Authors: Antonio Muñoz Molina
En un parque lejano, al que llega después de largos viajes en tranvía, casi en las afueras de Moscú, Greta Buber-Neumann se cita con un antiguo amigo, tan asustado como ella, pero todavía leal. Eres esa mujer que salta de un tranvía en marcha y se vuelve por si alguien la sigue, y toma otro tranvía y al bajarse de él da un largo rodeo para llegar con la media luz del atardecer a un parque de extrarradio. Habrá gente que pasee, hombres mayores con bastón y abrigo y gorro de piel, padres que llevan de la mano a niños forrados con bufandas y abrigos. Greta y su amigo se ven lejos, pero todavía no van el uno hacia el otro, primero se aseguran de que nadie los sigue. ¿Es manera de huir?, dice él, ¿es preciso que nos dejemos degollar como conejos? ¿Cómo hemos podido aceptar todo esto durante tantos años sin ponerlo en duda, sin abrir los ojos? Ahora tenemos que pagar por toda nuestra ciega credulidad.
La siguiente vez el hombre no acude a la cita. Greta espera hasta que se ha hecho de noche y después vuelve a su habitación sin preocuparse de comprobar que no la siguen. Imagina con melancolía, casi con dulzura, que su amigo ha podido escapar.
Una noche de enero de 1938 por fin suenan los golpes en la puerta. Pero no han venido para llevársela a ella, tan sólo a confiscar las últimas propiedades del renegado Heinz Neumann. Los policías uniformados recogen los pocos libros que Greta no ha malvendido aún para procurarse comida, y unos zapatos viejos de su marido, y al marcharse entregan un recibo. Alguien le cuenta que el hombre con quien se citaba en el parque fue detenido cuando intentaba subir a un tren hacia Crimea.
Llegaron una mañana muy temprano, el 19 de julio, y al comprobar que esta vez sí que venían de verdad por ella, Greta no sintió pánico. Si bien alivio.
En el asiento de atrás de una pequeña camioneta negra la llevaron hacia la Lubianka, entre dos hombres de uniforme azul celeste que no la miraban ni le dirigían la palabra. Esta vez no le temblaban las rodillas, y a sus pies iba la maleta que estuvo preparada tanto tiempo. Se acordaba de la última cosa que vio en una calle de Moscú, antes de que la furgoneta cruzara las puertas de la prisión: un reloj luminoso, que tenía un resplandor tenue y rojizo en el amanecer. El 12 de julio el profesor Klemperer recuerda en su diario a algunos amigos que se marcharon de Alemania, que han encontrado trabajo en Estados Unidos o en Inglaterra. Pero cómo irse sin nada, él, un viejo, y su mujer una enferma, sin conocimientos de idiomas extranjeros, sin ninguna habilidad práctica, cómo dejar la casa que por fin han construido con tanto esfuerzo, el jardín que Eva casi ha convertido en un vergel. Nosotros nos hemos quedado aquí, en la vergüenza y la penuria, como enterrados vivos, enterrados hasta el cuello, esperando día tras día las últimas paletadas.
He despertado rígido de frío y no sé dónde estoy y ni siquiera quién soy. Durante unos segundos he sido un fogonazo de conciencia pura, sin identidad, sin lugar, sin tiempo, tan sólo el despertar y la sensación del frío, la oscuridad en la que yazgo encogido, abrigándome en la temperatura de mi cuerpo, de costado, las manos entre las piernas y las rodillas contra el pecho, los pies helados a pesar de las botas y los calcetines de lana, las puntas de los dedos inertes, las articulaciones tan entumecidas que si intentara moverme quizás no lo lograría.
