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Authors: Kathy Lette

Sexy de la Muerte (5 page)

BOOK: Sexy de la Muerte
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—Mis alumnos de música. Doy clases de guitarra en un instituto londinense, guitarra rock, por increíble que parezca.

—Tu currículum decía «música clásica».

—Yo no lo escribí. Fueron los niños. Y sí que me licencié en música clásica. Sólo que ya nadie me oye tocar. —Shelly apretó los labios, como si los acabara de pintar.

—Espera. ¿No te gustaría, no sé, actuar?

«
Oh
—pensó Shelly—.
Empecemos por las preguntas fáciles primero. ¿Cuándo había perdido el valor? Desde que unas células anormales saquearon el cuerpo de su madre.
» Shelly se había congelado en mitad del Preludio de Bach desde la
Suite número cuatro
para laúd. El dolor y la humillación que ella creía aliviados tiempo atrás resurgieron al rojo vivo. Y ahí, una vez más, estaba esa tensión retorciéndose con fuerza dentro de ella. El silencio de Wigmore Hall le bramaba con más intensidad aún que los cláxones de terror sonando cual trompetas en su sangre. Y desde ese momento de cataclismo, esta galardonada profesional de la música con un don virtuoso y yemas flexibles había destrozado su talento; había quedado reducida a la peripatética enseñanza de técnicas de guitarra para
heavy metal
a adolescentes sudorosos, miembros de grupos musicales escolares llamados
Contenido estomacal, Escoria intestinal y Sacudir el miembro.

—Miedo escénico —confesó en voz baja.

—Entonces, ¿en serio eres sólo una… profesora de instituto? —Su marido lanzó un halo de humo hacia el cielo.

—Podrías haberte enterado de eso en el coche si hubieras parado de hablar de ti mismo por un segundo.

—Creía que eras una artista. Ya sabes lo que dicen. Los que pueden, lo hacen. Los que no, enseñan —pronunció con una sonrisa lúgubre, quitándose de una patada los pantalones—. Y los que no saben enseñar, enseñan música.

Si la curiosidad hubiera sido la única cosa manifiesta en él, quizá Shelly habría sido capaz de responder, pero no mientras estuviera ahí de pie en calzoncillos ajustados de Calvin Klein. Esta exquisita visión la había dejado en estado vegetativo. La única reacción que le sacaría ahora mismo sería la fotosíntesis.

—Hummm.

Arrastró la mirada a la fuerza, bajo escolta policial, lejos del cuerpo atractivo de su ágil marido para así poder reubicar su capacidad de réplica.

—Bueno, señor Kinkade, al menos no tiene que quitarse toda la ropa para demostrar a la gente que es usted rubio natural.

—Oye, con estos chistes malos sobre rubias no vas a tocarme los cojones porque, al igual que Dolly Parton, no soy ni a) tonta ni b) rubia.

Con eso se agarró el pelo, el cual, para el asombro de Shelly, se le quedó en las manos. Tiró la peluca a la basura y sacudió una melena eléctrica de rizos negros.

Shelly le observó estupefacta. ¿Por qué la peluca? ¿Quién coño era este hombre? ¿Este hombre con el que… Santa María Madre de Dios… se acaba de casar? Empezó a revaluar la luz en los ojos de Kit Kinkade. Parecía un poco como el destello vivo de la locura. ¿En qué había estado pensando? ¿Cómo se podía haber casado con un hombre al que acababa de conocer? ¡Shelly tenía cosas en el frigorífico con las que había tenido más contacto que con él! ¿Cómo podía haber tenido relaciones íntimas con un extraño? ¿Quién coño era ella de repente?
¿Blanche du Bois?

