Señores del Olimpo (33 page)

Read Señores del Olimpo Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
9.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿A quién vas a sacrificar? Hasta que no se aclare quiénes vencen esta guerra, no malgastes las dos ovejas que te quedan.

—Hemos capturado a dos divinidades del mar.

—Son simples nereidas. No hagas mucho caso de sus ínfulas.

—No quiero incurrir en la ira de los dioses.

—Ahora todos los dioses están tan airados unos contra otros que no creo que les quede enojo que gastar con un simple mortal. Además, en esta guerra que ha empezado no se puede ser neutral.

Cuando llegó el momento de botar la nave, descubrieron que buena parte de los marineros se negaba a seguir adelante. El viento del norte era cada vez más fuerte, y la corriente hacía desfilar ante sus ojos los pecios de los barcos que habían quedado aplastados entre las rocas la víspera. Los hombres que provenían de la Argólide le pedían al capitán que los llevara de vuelta a su tierra ahora que estaban a tiempo, mientras que los atenienses, aunque no de muy buena gana, estaban dispuestos a seguir con él. Al ver un cuchillo en manos de un marinero de Nauplia, Cécrope desenvainó su espada. Pero Zeus le contuvo poniéndole una mano en el hombro.

—Deja que se vayan a Bizancio. No necesitamos a cobardes asustados.

—¿Y cómo piensas que atraviese las Simplégades si me quedo sin la mitad de los remeros? Allí dentro no podemos fiarnos de las velas.

—Deja eso en mis manos.

Cécrope miró con desconfianza el muñón de Zeus y se mordió el labio. Los marineros argivos, al escuchar las palabras del pasajero ciego, se negaron a quedarse allí a menos que el capitán les dejase la mitad del cargamento para comerciar en Bizancio. Entre regateos, perdieron casi media mañana. Pero al final, la elocuencia de Cécrope y los abultados músculos de Alcides convencieron a los díscolos de que era mejor conformarse con la sexta parte de la carga que acabar con la cabeza descalabrada por un golpe de remo.

Cuando los argivos se marcharon hacia la ciudad, no quedaron hombres suficientes para empuñar todos los remos. Para colmo, cuando se acercaron a la boca del estrecho, el viento y la corriente se conjuraron para frenar el avance de la nave. Zeus nunca había atravesado el Bósforo en barco y sólo recordaba su sinuoso dibujo desde el aire. Pero Artemidoro, el piloto ateniense, que conocía bien aquellas rocas, dijo que no recordaba haberlas visto nunca tan juntas.

—Es como si la propia tierra se hubiera vuelto en contra nuestra —dijo.

—Tal vez digas más verdad de lo que tú mismo crees —repuso Zeus.

Su plan era obligar a las nereidas a guiarlos entre la espuma y los escollos. Para ello, ataron a ambas con una especie de arnés y las soltaron en el agua. Los marineros observaron embobados los fascinantes movimientos de sus colas y la forma tan provocativa en que se ondulaban sus nalgas, hasta que Cécrope les ordenó ocupar sus puestos junto a los escálamos. Fasolo, el mejor arquero de la tripulación, se plantó en proa junto al capitán, con la orden de disparar a las nereidas si intentaban escapar de las cuerdas o arrastrar la nave contra los acantilados.

El propio Zeus se sentó a estribor, donde le era más cómodo empuñar un remo con la mano izquierda y empujarlo con el muñón, mientras Alcides se colocaba a babor. Cuando empezaron a bogar, los demás se quedaron admirados. Aunque quedaban diez remos sin cubrir, con Zeus y Alcides la nave disponía de más impulso del que había tenido hasta entonces.

—Éstos no son mortales corrientes —le susurró Fasolo a Cécrope.

—Lo mismo sospecho yo desde hace tiempo —repuso el capitán, sin levantar la voz—. Me quedaré más que satisfecho cuando los desembarquemos en la Cólquide.

—Antes tenemos que atravesar las Simplégades.

