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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (13 page)

BOOK: Sicario
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Esta otra fórmula, este continuo goteo de sangre a menudo inocente, no conduce más que a avivar la hoguera de los rencores hasta que llegue un día en que ese fuego nos achicharre a todos.

Al igual que el indio que nace en la selva aprende a sobrevivir de lo que esa selva le ofrece, o el «cholo» de la montaña se adapta al frío, los que nos criamos en Bogotá crecimos en el convencimiento de que matar y morir, robar o ser robado, herir y que te hieran es la base de la existencia, e intentar escapar de ese círculo vicioso e infernal una absurda quimera.

Hubiera sido como intentar vivir en China sin entender el chino.

Comprendo que le resulte difícil asimilarlo, pero si desde que tiene uso de razón no hubiese oído hablar más que de robos, atracos, asesinatos, raptos y violaciones, esa violencia se hubiera convertido en algo tan natural para usted como el fútbol, el cine o los toros, y al alcanzar la mayoría de edad tal vez la hubiese aceptado como medio de vida, al igual que podría haberse convertido en torero o futbolista.

No le hable a un «gringo» de banderillear y estoquear a un animal, pero en Sevilla no creo que haya un solo niño que no sueñe con convertirse en «matador» famoso.

Cuestión de costumbres.

¿Diferencias entre un hombre y un toro...? Por lo que a mí se refiere, sale ganando el toro.

No es cinismo, no. Para ser cínico hay que ser más listo y más leído de lo que yo lo soy. Es que es así.

Ramiro lo entendió, aunque muy a su pesar, y no hubo después un sólo día que no se lamentara, pero cuando llegó al fin el momento de plantearnos el futuro sin ningún tipo de engaños ni tapujos, llegamos a la conclusión de que de alguna forma debíamos oficializar nuestra curiosa situación.

Éramos como hermanos, o más aún que hermanos, ya se lo he dicho, y aunque de muy distintos gustos y ambiciones, ambos teníamos consciencia de que para salir del hoyo en el que el destino y nuestros padres nos habían metido, hacía falta no sólo mucha suerte, sino también esfuerzo y una buena planificación y disciplina.

Había miles o millones de personas a nuestro alrededor que pugnaban de igual modo por escapar del hambre y la miseria, y la única forma que encontramos de sacarles ventaja fue unir lo mejor de nuestras fuerzas.

Él sería la cabeza y yo el brazo armado, y por lo tanto, a partir de la muerte de don Matías José Bermejo, no volví a aceptar personalmente encargo alguno, y quien pretendía contratarme debía tratar con Ramiro, que era quien daba la cara y aceptaba «oficialmente» el riesgo del trabajo.

Más tarde planeábamos juntos la estrategia, y a la hora de la verdad era yo quien actuaba mientras que a esa misma hora él se encontraba siempre en la academia, con lo cual disfrutaba de una irrefutable coartada.

Y nunca fuimos ambiciosos.

Era un dinero fácil, eso es muy cierto, pero la misma facilidad con que se ganaba nos obligaba a ser muy cautos a la hora de gastarlo, por lo que en apariencia seguíamos siendo un par de muchachos que luchaban duramente por la «arepa» diaria, sin que jamás hiciéramos alarde de súbita riqueza.

No haber caído en el vicio fue sin duda una suerte, pues ese vicio, al igual que el juego o las mujeres, es lo que acaba perdiendo a los de nuestro oficio, que gastan siempre más de lo que ganan volviéndose imprudentes.

Ramiro demostró harto de prisa una gran intuición a la hora de aceptar los encargos, y siendo como era mitad hombre y mitad libro, se empeñó en rechazar de plano todos aquellos de los que en un futuro pudiéramos tener que arrepentimos.

Si se corría el riesgo de llevarse por delante a un «Muerto Tarnpax» se negaba, y de igual modo estudiaba muy a fondo la personalidad del elegido y las razones por las que tenía que ser dado de baja.

—No estamos en esto para matar delfines —decía—, sino para quitar de en medio a unos pocos tiburones, lo cual no tiene por qué molestar a nadie.

Por suerte, por las calles de Bogotá pululaban tal cantidad de «tiburones» en aquel tiempo, que no resultaba en exceso difícil elegir uno sin temor a llevarse por delante a los delfines, y al ser casi siempre esos «tiburones» gente mucho más avisada y dura de roer, la tarifa era también más alta.

Narcotraficantes y esmeralderos andaban a la greña entre sí o con políticos, policías y militares, y por lo tanto bastaba con sentarse a esperar una señal de aviso.

Dueños de tabernas casi siempre, les llegaba la noticia de que andaban buscando una pistola y cuando Ramiro pasaba por allí le daban el «cante» a cambio de un pequeño porcentaje.

