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Authors: Kathy Lette

Sexy de la Muerte (6 page)

BOOK: Sexy de la Muerte
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Shelly estaba buscando su paracaídas y el silbato cuando Tony le dio un golpe en las costillas.

—Ahí viene la Camiseta.

Señaló con el dedo a Gaby, que se aproximaba desde la clase
business
.

—Llamo así a esa zorra porque se te pega como una lapa. No sabe dirigir una mierda. Debería estar en algún lugar lejano festejando a voz en grito su útero.

—¿Aún no le ha asqueado el cámara? No se tome en serio su afectación políticamente incorrecta. Tan sólo está adoptando el comportamiento Neandertal, y luego disfrazando su machismo tras el eslogan de «postirónico».

—¿Ah, sí? —preguntó Tony Tucker, desconcertado.

—Yo pedí un cámara que fuera mujer, pero…

—Pero el productor consideró que esta grabación necesitaba el cerebro de un hombre —alardeó.

—Sí —replicó soltando chispas—. Y yo no tengo un pene para guardarlo. Su mote es Towtruck
{5}
.

—¿Por qué? —preguntó Shelly.

—Porque va de cabeza a darse de bruces.

—Sí. Jodidamente cierto. Trabajando para ti, desde luego.

Gaby desvió la mirada al formulario de declaración de aduanas que estaba rellenando Shelly sobre su mesilla plegable. En «estado civil» Shelly había escrito con la muñeca temblorosa: «Desastroso».

Gaby suspiró con profunda irritación.

—No estoy hecha para la televisión. Sencillamente, no tengo una capacidad suficientemente grande para beber alcohol —se lamentó con cansancio—. Mire, el señor K. Kinkade sólo se está haciendo de rogar. ¡Usted y él van a reavivar la fe hastiada de la gente en el romance y van a ser muy pero que muy felices, incluso si para conseguirlo tengo que drogarla, pegarla y sobornarla! —Dio una palmadita a Shelly en la mano—. Uno de cada tres matrimonios termina en divorcio. No obstante, los matrimonios concertados han tenido un éxito espectacular a lo largo de los siglos. Y yo estaré ahí para registrarlo todo para mostrárselo al país… y ganar un ascenso en el proceso. ¿De acuerdo? —sonrió radiante.

Conforme se sucedían las películas en el avión y las comidas iban y venían, Shelly sintió que se recuperaba un poco. Quizá Gaby tuviera razón. Había algo de curiosa reafirmación vital en el abandono imprudente de un romance breve pero intenso. Y Kit se había declarado con tanta espontaneidad… un gesto deliciosamente caballeroso en un mundo que desconfía del romanticismo. Puede que sólo fuera el espantoso viaje lo que la había desalentado.

Era difícil señalar la parte peor del viaje. ¿Fue el momento de las turbulencias sobre Arabia Saudí, que había agitado a los pasajeros como un dado en una caja, haciendo que Shelly inspirara tan profundamente en un intento de inundar de oxígeno los músculos que rodeaban su tumultuoso tórax que había hiperventilado? ¿O era Towtruck, limpiando la mugre que tenía entre las uñas con uno de los dientes del tenedor antes de comer con él? ¿O fue cuando el cámara, de una gordura a punto de traspasar los límites circunferenciales, abrió el sobrecito de salsa de tomate con los lentes y salpicó
ketchup
por toda la camiseta blanca que se había comprado Shelly en el aeropuerto? Quizá fuera su conversación fascinante, durante la cual se refirió a su pene como «Kojak», a su prepucio como «cuello enrollado de Kojak» y a los genitales femeninos como «pastel de pelo».