Pero el plan de Zeus funcionó. Las nereidas nadaban separadas por más de cuarenta codos, un espacio suficiente para que la nave siguiera su estela sin estrecheces. Aunque el trayecto era de más de ciento cincuenta estadios y tuvieron que remar durante muchas horas, bien fuera por azar o porque las divinidades marinas no querían poner en peligro a dos de las suyas, el viento amainó y tan sólo tuvieron que luchar contra la corriente de superficie que se desplazaba del Ponto al Mar Interior.

Al atardecer, cuando ya habían dejado detrás el estrecho y se abría ante ellos la inmensidad del Ponto, Alcides jaló las cuerdas e izó a las nereidas a bordo. Después embarrancaron en una arena de playa clara, junto a la desembocadura de un río, y allí Zeus se llevó aparte a Galene y Eucrante.

—Déjanos libres —le suplicaron—. Ya hemos hecho lo que pedías. Nuestro padre nos castigará por haber remolcado una nave humana.

—Es verdad —dijo Alcides—. Les prometiste que las soltarías si nos ayudaban a cruzar el estrecho.

Zeus se quedó pensativo. Las nereidas eran rehenes valiosas, pues mientras estuvieran a bordo ninguna divinidad del mar atacaría la
Salaminia
. Pero ya estaban causando demasiados problemas entre lo que quedaba de tripulación, por no hablar de los estragos que la visión de sus cuerpos desnudos provocaba en Alcides. Y era cierto que les había dado su palabra de liberarlas al llegar al Ponto.

—Te juramos por Estigia que nadie hará daño a vuestra nave —aseguró Eucrante.

—Ese juramento lo instituyó Zeus. Ya no tiene valor.

—¡Sí que lo tiene! —insistió ella, y abrió aún más sus grandes ojos verdes para decir—: Por Estigia juro esto. Si no llegáis con bien a vuestro puerto, que las divinidades infernales nos saquen a mi hermana y a mí el corazón, la lengua y los ojos, y que luego nos encierren en el Tártaro con las horribles criaturas que allí moran.

—¿Tú también lo juras, Galene? —preguntó Zeus.

—¡Lo juro, por la sagrada Estigia! ¡Por el trono de Zeus, que aún puede resucitar!

Eucrante miró a su hermana con un destello de rabia en los ojos. Zeus comprendió que las dos nereidas habían hablado entre ellas, y que sospechaban o conocían su identidad. Pero Galene había sido indiscreta. Ahora su dilema empeoraba. Si las soltaba, conociendo la forma de ser de las nereidas, sin duda le irían con el cuento a alguien.

—¡También te juramos no hablarle a nadie de ti, Próxeno! —añadió Eucrante, como si le hubiera leído los pensamientos—. ¡Ni siquiera a nuestro padre!

Zeus meneó la cabeza. Debería matarlas, en ese mismo momento o más adelante, en la Cólquide.

Pero las palabras de Atenea resonaban en su mente.
Eres el señor del orden. Tú eres el padre de Dique, la Justicia
. Sí, él era el dios de los jueces y los soberanos, él era quien le había otorgado a Estigia el privilegio de ser testigo del juramento que ataba con vínculos irrompibles, él era el protector de los huéspedes y los extranjeros. Si él mismo no creía en su juramento, si no aceptaba la palabra que aquellas dos nereidas le ofrecían basándose en la ley que él mismo había establecido, ¿dónde quedaba el orden que quería instaurar en el mundo?

—Suéltalas —le dijo a Alcides, con un suspiro.

Sonriendo, el joven empezó a desatar las cuerdas. El nudo de Galene, que estaba empapado, se resistía, así que Alcides tiró de ambos extremos y rompió la soga.
Qué impaciente es
, pensó Zeus, y se dijo que algún día la combinación de su fuerza y su impaciencia le acarrearía problemas.

