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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (24 page)

BOOK: Sé que estás allí
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Al lado estaban los albornoces de los bebés, seguidos de baberos a juego, gorros a juego, calcetines a juego. Dos meses antes, estos expositores de bodis estampados de ranas le habrían corroído el vientre vacío, pero ahora su mundo estaba abierto a infinitas posibilidades. Acarició un par de diminutas zapatillas de lana de llama antes de pasar a la sección de joyería para sus sobrinas.

Finalmente fue a The Body Shop y compró toneladas de espuma de baño: guisante e hibisco, vainilla y menta. Esa tarde, en casa, rodeó la bañera de velas perfumadas y cuencos con perlas para inhalar; luego contempló cómo las ventanas se difuminaban en el vapor.

El tercer día se levantó despacio. Era el momento de comprar para los hombres de su vida, dejar el baño y las tiendas infantiles y entrar en un mundo más oscuro. Sabía lo que quería para David, algo que le hiciese compañía en las tardes solitarias, pero Nate era un desafío, pues ya se había permitido todo aquello que un hombre puede desear.

Fue en coche a Best Buy, a media hora de distancia en una ciudad más grande y se pasó una hora vagando por pasillos de teléfonos móviles, cámaras digitales y accesorios de iPod. Sólo un artículo le llamó la atención, una cámara de vídeo ultraligera. Nunca había visto a Nate usar una; ésos eran juguetes para parejas con hijos, siempre intentando atrapar el momento. Sarah la sostuvo en la palma de la mano, la alzó a la altura de los ojos y pensó que sí, eso serviría.

El sábado por la mañana, se vio brevemente con Margaret para intercambiar los regalos. Dentro de dos días, Margaret partiría a Inglaterra, su anual visita navideña. Volvería en Año Nuevo con más acento británico, y entusiasmada con la crema espesa típica de su región.

—Vaya, vaya, qué bonito —rio Margaret mientras sacaba la fuente pintada a mano de su envoltorio—. Me temo que mi regalo no es ni la mitad de impresionante.

Sarah desenvolvió unos calcetines de lana tejidos a mano, color azul marino con rayas verdes.

—Son perfectos.

—También he tejido unos para mis hijas. Así hago algo mientras miro la tele.

—Tienes que enseñarme. Necesito un pasatiempo.

—Será un propósito para el nuevo año. —Margaret devolvió la fuente a su envoltorio de papel—. ¿Estarás bien esta Navidad?

—Sí, iré a casa de Anne. —Sarah se ruborizó al ver que Margaret arqueaba las cejas—. Esta vez voy de verdad. Nate también viene.

—¿Ah, sí? ¿No te parece arriesgado, llevarte al nuevo galán a que conozca a la familia?

—Nate es familia. —Sonrió Sarah—. Además, ya conoce bien a Anne y no tiene otro sitio adonde ir.

—¿Conque es un acto de caridad?

—Oh, sí. Soy muy caritativa.

—Vaya si lo eres. —Margaret se echó a reír—. ¿Así que nos estamos enamorando?

Sarah pasó el dedo por el canto de la mesa.

—No lo llamaría amor. Cuando ibas al colegio, ¿no había un chico que siempre estaba rodeado de chicas?

—Claro, lo llamaban Georgie Porgie, como en la canción.

—Muy lista. Me refiero a que a todas las chicas les gustaba él. Alguien que salía con todas. Alguien que a ti también te gustaba.

Margaret negó con la cabeza.

—Nunca me gustaron los más populares.

—A mí sí —suspiró Sarah—, al menos un poco. Y ahora siento que me ha llegado el momento de salir con el chico popular. Como si fuera mi turno.

—Hablas de Nate como si fuera una atracción de feria. ¿Como una vuelta por el Túnel del amor?

Sarah se encogió de hombros.

—Mejor que la casa embrujada.

A las tres y media de la tarde abría la puerta de casa de Nate, con una caja de pastelería en la mano izquierda. Nate no volvería del trabajo hasta dentro de dos horas, pero a ella le gustó la sensación de vagar sola por las habitaciones vacías. Estaban tan limpias, eran tan elegantes… como un hotel de lujo. Se sirvió una copa de vino de una botella de la nevera, luego encendió el televisor de pantalla panorámica y vio caer aguanieve en las montañas de Virginia oriental. En el baño principal, donde los accesorios de latón se confundían con las paredes de color marrón dorado, llenó el
jacuzzi
y abrió los armarios de Nate en una vana búsqueda de espuma para el baño; ése era el regalo para el hombre que lo tenía todo. Dejó la copa en el borde embaldosado, amontonó la ropa junto al lavabo y se acomodó en el agua humeante.

Pasó una hora antes de que oyese sonar el teléfono. La voz de Nate se oyó en el dormitorio, preguntando si ya había llegado. Compraría algo de cenar de camino a casa. Cuando la voz se hubo apagado, Sarah cogió una toalla, quitó el tapón y dejó un rastro de huellas mojadas hasta el dormitorio. Encontró un albornoz en el armario de Nate, se arropó en él y se metió en la cama.

