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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad

BOOK: Sefarad
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En estas páginas Primo Levi, Franz Kafka, Evgenia Ginzburg, Milena Jesenska, Dolores Ibárruri o Walter Benjamin mezclan sus tragedias con las de personajes ficticios. Todos ellos comparten un estigma: un día despiertan convertidos en lo que otros cuentan de ellos, en lo que alguien que no les ha conocido cuenta que le han contado, en lo que alguien que les odia imagina que son. Perseguidos por la infamia y arrojados de su casa y de su país, se ven obligados a abandonar sus vidas.

Sefarad, nombre que en la tradición hebrea se da a España, designa aquí todos los exilios posibles. El Holocausto y el nazismo, el Gulag, la guerra civil española, el Imperio austrohúngaro, la Inquisición y la expulsión de los judíos articulan a través de cada capítulo una sinfonía en la que la idea coral es una sola: la intolerancia, la persecución y la irracionalidad que asolan la historia de la humanidad, y que dan lugar al título.

Antonio Muñoz Molina nos ofrece una aproximación al mundo de los excluidos a través de este homenaje a la memoria.

Antonio Muñoz Molina

Sefarad

ePUB v1.0

Patanete
24.09.12

© 2001, Antonio Muñoz Molina

© De esta edición: 2001, Grupo Santillana de Ediciones, S. A., Madrid Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A.

Primera edición: marzo 2001

Cubierta: Félix Nussbaum, Autorretrato con pasaporte judío, 1943 Kulturgeschichtliches Museum, Osnabrück

Diseño: Proyecto de Enric Satué

ePub base v2.0

Para Antonio y Miguel,

para Arturo y Elena,

deseándoles que vivan con plenitud

las novelas futuras de sus vidas.

«Sí», dijo el Ujier, «son acusados, todos los que ve aquí son acusados». «¿De veras?», dijo K. «Entonces son compañeros míos.»

FRANZ KAFKA, El proceso

Sacristán

Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros, y el uso de las palabras y expresiones vernáculas que hemos ido atesorando con los años, y que nuestros hijos, habiéndolas escuchado tanto, apenas comprenden. Godino, el secretario de nuestra casa regional —que ha revivido de un triste letargo gracias a su dinamismo entusiasta— organiza regularmente comidas de hermandad en las que disfrutamos de los alimentos y de las recetas de nuestra tierra, y si nos disgusta que nuestra gastronomía sea tan poco conocida por los forasteros como nuestra arquitectura monumental o nuestra Semana Santa, también nos complacemos en poseer platos que nadie conoce y en designarlos con esas palabras que sólo para nosotros tienen sentido. ¡Nuestras aceitunas gordales o de cornezuelo!, declama Godino. ¡Nuestros panecillos de aceite, nuestros borrachuelos, nuestros andrajos, nuestros hornazos de Pascua, nuestra morcilla en caldera, que es morcilla de arroz, y no de cebolla, nuestro gazpacho típico, que no se parece nada a eso que llaman gazpacho andaluz, nuestra ensalada de alcauciles! En el reservado del Museo del Jamón donde solemos reunimos los de la directiva, Godino corta con gula un trozo de pan y antes de hundirlo en el plato de morcilla humeante hace un gesto como si bendijera y recita unos versos:

La morcilla, gran señora,

digna de veneración.

El dueño del Museo es paisano nuestro, y suele encargarse, como dice Godino, del catering de nuestras comilonas, en las que no hay ni un solo producto que no haya venido de nuestra ciudad, ni siquiera el pan, que se hace en el horno de la Trini, el mismo que sigue haciendo las magdalenas más sabrosas y esos hornazos de Viernes Santo que llevan un huevo duro en el centro, y que tanto nos gustaban cuando éramos niños. Ahora, la verdad, nos damos cuenta de que su masa aceitosa se nos hace un poco pesada, y aunque en nuestras conversaciones seguimos celebrando el sabor del hornazo, su forma única en el mundo, hasta su nombre que nadie comprende más que nosotros, si empezamos a tomarnos uno nos lo dejamos sin terminar, y nos da un poco de pena desperdiciar comida, como nos decían nuestras madres, y nos acordamos de esas veces, en los primeros tiempos de Madrid, en que íbamos a la agencia de transportes a recoger alguno de aquellos paquetes de comida que nos mandaban de nuestras casas: cajas de cartón bien selladas con cinta adhesiva y aseguradas con cuerdas, trayéndonos desde tan lejos el olor intacto de la cocina familiar, la sabrosa abundancia de todo lo que nos faltaba y añorábamos tanto en Madrid: butifarras y chorizos de la matanza, borrachuelos espolvoreados de azúcar, hornazos, incluso algún bote de cristal lleno de ensalada de pimientos rojos, la delicia máxima que uno podía pedirle a la vida. Durante una temporada, el interior tétrico del armario en nuestro cuarto de pensión adquiría la suculenta y misteriosa penumbra de aquellas alacenas en las que se guardaba la comida en los tiempos anteriores a la llegada de los frigoríficos. (Ahora yo les digo a mis hijos que hace nada, cuando yo tenía su edad, en mi casa no había aún frigorífico ni televisor, y no se lo creen, o peor aún, me miran como si yo fuera un cavernícola.)

