Secreto de hermanas (12 page)

Read Secreto de hermanas Online

Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

BOOK: Secreto de hermanas
11.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

La idea del asesino a sueldo me había parecido una fantasía cuando se me ocurrió; y ahora se trataba de una pesadilla real. Anhelaba ser pequeña otra vez, cuando mi mundo giraba en torno a mis padres, a los espectáculos de marionetas y a mi adorable hermanita pequeña. Tenía la garganta seca y me costaba tragar.

—¿Por qué? —pregunté, incapaz de contener las lágrimas, que me corrían por las mejillas.

Estaba a punto de decirle a tía Josephine que el dinero no me importaba, que cedería mi herencia con tal de que eso nos mantuviera a salvo. Pero lo que
pan
Tyszka dijo después me hizo cambiar de opinión.

—No tienen ustedes mucho tiempo. Es la amante de su padrastro la que lo está presionando. Quiere esta casa y lo acosa diariamente sobre ello.

Me imaginé a
paní
Benová durmiendo en la cama de madre, manoseando sus joyas y sentándose en su silla. Esa mujer no pondría la mano encima de ninguna de aquellas cosas mientras a mí me quedara aliento en el cuerpo.

—¿Nos acompañaría usted a hablar con la policía? —le preguntó tía Josephine a
pan
Tyszka.

Si mi tía hubiera pinchado a aquel hombre con una aguja, no habría conseguido que se pusiera en pie más deprisa.

—No, no, no es eso a lo que he venido. No voy a hacer tal cosa.

—Pero sin duda... su mujer es una persona religiosa —tartamudeó tía Josephine—. ¿No cree usted que Dios tiene que castigar a los hombres que han asesinado a una madre y ahora pretenden acabar con sus hijas?

Pan
Tyszka retrocedió hasta la puerta y negó con la cabeza.

—Tengo que preocuparme por la seguridad de una esposa y cuatro hijos. Lo que usted haga para proteger a estas muchachas es asunto suyo. He venido a advertirles y he corrido un gran riesgo al hacerlo. Si le dicen a la policía que yo les he revelado algo, lo negaré todo.

Ni todas las lágrimas ni todas las ofertas de dinero del mundo lograron persuadir a
pan
Tyszka para que cambiara de opinión. Eran las dos de la mañana y la nieve todavía caía del cielo cuando se despidió de nosotras.

—He venido a avisarles —dijo—. Mi conciencia está tranquila. Lo demás es cosa suya.

Recordé que Klára todavía estaba encerrada en nuestra habitación y corrí escaleras arriba. Me abrió la puerta y se volvió a la cama de nuevo, sentándose con las rodillas pegadas al pecho y las mantas a su alrededor.

Tía Josephine me siguió con una expresión sombría en el rostro.

—Ahora que todo se ha confirmado, no hay nada más que yo pueda hacer que lo que más temía. Debo mandaros lejos, muchachas. Dios Nuestro Señor sabe que haría lo que fuera para conservaros a mi lado. Sois como mis propias hijas. Pero debo pensar en vuestro bienestar, por lo que es mejor que estéis lejos de mí y en buenas manos que junto a mí y en peligro.

La lámpara que yo había colocado en la mesilla de noche parpadeó. La llama murió y volvió a encenderse aún más brillante que antes.

—Mirad —comentó tía Josephine—. Esa es vuestra madre. Me está diciendo que está de acuerdo con mi decisión.

—¿Qué decisión? —preguntó Klára con los ojos como platos por el miedo.

Mi hermana no tenía ni idea de lo que había sucedido.

Tía Josephine nos cogió de las manos y las apretó entre las suyas.

—Voy a enviaros con Ota. A Australia.

Klára y yo apenas alcanzamos a comprender lo que tía Josephine acababa de decir antes de que Hilda apareciera en el umbral de la puerta. Tía Josephine le hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

—Tenemos que sacarlas de Praga sin que Milos se entere.

CINCO

Las semanas siguientes estuvieron cargadas de secretos y de miedo. El doctor Holub nos ayudaba. Se encargó de solicitar nuestros pasaportes al consulado británico, y la correspondencia entre tía Josephine y tío Ota pasaba a través de él para que no hubiera rastro entre ella y Australia.

—He reservado billetes con los nombres de las jóvenes señoritas para un barco que zarpa hacia Nueva York, además del pasaje a Australia, para despistar —le explicó a tía Josephine cuando ella y yo fuimos a verle para poner a punto los últimos preparativos—. Pero hay un problema.
Pan
Dolezal no estará dispuesto a firmar el permiso para la asignación de las niñas si no sabe dónde están.

—¿Y qué sugiere usted? —le preguntó tía Josephine—. Puedo enviarles dinero por giro.

—¿Suficiente como para que les dure hasta que cumplan veintiún años? —preguntó el doctor Holub.

La herencia de tía Josephine estaba asociada a su casa y me horrorizaba la idea de que tuviera que venderla para mantenernos a nosotras. Me sentí aliviada cuando el doctor Holub añadió:

—Girarles dinero podría representar demasiado riesgo. Alguien del banco podría informar a Milos y esto haría que localizara a las niñas.

