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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (17 page)

BOOK: Sicario
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Lo importante en ese negocio es tener olfato para arrimarse al equipo ganador, puesto que al moverse tantísimo dinero las luchas por el control de la mercancía suelen ser a degüello, y si te agarra en el mal lado tu vida vale menos que polvo de puta vieja.

Ramiro prefería buscar otro tipo de salida, trabajando los dos en lo que fuera hasta conseguir alguna plata y montar juntos un negocio, pero aunque le prometí que aceptaría cualquier empleo que nos proporcionase la más mínima esperanza de abrirnos camino en la vida, en el fondo de mi alma estaba convencido de que jamás lo conseguiríamos.

Nos salió una chapuza de quince días recogiendo café en una hacienda del Norte, y otra de temporeros descargando camiones, pero pese a que acabábamos desriñonados y listos para que nos echaran a los leones, el jornal no llegaba ni para cubrir las exigencias de la bruja de doña Esperanza.

Cada día tenía que hacer un esfuerzo para no retorcerle el cuello.

Se había vuelto tan borracha que ya no salía de su cuarto más que para ir a buscar «arepas» y ron, y la casa, que siempre estuvo sucia, era ya una especie de pocilga, excepto nuestro cuarto que procurábamos limpiar casi a diario.

Ramiro se había echado novia.

Era una «cholita» con cara de ratón y más chupada que colilla de habano, que trabajaba de sirvienta en una pensión de mala muerte, y dos veces por semana, jueves y sábados, tenía que dejarles la cama y meterme en el cine hasta casi las tres de la mañana.

Jamás oí que dijera dos palabras seguidas, olía a lejía y cebollas y le faltaban cuatro dientes, pero tampoco Ramiro presumió nunca de Robert Redford, y por primera vez en mi vida le vi contento con algo.

Juraba que eso de joder siempre con la misma persona y sin pagar resultaba muy lindo, aunque a mí, la verdad, y no es por envidia, antes que cogerme a la tal Herminia prefería «pelármela» sólito con una buena foto del
Play-Boy
sobre la cama.

¿Celos? No, en absoluto. Ramiro era mi único amigo y me hubiera encantado que se tirara a la Miss Universo, pero estará de acuerdo conmigo que eso de tenerte que acostar en una cama que apesta a cebolla, lejía y sudor no es plato que apetezca ni siquiera a alguien que, como yo, ha dormido durante años en las cloacas.

Luego, una mañana de abril, lo recordaré hasta que me muera, la más hermosa mañana de mi vida, estando en la esquina de la Jiménez de Quesada con Caracas pasó un carro enorme y a los veinte metros frenó en seco y un tipo se bajó de un salto y corrió hacia mí con los brazos en alto.

—¡Chico!
—gritaba como un loco—. ¿Eres tú,
Chico.
..? Y sin esperar respuesta me
abrazó y
me besó como jamás lo hizo nadie.

Abigail Anaya.

Abigail Anaya, señor, aquel chiquillo que un buen día se marchó agarrado a la mano de su padre, y que era ahora el tipo más distinguido y elegante que me haya dirigido nunca la palabra.

¡Dios! ¡Mi Dios! ¡Abigail Anaya! Abigail Anaya, señor, y aún se me saltan las lágrimas al recordar que dejó el coche tirado en mitad de la calle y corrió a abrazar a aquel pobre andrajoso como si fuera el mismísimo Rey de España.

¡Y qué grito de alegría dio cuando se enteró de que Ramiro aún vivía, y cómo me empujó hacia el carro, y no acertaba con las marchas ni las calles mientras íbamos hacia casa! Llevaba meses buscándome, señor, ¿se lo imagina? Abigail Anaya, mi Abigail, había vuelto al fin a Bogotá, rico e importante, y su mayor preocupación se centró en averiguar si aquellos dos pobres «gamines» que compartieron con él tantas noches de miedo y tanta hambre, habían conseguido superar sus desgracias.

Ramiro estaba estudiando. Empujé la puerta y le dije: «Aquí hay un tipo que quiere verte.» Alzó la vista, se quedó sin aliento y se cayó de espaldas.

A poco más se «esnuca».

Se dio tal golpe con la esquina de la cama que durante diez minutos no sabía si gritar, reír o echarse a llorar, abrazados los tres como tres mariconas.

Abigail nos sacó de allí en el acto.

Le dio un puñado de billetes a la vieja, le dijo que se buscara nuevos huéspedes, y nos metió de cabeza en unos grandes almacenes donde nos compró ropa nueva.

Por último nos invitó a cenar a «La Fragata».

¡Tres «gamines» en «La Fragata»! Podía haber sido el título de una película viendo aquel increíble lugar decorado como si fuera un barco, y viendo a los camareros de guante blanco que servían las mesas como si estuvieran en misa.

Y sobre todo viéndonos a nosotros.

Abigail estaba en su ambiente y no desentonaba, pues el jefe de todo aquel tinglado le llamaba «Señor Anaya» y se sabía incluso el vino que le gustaba y los puros que fumaba, pero Ramiro y yo dábamos «el cante», y se advertía al primer golpe de vista que era la primera vez que poníamos los pies en un sitio semejante.