En Medellín se suele hacer en plena calle y sin recato alguno, pero es que el caso de Medellín ya clama al cielo. Los muchachos se paran en cualquier esquina de Itagüí o Antioquia y al rato llega el cliente que les propone con todo descaro el «trabajito». Y sus precios llegan a ser de risa: desde cien dólares por un pendejo sin protección, a veinte mil por un ministro pasando por los ciento cincuenta que pagan los «narcos» por cualquier uniformado que se les ponga a tiro.

No es serio, señor. Admita que no es serio.

El resultado está a la vista: cinco asesinatos diarios en una ciudad de apenas dos millones de habitantes, sin contar los trescientos muchachos de menos de veinte años que los paramilitares se cepillan cada año con la disculpa de que pueden ser auténticos «sicarios».

En Medellín te basta con ser joven y ser pobre para que te liquiden en las aulas del colegio, al salir de una discoteca y aun en tu casa.

Y no importa que seas chico o chica.

Este año, de cada diez muertos, siete tenían menos de veinte años... ¿Qué le parece? Es que esos antioqueños son muy brutos.

Conozco una señora a la que le sacaron a los dos hijos de la cama a media noche, el mayor de dieciséis y el pequeño de apenas trece, y le indicaron que fuera a tomar asiento a la orilla del río, aguas abajo, que por allí pasarían con el alba.

Yo a eso nunca he jugado, señor, se lo aseguro. Una cosa es convivir con un cierto tipo de violencia, y otra muy diferente enfangarse en un terror tan desmadrado.

Los míos se podría decir que eran en cierto modo cadáveres «selectos», y sonría una vez más. Durante casi año y medio Ramiro y yo trabajamos lo justo y sin errores, y no tengo empacho en afirmar que ojalá todas las muertes, digamos «necesarias», que por desgracia tienen que ocurrir en mi país se llevaran a término de una forma tan limpia y eficiente.

Poco a poco, esa «violencia ciega» que tanto daño nos hace iría desapareciendo.

Es como operar un tumor en un dedo; si empleas un hacha amputas el brazo; si empleas un buen bisturí apenas causas daño.

¿Qué importa la cifra? Cuando das de baja a alguien que no merecía haber nacido, no estás cometiendo un crimen; estás enmendando un error de la Naturaleza.

Y la mayoría de ellos ni siquiera estaban inscritos en el Registro. Oficialmente no existía.

¿Sabe la cantidad de problemas que acarrean esos muertos anónimos? En Bogotá existe en estos momentos un juez que tiene tres mil casos de asesinatos pendientes de resolver y admite en público que más de la mitad de los expedientes tendrá que archivarlos porque ni siquiera tiene una idea aproximada de quién era el difunto.

Yo me llamo Jesús
Chico
Grande, ya se lo dije, pero mi nombre es falso, y falsa mi cédula, mi pasaporte, mi carnet de conducir e incluso mi certificado de matrimonio puesto que nunca llegué a casarme.

¡Y no puede ser de otra manera! Me ponga como me ponga, si mi madre no me inscribió, y si me inscribió no sé dónde coño pudo hacerlo, ante la ley no existo, sobre todo por el hecho de que yo me he preocupado de existir lo menos posible.

Y como yo, millones de colombianos a algunos de los cuales una bala atraviesa un buen día la cabeza sin que nadie eche de menos.

¿Cómo puede hablarme en ese caso de cifras? Con nombre y apellido, inscritos en el Registro y con deudos y familiares, tal vez fueran tres, sin contar a don Matías José Bermejo. Del resto ni se sabe.

No quiero que me malinterprete; no es desprecio: es que usted está en otra onda y dudo que capte ciertos matices que para los míos resultan evidentes.

Naturalmente que entiendo que incluso un beduino o un esquimal tienen una identidad concreta pese a que ni en el desierto ni en el polo exista un Registro, pero es que ese esquimal y ese beduino suelen tener padres y formar parte de una tribú o un determinado grupo social, cosa que en nuestro caso no acontece.

La mayoría de la gente que he conocido no tenía familia o al menos jamás me habló de ella.

Los «marginales» acostumbramos serlo incluso en eso, y no es porque nos guste vivir solos, no somos osos, es porque la falta de costumbre nos impide adaptarnos a la vida familiar aunque aspiremos a tenerla.

Y cuando se consigue formarla hay que procurar mantenerla siempre al margen, ignorada y oculta, puesto que una mujer o unos hijos suelen ser un blanco demasiado fácil, y una cómoda forma de neutralizarte.

Un detalle de esta terrible «violencia colombiana» sobre la que tanto le machaco, y que la diferencia de cualquier otra violencia conocida, se centra en el hecho abominable de que aquí no se respeta ni a las mujeres ni a los niños, y que si el enemigo pretende causarte daño, te lo causa allí donde más pueda dolerte.

Tendremos ocasión de hablar de ello más adelante aunque no sé si me siento preparado para hacerlo.

Ahora hacíamos referencia a mis muertos «selectos», pese a que la mayoría de ellos fuesen tremendos «coños-e-madre» que no tuvieron otro mérito que morir con mucho más estilo de lo que jamás habían vivido.

