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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

Señores del Olimpo (29 page)

BOOK: Señores del Olimpo
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Detrás de su ceguera y de la mutilación, sospechaba Cécrope, había un relato más que interesante. Pero su cortesía innata le impedía preguntarle, y Próxeno nunca hacía referencia a sus lacras. En una ocasión en que se quitó el paño que le cubría los ojos para lavarlo a la orilla, Cécrope se acercó con disimulo para comprobar la causa de su ceguera. Para su horror, no se trataba de una herida, ni siquiera de cataratas. Las cuencas de Próxeno estaban vacías, salvo por dos extrañas manchas blancas en el fondo, como si algún insecto enorme hubiera elegido aquel lugar para depositar sus huevos.

—Está bien. Te desembarcaré —le dijo—. Pero te esperaremos en el barco, sin pisar tierra. Y si encuentras a alguien en la isla, no lo subas a bordo.

—No te inquietes. Sólo hay una cosa que me interesa en esa isla, y es un objeto, no una persona.

 

 

Vararon en el extremo sur, en una caleta de poco más de medio estadio, cerrada por un islote. El sol estaba a medio camino del horizonte.

—Si tardas mucho, tendremos que pasar la noche aquí —dijo Cécrope—. Si partiéramos ahora mismo, llegaríamos a Lemnos al atardecer. Pero si nos demoramos, nos caerá la noche en alta mar, y no me entusiasma la idea.

—En ese caso, mejor que cuentes con pasar la noche aquí —respondió Zeus.

Cécrope le tendió el cíngulo.

—¿Por qué me lo devuelves? —preguntó Zeus.

—¿Qué me impediría llevármelo y dejarte abandonado en esta isla? Quédatelo de momento y entrégamelo cuando vuelvas.

—¿Qué sentido tiene hacer tratos con un hombre si no confías en él?

—No lo hago por ti, Próxeno, sino por mí. Prefiero no sentir la tentación de abandonarte. Llévatelo, te digo.

Finalmente, Zeus accedió y volvió a atarse el ceñidor a la cintura. Después desembarcó junto con Alcides, que llevaba las provisiones de ambos: un odre de agua y un zurrón con queso, uvas pasas y pan. Caminaron por la playa hasta la primera hilera de colinas, y cuando subieron Zeus le preguntó a Alcides qué se veía desde allí.

—Toda la isla es parecida —respondió el joven—. Hay líneas de colinas, una tras otra. Todas van hacia allí... hacia el norte, quiero decir. Espera... Sí, allí en el norte hay un monte un poco más grande, y sale humo de lo alto.

—Pues guíame hacia ese humo.

—¿Qué buscas en esta isla? —preguntó Alcides.

—Visión.

—¿Hay un oráculo aquí?

—No, mi querido Alcides, no es visión profética lo que busco. Hablo de visión real.

—Entonces, es que te quieres curar la vista —dedujo el joven—. ¿Hay un santuario de Asclepio?

—¿Y cómo pretendes que me cure la vista, si no tengo ojos que curar? Piensa, Alcides, piensa. Demuéstrame que no eres sólo músculos y buen corazón.

Alcides tardó un rato en contestar. Ya habían trepado a la siguiente línea de lomas, y ahora caminaban hacia el nordeste siguiendo el ondulado dibujo de la cresta. Sobre sus cabezas gritaban las gaviotas, y a su alrededor cantaban los grillos y de vez en cuando una lagartija se alejaba reptando entre los arbustos.

—Entonces es que buscas unos ojos —concluyó Alcides, al fin.

—¡Bravo! Eso es lo que quiero conseguir. O mejor aún, lo que tú me vas a conseguir.

La tarde cayó sobre ellos. Su camino los llevó a un brezal impenetrable. Pero Alcides, en vez de buscar un rodeo, avanzó a pisotones, despreciando los arañazos que el ramaje dejaba en sus pantorrillas. Por fin, cuando el sol empezaba a ponerse, llegaron al pie del único monte digno de tal nombre.

—Hay una hoguera en lo alto —dijo Alcides—. Ahora veo las llamas.