Allí comían pescado.

Casi no podíamos creerlo. La mayoría de los platos eran a base de pescado, y no tenían «arepas», ni frijoles con arroz blanco.

Jamás pude imaginar que hubiese tantas clases de pescado y que se pudieran cocinar de modo tan distinto, hasta con salsa y vino.

¡Pero qué coño importaba la comida! Lo que importaba era estar allí sentados y cotorrear como viejas locas de todos aquellos años.

Le contamos, muy por encima, lo que habíamos hecho en esta vida, y él no dio demasiadas explicaciones sobre cuáles habían sido sus pasos, pero no cabía duda de que le había ido muy bien y había viajado cantidad, porque incluso hablaba inglés y hacía continuas referencias a Nueva York, París y Londres, como si fuesen apenas poco más que barrios de las afueras.

A los postres nos aclaró que su padre, que ahora vivía en Roma, le había iniciado en el negocio del arte, y como Ramiro y yo nos asombramos de que el arte fuese algo que diese para tener carros de lujo, comer en restaurantes y tirar la plata como él la tiraba, nos aclaró que tenían una galería en Bogotá, otra en Roma y otra en Miami, y que sus clientes eran gente muy rica, que pagaba grandes sumas por cuadros, esculturas, tapices y jarrones.

A mí aquello continuaba sonándome harto sospechoso, y para no cansarle le aclararé que, sin estar directamente implicados en el vicio, Abigail y su padre se dedicaban en realidad a «blanquear» dinero de los «narcos» a través de un complicado sistema de comprar, vender y exportar unas obras de arte a las que al parecer eran muy aficionados los grandes «capos» de la «coca».

Yo siempre me pregunté qué demonios podían entender gentes como los Ochoa, Pablo Escobar, Carlos Lehder o Rodríguez Gacha de cuadros, estatuas, tapices y jarrones, pero con el tiempo aprendí que no hay juez en este mundo que pueda discutir si un Goya, un Rembrandt o un jarrón vale tanto o cuánto, lo cual se presta al parecer a infinitos enjuagues.

Si continuamos con estas charlas tal vez más adelante llegue a entender que, al contrario que nos sucede al resto de los mortales, el mayor problema de los traficantes de droga no es la falta de dinero, sino más bien que ganan demasiado.

Al igual que a aquel famoso gángster de Chicago, Capone, tan sólo pudieron meterle entre rejas por una cuestión de impuestos pese a que había dado de baja a un sinfín de fulanos sin que nadie rechistara, suelen ser los montones de billetes los que se convierten con demasiada frecuencia en la lujosa tumba de los «narcos».

Abigail y su padre lo entendieron así, y aquel complicado trajín de los jarrones y los cuadros les estaba proporcionando plata en bruto sin necesidad de meterse en más problemas.

Abigail Anaya era muy listo, usted ya debe saberlo.

Lo era de «gamín» callejero con un padre en la cárcel y el mundo en contra suya, y lo era aún más de hombre importante, con su padre en Roma y el viento soplándole de popa.

Siempre decía que hay una raya muy ancha, justo en la frontera de la ley, por la cual se puede transitar a sabiendas que un buen fajo de billetes arregla cualquier tropiezo, pero que no existe nada en este mundo que compense por los años de cárcel que te pueden caer encima si traspasas los límites marcados.

Se negó a conocer detalles sobre nuestras pasadas aventuras, puesto que de ese modo jamás se le podría considerar cómplice o encubridor de lo que él llamaba con marcada intención, «viejas barrabasadas», pero nos obligó a prometer que, a cambio de brindarnos su apoyo, jamás traspasaríamos esa imaginaria frontera que él mismo había trazado.

—Si quieres seguir estudiando —le dijo a Ramiro— haré de ti un contable o un abogado, y una vez que lo seas, y tendrás que ser bueno, trabajarás para mí y sólo entonces podrás devolverme el dinero que me haya gastado.

En cuanto a mí, me ofreció elegir el trabajo que más pudiera apetecerme de su entorno, y fue así como me convertí en su hombre de confianza, y le juro, señor, que yo por Abigail Anaya hubiera dado mil vidas que tuviera, y aún me parece un precio bajo.

Abigail Anaya era alegre, jovial y generoso; inteligente y bueno; amigo de sus amigos, y justo incluso con aquellos que más animadversión le demostraban, pues no había nada, incluso la envidia o el rencor, que él no supiera perdonar e incluso disculpase.

Ya le he contado muchas cosas, sospecho que quizá demasiadas, y habrá podido comprobar hasta qué punto mi vida fue una vida miserable y desgraciada, pero las noches en que acuden a mi mente los recuerdos, llego a pensar que si existe un Dios, trató de compensar mis muchas amarguras brindándome el cariño y la amistad de Abigail Anaya.