Y no cabe duda de que eso me lo agradecían los clientes.

Al llevar a cabo eficazmente un trabajo no sólo cumplía lo pactado, sino que al propio tiempo evitaba a quien me había contratado la preocupación de temer represalias, y admitirá que ése es un detalle muy de agradecer en una sociedad en la que las aguas bajan siempre revueltas.

En menos de dos años llegamos a acumular prestigio y experiencia.

Pero nunca puedes fiarte.

Está claro que en este oficio, por más que afines, siempre hay que tener en cuenta imponderables y cuando recibes un encargo en apariencia sencillo, puede esconder tanto veneno como una serpiente mapanare.

Ramiro aceptó el trabajo y se ocupó de los detalles, para lo cual acudió tres veces a una sala de billar de la zona de «El Ejido» que solían frecuentar muchos panameños que andaban metidos en el negocio del vicio como «mulas» que poseían sus propias «rutas» de sacar «coca» del país, y actuaban a comisión de los pequeños traficantes.

Por lo que nos contaron, la sala de billar hacía las veces de «lonja» donde se establecían los contactos, y donde incluso por una «prima» de tres mil dólares el kilo se podía asegurar la «mercancía» en caso de que el viaje no se «coronase» a plena satisfacción del contratante. Por lo que sé, ese sistema de seguros tan sólo duró tres años.

El fulano «marcado» se llamaba Guerrero, lo recuerdo muy bien: Alberto Guerrero, y por lo que Ramiro me explicó se había quedado con la «mercancía» de un socio que estaba ahora en la cárcel y andaba buscando la forma de hacerla llegar a Miami.

Era ese socio el que hacía el encargo, y aunque no podía cubrir la tarifa, había que tener en cuenta que estando encerrado no disponía de suficiente liquidez, por lo que se le podía dejar una parte al fiado.

No. No es costumbre.

Una muerte no es como un televisor, que puede pagarse a plazos, pero en este caso el cliente era serio y había que tener en cuenta las circunstancias. Que un socio te robe y además te mande a la cárcel no es de recibo.

—Cuando Alberto Guerrero se inclina sobre la mesa, es como si hubiera cuatro bolas —me explicó Ramiro—. Y la más grande es su cabeza.

Lo vi nada más entrar, jugando en el rincón de la izquierda, y era tan alto que cuando se erguía su rostro quedaba por encima de la lámpara, por lo que permanecía casi siempre en penumbras y resultaba muy difícil distinguirle las facciones.

Jugaba pero que muy bien, con carambolas de auténtica fantasía que consiguieron que durante unos minutos me olvidara de la razón de mi presencia allí, fascinado, al igual que una docena larga de mirones, por la increíble facilidad con que manejaba el taco y la delicadeza con que tocaba la bola para darle el efecto exacto y colocarla allí donde quería.

Jugaba contra el dueño del local; una especie de ballena sudorosa que había llegado a subcampeón panamericano, y aunque el gordo tenía sin duda más oficio y le iba ganando, el juego del calvo llamaba la atención por su exquisita belleza.

Naturalmente.

Enséñeme un chico de la calle que no se haya pasado media vida metido en un billar y me enseñará un marciano.

El panameño tenía madera de maestro y yo sabía apreciarlo.

Y eso constituyó un gran fallo.

Cuando tienes que dar de baja a alguien no debes involucrarte nunca en nada que le ataña, o experimentar por él ningún tipo de sentimiento, ni aun el tan intrascendente de desear que gane una simple partida de billar contra un gordo grasiento.

¡Qué error, señor! ¡Qué error tan imperdonable! Era muy cierto aquello de que cuando Alberto Guerrero se inclinaba sobre la mesa su monda cabeza semejaba una bola, con un cráneo tan redondo como no he visto ningún otro, pero aunque era ese blanco perfecto el que reclamaba mi atención en el momento en que saqué mi arma creyendo que no podía fallar a menos de tres metros de distancia, la carambola que consiguió me distrajo una décima de segundo; apenas el tiempo que dura un pestañeo, pero lo suficiente como para que el gordo percibiese el brillo del cañón al penetrar bajo el haz de luz, y con una rapidez de reflejos, inconcebible en un tipo de su aspecto, me arreó tal golpe con el taco de billar que me partió en dos la muñeca.

Como lo oye. Y en lugar de la
cabeza
del panameño, fue la bola roja la que saltó en pedazos metiéndole una esquirla en la quijada.

La pistola había ido a parar a casa del carajo, pero en el acto cinco tipos sacaron las suyas, y estaba claro que no lo hacían con la amable intención de prestármela para que rematara mi tarea, sino más bien la de freírme a tiros, por lo que tuve que rodar bajo las mesas, correr como un conejo y lanzarme al fin a través del ventanal para caer sobre un coche aparcado y ocultarme en un cubo de basura.

Sangraba como un cerdo por más de una veintena de lugares, tenía cristales hasta en el culo, y al caer me había roto dos costillas aparte de la fractura de la muñeca.

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