Sintió que estaba desarrollando un tic facial repentino. Kit Kinkade, ahora con pelo a lo Heathcliff y ojos vagabundos, tiró de los andrajosos vaqueros por encima de su trasero aterciopelado, se puso con un movimiento de hombros la camisa de terciopelo negro con las solapas de aletas de tiburón y metió la navaja de muelle en el lateral de su bota de tacón cubano antes de abofetearla de manera juguetona en la mejilla con la primera entrega del dinero de su premio… un fajo de veinticinco mil libras.

—Te veo en la luna de miel, bizcochito. Ah, y feliz día de San Valentín.

Esto no tenía mucha pinta de tregua. Esto tenía pinta de ser el primer ataque de una ofensiva. Sólo tenía un pensamiento, algo lloroso en la línea de «quiero a mi mamá».

Cuando la puerta se cerró tras su culo oscilante, Shelly se quedó con el sentimiento súbito de que estar casada con Kit Kinkade sería en gran parte como ser operado del conducto radicular… sólo que con menos reposo.

Diferencias entre sexos: Religión

 

Muchas parejas se divorcian por motivos religiosos:

Él cree que es Dios, y ella no.

4

El ataque preventivo

El miércoles quince de febrero, la mañana del primer día de su luna de miel, Shelly estaba más subida de tono que sus bragas de pata
poliéster
bajo su nueva falda Versace. Había decidido achacar el comportamiento errático que tuvo Kit en la recepción a una cuestión de nervios… o de embriaguez. Se había casado con un imán sexual americano, un tanto estrafalario y mortalmente guapo al que pronto empezaría a conocer mejor en un ambiente de edredones. ¿Cómo es que no había buscado residencia en el octavo cielo? Deleitándose en el viaje en limusina al aeropuerto de Edimburgo desde el hotel, Shelly estaba tan por encima del octavo cielo que ni siquiera podía verlo.

La libidinosa verdad era que Kit Kinkade le había dado a Shelly sus primeros orgasmos. Había sido milagroso. Se podría decir que hasta bíblico… «¡Puedo ver! ¡Puedo ver!» Neil Armstrong caminando por la luna seguramente no se quedó más asombrado de lo que ella estaba. Un pasito más para un hombre… ¡una zancada para una mujer! Su encuentro en la limusina había sido tan erótico que había pensado por un momento que estaba en una película sueca, sólo que sin el mobiliario de
Ikea
ni ropa de esquí.

Shelly sabía que había sido lasciva. Era consciente de que había sido sucia. Reconocía que eso no era lo que hacía una buena chica. Pero ella había sido una buena chica toda su vida, ¿y qué bien le había reportado? Incluso su gato la había traicionado y se había ido con la profesora de aeróbic del piso de abajo. En cuanto a su vida sexual… Dios santo. La mujer era prácticamente
Amish
. Si le dierais una gorra blanca y un carromato se pondría a trillar trigo y a hacer mantequilla de un momento a otro.

No. En algún momento hay que ser malo. Y ese momento había llegado. Imprudente. Impulsiva. Salvaje. Caligulesca. ¡Esos emperadores romanos no le llegarían ni a la suela de los zapatos! ¡Traed esas carnosas crías
{3}
! ¡Y no me refiero a esas cosas que tenéis por encima de los calcetines! «Las mujeres no pueden vivir sólo a base de vibradores», sentenció con solemnidad.

Shelly estaba tan alterada que se montó una película antes siquiera de haber facturado el equipaje… un rollo entero de su fuselaje emocional desde el aparcamiento del aeropuerto de Edimburgo. Se avecinaba una noche que no había que desaprovechar. «Bueno —pensó, aún moldeando su cabello caprichoso a pesar de que se había pasado una hora sometiéndolo con gomina en el baño del hotel—, ¿dónde estaba su guapísimo marido?»

Shelly barrió con la mirada las muchedumbres de la sala de embarques, pero lo único que la esperaba en la terminal era una larga cola. Se colocó detrás de un hombre barbudo que estaba rebuscando en sus bolsillos su pasaporte o quizá algo de ántrax.

—¿Se ha ido? ¿Qué quiere decir con que «se ha ido»?