—Pero no puedo pedirle a Ota que las mantenga —repuso tía Josephine.

—¿Tan pobre es? —le preguntó el doctor Holub.

—No es que se esté muriendo de hambre —explicó tía Josephine—. Pero tampoco nada en la abundancia.

—Bueno —concluyó el doctor Holub—, pues entonces envíe a las señoritas con todo el dinero que puedan llevar encima de forma segura. Tendrán que vivir humildemente hasta que puedan disponer de su fortuna. Lo importante es sacarlas del país.

—Desearía poder acudir a la policía —le confesé a tía Josephine de camino a casa.

Los vendedores de flores habían salido a las calles y allá donde mirara veía cubos de rosas, lirios y narcisos. Sin embargo, el color y el aroma de las flores no conseguían animarme.

—No podemos, sin pruebas ni testigos dispuestos a prestar declaración —respondió tía Josephine.

Pasamos por delante de la mercería de madame Bouquet, que era la tienda favorita de madre. Admiramos las cretonas satinadas de estampado floral y las sedas adornadas con hilvanes dorados. Cada vez que madre y yo tomábamos ese camino, nos parábamos a mirar aquellas telas. Se me ocurrió que quizá jamás volvería a ver aquella tienda de nuevo. Allá donde iba en Praga durante esos días, les decía adiós cariñosamente a todos aquellos lugares.

—¿Por qué no vienes con nosotras? —le pregunté a tía Josephine—. Cuando nos vayamos, no estarás segura en Praga. ¿Qué pasará si Milos te amenaza para sacarte información...?

Me detuve en seco. No era capaz de imaginarme lo que Milos o el asesino podrían hacerle a tía Josephine para obligarla a hablar.

—Tengo a Hilda y a Frip —respondió tía Josephine—. Yo no me puedo adaptar a un país extranjero y soy demasiado vieja como para cambiar. Pero Klára y tú sois jóvenes y habláis inglés. Tío Ota os cuidará. Estoy segura de ello y tu madre también lo estaba.

Cuando tía Josephine nos leía las cartas de tío Ota, a menudo yo pensaba que sería maravilloso viajar por el mundo. Nunca había estado en ningún otro lugar aparte de Checoslovaquia. Mi presentación en sociedad y mi educación en París y Florencia se habían visto interrumpidas por la guerra. Pero ahora que me tenía que marchar, solo de pensar en ello me sentía intimidada. Me imaginé a los desgraciados presidiarios que los británicos habían trasladado a Australia y sus rostros asomados a los ojos de buey, mirando su tierra natal, mientras esta desaparecía en la distancia. Klára y yo no éramos presidiarias, pero sí fugitivas.

Recordé la reacción de
paní
Milotová cuando le contamos lo que estábamos tramando.

—¿Australia? —exclamó, y abrió desmesuradamente los ojos—. Ese es un lugar salvaje. ¿Y qué sucederá con Klára y su música? Tendrá que regresar a estudiar a Leipzig, porque si no, ¡no valdrá absolutamente nada todo lo que ha aprendido!

Cuando regresamos a casa, encontré a Klára sentada en el jardín con Frip. Mi hermana ya no era la niña inocente que había sido hasta que me vi obligada a contarle la verdad sobre la muerte de madre y la razón por la cual debíamos marcharnos. El cambio no se notaba en su tersa piel, ni en su pelo suave o sus ágiles manos, sino que se percibía en la manera en la que miraba las cosas. Albergaba odio contenido en sus ojos, y yo nunca había conocido a una Klára que despreciara nada. Me senté junto a ella y quise prometerle que le devolvería la alegría que en el pasado ella había dado por sentada. Pero no podía garantizarle nada. Ni siquiera yo misma tenía confianza en el futuro.

—¿En qué estás pensando? —le pregunté.

Levantó la vista y la fijó directamente en mis ojos.

—Cuando sea lo bastante mayor, voy a hacer que Milos y
paní
Benová paguen por lo que han hecho.

Su voz me produjo un escalofrío por todo el cuerpo. Aquella ya no parecía Klára.

—Has sido muy valiente —le dije—. Pero tenemos que ser prudentes y ocultar nuestros sentimientos. No podemos dejar que Marie, ni que ninguna otra persona, sepa que nos vamos a marchar. Debemos comportarnos como si todo fuera igual que siempre.

—Pero no es así —repuso Klára, agachándose para acariciarle a Frip la cabeza—. Nada volverá a ser lo mismo sin madre.

Mi hermana tenía razón. Incluso aunque el asesinato de madre no hubiera tenido lugar y no hubieran puesto precio a nuestras cabezas, el abismo que la muerte de madre había abierto todavía seguiría ahí. Me hubiera gustado volver a nacer en otra vida más feliz. Quería creer que eso sucedería en Australia. Pero lo dudaba. Klára y yo habríamos sido capaces de reconstruir nuestras vidas en París, Londres o algún lugar de América. Pero ¿en el quinto continente? A efectos prácticos, era como si nos marcháramos a lo más profundo de África.