—Allí están. ¿No oyes sus voces?

—¿Voces? No.

—Cierra los ojos y escucha...

Alcides obedeció. Sólo oía gaviotas. Pero en seguida se dio cuenta de que lo que creía chillidos de aves eran voces humanas, agudas y estridentes como carcajadas de mujeres borrachas.

—Allí arriba están ellas —dijo Zeus—. Las que tienen lo que necesito.

—¿Quiénes son ellas?

—Siéntate y come algo. Puede que tengas que pelear.

Mientras bebían vino y daban cuenta del queso, Zeus se lo explicó.

—¿Has oído hablar de las tres Grayas?

—No.

—Son tres mujeres que nacieron ya viejas y con el pelo blanco, y por eso tienen ese nombre. —Zeus se rascó la barbilla—. Tal vez incluso nacieron antes que yo, aunque no estoy seguro. Así que puedes imaginar lo viejas que son ahora.

En realidad, no puedes imaginártelo
, añadió para sí.

—Entonces, ¿para qué voy a pelear con ellas? Si son tan viejas como dices, bastará con que les dé un soplido para derribarlas.

—No estés tan seguro. Las Grayas son criaturas temibles. Se alimentan de los humanos, chupándoles la sangre. Te explicaré lo que tienes que hacer...

 

 

Alcides, tras recibir las instrucciones de Zeus, trepó por la suave cuesta del monte. Aunque ya se había hecho de noche, apenas se veían estrellas, pues las nubes cubrían el cielo casi por entero. Entre el crepitar de las llamas, seguían oyéndose gritos destemplados y carcajadas chillonas.

—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! —insistía una voz.

Ya estaba lo bastante cerca para ver que en lo alto de la colina se abría un claro. Allí, en el centro de un círculo de piedras, ardía una hoguera, y sobre ésta se calentaba un enorme caldero de bronce. A su alrededor se movían tres extrañas sombras. Al acercarse, Alcides vio que eran tres ancianas, cubiertas con largos mantos oscuros que llegaban hasta el suelo. Estaban casi calvas y las cuencas de sus ojos se veían tan vacías como las de Próxeno. Una de ellas se volvió hacia Alcides. Con manos huesudas sostenía sobre la frente una gran gema roja. El ojo que quería conseguir Próxeno.

—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!

—Dile que se acerque, Enio.

—Cállate, Pefredo. Yo sé bien lo que hago.

A Alcides le costaba distinguir quién hablaba en esa algarabía de voces. Además, sólo una de ellas conservaba los dientes. Aunque en seguida descubrió que ni siquiera era así: la anciana se llevó la mano a la boca, se sacó la dentadura entera y se la pasó a la que tenía la joya sobre la frente.

—¡Acércate, mozo! —dijo la tal Enio, con la voz algo más clara gracias a los dientes—. Ven aquí y charla con nosotras. Estamos tan solas y tan aburridas...

Alcides se detuvo a cinco pasos. El caldero borboteaba, pero daba la impresión de que dentro no había más que agua.

—¿Para qué cocéis agua, si no hay nada en la olla? —preguntó.

—¡Oh, tú lo vas a remediar! —dijo otra de las viejas.

—Cierra la boca, Dino —contestó la que debía ser Pefredo—. ¡Vas a ahuyentarlo!

Aunque Próxeno no le hubiese advertido, al oír discutir a las Grayas, Alcides habría tenido buen cuidado de no acercarse demasiado a ellas. Así que habló desde lejos.

—He venido a pediros una cosa, señoras.

—Acércate más, hijo —dijo Enio, apretándose la joya contra la frente—. No puedo oírte.

La mano de su hermana Dino le reptó por la cara, buscándole el ojo. Pero Enio le dio un bocado, aprovechando que también tenía en su poder la dentadura, y Dino se apartó con un chillido.

—Estoy bien aquí, señora —dijo Alcides—. Lo que quiero es vuestro ojo. Lo necesito.

—¡Nuestro ojo! Pero ya puedes ver que sólo tenemos uno. ¿Qué pretendes que hagamos sin él?

—Sólo será un rato.

