Siempre en capilla (19 page)

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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Siempre en capilla
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Después de unos instantes, Jasper reapareció. Su cara había perdido dureza.

—Entra, hombre —dijo.

Alexander desplegaba el algodón nerviosamente y Jasper se lo quitó de las manos.

—No te apresures tanto; hay para rato. Sentaos. Sentaos los dos. No os mováis continuamente.

Y empezó a pasear arriba y abajo. Dieron las diez. Dieron las once.

Martino yacía aplanado en la cama con los ojos abiertos y agrandados, mirando hacia el techo. Respiraba peor a cada momento que pasaba. Repentinamente se incorporó. Dio un grito ronco y un golpe de tos sacudió su cuerpo con violencia.

Los tres nos precipitamos hacia la cama.

Vimos cómo su piel se cubría de sudor frío y cómo en un instante la camisa se le pegaba al cuerpo. Contraía angustiosamente los músculos inspiratorios a medida que el acceso de sofocación se intensificaba y sus ojos buscaban desesperadamente los de Alexander. Éste le asió de la mano y se la apretó fuertemente.

Jasper miró a contraluz el contenido del frasco y procedió a destaparlo.

—¡Vamos, Alexander!

El aludido cogió el algodón y lo mojó en una palangana. Bajó la sábana, apartó las ropas, dejó al desnudo el tórax de Martino y le lavó la región operatoria.

Entre tanto, el émbolo de la jeringa subía absorbiendo el suero sanguíneo de conejo.

La mano de Jasper empujó a Alexander, apartándolo; tentó el costado del enfermo y recogió la piel en un pliegue por debajo de las costillas…

Bruscamente introdujo la aguja. Martino no se dio cuenta. El transparente líquido fue penetrando con lentitud, formando una extraordinaria bola. Alexander no miraba la operación; tenía fijos los ojos en el rostro de Martino y sus labios se movían como si le hablara. Tal vez lo hacía, pues Martino parecía esforzarse en oírle a través del ruido errático de su respiración.

La jeringa quedó vacía. Jasper retiró la aguja y la cabeza del enfermo rodó hacia la derecha mientras un gesto de vivo dolor descubría sus dientes. Luego se quedó quieto, con la boca muy abierta, sorbiendo el aire fatigosamente.

Aguardamos los tres, inmóviles, petrificados. Jasper había desplegado el estetoscopio, pero no hacía nada con él.

La reacción producida por el suero no se hizo esperar. Fue casi instantánea. Vimos palidecer la faz de Martino intensamente y una expresión de asombro le desorbitó las pupilas.

Luego, de un modo pavoroso, empezó a oscurecérsele el cuerpo hasta adquirir un tinte pardo. Echó atrás la cabeza y de repente resbaló un raudal de sangre por su nariz. Alexander se cubrió los ojos aterrado. Arrebaté el estetoscopio de las manos de Jasper y lo apliqué al pecho de Martino. En mis oídos retumbó el sordo ruido del corazón caminando hacia el colapso.

—¡Está perdido! —cuchicheé.

—¡Cállate!

Y en un desesperado intento, Jasper le levantó la cabeza, aplicándole en la nuca una bola de algodón empapado en agua fría. La hemorragia disminuyó, pero la temperatura subía sin cesar. Aguardamos tensos, respirando profundamente, como si prestáramos aliento al moribundo.

—Trae una gasa y una toalla, Alexander. Acércate, Len. ¡Haz algo, hombre! Levántale el brazo derecho, aprisa… ¡La boca, que no cierre la boca! Introdúcele el mango de la cuchara, pronto… ¡Lávale la nariz; la sangre está ahogándole! ¡La gasa, Alexander!

El pecho de Martino se agitaba violentamente marcándole una depresión en el estómago. La cabeza se movía a sacudidas y la cara gesticulaba con incesantes contracciones de dolor.

Repentinamente, de un modo inesperado, su cuerpo perdió calor. Quedóse frío, quieto, alentando débilmente como si la vida optara por escaparse con el mayor sosiego y silencio.

