—Giallo tampoco es que suene muy australiano —comentó mi hermana imitando el tono picarón de Peter.
—Conduje ambulancias en Italia durante la guerra —nos explicó Peter—. El día que regresaba a Sídney me encontré a Giallo tirado en una zanja. Apenas le quedaban plumas de vuelo y no esperaba que fuera a sobrevivir, pero me lo llevé a casa e hice que entrara en calor. Al día siguiente estaba vivito y coleando, y pidiendo comida. Me lo llevé para que conociera a Hugh, que todavía se encontraba en el hospital militar. Fue todo un flechazo.
Contemplé a Hugh, que no dijo nada, pero tampoco me dio la sensación de que fuera tan hosco como me había parecido al principio. Quizá era tímido, al igual que solía sucederles a muchos hombres que habían perdido alguna extremidad. Además, Peter era tan parlanchín que resultaba difícil meter baza. Al final resultó que Peter conocía muy bien Europa y a los compositores clásicos. Se interesó por el trabajo de tío Ota en el cine y casi saltó de su asiento por la emoción cuando le contamos la historia de cómo había salvado a su mujer del
satí
. Nos enteramos de que estaba estudiando arte en la universidad el día que estalló la guerra y que se había vuelto vegetariano después de que se declarara el armisticio.
—La guerra hace que la vida no tenga apenas valor. Yo quería convertirla en algo sagrado. No podía soportar más derramamiento de sangre..., especialmente el de animales inocentes —nos contó.
Estábamos hablando de los castillos de Checoslovaquia cuando Hugh repentinamente nos interrumpió para preguntarme:
—¿Cómo te apellidas?
—Rose —respondí.
Arqueó las cejas.
—¿Eres Adéla Rose? ¿La fotógrafa?
Me parecía extraño que alguien se refiriera a mí así. Había fotografiado a muchos integrantes de la élite social en muy poco tiempo, pero me resultaba difícil llamarme a mí misma «fotógrafa» y menos aún «Adéla Rose, la fotógrafa». Me consideraba una aficionada que se había encontrado en el momento oportuno en el lugar indicado.
—He visto tu trabajo en
The Sydney Morning Herald
—explicó Hugh.
El periódico había publicado las fotografías que yo había tomado en casa de Edith. Era un significativo salto profesional para mí, pero Hugh debía de haber examinado con detenimiento todas y cada una de las fotografías del periódico para haberse fijado en los créditos. Aunque no dijo si le habían gustado o no, me sentí halagada por que se hubiera acordado de ellas.
—Hugh también es fotógrafo —puntualizó Peter—. Va a rodar mi película.
El corazón se me paró durante un instante.
—¿Tu película?
Peter asintió.
—La fase de producción comienza dentro de nada. Ya tengo elegidos a mis actores y arreglado el presupuesto. Lo único que todavía no tengo es una secretaria de rodaje.
—¿Qué hace una secretaria de rodaje? —pregunté.
—Es el segundo par de ojos del director —respondió Peter—. Se sienta junto a él y cronometra las escenas. Anota las tomas y las mecanografía para el editor, y también apunta lo que los actores llevan puesto en cada escena en caso de que haga falta volver a rodar algo más tarde. —Me dedicó una sonrisa atribulada—. Mi novia solía hacer las veces de secretaria de rodaje en otras películas, pero se ha ido con otro.
—¿En tus otras películas? —exclamé—. ¿Cuántas has hecho?
Peter hinchó el pecho.
—De momento he dirigido dos, y tengo un presupuesto mucho más grande para esta.
Klára me dio un pellizco, pero yo no necesitaba más insistencia.
—Yo podría ser tu secretaria de rodaje —le propuse—. Sé mecanografiar y estoy muy interesada en el cine.
Peter se quedó perplejo durante un segundo, pero entonces apareció una gran sonrisa en su rostro.
—¿De verdad? ¡Vaya suerte! Y supongo que también estarás dispuesta a tomar las fotos fijas, ¿no?
—Por supuesto —respondí.
—¡Hecho! —exclamó Peter.
Klára me dio un apretón en la pierna, Peter sonrió de oreja a oreja y Giallo emprendió una danza bamboleante. Lo único que indicaba que podía haber algún problema era la sombría expresión de Hugh.
Recibí la invitación para el almuerzo en casa de Beatrice junto con una disculpa porque le había llevado más tiempo organizarlo de lo que ella esperaba y con la promesa de que enviaría a su chófer a recogerme. El día del almuerzo llegué a su hogar y el mayordomo me condujo hasta la sala de estar, donde Beatrice y Philip estaban esperando acompañados por los demás invitados. Fue una sorpresa encontrar a Beatrice y a Philip juntos, pues hasta entonces solo los había visto por separado. Me quedé asombrada por la diferencia de altura entre ellos: Beatrice era mucho más alta que Philip. Vino brincando hasta mí y me agarró del brazo.
—¡Ha llegado nuestra invitada de honor! —exclamó.