Hay algo más que el frío y la oscuridad, un frío y una oscuridad como de fondo de pozo, como de aliento de piedra húmeda y de tierra helada y removida. Olor a estiércol también, a estiércol mezclado con barro, un océano de barro y de estiércol en el que se hunden botas militares, cascos de caballerías, ruedas y engranajes de máquinas de guerra. Lo que me ha despertado es una sensación de peligro, un reflejo de alarma tan poderoso que ha disipado en un instante todo el peso del sueño. Más rápida que la conciencia todavía aturdida la mano derecha en busca de la pistola. Los guantes de lana españoles, la manga recia de la guerrera gris, mancha barro seco, el tacto del capote que me sirve de almohada y del jergón de paja húmeda sobre el que estaba durmiendo: cada cosa es un rasgo añadido a mi identidad, a mi persona, que sin embargo observo desde fuera, alguien que palpa entre tejidos ásperos buscando el metal de una pistola Luger. Pero el brazo entero pesa como plomo, todavía paralizado por el sueño y el frío, y un instinto de cautela automática me advierte que no debo hacer ningún ruido. Contengo la respiración queriendo escuchar algo, un rumor o un roce que apenas mina el silencio. Quiero disolverme en la oscuridad, quedarme tan inmóvil en ella como esos insectos que para salvarse se confunden con una brizna de hierba o una hoja seca.
Es el peligro lo que le ha recordado quién es y dónde se encuentra. El peligro y no el miedo. No siente nunca miedo, en la misma medida en que no recuerda haber sentido nunca envidia. Siente el frío, siente el hambre, el agotamiento de las marchas brutales, la desesperación de estar hundiéndose siempre, desde que a principios de otoño llegaron las lluvias, en un barro sin orillas, en un mar de cieno y estiércol en el que naufraga todo, hombres, animales y máquinas, muertos y vivos.
Hace un segundo era apenas algo más que un chispazo de alarma en el gran vacío de la oscuridad, anónimo como una brasa de cigarrillo brillando un solo instante al otro lado del barro y de la tierra de nadie, en la nada inmensa de la llanura anegada por el barro, que en unas pocas semanas se habrá convertido en un desierto horizontal de nieve. Ahora sabe, recuerda. En castellano antiguo a despertarse se le llamaba recordar. El profesor de literatura explica paseando de un lado a otro de la tarima polvorienta de tiza, que resuena a hueco bajo sus pasos. Lleva gafas redondas, un traje poco aseado, un pitillo al que da breves chupadas mientras habla con pasión de Jorge Manrique y recita de memoria largas tiradas de sus versos. No sabe que dentro de unos pocos meses habrá sido fusilado, guiñando los ojos cegatos sin las gafas frente a los faros de un camión. Recuerde el alma dormida, piensa el que fue su alumno predilecto en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid. Avive el seso y despierte. Ha recordado de golpe, irrumpe en sí mismo como si hubiera entrado en una habitación a oscuras en la que poco a poco empiezan a definirse los objetos, el contorno de los muebles y de las ventanas. Su instinto animal del peligro le hace recordar de nuevo, ahora con los sentidos alerta, el ruido que lo ha despertado. Un ruido breve, menudo, trivial para quien no lo conozca pero inconfundible, el del roce de un fusil, su choque contra algo, contra la ropa de quien lo lleva al hombro. Levanta un poco la cabeza y ve una raya de luz debajo de la puerta, en las rendijas de las tablas mal unidas que separan la cuadra en la que él duerme de la habitación principal de la choza. Por haberse instalado en ella, tal como le dijo el alemán de alojamiento, estaría cerca del fuego Y no tendría que soportar el hedor del estiércol. Cuando él llegó la primera noche la mujer rusa y su hijo ya se habían retirado a la cuadra, o más bien escondido en ella, dejándole la única cama. Estaban los dos abrazados, la madre y el hijo como vertidos en un solo montón de harapos, dos pares de ojos asustados y brillantes a la luz de su linterna. Les dijo en alemán que salieran, que no tenían nada que temer, les indicó por señas que no quería dormir en la cama, que la ocuparan ellos dos. La mujer negaba con la cabeza, murmuraba en ruso, acunaba a su hijo, balanceándose los dos hacia atrás y hacia delante. El niño tenía el pelo rubio y ralo como de tiñoso, los pómulos hundidos y grandes ojeras azuladas en la piel translúcida.