Y qué decir del hecho de que Shelly había aterrizado y cambiado de avión en el aeropuerto de Seewoosagur Ramgoolam en Mauricio y volado a Reunión, pero sus maletas no. Por lo visto, ahora estaban en un patrón de contención sobre la bahía de Bengala… enviadas a Rangún en vez de a Reunión, lo que significaba que se reuniría con su marido vestida con una atractiva camiseta manchada de salsa de tomate que llevaría todos los días de su luna de miel. O a lo mejor fue cuando por fin llegaron al aeropuerto de Reunión, para que una agente de aduanas con ojos maliciosos rastreara cada orificio de su cuerpo en busca de sustancias prohibidas por la ley francesa, véase modales, tolerancia, compasión…

—¡Oh! —dijo Shelly con sarcástica efusividad a la agente de aduanas pechugona al final de su registro exhaustivo—. ¡Ha sido sensacional! ¡Ahora deje que se lo haga yo a usted!

La empleada del aeropuerto aparentó no entenderla y procedió a hacer un interrogatorio a la recién llegada sobre su interés por visitar la colonia francesa. ¿Cómo podía estar aquí de luna de miel… sin marido y sin equipaje? Sin duda debía de tener otros intereses en la isla… ¿económicos, políticos? ¿Había sido alguna vez, por ejemplo, miembro del Partie Communiste? ¿Tenía opiniones desfavorables sobre la colonización francesa?

Shelly tuvo la tentación de explicar que al ser inglesa no tenía interés en los franceses… exceptuando, quizá, descubrir qué ocurriría si les obligaran a engullir hamburguesas y patatas fritas del McDonald's hasta que afectara de manera desfavorable a sus niveles de flotabilidad en un escenario de arenas movedizas. No obstante, optó por decir la verdad… puede que su marido fuera tan guapo que cortara la respiración, así como audaz, atrevido y sexualmente dinámico, pero también era una comadreja rabiosa, algo que le diría en cuanto llegara al Hotel Grande Bay. Ay, cuánta razón había tenido su madre respecto a los hombres.

La agente de aduana insistió en comprobar su reserva del hotel y la dejó en la sala de entrevistas, que atufaba a orina, combustible de aviación y sobacos de hombre. Mientras esperaba a que volviera, los pensamientos de Shelly se volvieron hacia su madre. El sentimiento de culpa cayó sobre ella como una mancha. Su madre había conservado la belleza hasta el final, incluso cuando estaba inflada con los esteroides y la quimio. No, su cara no se había desmoronado, sólo sus esperanzas. Si al menos pudieran inventar un botulismo romántico: nada de cirugía estética, sino cirugía anímica. Una inyección para conservar los sentimientos congelados en el tiempo, así su padre no se habría lanzado a la carretera en esa gira regional de
godspell
que se alargó de tres meses a seis, y luego a un año, hasta que ella se dio cuenta de que nunca iba a volver. Su madre se había visto obligada a vivir improvisando: una sesión de grabación de cuando en cuando, clases de violín esporádicas, aunque, curiosamente, no estaban muy solicitadas en un barrio de viviendas de protección oficial, pero había muchas oportunidades para limpiar casas por cuatro libras la hora. Había enseñado violín a Shelly hasta el octavo curso… para que los genes guitarreros de su padre se activaran, de forma tan predecible como las banalidades de las canciones
pop
que cantaba para ganarse la vida. Su madre se sintió traicionada cuando Shelly dejó el violín por la guitarra. Hasta que su hija con talento musical empezó a sobresalir, es decir, cuando empezó su carrera de forma brillante a través del repertorio clásico.

Sin embargo, ¿qué pensaría ahora de su hija, que silbaba canciones de
rock
y tocaba la guitarra eléctrica para ganarse la vida?

Peor aún, se dio cuenta Shelly con una sacudida de horror conforme se recolocaba la ropa, era que se hubiera casado accidentalmente con un clon engreído, descarado y caradura de su padre. Mientras se abrochaba las zapatillas, el fracaso la persiguió de manera siniestra. Se echó a los hombros toda su desaprobación como si fuera una capa… no se puede decir que sea un atuendo adecuado para los trópicos, suspiró en su interior.