Ante la imposibilidad de hacer nada por él, Jasper le palmoteó la mejilla. Ruda caricia que Martino ni siquiera notó… Dieron las ocho de la noche.

Me hallaba hundido en el sillón de vaqueta, con los brazos colgantes y la cabeza caída sobre el respaldo. Alexander, en la alcoba contigua, sofocaba su tormento de rodillas ante su santa figurilla. Jasper seguía en la cabecera del lecho. De vez en cuando, rompía el silencio un gemido mezclado con tos. Ninguna horca del mundo hubiera prolongado de aquel modo la agonía. ¡Nueve horas!

No teníamos noticia alguna de la señorita Greene. Hacia las cuatro de la tarde, Jasper había dicho que iría, pero aún permanecía obsesionado junto a Martino.

Al oír el reloj del gabinete, susurró:

—¿Tan tarde ya?

Luego se inclinó sobre Martino y su rostro se descompuso.

—¡Acércate, Len!

Tambaleándome corrí al lado de la cama. Vi un cuerpo convulso, extenuado, desconocido. Una disnea continua le asfixiaba. Había llegado el período de obstrucción mecánica prematuramente, con una rapidez monstruosa. ¡El suero le había acelerado la enfermedad!

—¡No podemos aguardar más! —grité fuera de mí.

Aparté las cortinillas de la ventana y entró la velada claridad del crepúsculo. Extendí las manos desesperadamente.

—¡Falta luz! ¡Más luz! ¡Ayúdame, Jasper! —le arrastré fuera del cuarto hacia la escalera—. ¡Apresúrate! ¡Sube todas las bujías que hay en la casa! ¡Voy a operarle!

—¿Te has vuelto loco?

—¡Sin duda! ¡Pero hay que hacer algo!

—Sólo lo que estamos haciendo: ¡aguardar!

—¿Para qué? ¿Es que todavía esperas una reacción? ¿Has puesto fe en el suero de pronto?

—¿Y tú, la has perdido?

—Yo sólo veo que se muere.

—¿Y si le matas con el bisturí?

—Habré hecho todo lo que estaba en mi mano. Habré luchado por su existencia hasta el último instante.

—¿Y qué es lo que sabrás? ¡Ni siquiera el verdadero resultado de lo que perseguimos! ¡Me niego a que le hagas la intervención! ¿Lo oyes? ¡Me niego a que nadie más que yo disponga lo que hay que hacer! Encubrí a un asesino con la condición de darle la vida o la muerte con el nuevo suero. ¡No permitiré que se salve o sucumba por otra causa! ¡No lo puedo permitir!

Acudió Alexander precipitadamente y se enfrentó con Jasper.

—¡Olvídate de todo! ¿Entiendes? —gritó—. ¡De todo! ¡Recuerda sólo que hay un ser humano debatiéndose con la muerte y que tú eres un médico!

Jasper se apoyó pesadamente en el pasamanos de la escalera. Después de un gran silencio, dijo en un tono apagado y cansado:

—No es ni la vida ni la muerte de este hombre lo que me importa, sino el medio que le proporcione una u otra cosa. Es posible que no aceptéis ahora un escrúpulo mío; pero aunque me hunda yo, si Martino se salva por otra circunstancia que la establecida, me veré obligado a entregarle a la justicia.

—¡Convertido en mártir! —grité.

—Lo que sufre no disculpa sus crímenes. Es un ardid desesperado para comprar su libertad. ¡Esa libertad que no merece, que me condena a mí, que mantendrá siempre en juego mi reputación! ¡Esa libertad que sólo la locura de un ensayo satisfactorio hubiera hecho tolerable!

Me acerqué a él y le dije entre dientes:

—Ya no pensabas proporcionársela… ¡Le inoculaste el suero porque creías que moriría! ¡Porque era un condenado!

Se quedó mirándome fijamente. Las aletas de su nariz temblaron. Se llevó la mano al bolsillo, sacó un pliego de papeles, me los echó por la cara y se fue escaleras abajo.

Era un pasaporte y una documentación a nombre de Ptolemy Dean… También había un pasaje para Dinamarca.