Pero la luz que se filtra desde el otro lado de la puerta no es la del fuego, ni la de una vela. Es una linterna, se apaga y se enciende, él puede escuchar el clic mínimo del interruptor, que alguien maneja con sigilo, no la mujer, porque está seguro de que no tiene linterna. Ni siquiera tenía velas hasta que él le trajo un mazo del almacén de la comandancia, ni cerillas para encender el fuego, no tenía nada en la choza de troncos con el techo de paja, perdida en medio del barro y el desorden de los caminos del frente, intocada por el desastre, nada más que una gran cama de hierro llegada allí quién sabe por qué azares, la cama en la que él había renunciado a dormir, a pesar de las instrucciones del oficial de alojamiento.
Hay voces en la habitación, apenas susurros, pero son voces de hombres, no de la mujer ni del niño. Pasos también: pasos de botas, más que escucharlos percibe su vibración en el suelo sobre el que está tendido. La linterna vuelve a encenderse, suena otra vez el ruido de un fusil chocando contra la ropa o el correaje de alguien, exactamente la anilla que sujeta la correa a la culata. La linterna se enciende ahora en dirección a donde él está, y el jergón y el ovillo de mantas y capote en el que está tendido quedan rayados por los hilos de luz que vienen de las rendijas. Algo opaco se interpone, un cuerpo que roza las tablas de la puerta. Es la mujer, está seguro, distingue su voz aunque habla muy bajo, repite una de las pocas palabras en ruso que él ha aprendido. Niet.
Ahora comprende, adivina, pero sigue sin tener miedo. Guerrilleros rusos. Operan detrás de nuestras líneas, sabotean instalaciones, ejecutan y cuelgan de los postes del telégrafo a colaboradores conocidos de los alemanes. Tienden emboscadas de noche y al amanecer no queda rastro de ellos, salvo el cadáver de un ahorcado o de un estrangulado en silencio. No huyen, desaparecen en la oscuridad, se desvanecen en la extensión sin limites de la llanura y los bosques, en el espacio que ningún ejército puede abarcar ni conquistar.
Piensa con toda frialdad, mientras intenta que los dedos entumecidos de su mano derecha le respondan, encuentren la pistola: llevan fusiles, pero no van a matarme de un tiro, no querrán desperdiciar una bala ni que se escuchen disparos tan cerca de nuestros puestos de vigilancia. Qué raro acordarse ahora mismo de Jorge Manrique: cómo se viene la muerte, tan callando. Empujarán la puerta de tablas, uno de ellos me alumbrará con la linterna y me apuntará con una pistola y tal vez sin dejar que me levante otro se inclinará sobre mí y me rebanará el cuello, apartándose expertamente a un lado para que no le alcance el borbotón de sangre. En este frío la sangre despedirá un vapor muy denso. Todo empapado, apelmazado, las mantas, el capote, el jergón de paja podrida, y yo muerto, no yo, otro, nadie, porque los muertos no tardan nada en perder cualquier rastro de identidad, yo muerto sin haber alcanzado siquiera mi pistola, paralizado por el frío, que me sigue entorpeciendo las manos y el cuerpo entero como una mortaja prematura, que no me deja moverme, como cuando estoy dormido y los músculos no responden a mi voluntad, y me desespero tanto por esa parálisis que me despierto y tengo un brazo tan dormido que he de moverlo con el otro, como si fuese de madera.
Eso sí me da horror: no morir, sino quedar mutilado. Pero de ese peligro ahora mismo estoy a salvo. No me va a destrozar un obús, ni me va a aplastar las piernas atrapadas en el barro la oruga de un carro de combate. Alguien va a empujar dentro de un instante esa puerta vieja de tablas y va a cortarme el cuello con un machete del ejército ruso o con un cuchillo mellado de cocina o una hoz vieja y yo no me muevo ni hago nada para evitarlo, para defenderme. Estoy tendido viendo en la oscuridad los hilos de luz que siguen brillando en mis ojos aunque la linterna se ha apagado y espero como una res a que vengan a matarme, un guerrillero ruso que no ha visto nunca mi cara, que se olvidará de ella en cuanto me haya degollado, porque no se puede recordar la cara de un muerto, se vuelve anónima en cuanto la vida ha desaparecido de ella, y por eso nos hacen tan poca impresión los muertos que hay siempre cerca de nosotros, pudriéndose en las alambradas, hinchándose en el barro, los muertos apilados sobre los que nos sentamos a veces para descansar mientras tomamos el rancho.