—¡Mientes! ¡Sí, mientes, cochino mortal! —gritó Enio.

La indignación la hizo aflojar la presión sobre el ojo, y Pefredo se apresuró a quitárselo entre risotadas. En ese momento, un lagarto pasó correteando junto a ella. En cuanto la Graya lo vio, un tentáculo grisáceo brotó de debajo de su manto, atrapó al reptil y lo echó al caldero.

—¿Para qué quieres nuestro ojo? —dijo Pefredo, que ahora, aunque desdentada, llevaba la voz cantante—. Si quieres respuestas, té las daremos. No hace falta que nos robes el ojo, como hizo ese granuja de Perseo.

—Perseo era mi bisabuelo.

—¿Tu bisabuelo? ¿Tanto tiempo ha pasado? Cuéntanos cómo murió, anda. Porque habrá muerto, ¿verdad?

—¡Y nosotras seguimos vivas! —saltó Dino, y las tres se rieron a carcajadas.

Alcides se estaba aburriendo. Al ver que dialogando no llegaba a ninguna parte, recogió del suelo una peladilla y se la tiró a Pefredo. La piedra le dio en la cabeza y la vieja, con un chillido, abrió la mano y dejó caer al suelo la joya roja.

Alcides se precipitó hacia el ojo de las Grayas. Cuando lo cogió, unos tentáculos se enrollaron en su brazo. Salió corriendo, llevándose detrás a una de las viejas. No debía ser Pefredo, porque ésta se revolcaba en el suelo, doliéndose de la pedrada. Alcides siguió tirando, aunque los tentáculos tenían minúsculos dientes que se le clavaban en el antebrazo y su dueña chillaba como un cochino en la matanza, jaleada por las otras, que manoteaban junto al caldero. Alcides se detuvo y pateó a la Graya. El manto se había enganchado en una rama, y al hacerlo descubrió que en vez de piernas tenía todo un manojo de tentáculos; ya le había advertido Próxeno de que en origen eran criaturas marinas, aunque luego se habían dedicado a recorrer las islas más pequeñas del Egeo para vampirizar a sus moradores.

—¡Devuélveme el ojo! —chilló la Graya, rodeándole las piernas con los tentáculos—. ¡Tu bisabuelo nos lo devolvió!

Alcides sintió un dolor como el de cien pinchazos de ortiga. Golpeó a la vieja en el pecho y notó que el puño se le hundía en una masa fofa y sin huesos. Por fin logró librarse de los tentáculos, levantó a la Graya sobre su cabeza y la arrojó por los aires con tan certera puntería que cayó dentro del caldero. Los chillidos de la vieja se redoblaron, mientras las otras se mofaban de ella.

—¡Necias, no os riáis! ¡Nos ha robado el ojo!

 

 

Zeus, que aguardaba de pie bajo la colina y había escuchado los lejanos chillidos de la discusión y la pelea, oyó ahora las pisadas de Alcides bajando por la ladera.

—¿Lo tienes?

Por toda respuesta, el joven tomó la mano izquierda de Zeus y le puso en ella el ojo de las Grayas. Era tibio al tacto, tenía el tamaño de un huevo de gallina y su forma era plana por un lado y convexa por el otro. Zeus se lo puso delante de sus cuencas vacías, pero no pasó nada.

—Ellas se lo colocaban más arriba, en la frente —le dijo Alcides.

—Entiendo.

No era exactamente ver. Pero lo cierto era que dentro de su cabeza, en un lugar extraño que no estaba ni en sus ojos ni detrás de ellos, apareció una figura alta, de hombros anchos y macizos y una cabeza que parecía pequeña en proporción a su corpachón. Los colores eran extraños, negros, rojos y violetas, sin la riqueza de matices de la visión real, pero las formas se apreciaban nítidas y cortantes.

Me servirá
, pensó Zeus. Y sonrió por primera vez en muchos días. Había dado el primer paso para reconquistar el Olimpo.