—Anoche. Voló a Londres y cogió un vuelo a primera hora para Mauricio. Hizo trasbordo en el aeropuerto internacional de Seewoosagur Ramgoolam, —intenta decirlo estando borracha—, y ahora está en Reunión. Ese escurridizo cabrón americano.

La que impartía esta espantosa información era Gaby Conran, una mujer pequeña con los rasgos abruptos de algo asilvestrado y selvático. Tenía un acento culto del East End y llevaba unas gafas feas de última moda con montura rectangular, el tipo de gafas que solían llevar los científicos cerebritos en los sesenta. Aunque la noche anterior no se la habían presentado ni por encima en la recepción, estaba claro que era la directora del programa de telerrealidad
Desesperados y Desemparejados
, a juzgar por la cantidad de equipaje que llevaba. Scott fue a la Antártida con menos.

Aunque el hemisferio norte tiritaba bajo una fina manta de niebla de febrero húmeda y gris, para los programadores de televisión británicos, que planifican con tres meses de antelación, la primavera se respiraba en el ambiente. Y cuando la primavera se respira en el ambiente, los pensamientos de una joven se vuelven hacia el amor, sobre todo si es una responsable de coproducción. Sin Shelly saberlo, esa misma mañana en Heathrow había seis parejas distintas rumbo a unas vacaciones románticas en compañía de equipos de televisión.
Elegido, Cita a ciegas, Mercado de los encuentros, Infierno hormonal
… todos ellos programas de citas en los que el objetivo de los concursantes es echar un polvo, y el de los telespectadores, ver si lo echan o no.

—¿Por qué habría de irse sin mí? —Estaba claro que estar casada con Kit Kinkade iba a resultar un pelín más difícil que estarlo con un miembro de la especie humana—. ¿Quizá debería ahorrarme las facturas del psiquiatra y divorciarme ya?

Gaby empujó sus gafas gruesas de montura negra hacia el puente de su nariz y palideció.

—Mire, todos los hombres son escoria. No alcanzo a entender cómo es que no arrastran los nudillos cuando caminan. Pero ese Kinkade está bueno. ¿Bueno? ¡Tiene material de chulo de playa de primera calidad! La mayoría de las mujeres estarían satisfechas con un hombre que tuviera pelo propio y no presentara
piercings
visibles en el cuerpo. Este tío es un cerdo follador camelaorgasmos. Así que deja de lamentarte. Además, ¿qué me dices del piso? ¿El coche? ¿Los bienes de consumo? ¿Los efectos de la labor propagandística? ¿Los termos de bebidas calientes para él y para ella? —añadió con frivolidad—. Escuche, señora K. Aunque puede que los hombres no sean la especie más romántica de este maldito planeta, son grandes creyentes de la tecnología, ¿verdad? Y a ustedes les ha unido un ordenador. Kinkade pondrá de su parte. Aunque sea por el bien de la ciencia, debemos perseverar, ¿no crees, cariño?

«
Sí, por la ciencia… y por ese par de exuberantes nalgas vestidas de Calvin Klein
», pensó Shelly con lujuria en el vuelo de Edimburgo a Londres. Los recuerdos de cómo Kit Kinkade la había absorbido con su boca en el suelo de la limusina «
Stretch
» con techo de espejos habían borboteado en su subconsciente durante toda la noche. Por los altavoces había estado sonando
Stairway To Heaven
. Pero ella no había subido por las escaleras normales… había cogido las malditas escaleras mecánicas.

En lugar de eso, se metió en el baño de señoras para quitarse el maquillaje, revolverse el cabello engominado y sustituir su conjunto sexy de luna de miel por unos vaqueros de una tienda libre de impuestos, camiseta y deportivas antes de salir corriendo hacia el mostrador de Air Mauritius.