Ahora comprende por qué no encuentra la pistola. Se la habrá quitado la mujer mientras estaba dormido, habrá deslizado la mano bajo el capote doblado que le sirve de almohada y salido luego con el sigilo de sus grandes pies descalzos, anchos como su cara y como sus caderas, en las que hay una especie de obstinada fuerza caballuna, a pesar del hambre y la desgracia de la guerra, que ha trastornado el único mundo que ella conocía y le ha arrebatado a su marido, fusilado por los alemanes, según le ha explicado precariamente por señas y onomatopeyas, mientras el niño permanecía a su lado, pegado a ella, agarrado a su falda con sus manos pequeñas y sucias, tenues de tan delgadas, los ojos asustados y fijos en el extranjero de uniforme, tan exagerados en la cara hambrienta como el tamaño de su frente, de la cabeza entera por comparación con el torso hundido, con los brazos y piernas desmedrados, frágiles como apéndices de una criatura anfibia.
Les ofrecía algo de comer, a la madre y al hijo, una ración mía o una lata de conservas, y miraban mi mano extendida como sin estar seguros de si debían acercarse, con un recelo de perros maltratados. La mujer empujaba al niño, le decía algo en voz baja, pero él no daba un paso, no tomaba lo que yo le ofrecía, se agarraba con más fuerza a los faldones de su madre sin apartar los ojos del trozo de pan o del paquete de galletas que yo había traído, y yo veía el trago de saliva que bajaba por su cuello tan flaco, que no parecía capaz de sostener el peso de la cabeza enorme. Dejaba las cosas encima de la mesa y me iba a descansar a la cuadra o me alejaba un poco de la choza, isba es la palabra rusa. Volvía un rato después y la comida ya no estaba en la mesa, pero ni la madre ni el hijo estaban masticando, ni había rastros de que les hubiera sobrado algo, lo habían comido todo, tragando con la prisa y la sofocación del hambre, o habían escondido una parte entre las ropas, o debajo de la cama, y me miraban al entrar como temiendo que les reclamara algo, que les exigiera devolverme lo que ya no existía, los dos pares de ojos azules clavados en los míos, mirándome con el pánico de saber que yo podría quitarles impunemente la vida.
Nunca los he visto comer, hasta esta tarde. Llevaba varios días con guardias y patrullas en primera línea, había rumores de un ataque ruso y no había podido retirarme a dormir a la isba. Apenas había dormido en las tres o cuatro últimas noches. Peor que el hambre y el frío era en la guerra la falta desesperada de sueño. Cuando pasé por el puesto de mando de batallón para hacer el relevo me entregaron un paquete de comida que me había mandado mi familia desde España. Llegué a la isba, muerto de hambre y de sueño, y descubrí con alivio que no estaban ni la mujer ni el niño, aunque no imaginaba adónde podían haber ido. Estarían escarbando en el barro en busca de algo de comer, merodeando como perros sin dueño cerca de alguno de nuestros campamentos. Pero estaba encendido el fuego, así que abrí el paquete, lleno de embutidos sabrosos, que parecía mentira que hubieran atravesado intactos Europa entera y media Rusia para llegar hasta mí, y me puse a asar unos chorizos. Qué delicia increíble, en medio de tanta necesidad, el chisporroteo de la grasa roja reventando la tripa, el olor de la carne tan sazonada y tostada. Entonces me di cuenta de que la mujer y el niño estaban parados en la puerta, mirándome los dos, mirando los chorizos que yo estaba asando en el fuego, y también el paquete de cartón abierto a mi lado. Tenían más cara de hambre que nunca. Quizás no habían comido nada más que peladuras de patatas en los días en que yo no les llevé nada. Puse el paquete encima de la mesa y les hice señas para que se acercaran. Esta vez, cuando la mujer le empujó, el niño no se resistió a venir. Cogió con las dos manos el chorizo asado que yo había dejado sobre un plato y se lo comió sin levantar la cabeza y haciendo el mismo ruido que un animal.