Sus miserias se vieron interrumpidas por un gemido proveniente de la sala de entrevistas contigua. Miró a hurtadillas a través de la reja de metal que separaba los cubículos. La celda adyacente estaba iluminada por una única bombilla titubeante bajo la cual un capitán de policía francés y dos oficiales con gafas de sol estaban interrogando a un hombre criollo de veintitantos. Observó cómo el capitán asentía con la cabeza, una señal para que uno de los policías golpeara al prisionero tan fuerte en el estómago que éste cayó en forma de concertina al suelo. El capitán asintió de nuevo, y el otro madero dio una patada al sospechoso en los riñones. La escena fue coreografiada con rapidez. El hombre se estaba retorciendo cual pez tropical que hubiera salido de una pecera.

El único encuentro de Shelly con hombres en uniforme de policía había sido un
striptease
con motivo de un cumpleaños en la sala de profesores. ¿Qué debía hacer? Por alguna razón, meter cuatro libras en la pata elástica de algún calzoncillo de policía no parecía muy apropiado. ¿Puede que si se quedara ahí de pie con cara de inglesa indignada los disuadiera de hacer paté de
foie gras
de las partes nobles del pobre tipo? «¿Qué haría un hombre en su lugar?», se preguntó. Ahora que estaba pensando como un hombre, supuso que tendría que actuar como tal.

—¡Eh! —gritó Shelly a través del metal de fino engranaje.

Ellos giraron sobre sus talones para mirarla. Sin embargo, aunque Shelly deseaba ser un defensor indignado del hombre de a pie, por raro que parezca, un título en música clásica no la había preparado del todo para un combate cara a cara con gendarmes completamente armados. Y, si bien un puñetazo en el estómago no es lo peor que le puede pasar a uno, definitivamente podía echar por tierra la luna de miel de una chica.

Conforme los tres policías avanzaban al unísono blandiendo mazas hacia la reja, Shelly se arrojó al otro lado de la puerta y cayó directa en los brazos de su interrogador. Pero justo cuando estaba empezando a sospechar que todas estas vacaciones habían sido reservadas a través de
Tercermundistas de mierda, S.A
., la agente la condujo a través de la aduana al exterior, en el acogedor aire viciado de mochileros, trotamundos vestidos de Gucci, hombres de negocios haciendo trueque y cansadas madres ocupadas en tapar las bocas chillonas de sus bebés con biberones. Momentos después vio alarmada que el capitán de policía avanzaba a zancadas hacia ella. No necesitaba una insignia para anunciar su cargo. Caminaba con esa certidumbre propia de la protección oficial y el honor. Shelly se sobresaltó cuando éste le mostró al pasar una fugaz sonrisa
Colgate
de amabilidad desconcertante. Tenía un rostro que nunca olvidaría… un rostro que mostraba el aspecto de haberse incendiado y de que alguien lo había apagado con una pala.

Cuando localizó a los demás intentó transmitir su espantosa experiencia, pero estaban preocupados con intentar conducir sus carritos con ruedas deformadas a través de las puertas giratorias. En la entrada del aeropuerto, abriéndose paso con los codos a través de la hilera de taxistas insistentes, intentó una vez más informar de lo que había presenciado, pero para entonces todos estaban demasiado bloqueados por el calor como para mostrar interés. Era tan insoportable que la combustión simultánea era una posibilidad certera. Los pollos sólo podían poner huevos duros, dedujo Shelly, y las vacas dar leche evaporada. Tras haberse quemado la mano con la manija de la puerta del taxi, se apretujó sudorosa entre Towtruck, Gaby, el esquelético técnico de sonido Michael Moore, alias «Mike el Silencioso» porque nunca hablaba («
Está en su propio mundito, pero está bien, allí le conocen
», explicó Gaby), y entre todas las cajas de material, y partieron en la última etapa de su viaje.