El ombligo del mundo

A lo largo de su vida, que no era tan breve como sugería su aspecto juvenil, Hermes había aprovechado a menudo su velocidad y su sigilo para colarse en sitios donde su presencia no habría sido bienvenida. Pero jamás se había sentido tan sobrecogido de terror como ahora, escondido y aovillado en una hornacina natural que se asomaba a una sala excavada en el corazón de la tierra.

Por debajo de la gruesa columna de piedra en cuya oquedad se había ocultado, había una piscina de lava fundida, y en ella estaba el propio Tifón, sentado y con las alas recogidas a la espalda, tan relajado como el propio Hermes lo había estado en el baño que compartió con la reina Jenódice. Frente al monstruo, al borde de esa ardiente pileta, se hallaba la gran diosa Gea, vestida con un manto oscuro que cubría su rostro.

¿Qué demonios hago yo aquí?
, se preguntaba Hermes, sin tan siquiera atreverse a pensarlo demasiado fuerte por si el monstruo que disfrutaba de su baño de lava era capaz de oírlo.

Pero sabía muy bien cómo había llegado a esa situación. Siguiendo el rastro de su padre Zeus.

 

 

Habían llegado a Delfos volando en el carro alado que perteneciera a Zagreo, pues el cielo seguía encapotado y Apolo no habría podido remontar el vuelo después de posarse en tierra. Desde las alturas habían visto arder la pequeña ciudad que se hallaba al pie del santuario, y también columnas de humo elevándose desde las aldeas dispersas por las laderas del monte. Al parecer, la guerra contra los humanos de la que centauros y ninfas habían amenazado en la última asamblea del Olimpo iba en serio.

El carro lo habían dejado oculto entre la espesura, no muy lejos del santuario. Hermes había adormecido a los hipogrifos con su caduceo para evitar que sus relinchos alertaran de su presencia.

Después, para entrar al templo de Gea tuvieron que sortear una vigilancia inusitada. Había diez centauros armados con arcos y flechas custodiando la entrada, y un nutrido grupo de sátiros quemando cadáveres humanos en una gran pira ante el altar de Gea.

Entre las flechas de Apolo y la rápida espada de Hermes habían dado cuenta de todos. Él habría preferido colarse subrepticiamente, pero los centauros estaban demasiado cerca de la puerta del templo y no convenía dejar con vida a nadie que pudiese dar la alarma. Cuando acabaron con los vigilantes, Apolo arrancó las flechas de los cadáveres para volverlas a usar más adelante. Había empleado veinticinco, que se habían cobrado otros tantos muertos, pues Apolo jamás fallaba un disparo. Llevaba cinco más en la aljaba, pero ésas las tenía reservadas para caza mayor. Había estado durante tres días encerrado en su morada, destilando un líquido negro y espeso con el que había emponzoñado sus puntas doradas; pues Apolo, aparte de dios sanador, era el vengador que a veces enviaba plagas y pestilencias sobre pueblos enteros cuando quebrantaban las leyes sagradas.

Tras entrar en el templo del oráculo, Apolo se plantó en el umbral del áditon con el arco tendido, mientras Hermes empujaba la palanca que desplazaba la puerta. Algo se movió en la oscuridad y Apolo disparó. Su flecha se clavó con un impacto sordo, pero no escucharon el rugido que esperaban, sino un estertor humano. Al entrar en el áditon, descubrieron que la saeta no había alcanzado a Pitón, el centinela al que pensaban encontrar, sino a una muchacha que se agitaba en el suelo vomitando una baba negruzca. Hermes la decapitó para evitar que siguiera gritando.

—¿Qué hacía una humana aquí dentro? —preguntó—. ¿Por qué no la han matado como a los demás?

Apolo, mientras ponía en pie el trípode de bronce que la joven había derribado en su caída, le contestó:

—Ella era la elegida para el oráculo. En cualquier caso, iba a morir cuando recibiera la visión. Pero he desperdiciado una flecha.