La mañana de nuestra partida, tía Josephine y yo esperamos en el salón al doctor Holub. Él era quien tenía que llevarnos a Klára y a mí a la estación ferroviaria. La historia que les habíamos contado a nuestros sirvientes era que nos marchábamos a la casa de verano anticipadamente con
paní
Milotová y su marido. Que Klára se sentía enferma y necesitaba aire fresco, cambiar de ambiente y salir de Praga. Que teníamos a una sirvienta allí en Doksy y que Marie se reuniría con nosotras más tarde.

—Mantendré alejadas a las visitas y seguiré viviendo aquí hasta que reciba la confirmación de que Klára y tú habéis llegado a Australia —me explicó tía Josephine—. Entonces cerraré esta casa y la pondré en manos de un administrador hasta que vosotras regreséis.

Tía Josephine tenía pensado volver a mudarse a su propia casa. Estaría más segura entre sus distinguidos inquilinos de clase alta que viviendo sola.

La llegada de
paní
Milotová y su marido ataviados con ropa de viaje se sumó al ambiente surrealista de toda aquella situación.

—El doctor Holub nos ha avisado de que llega tarde —nos informó
paní
Milotová—. Le ha surgido un asunto urgente, pero estará aquí antes de las diez en punto.

Tía Josephine miró su reloj y frunció el ceño.

—Eso nos deja muy poco tiempo. Vamos muy justos.

Klára surgió del jardín con un ramo de rosas Perle d’Or entre las manos.

—¡Mirad! —exclamó, levantando las flores de color rosa dorado—. Están empezando a florecer.

Las Perle d’Or eran las rosas favoritas de madre por su perfume afrutado. Había plantado semillas en nuestro jardín, pero nunca las había llegado a ver en flor.

Paní
Milotová le pasó el brazo por los hombros. Yo detestaba que mi hermana tuviera un semblante tan demacrado, pero al menos su aspecto concordaba con el de una enferma que necesitaba el aire puro del campo.

Pan
Milota me preguntó por mi cámara de fotos y mencionó las exposiciones fotográficas que tendrían lugar en los meses más cálidos. Estaba tratando de aliviar la tensión, pero su conversación me entristeció. Pasarían muchos años antes de que volviera a ver esas exposiciones en Praga.

Escuchamos que un coche se detenía en la calle y nos preparamos para marcharnos. Nos sorprendimos cuando Marie entró en la habitación con Milos.


Pan
Dolezal está aquí —anunció con aspecto molesto por que Milos no hubiera esperado en el recibidor a ser anunciado, a pesar de que anteriormente había sido un inquilino más de la casa.

—He venido tan pronto como me he enterado —anunció nuestro padrastro.

—¿De qué te has enterado? —le preguntó tía Josephine logrando mantener la voz firme.

—De que Klára está enferma. —Milos se aproximó a Klára y se arrodilló junto al asiento de mi hermana—. Hubiera preferido que fueras tú quien me lo dijeras, Josephine —comentó—. Al fin y al cabo, es mi hijastra.

No habíamos vuelto a ver a Milos desde Navidades. Explicó su ausencia por un viaje de trabajo, pero yo sospechaba que estaba tratando de pasar desapercibido hasta que su asesino hubiera acabado con nosotras. Era algo terrible tener que encarar al culpable de la muerte de mi propia madre, y mi odio por él hizo que me latiera el corazón con fuerza. Miré fijamente a Klára. Mantenía la boca firmemente cerrada en un mohín. Estábamos tan cerca de frustrar los planes de Milos que recé para que Klára no hiciera nada que nos delatara.

Milos le pasó el brazo por los hombros.

—Tengo una oferta mejor que el aburridísimo Doksy —anunció—. Me llevaré a mis hijastras a Venecia.

Miré el reloj situado sobre la repisa de la chimenea. Eran las diez menos cuarto y el doctor Holub llegaría de un momento a otro. El tren para Génova salía a las diez y veintitrés.

—No pueden ir a ninguna parte contigo sin acompañante —repuso tía Josephine—. Y yo no voy a ir a Venecia.

Milos ya había pensado en eso.

—Pero tampoco ibas a ir a Doksy —replicó—. ¡Y estoy seguro de que
pan
Milota y su esposa preferirán ir a Venecia!

—Lo principal es la salud de Klára —comentó
paní
Milotová—. Y Venecia está llena de ratas y de cólera. Klára necesita aire fresco.

Milos se volvió hacia nosotras.

—¿Qué tienes que decir tú, Klárinka? —le preguntó a mi hermana empleando un tono afectuoso que no había utilizado nunca con ella—. ¿Dónde quieres ir?

Klára sostuvo en alto la barbilla y miró a Milos a los ojos.

—Padrastro, eres muy amable. ¿Quizá podamos ir a Venecia en verano?

Other books

A Gentleman's Game by Greg Rucka
Fogtown by Peter Plate
Fever by Kimberly Dean
Girl In Pieces by Jordan Bell
The Highwayman's Bride by Jane Beckenham
Lifted Up by Angels by Lurlene McDaniel
Ever After by Elswyth Thane
Gargoyle (Woodland Creek) by Dawn, Scarlett, Woodland Creek