Otra razón por la que a Shelly en el fondo no le había importado que sus alumnos la inscribieran en el concurso era que tenía la sensación de que fuera de Cardiff podría haber otro lugar muy popular conocido como El Mundo. Y quería verlo. Aunque ella se consideraba culta y leída gracias a su madre y a cuatro años de música en la universidad, la trayectoria posterior de Shelly como miembro de varias orquestas, y ahora trabajando a jornada completa como profesora para acabar de pagar su préstamo estudiantil, había conseguido curiosamente que fuera una persona poco viajada.

Leyendo entre líneas su guía
Lonely Planet
(tantas de las cuales llenaban las librerías que resultaba difícil creer que alguna parte del planeta pudiera seguir estando solitaria), infirió que la mayoría de las islas del Océano Índico se habían movido cual yoyó de manos inglesas a francesas durante siglos. Para los británicos, esta lucha geográfica quedó invariablemente resuelta cuando los indígenas consiguieron preservar la isla y los ingleses consiguieron ir allí y perder su virginidad y coger una intoxicación alcohólica. Pero cuando el inglés se convirtió en el idioma del todo-conquistador Internet, los franceses, aferrados de manera obsesiva a su fantasía de un imperio, se agarraron con más firmeza todavía a las pocas posesiones que les quedaban: Papeete, Nueva Caledonia, Martinica, Dominica, Mayotte, Guayana Francesa, Guadalupe, San Bartolomé, San Pedro y Reunión.

La isla de Reunión, entre Mauricio y Madagascar y justo fuera de África, es realmente la punta de un volcán gigantesco sumergido. Shelly vislumbró la horrenda escena conforme su taxi avanzaba a la carrera por la carretera del océano… las brechas de desfiladeros terroríficos, los barrancos escarpados con fisuras de cataratas fluyentes y los tres inhóspitos circos, vastos anfiteatros naturales que se formaron cuando el cráter del volcán entró en erupción tanto tiempo atrás. Había pequeñas ciudades adheridas a los bordes de la isla, acurrucadas a los pies de estas cimas volcánicas como si temieran resbalarse y caer al mar.

El volante del taxi estaba tan abrasadoramente caliente que el conductor había decidido maniobrar el vehículo sólo con dos dedos. Cuando los frenos chirriaron impotentes conforme ellos derrapaban por una curva muy cerrada en el camino de un furgón de policía que les venía de frente, Shelly decidió que ni siquiera Michael Palin podría convertir este viaje en una anécdota ingeniosa. Incluso Gaby, fuerte como un roble, se mostraba aprensiva.

—¡Madre mía! ¿Aquí conducen por la izquierda o por la derecha? —chilló tapándose los ojos conforme
Citroëns
y
Peugeots
se precipitaban hacia ellos.

—Son franceses —dijo Shelly—. Conducen por ambos lados.

—Más despacio, saco de mierda —gritó Towtruck al taxista—. ¡No creo que sea del todo buena idea ir cuesta abajo sobre cuatro jodidas ruedas, sabes!

Pero el conductor, fumador de cigarrillos
Gauloise
, se limitó a emitir un gruñido, haciéndole sospechar a Shelly que los colonos locales (o colons como venían descritos en la guía) eran tan hostiles como el paisaje. Shelly no sabía gran cosa sobre los franceses, excepto que tenían la tradición orgullosa de odiar absolutamente a todo el mundo. También sabía que uno podía distinguir una película francesa por la cantidad de diálogos que tenían lugar en ella. Conversaciones que Shelly nunca podría entender, ni siquiera con subtítulos, por lo «profundas» que eran siempre. Cuando no eran existencialistas, eran elitistas. Durante el tracto revuelvetripas, el taxi había pasado señales de tráfico que no tenían los dibujos de advertencia habituales, tan sólo palabras incomprensibles como
interdit d´entrée
,
fermé
y
sens interdit
… expresiones francesas para decir «es difícil para los ingleses traducir sin dibujos», pero fue lo bastante claro para que Shelly dedujera que habría sido inteligente rellenar su tarjeta de donante de órganos. Tenía el ligero presentimiento de que el único modo de sobrevivir a esta luna de miel era temer cada segundo por separado.

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