—¿Con este tiempo?

—Las calles están transitables, una vez que dejas atrás las carreteras de gravilla.

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