Aunque esprintó todo el camino, Shelly sólo estaba ligeramente más aterrorizada de perder el avión que de cogerlo. Sería justo decir que Shelly no era una buena viajera. Conocía todas las estadísticas… que volar era la forma más segura de viajar; que era más probable que le cayera un rayo de camino a casa tras haber comprado el billete ganador de lotería que compartía con su mejor amigo Brad Pitt a que muriera en un accidente de avión. Pero no sirvió de nada. Tan pronto como embarcó la acomodaron en la clase turista (ahora que no estaba presente la prensa, en lo que a generosidad respecta parecía que los productores de
Desesperados y Desemparejados
no se detenían ante nada… literalmente). Su asiento estaba en la fila enfrente de los servicios. Shelly razonó que si no la alcanzaba una bomba, lo harían las bacterias. Compartir un váter con veinte nacionalidades con enfoques sobre la higiene personal variados y a veces idiosincrásicos no era su concepto de diversión.

Al igual que tampoco lo eran las nalgas del hombre que ahora estaba aposentando su mole en el asiento que estaba junto al suyo. Hablamos de Elvis, en sus últimos años. La carne del hombre permaneció suspendida por un instante a ambos lados de los reposabrazos antes de rezumar cual lava en la tapicería de cuero con un triste «fttt». «
Nada como la cálida celulitis de un extraño oprimiéndote el muslo para hacerte sentir verdaderamente relajada y lista para el vuelo
», reflexionó Shelly. Una rápida mirada reveló un hombre que parecía una ilustración de uno de esos manuales de sexo de la década de los sesenta, barbudo, con entradas y con pinta de maestro. Shelly podía imaginarle haciendo su propia cerveza y cosas increíbles a mujeres ligeramente velludas sobre alfombras de yute.

—Y bien —el gigante dio una palmada a Shelly en el muslo—, ¿qué se siente al estar casada? En mi opinión, si quieres que vuele, flote o folle, alquílalo. No lo compres. Esa es mi filosofía —dijo este finalista del concurso de camisetas con eslóganes sexistas (su pecho proclamaba «Soy una lesbiana atrapada en el cuerpo de este cabrón feo, gordo y grande»). A continuación el señor Cro-Magnon se presentó como Tony Tucker, australiano y cámara a la caza de fotos.

—Hum… encantada.

Pero Shelly había hablado antes de tiempo, porque justo entonces se quitó un calcetín, haciendo que el avión entero adquiriera de repente la humedad fúngica de un frigorífico que se hubiera apagado accidentalmente cuando los dueños se han ido de vacaciones. Era justo decir que Tony Tucker era un hombre de fragancia corporal alternativa. La Peste tendría que tomar antibióticos antes de poner el pie en el organismo de este tipo. Gracias a Dios la azafata estaba explicando dónde estaban ubicadas las mascarillas de oxígeno. Shelly intentó concentrarse en el discurso sobre seguridad, aunque sólo fuera para ahogar los gruñidos Y refunfuños del cámara conforme éste se quitaba el otro calcetín fétido. Se encontró con que había estado a punto de creerse el consejo de emergencia hasta que la azafata señaló el silbato minúsculo que Shelly tendría que soplar para llamar la atención si el avión cayera panza arriba en el Océano Índico. Sin embargo, en este momento de su vida, rumbo a su luna de miel tras tres años de celibato pero sin marido, y una tripulación de cámaras siguiéndola para grabar su humillación pública para la posteridad, ¿sería la muerte tan mala opción?

Se suponía que una luna de miel era un periodo de sobeteo orgiástico, penetraciones en serie, saturación de champan y gratificación de sexo oral interminable… y eso era sólo en el avión. Ella había esperado unirse al
Mile High Club
{4}
en cuanto se encendiera la señal de «Desabróchense los pantalones». Y sin embargo ahí estaba, atrapada al lado de un hombre mugriento de piel gris y pelo graso en proceso de caída, cuya mano acaba de rozarle «accidentalmente» el pezón conforme éste se reajustaba su almohada.

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