Me percaté de que llevaba un anillo de compromiso en el dedo: una esmeralda montada sobre oro blanco con diamantes en forma de brillante. Era el tipo de anillo que yo habría elegido. Yo no era la clase de persona que codicia lo que otros tienen, madre solía insistir en que aquello era vulgar. Así que me desprecié a mí misma por los sentimientos de envidia que surgieron en mi corazón.
Los demás invitados se acercaron para saludarme. Philip me dijo hola antes de presentarme a una pareja mayor que resultaron ser los tíos de Beatrice, el señor y la señora Roland.
—Oh, sin formalismos, por favor —pidió la señora Roland, que tenía el mismo cabello rojizo que su sobrina—. Llámame Florence.
—Adéla —contesté yo a mi vez.
Florence parpadeó y me sorprendí al darme cuenta de que llevaba pestañas postizas pegadas a los párpados. Las damas de la alta sociedad nunca se engalanaban con artificios: eso era para las actrices y las prostitutas. Me pregunté si Beatrice no solo habría heredado el cabello pelirrojo de su tía, sino también sus excéntricos usos y costumbres. Pensé en tía Josephine y en su mentalidad sobre el trabajo. Quizá las tías tenían más influencia sobre nosotras de lo que nos dábamos cuenta.
—Yo soy Alfred —se presentó el tío de Beatrice sonriendo nerviosamente bajo un enorme bigote de morsa—. Pero no pierdas el tiempo con momias como nosotros, ve a conocer a los jóvenes caballeros.
Les dediqué una sonrisa a los dos hombres invitados. El más joven, que debía de rondar los veinte, llevaba el cabello rubio peinado con la raya en medio y un traje de seda. Tenía una forma de vestir muy urbanita, pero su rostro encendido resultaba tan inocente como el de un muchacho de campo.
—Me llamo Robert Swan —se presentó—. Y este es mi amigo, Frederick Rockcliffe.
—Es todo un placer conocerla, señorita Rose —me dijo Frederick con un tono reverberante, distintivamente estadounidense.
Me chocó que me tratara de usted. Me había habituado a la costumbre de Beatrice y su familia de llamarse por el nombre de pila. Frederick rondaba los treinta y tenía el pelo oscuro y las ojeras ensombrecidas. Con aquel rostro redondo y su minúscula nariz me recordó a un oso panda. Por su camisa de lunares se adivinaba que era extranjero. Su atuendo resultaba demasiado extravagante para un almuerzo.
Cuando llegamos al comedor, las viandas ya se encontraban sobre la mesa y, al margen de alguna sirvienta que aparecía de vez en cuando para apartar los platos usados y rellenarnos las copas, nos servimos por nuestra cuenta. Agradecí que Beatrice hubiera tenido en cuenta que yo era vegetariana. El estómago se me puso del revés cuando vi las fuentes de codornices asadas, pichones salteados y liebre en salsa.
—¿Qué tienen esos? —preguntó Robert señalando un plato de tomates rellenos.
—Pepino y crema de queso —le respondió Beatrice—. Y allí hay ensalada de menta y pastel de pasta al huevo. Adéla es vegetariana y yo hoy también.
—¡Qué bueno! —comentó Robert—. Entonces yo también me apunto. Hay algo muy sano en la comida vegetariana. Me atrevería a afirmar que es mejor para las digestiones.
—No es una costumbre inglesa —declaró la señora Fahey.
La madre de Beatrice tenía mejor aspecto que otras veces, aunque aún seguía respirando con dificultad.
Beatrice se inclinó hacia mí.
—Madre es australiana de tercera generación, pero sigue venerando cualquier cosa que sea inglesa. —Después, volviéndose hacia su madre, dijo—: Qué bien que nuestros ancestros fueran honorables presidiarios británicos, ¿verdad? Yo misma estaba pensando en robar algún caballo dentro de un rato.
La señora Fahey le dedicó una mirada escandalizada a su hija.
—¡Cuándo dejarás de decir cosas como esas, Beatrice! —se quejó—. Ya sabes que nuestros antepasados eran colonos libres. ¡Ladrones de caballos! ¡Por favor!
Philip y los Roland se echaron a reír y se les unió Robert. Frederick y yo intercambiamos una mirada, no muy seguros del sentido del humor de aquella familia. Philip devolvió la conversación a su cauce preguntándome qué le parecían a Klára las clases de la Escuela Superior del Conservatorio.
Le informé de lo que mi hermana estaba aprendiendo en sus lecciones de euritmia y de teoría musical.
—La mayoría de las clases las imparte el director de la escuela, Alfred Steel —le conté—. A excepción del francés, que lo da madame Henri.
A medida que hablaba, me percaté de lo cerca que se habían sentado Beatrice y Philip. Parecían cómodos juntos y asentían al unísono para mostrar interés por lo que yo estaba diciendo. La punzada de celos que había sentido antes volvió a aparecer.
—Hubo muchísimas dificultades para inaugurar el Conservatorio de Música —comentó Robert—. No solo tuvieron que formar una escuela compuesta por aficionados, sino que se vieron obligados a educar a la opinión pública sobre la música clásica para poder tener espectadores. Muchos decían que hubiera sido mejor gastar el dinero en hospitales y obras públicas que en música «para intelectuales».