P
erdí el aliento. Me quedé anonadado en un rincón de la escalera, convencido de que acababa de perder la amistad de Jasper. Un temblor anormal me agitaba y los papeles se me caían de las manos. Nunca me había arrepentido tanto haber hablado. Me mordí los labios fuertemente hasta que Alexander exclamó:

—Te estás haciendo daño.

Su voz hizo que me recobrase. Alcé los ojos y topé con los suyos. No vi reproche en ellos. Tal vez él también había dudado de Jasper. Me alargó un pañuelo.

—Sécate la boca, Len… Tienes sangre.

Las rodillas se me doblaron y me hubiera desplomado si su mano firme no me hubiese cogido.

—Tienes que operar a Martino.

Meneé la cabeza.

—Jasper no lo quiere, Alexander.

—Naturalmente. Pero eso no puede decidirlo él.

Me condujo abajo y me puso un quinqué en cada mano. Él recogió dos más y nos volvimos arriba. Un grito sofocado de Martino me estimuló. Inmediatamente le colocamos en la posición conveniente inmovilizándole las piernas por medio de una sábana, y atándole los brazos a los lados de la cama con vendas y tiras de gasa. No fue tarea difícil, puesto que el enfermo no intentó movimiento alguno; sus ojos abiertos no miraban a ninguna parte, no sabía ya qué ocurría a su alrededor.

—Ahora, Len, busca a Jasper y dile si quiere ser tu ayudante.

Obedecí mecánicamente.

Le hallé recostado en un sillón del comedor y me quedé detrás de él. No supe qué hacer. Aguardé unos segundos. Luego di la vuelta y me coloqué delante. Sus ojos eran de acero.

—Jasper… te ruego que subas… necesito que me ayudes.

Siguió inconmovible, frío. Pudo haberme aplastado contra la pared de una bofetada, pero no lo hizo… y me dolió más. Pestañeé y me fui.

Me vestí la blusa blanca esterilizada, me lavé las manos apresuradamente y me situé a la derecha de Martino, dispuesto a empezar.

—Cógele la cabeza y mantenla recta en extensión forzada, Alexander. No le sueltes, ocurra lo que ocurra, hasta terminada la intervención. Yo mismo cogeré el instrumental.

Alargué la mano buscando el bisturí y topé con otra mano que me lo tendía. Era la de Jasper. Le miré a los ojos y los desvió; serio, grave, maquinal.

Tomé el bisturí y me volví de cara a Martino. Un sudor frío empapó mi frente. Sentí la garganta reseca y áspera. Las manos me temblaban enfundadas en los guantes de goma; las estiré y las cerré repetidas veces para dominarlas, pero, contra todo mi prestigio, me fue imposible. Tenía la sensación de no ser el mismo de siempre, como si de repente me hallara dentro de un cuerpo pesado y torpe con una mente farragosa y unas manos flojas, sin tacto. Coloqué el índice izquierdo sobre el cuello palpitante, busqué el borde del cartílago y puse el bisturí vertical sobre él. De repente lo hundí. Martino se estremeció. Un hilo de sangre se escurrió rápido por su garganta. Mis manos empezaron a actuar vertiginosamente, por instinto, sin que las guiara el cerebro. No me daba cuenta de lo que hacía. Jasper secaba mi frente continuamente. Nunca sudé tanto. Alexander seguía sujetando la cabeza del enfermo: su papel era esencial, puesto que el menor movimiento podía dificultar peligrosamente mi trabajo. Busqué los anillos de la tráquea para cortarlos. Había llegado el momento más arduo para el enfermo y para mí. Asustado, miré a Jasper. No sonreía. Era la primera vez que me ayudaba a operar sin sonreír. Se echó sobre los brazos de Martino para impedir el más leve movimiento. Vacilé.

—¿Qué esperas?—dijo.

—No puedo…

—¡No te detengas ahora!

Corté. Se oyó un crujido. Martino emitió un chirrido extraño, se revolvió y empezó a toser. Su sangre lo salpicó todo. Vi sus puños golpeando el lecho frenéticamente.