Quiero muchísimo a Ramiro, pero siendo como es casi mi hermano, reconozco que no es más que un buen chico dotado de una fuerza de voluntad extraordinaria. Abigail era otra cosa.

Nunca he pretendido compararlos, ni medir unos afectos que no admiten medida, pero ha de saber que sin que se me pueda acusar ni aun remotamente de marica, fue tanta mi adoración por Abigail, que aún hoy a veces me pregunto si es lógico que un ser humano pueda sentir de esa manera.

El simple hecho de verle me llenaba de gozo, su risa me contagiaba, me deprimía cuando él estaba triste, y disfrutaba cuando se llevaba a la cama a una hermosa mujer como si fuera yo mismo quien se la beneficiaba.

Y es que no tuvo nunca una palabra que no fuera de cariño, de ánimo o de consuelo, ni le escuché un solo reproche por más que me equivocara.

Y me equivocaba con harta frecuencia, eso es muy cierto, pues el mundo de Abigail era tan diferente a cuanto pudiera haber conocido, que incluso las selvas del Perú con todos sus bichos y problemas se me antojaban más lógicas y comprensibles que todo aquel enredo de dinero «sucio» y «limpio» que iba y venía, o cuadros horrendos que valían una fortuna, mientras que los que a mí me gustaban ni Dios los quería.

Vivía en los límites del Country, en una quinta toda llena de obras de arte, y con tantas alarmas que entrar o salir constituía un auténtico enredo, pues al menor descuido comenzaban a sonar timbres que te volvían histérico.

Tampoco paraba nunca el del teléfono, y cuando no era algún extranjero que llamaba del otro extremo del mundo, era una voz profunda y misteriosa que hablaba siempre en clave, o alguna de las docenas de mujeres con las que Abigail se acostaba.

Mi principal obligación era espantárselas inventado toda clase de historias y disculpas, pues lo cierto es que al pobre lo tenían extenuado, y como era tan generoso, alegando siempre que «un polvo no se le niega a nadie» había días en que se le nublaban las ideas.

¿Cómo se entiende que cambie tanto la vida de la noche a la mañana? ¿Qué misterios encierra y qué caprichos del destino te empujan de aquí para allá de esa manera? Del infierno de las cloacas o Lurigancho, a un paraíso en el que todo eran risas y alegrías, bellas mujeres y tantas cosas hermosas que incluso yo, que de arte entendía menos que un mono, no podía por menos que sentirme feliz entre aquellos objetos.

En cualquier lugar del mundo una silla sirve para sentarse.

Y una mesa para poner platos o cosas.

Pero en casa de Abigail una silla era una pieza de museo, y una mesa algo ante lo que te podías extasiar quince minutos.

Y todo en aquel lugar mantenía un equilibrio; una «armonía», diría más bien, y siempre me he preguntado qué milagro hizo posible que el mísero «gamín» de impermeable amarillo de mi infancia: aquel que dormía en un húmedo sótano y robaba en los supermercados, consiguiera transformarse en tan poquísimo tiempo en alguien que sabía diferenciar un Picasso original de otro idéntico y falso.

Y entendía de música, y de cine, e incluso de libros y escritores, y todo en él parecía haber cambiado, hasta una tarde en la que al detenerme en un semáforo, su mirada quedó de pronto prendida en un mocoso desarrapado que se sentaba en una barandilla, para comentar con un tono de voz que jamás le había escuchado: —Así éramos tú y yo. Teníamos la misma cara de hambre y de tristeza, y la gente pasaba a nuestro lado de idéntica manera.

Aparcó unos metros más allá, volvió sobre sus pasos, le dio unos cuantos billetes al «gamín», y cuando regresó era un hombre diferente.

Quince días después compró el colegio.

Mandó descolgar del salón algunos cuadros, discutió por teléfono con su padre, se enfadó hasta quedar ronco con su administrador, y se encerró durante horas con cuatro abogados, pero al fin impuso su voluntad y acabó fundando «El Sótano».

No creo que haga falta que le explique la razón de ese nombre.

Se preocupó personalmente de todos los detalles; del reacondicionamiento de las habitaciones y los baños, el campo de juego y las aulas de clase y cuando todo estuvo a punto me mandó llamar y me pidió sencillamente: —Busca a aquel «gamín» y tráemelo.

Se llamaba Serapio
el Lápidas,
sin duda debido a que su única fuente de ingresos se limitaba a penetrar de noche en los cementerios, robar las lápidas y lijarlas muy bien hasta borrar el nombre del difunto para revenderlas más tarde a precio de saldo.

Imagino que ya le he contado lo suficiente sobre mi gente como para que ni siquiera eso consiga sorprenderle.

Inaugurar un refugio de «gamines» con alguien que se llama Serapio y se dedica a robar lápidas no me pareció síntoma de buen augurio, por lo que me llevé en el mismo viaje a uno que estaba con él: un tal Cristóbal, un rubito con cara de ángel que resultó a la larga un grandísimo cabrón y un «coño-e-madre», mientras que Serapio se convirtió con el tiempo en un encanto de muchacho.

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