El barril de bronce

Aquella expedición había empezado con mal pie para Hefesto, cuando Ares irrumpió en su fragua y lo humilló delante de todos los cíclopes. No era de esperar que mejorara a partir de entonces, y no lo había hecho. Ahora que caminaba al paso de los gigantes, arrastrando una gruesa cadena por la nieve, el dios herrero se maravillaba una y otra vez al recordar cómo se había desarrollado la campaña, pues era difícil que pudieran hacerse peor tantas cosas a la vez.

 

 

Se habían reunido con el ejército tracio al oeste del río Estrimón, y desde allí habían marchado al norte. Ares se jactaba de que había movilizado a cien mil guerreros, y tal vez fuera verdad, pero como no se organizaban en compañías ni se estaban quietos el tiempo suficiente para contarlos, era imposible saberlo con exactitud. Aquella horda era inmanejable, como pronto comprobó el propio Ares, y más cuando empezaron a sortear ríos y bosques, collados y gargantas. Para aligerar la marcha, la expedición se dividió en tres columnas. La que viajaba al oeste estaba al mando de Fobos, y Deimos se encargó de la del este. En el centro, con el grueso de las tropas y los pertrechos, entre retemblar de pies y pezuñas y algarabía de gritos y cánticos guerreros, viajaba el propio Ares. El dios de la guerra conducía su carro, tirado por tres gigantescos corceles negros que llevaban las alas recogidas sobre los lomos mientras caminaban. Detrás de él iba Hefesto, en un carromato remolcado por dos caballos capones, donde llevaba sus herramientas. El dios herrero sabía que el contraste entre su hermanastro y él era patético, pero no le importaba con tal de no arrastrar su pie lisiado del alba al anochecer. Tras él viajaban los cíclopes. Había elegido a veinte de los más jóvenes, aunque había dejado en el Olimpo a su favorito, Cerauno, para evitar que se repitiera su altercado con Ares. En cada alto del camino, mientras los demás descansaban, ellos trabajaban. Ya habían forjado miles de armas, y durante el camino se dedicaron a fabricar y ensamblar las máquinas de guerra que debían batir a los gigantes.

Para explorar el terreno, el propio Ares mandaba a sus caballos que desplegaran las alas y volaba con el carro hacia el norte. Los primeros días tuvieron nubes bajas, y a menudo las zonas llanas y las cuencas de los ríos se cubrían de un espeso manto de brumas que no dejaban ver el terreno. Al segundo día encontraron nieve, y ya no dejaron de caminar hundiendo los pies en ella. Por fin, al atardecer de la quinta jornada, el cielo se despejó y Ares volvió muy excitado de su vuelo de reconocimiento. Había encontrado a los enemigos.

—¡Tal y como lo había descrito el mariquita de la lira! —dijo Ares. Sólo se refería así a Apolo cuando Este no estaba delante—. Son una horda. Los gigantes en el centro, y alrededor de ellos los cimerios, acampados sin orden ni concierto.

O sea, pensó Hefesto, más o menos como su propio ejército. Pero no había quien desmoralizara a Ares, que insistió en atacar por sorpresa aprovechando las sombras de la noche. Odriso, un reyezuelo tracio, se atrevió a sugerir que no era buena idea, pues la luna apenas era una ranura blanca en el cielo. ¿Cómo pensaba Ares manejar un ejército tan numeroso a oscuras? Por toda respuesta, el dios desenvainó su enorme espada y le partió el cuerpo por la mitad.

—¿Alguna otra objeción?

Lógicamente, nadie dijo nada. Ares se atavió con su nueva armadura de guerra, y Hefesto suspiró de alivio, pues esa misma tarde había terminado de repujar las grebas y las musleras. El dios de la guerra, cubierto de acero de los pies a la cabeza, armado con su espada y protegido con el enorme escudo que tuvieron que traerle entre cuatro tracios, ofrecía un aspecto imponente a la luz de las antorchas que alumbraban el campamento. Pese a que la prudencia más elemental aconsejaba silencio, los tracios lo aclamaron a grandes voces, pues en verdad pensaban que aquella colosal estatua de metal sólo podía conducirlos a la victoria. Pero, claro, aún no habían visto a los gigantes ni sabían cuánto podía medir un verdadero coloso.

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