Nate llegó a las seis y media con una bolsa de comida tailandesa para llevar y se echó a reír al ver a Sarah con su albornoz, leyendo en el sofá de la sala.

—Ponte cómoda.

Cenaron en la cocina y abrieron otra botella de vino mientras Nate le contaba cómo le había ido el día. Parecía que la Reserva Federal iba a mantener los tipos de interés durante unos meses más. El mercado subía de nuevo y los riesgos de inflación y deflación se equilibraban. Sarah intentó no escuchar. Era todo demasiado prosaico, este hombre que volvía del despacho y contaba cómo le había ido el día a la mujer que esperaba con un pastel de zanahoria. Sarah abrió la caja de la pastelería sólo para silenciarlo.

Un glaseado naranja y verde lima, y una guirnalda de zanahorias diminutas que recordaban a Peter Rabbit. Cortó dos trozos y luego observó cómo las limpias uñas de Nate desataban el lazo dorado de su medio kilo de café.

—Colombia supremo. —Sonrió—. Mi preferido.

—Espera. —Sarah fue a la sala y regresó con una caja de envoltorio plateado—. Quería darte el regalo de Navidad pronto, sin que Anne y las niñas lo viesen.

—Buena idea —rio él mientras rasgaba el papel—, nunca he tenido una de éstas.

Extrajo la cámara del embalaje rígido, enchufó la batería a la pared y examinó los botones mientras Sarah se comía el pastel. Durante los diez minutos siguientes, él le enseñó el zoom y a enfocar, y explicó cómo se podían retransmitir las imágenes en internet.

—Ni te lo plantees —murmuró Sarah.

Nate insertó la batería y empezó a filmarla mientras ella fregaba los platos.

—Deja los platos. —Nate bajó el objetivo y desapareció por el pasillo—. Yo también tengo algo para ti.

Regresó con un paquetito rojo en una mano y la cámara en la otra, sin dejar de grabar.

—Ésta es Sarah, una semana antes de Navidad, abriendo su regalo.

La cámara la observó desenvolver el papel rojo, alzar la tapa de una cajita blanca y quedarse mirando el regalo de Nate, que descansaba en su lecho algodonado. Un anillo de oro y diamantes, pero no para el dedo. Era una pulsera con la forma de un círculo perfecto; los diamantes resplandecieron cuando los sacó de la caja. Normalmente, habría rechazado algo tan extravagante. Este era un regalo para un veinte aniversario de casados, no para una aventura de un mes. Pero las piedras eran tan hermosas y el trabajo tan delicado, que se sintió subyugada. Su arrebato en el supermercado, su entusiasmo por el menaje, los manteles y la teca, de pronto parecían una fruslería. Representaban sólo el más diminuto de los caprichos, mientras que ahí, en sus dedos, tenía la definición del lujo.

—¿Te gusta? —preguntó Nate.

Sarah miró el oscuro ojo del objetivo.

—Sí.

Cuando Nate le cerró la pulsera en la muñeca, Sarah se sintió elegida. El círculo no le pasaba por la mano, igual que el anillo de boda ya no le pasaba por los nudillos, y ésos fueron los dos únicos objetos que permanecieron en su cuerpo esa noche, cuando se acostó en la cama de Nate.

En las horas oscuras de la mañana, siguió despierta con la pulsera suspendida ante los ojos, volviendo la muñeca a un lado, luego al otro. Estaba preocupada, sopesaba las motivaciones de Nate, se preguntaba por qué no estaba acostado junto a una mujer diferente, alguien más joven y hermosa, alguien como Jenny. Supuso que era una victoria acostarse con la mujer del hermano. Supuso, también, que ella era la primera mujer disponible después de su separación. Probablemente Nate era la clase de hombre que no sabía estar solo, que necesitaba la admiración de una mujer para sentirse bien consigo mismo. Sobre todo ahora, con su hermano muerto, imaginó que su romance era un producto del luto, una forma de aferrarse al último miembro de su familia.

Pero Sarah esperaba que hubiese algo más, porque había algo que no le había contado a Nate en el Mayflower, un detalle esencial que le remordió durante toda la cena y la mantenía despierta a esas horas de la madrugada. No le había dicho a Nate que llevaba cinco años sin utilizar ningún método anticonceptivo.

Claro que Nate no era un adolescente irresponsable, ajeno a las consecuencias. Un hombre a mediados de la treintena comprendía que, para una mujer como ella, sexualidad y fertilidad eran una sola cosa. Él debía de saber lo que estaba en juego, igual que supo de todos los embarazos fallidos, llamándola para expresarle sus condolencias por cada pequeña muerte, diciendo cuánto lo sentía y cuánto deseaba poder hacer algo al respecto. Y ahora lo hacía. Con David ausente, Nate desempeñaba la función bíblica de acostarse con la viuda del hermano, para que la familia perdurase.