Ante ellos se abría el
khasma
, una gran sima de casi veinte codos de anchura. Apolo se colgó a la espalda de Hermes, y Este saltó a la sima batiendo las alas de los pies para controlar la caída. Tras bajar cerca de cien codos por un pozo casi vertical, llegaron a una enorme gruta que se hundía en el seno del Parnaso. Una vez abajo, Hermes sacó de su morral una antorcha ingeniada por Hefesto. Se trataba de un manojo de finas hebras de cristal que, tras dejarlas durante dos días al sol y una vez a oscuras, se iban desprendiendo poco a poco de la luz que habían guardado en su interior. Alumbrados por este ingenio, vieron que el techo de la caverna estaba cuajado de estalactitas, y que también había gruesas columnas que se alzaban desde el suelo, adornadas por las colgaduras que el tiempo había dejado en su superficie como enormes goterones de cera. Entre ellas se dibujaba un complejo laberinto en el que no se distinguía ningún sendero claro.

—Ve tú delante —dijo Apolo—. Siempre te has sabido orientar en los parajes oscuros.

—Confías en mí más que yo mismo —respondió Hermes, nervioso.

Avanzaron escoltados por las sombras cambiantes que proyectaba la antorcha de Hefesto en aquel irregular paraje. La gruta se iba angostando, y a los lados se abrían bocas y túneles de los que de vez en cuando salían tenues resplandores rojizos. No tardaron en oír un rugido lejano a sus espaldas, y Hermes se volvió alarmado.

—Ahí está el dragón —susurró.

Pero el rugido volvió a sonar de nuevo, esta vez a su derecha, y un instante después su eco se desplazó y subió de volumen, como si la fuente de aquel ruido se encontrara delante de ellos.

—Estamos rodeados...

—Tranquilo, hermano —dijo Apolo—. Creo que los ecos de este lugar son engañosos.

Siguieron avanzando con cautela, Hermes sosteniendo la antorcha y Apolo con la segunda flecha ponzoñosa preparada en el arco. Se esperaban un lugar distinto, poblado de vida, aunque fueran murciélagos, culebras o insectos, pero la cueva estaba desierta. Y aún así, todo aquel laberinto de grutas parecía respirar, como si la presencia de Gea aleteara en cada rincón.

—¿Tú crees que nuestro padre está aquí? —susurró Hermes. Lo que le había parecido una buena idea en el Olimpo, cuando hacían planes con Atenea, ahora se le antojaba una insensatez.

—Empiezo a sospechar que no —contestó Apolo.

Un nuevo rugido sonó a sus espaldas, ahora mucho más cercano. Se volvieron sobresaltados, pero detrás de ellos no había más que columnas y aguzadas estalagmitas. En ese momento, Hermes notó que se le erizaba el cabello en la nuca y comprendió que la reverberación de la caverna los había vuelto a engañar. Se giró de nuevo, y su antorcha iluminó un rostro de escamas aceradas y ojos rojos como ascuas. El rostro de Pitón.

—¡Déjamelo a mí! —gritó Apolo.

Ya habían hablado de lo que harían en ese caso. Hermes aceleró los latidos de su corazón para esquivar la primera dentellada de Pitón, voló sobre su lomo y huyó siguiendo el túnel por el que había venido la bestia. El olor de orines y azufre era intenso, y no le costó rastrearlo.

 

 

De ese modo, dejando a su hermano en una situación más que comprometida, había llegado al cubil del dragón. Allí había escuchado voces, y siguiendo éstas encontró un amplio túnel ante el que montaban guardia dos colmilludas lamias con colas de serpiente. Ahora las lamias yacían decapitadas, mientras Hermes se acurrucaba en su escondrijo escuchando la conversación entre Gea y Tifón, casi sin atreverse a respirar.

Other books

The Unknown Errors of Our Lives by Chitra Banerjee Divakaruni
Binding Vows by Catherine Bybee
Slavery by Another Name by Douglas A. Blackmon
The Retrieval by Lucius Parhelion
El caballero del templo by José Luis Corral
The Girls of Gettysburg by Bobbi Miller
Heather's Gift by Lora Leigh