—A Robert suelen invitarlo como conferenciante al Conservatorio de Música —explicó Beatrice—. Toca el órgano de tubos.
—¿En serio? —le pregunté a Robert.
El Conservatorio de Música era la institución de educación superior de la escuela de enseñanza secundaria a la que asistía Klára.
—Me interesan todos los instrumentos del mundo —me explicó—. Acabo de comprarme una orquesta autómata que contiene una sección de viento, timbales, platillos y triángulos para simular el sonido de una verdadera orquesta.
—Me encantaría verla, Robert —comentó Beatrice entrelazando los dedos y apoyando la barbilla sobre las manos.
La señora Fahey tosió y Beatrice apartó apresuradamente los codos de la mesa.
—Bueno, quizá podríais venir a tomar el té cuando la haya instalado. Todavía tardará un tiempo en venir desde Alemania —comentó Robert, y se volvió hacia mí para decirme—: Podrías traer a tu hermana. Estaré encantado de conocerla.
A Klára le fascinaba todo lo que tuviera que ver con la música y, con el interés de Robert por los instrumentos curiosos, estaba segura de que la entusiasmaría conocerlo. Acepté de buena gana.
El postre era melocotón melba, una mezcla de melocotones, salsa de frambuesa y helado.
—Este postre fue creado para la cantante de ópera australiana Nellie Melba —nos explicó Philip a Frederick y a mí—. Como el helado es solo uno de los tres elementos, el frío del postre no es tan fuerte y no daña las cuerdas vocales.
Florence se volvió hacia mí.
—Fuiste tú la que hizo los retratos de Beatrice y Edith, ¿verdad?
Antes de que yo pudiera contestar, Beatrice dio una palmada.
—¡Hizo un excelente trabajo con Edith! La convirtió en toda una belleza. Le ha proporcionado a la propia Edith una imagen totalmente diferente de sí misma. Se ha comprado atrevida ropa nueva y ha pasado a ser el centro de atención.
—¡Bueno! —comentó Florence tocándome el brazo—. Si has conseguido hacer de Edith toda una belleza, entonces es que tienes que ser buena. ¿Te dedicas solamente a hacer retratos?
—Por el momento, sí —le respondí—. Pero pronto empezaré a trabajar como secretaria de rodaje. Me gustaría dirigir mi propia película algún día.
Philip me miró. Al principio pareció sorprendido, pero después se le iluminó el rostro.
—¿De verdad? —preguntó—. ¡Eso es fascinante!
—Ah, bueno —dijo Robert haciendo un gesto con la cabeza hacia Frederick—. Aquí tienes a tu hombre. Dile a Adéla a qué te dedicas, Freddy.
Frederick acabó de masticar el trozo de melocotón que tenía en la boca y se volvió hacia mí.
—Estoy aquí con Galaxy Pictures. Trabajo en la industria de la distribución cinematográfica.
—Y estás aquí para destruir la industria local, según los periódicos —apostilló Beatrice.
Era difícil acostumbrarse a la manera que tenía Beatrice de hablar en la mesa. A mí me habían educado para que nunca contradijera a un invitado y mucho menos me atreviera a ponerlo en evidencia. Nunca había visto surgir una discusión en un almuerzo de carácter formal. Como madre siempre decía, la tensión le provocaría indigestión a todo el mundo.
—Hay gente que puede verlo de esa manera —replicó Frederick—. Pero no es cierto.
—Bueno —comentó Alfred—, toma como ejemplo el caso de uno de nuestros directores más famosos, Franklyn Barrett. Ha tenido que cerrar su productora porque no lograba que sus películas se distribuyeran ni siquiera en su propio país.
Frederick suspiró y me miró.
—Lo que nosotros hacemos es vender paquetes de películas por adelantado a las cadenas de cines australianos y a las salas independientes. Este país tiene el mayor nivel mundial de asistencia al cine. Ir al cine todas las semanas incluso está contemplado en el sueldo mínimo. Los dueños de cines necesitan un abastecimiento constante de películas. Solamente Estados Unidos produce suficientes como para garantizar ese suministro.
—Todo eso está muy bien —respondió Alfred—, pero vosotros, los distribuidores, obligáis a los dueños de los cines a comprar películas con doce meses de antelación y hay rumores de que os las arregláis para que no haya ni rastro de películas australianas en cartel. Los distribuidores estadounidenses han sido acusados de cortar el suministro a los dueños de cines que osaban incluir películas australianas en su programa. Me parece que vosotros, los yanquis, estáis intentando acabar con la industria de aquí. Los estadounidenses hablan sobre libre comercio y competencia, pero prefieren ser un monopolio.
—¡Eso son bobadas! —bufó Frederick—. Si las películas son lo bastante buenas, los dueños de los cines las incluirán en su programa. —Me fulminó con la mirada—. ¿Qué tipo de película pretende hacer usted?