Llevábamos meses muy largos lejos de nuestra casa y de nuestra ciudad, pero el olfato y el paladar nos daban el mismo consuelo que una carta, la misma alegría honda y melancólica que nos quedaba después de hablar por teléfono con nuestra madre o nuestra novia. Nuestros hijos, que se pasan el día colgados del teléfono, hablando horas con alguien a quien acaban de ver un rato antes, no pueden creerse que para nosotros, no sólo en la infancia, sino también en la primera juventud, el teléfono era aún un aparato inusual, al menos en las familias modestas, y que llamar de una ciudad a otra, poner una conferencia, como se decía hace nada, era un empeño hasta cierto punto complicado, que exigía muchas veces hacer cola durante horas en locutorios llenos de gente, porque los teléfonos aún no eran automáticos. No soy precisamente un viejo (aunque mi mujer diga a veces que parezco avejado), pero me acuerdo de cuando tenía que llamar a mi madre al teléfono de una vecina, y esperar a que fueran a avisarla mientras sonaban los pasos en el contador de la cabina de madera de la Telefónica, en el locutorio de la Gran Vía. Escuchaba por fin su voz y me entraba una congoja que después sólo he vuelto a sentir muy raras veces, una sensación de estar muy lejos y de haber dejado sola a mi madre mientras envejecía. Los dos éramos muy torpes, nos ponía muy nerviosos aquel aparato nada habitual en nuestras vidas y nos agobiaba pensar en el dinero que estaría costándonos aquella conversación en la que apenas éramos capaces de intercambiar algunas formalidades tan trilladas como las de las cartas: estás bien, no te habrás puesto malo, no se te olvide abrigarte al salir por las mañanas, que está haciendo mucho frío. Era un mal trago atreverse a pedir que le mandaran a uno un paquete con comida, que le pusieran un giro. Colgaba uno el teléfono y de golpe se restablecía toda la distancia, y con ella, aparte de la desolación de salir a la calle un domingo por la noche, también el alivio algo canallesco de haber concluido una conversación incómoda en la que no tenía uno nada que decir.

Ahora que las distancias se han hecho más cortas es cuando vamos sintiéndonos más lejos. Quién no recuerda aquellos viajes eternos en el exprés de medianoche, en los vagones de segunda que nos trajeron por primera vez a Madrid, y que nos dejaban deshechos por la fatiga y la falta de sueño en los ingratos amaneceres de la estación de Atocha, la antigua, que nuestros hijos no llegaron a conocer, aunque alguno de ellos, muy pequeño, o todavía en el vientre de su madre, pasó noches rigurosas en aquellos trenes, que nos llevaban hacia el sur en las vacaciones tan anheladas de Navidad, en los días tan breves y tan valiosos de la Semana Santa o de nuestra rara feria tardía, que cae a finales de septiembre, cuando los hombres de la generación de nuestros padres recogían las uvas, las granadas y los higos más sabrosos, y se permitían el lujo de ir a las dos corridas de la feria, la del día de San Miguel, que la inauguraba, y la del de San Francisco, que era el día más esplendoroso, el día grande, como decían nuestros padres, pero también el más triste, porque era el último, y porque muchas veces la lluvia otoñal deslucía la corrida y obligaba a que permanecieran luctuosamente cubiertos por lonas empapadas los pocos carruseles de entonces.

Parece que el tiempo duraba más y que los kilómetros eran mucho más largos. Poca gente tenía coche, y el que no quería pasar la noche entera en el tren tomaba aquel autobús al que llamábamos la Pava, que tardaba siete horas en el viaje, primero por las vueltas y revueltas de la carretera hacia el norte de nuestra provincia y los desfiladeros y los túneles de Despeñaperros, que eran como el ingreso en otro mundo, la frontera última del nuestro, que se quedaba atrás, en los últimos paisajes ondulados de olivos; y después por los llanos eternos de La Mancha, tan monótonos que el sueño solía unirse entonces al cansancio y prevalecer sobre el mal cuerpo y se quedaba uno dormido, y con un poco de suerte volvía a abrir los ojos cuando el autobús ya estaba muy cerca de las luces de Madrid: ¡la emoción de la capital, vista desde lejos, los tejados rojizos y sobre ellos los edificios altos que nos impresionaban, la Telefónica, el Edificio España, la Torre de Madrid!