Sarah no podía decirlo en voz alta. Sonaría demasiado grosero, demasiado calculador e incestuoso. Pero lo consideraba el acuerdo tácito que había entre ellos, en esta cama. Nate interpretaba el papel de Kevin Kline en
Reencuentro
, el apuesto donante de esperma que comparte su excelente grupo genético. Lo que no implicaba que él fuese a evitar otro aborto natural; el espectro siempre estaba ahí. Pero mientras ella fuese sexualmente activa había un resquicio de esperanza, y ése era el mayor regalo de Nate esas navidades; más que la pulsera, que le guiñó el ojo mientras giraba a la luz de la luna.

Capítulo 27

La luz del día dejó al descubierto los defectos del razonamiento de Sarah y la tarde siguiente ya se sentía dividida entre la autocomplacencia y el odio a sí misma. Sabía que tenía que hablar con Nate, asegurarse de que operaban en el mismo plano, pero intuía que su relación se basaba en una naturaleza tácita y no cuestionada. Como si ella fuese Psyche durmiendo con Cupido; si podía mantener el secreto y la oscuridad, de su amor nacería Placer. Pero, si lo exponía a la luz, Nate huiría, dejándola atrás, aferrada a sus pies.

Al regresar a casa el domingo por la mañana, imaginó a los fieles de Jackson llegando a las casas de culto que flanqueaban la calle mayor. Presbiterianos, metodistas, baptistas, episcopalianos; ni sinagogas, ni mezquitas, ni unitarios con sus credos ambiguos. ¿Cómo alborotarían sus secretos a esa moralidad homogénea? Se imaginó a Margaret volando sobre el océano Atlántico, luego pensó en sus propios trayectos de hermano a hermano, tendiendo puentes entre los vivos y los muertos. No lograría mantener esta estrafalaria rutina; finalmente todo se desmoronaría bajo el peso de sus silencios. Pero, por ahora, esos secretos eran la parte más fascinante de su vida.

Tres días después fue a visitar a David, con dos poinsetias en los asientos traseros del coche y una torta del diablo en el del copiloto. Cuando llegó, en el hogar sólo había una pila de cenizas y David no estaba por ninguna parte. Salió a la terraza por si oía pasos en el bosque, pero sólo percibió el susurro del viento entre los pinos. Volvió a entrar, colgó su abrigo en la puerta y sacó el cubo de basura de debajo del fregadero. Se arrodilló junto al hogar y levantó los troncos carbonizados con las yemas de los dedos, depositándolos uno a uno en el cubo antes de barrer las cenizas restantes y verterlas sobre los troncos, levantando nubes de hollín. Encontró ejemplares de
The Washington Post
en una cesta junto a la chimenea; arrugó las noticias de guerras y hambrunas, y metió cada bola de sufrimiento bajo la rejilla del hogar.

A su alrededor construyó un cobertizo de ramitas que coronó con un tronco pequeño. No era calidad
boy scout
, pero bastaría. Prendió fuego en tres sitios distintos y se quedó mirando las crecientes llamas mientras se concentraba mentalmente en que David volviese del río. Imaginó que sus sistemas nerviosos estaban entrelazados, que podía poner en movimiento los músculos de él con la mera fuerza de su pensamiento, al igual que los deseos no pronunciados de David la habían llevado a actuar muchas veces durante su matrimonio. Pero pasaron veinte minutos antes de que oyese pasos en la escalera de la terraza. Cuando se volvió a la cristalera, él estaba al otro lado, su rostro pálido como el cielo. A Sarah se le ocurrió que a medida que su propia vida ganaba color, la de él se apagaba. Los dos parecían existir en proporciones inversas.

David entró cargado de leña. La amontonó a lo largo de la pared y luego se sentó a su lado, sin quitarse el abrigo.

—Me alegro de que hayas venido. Me he aburrido mucho —le dijo.

Llevaba al menos una semana sin afeitar y cuando Sarah le tocó la mejilla, encontró la piel más fría de lo habitual. David habló mirando al fuego:

—El viento lo ha enmudecido todo. Los colores están apagados, los pájaros se han ido. Oscurece a las cinco de la tarde.

—Tengo algo que quizás ayude. —Ella se inclinó y lo besó rápidamente—. Ven al coche.

Le mostró el contenido del maletero, una caja enorme envuelta en resplandeciente papel dorado. Al lado había una caja más pequeña, que Sarah levantó.

—He pensado que podíamos celebrar hoy la Navidad. A finales de esta semana me marcho a casa de Anne.

—Bien. —David sacó la caja más grande—. Yo también tengo algo para ti.

Dentro de la cabaña, dejó la caja en el suelo y se dirigió al dormitorio. Volvió con una corona navideña que incluía ramas de abeto y cedro, adornada con ramitos de bayas de acebo y dos pequeñas piñas.

—Dios mío. —Sarah se la cogió de las manos y la admiró—. ¿Tú has hecho esto?

David asintió.

—Paseé por el bosque, reuniendo ramas de todos los perennes que pude encontrar. Algunos eran arbustos que habíamos plantado años atrás. Arranqué ramas secas de madreselva de los árboles que hay junto al río y las trencé para hacer las coronas. El resto fue una cuestión de experimentar, introduciendo diferentes colores y texturas y atándolo todo por detrás, con alambre. He hecho otra también.

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