Pero es otra emoción la que nosotros preferíamos, sobre todo cuando empezaron a gastársenos las ilusiones sobre la nueva vida que nos esperaba en la capital, o cuando simplemente nos fuimos acostumbrando a ella, como se acostumbra uno a todo, y según se acostumbra va perdiéndole el gusto, y la afición se le convierte en aburrimiento, en fastidio, en irritación escondida. Preferíamos la emoción de la otra llegada, la lenta proximidad de nuestra tierra, los signos que nos la anunciaban, no ya los indicadores kilométricos en la carretera, sino ciertos indicios familiares, una venta en medio del campo, vista desde la ventanilla del tren o del autobús, el color rojo de la tierra en las orillas del río Guadalimar, y luego las primeras casas, las luces aisladas en las esquinas, cuando llegábamos de noche, la sensación de haber llegado ya y la impaciencia de no haber llegado todavía, la dulzura de todos los días que aún nos quedaban por delante, las vacaciones ya empezadas y sin embargo todavía intactas.

Había entonces una última casa, ahora me acuerdo, en la que terminaba la ciudad por el norte, la última que se dejaba atrás cuando se viajaba hacia Madrid y la primera que se veía en el regreso, un hotelito antiguo con jardín al que llamaban la Casa Cristina, y que era muchas veces el punto de encuentro para las cuadrillas de aceituneros, y también el lugar donde se despedía a la Virgen cuando su imagen regresaba, a principios de septiembre, al santuario de la aldea de donde volvería el año siguiente, en la populosa romería de mayo, la Virgen a la que íbamos a rezarle de niños en los atardeceres del verano.

Quizás entonces estaban más claros los límites de las cosas, como en las líneas y colores y nombres de los países en los mapas colgados en las paredes de la escuela: aquella casa, con su pequeño jardín, con su farol amarillo en la esquina, era el final exacto de nuestra ciudad, y a un paso de ella ya empezaba el campo, sobre todo de noche, cuando el farol brillaba en el principio de la oscuridad, no alumbrándola, sino revelándola en toda su hondura. Hace unos cuantos años, dando un paseo con mis hijos, que todavía eran pequeños, porque recuerdo que el segundo iba de mi mano, quise llevarlos a que vieran la Casa Cristina, y por el camino fui contándoles que junto a ella nos citaba el amo de los olivares para el que trabajábamos como aceituneros mi madre y yo: era invierno, y cruzábamos los dos la ciudad helada y a oscuras, muy abrigados, yo con una gorra de pana de mi padre y unos guantes de lana, mi madre con un chal que la envolvía entera y le cubría la cabeza. Pero hacía tanto frío que las orejas y las manos se me quedaban heladas, y mi madre tenía que frotármelas con las suyas, más calientes y más ásperas, y me echaba en las yemas de los dedos el vaho de su respiración. Me emocioné contándoles esas cosas, hablándoles de mi madre, a la que ellos apenas habían conocido, les hice ver cómo había cambiado la vida en tan poco tiempo, pues para ellos era ya inimaginable que niños casi de su misma edad tuvieran que pasarse las vacaciones de Navidad ganándose el jornal en el campo. Entonces me di cuenta de que llevaba mucho rato hablando y dando vueltas sin encontrar la Casa Cristina, y pensé que por hablar tanto me habría perdido: pero no, estaba justo en el lugar que había ido buscando, y la que no estaba era la casa, me dijo el hombre al que le pregunté, la habían derribado hacía ya bastantes años, cuando ensancharon la carretera vieja de Madrid. De cualquier modo, aunque la Casa Cristina hubiera seguido en pie, la ciudad ya no terminaría en su esquina: habían crecido barriadas nuevas con bloques monótonos de ladrillo, había un polideportivo y un nuevo centro comercial que el hombre me mostró con orgullo, como se enseñan a un forastero los monumentos más notables. Sólo quienes nos hemos ido sabemos cómo era nuestra ciudad y advertimos hasta qué punto ha cambiado: son los que se quedaron los que no la recuerdan, los que al verla día a día la han ido perdiendo y dejando que se desfigure, aunque piensen que son ellos los que se mantuvieron fieles, y nosotros, en cierta medida, los desertores.

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