—¡El dilatador! —gritó Jasper—. ¡No te detengas, Len!

Busqué el dilatador a ciegas. De súbito el puño de Martino cesó de golpear. Su mano se abrió espasmódicamente y dejó caer algo que rodó hasta mis pies. Era la medalla del Sagrado Corazón de Jesús.

Retrocedí aturdido. Jasper y Alexander me hablaban con precipitación, pero yo no les entendía. Sus voces sonaban confusas en mi cerebro. Las sábanas manchadas de sangre se alejaban de mí y las paredes giraban lentamente.

De sopetón se hundió el suelo y caí en un pozo de tinieblas.

A
brí los ojos al notar la frialdad de las baldosas. Estaba boca abajo, aplanado, incapaz de moverme. Junto a mi mejilla vi la pata de la cama. Entre mis piernas se movían los pies de Jasper y de soslayo le vi inclinado sobre las sábanas continuando mi trabajo interrumpido. Alexander seguía en su sitio. Cuando el sopor me volvía a la inconsciencia, se agarraron a mi garganta las hojas espinosas de un cardo. Empecé a toser convulsamente, contorsionándome por el suelo. Sentí que me cogían y me incorporaban. Los ojos de Jasper, agrandados por el asombro, recorrían mis facciones.

—¡Len! —gritó—. ¡Y yo me negué a creerlo!

C
erré los ojos, mortalmente cansado. Sentí que me trasladaban en brazos a mi cuarto. En seguida noté el vidrio del a termómetro debajo de la axila.

—¿Y Martino? —cuchicheé con voz discorde.

—Bien.

Abrí los ojos.

—Dime la verdad, Jasper.

—Ya te la digo. Tiene colocada la cánula y puede respirar.

—¿Y el corazón?

—Mejora.

—No le dejes.

—Alexander está con él. ¿A ver la garganta?

Me acercó un quinqué y me examinó con sumo cuidado. El pelo se le pegaba a la frente y por la barbilla le resbalaban las gotas de sudor.

—¿Sabes que en realidad esto empezó hace dos días, Len?

Se levantó y golpeó el respaldo de la silla frenéticamente.

—¡Y me negué a creerlo! ¡Estás en el período de espasmo, Leonard! ¡No comprendo cómo te has aguantado!

Un acceso de tos me agitó con brusquedad. Me incorporé ansioso, notando ya claramente la obstrucción de las vías respiratorias. Jasper me aflojó la ropa, me quitó los zapatos y empezó a desnudarme.

—Óyeme… —balbucí asiéndole del brazo—; óyeme bien… No aviséis a mi padre ni a mi hermano… no les digáis nada hasta… hasta que… que sepáis algún resultado… ¿Comprendes, Jasper?… No quiero… no quiero que me vean ahora… ¿Comprendes, Jasper?

—Claro que sí. No hables más; descansa.

Salió del cuarto y no tardó en reaparecer seguido de Alexander. Éste se acercó lívido como un muerto.

—¡Pésima broma, Len! —susurró.

Me alisó los cabellos y me inclinó la cabeza hacia la izquierda. Seguidamente sentí un paño mojado sobre los ojos y otros sobre el pecho. Me pareció oír como si una jeringa sorbiera líquido y quise apartar el lienzo para mirar, pero Alexander me lo impidió. No tuve tiempo de meditar nada. Un calor progresivo, rápido, intenso, me invadió el cuerpo. Terribles silbidos me ensordecieron por completo y perdí la noción de todo.

E
l mundo entero dio un tumbo. Fue una sacudida soberbia que me arrancó de la esfera terrestre arrojándome al vacío. No sé si descendí o me elevé… Quedé desprendido de todo y sentí terror de no hallar apoyo en nada. Vagaba por el espacio sin conciencia de adónde iba. No podía detenerme ni orientarme. Todo estaba envuelto en tinieblas… espesas tinieblas de ceguera. Apreté los párpados y surgieron círculos rojos, etéreos, escurridizos, que se agrandaron y se disolvieron en la sombra. La tupida negrura, bochornosa, sofocante, me impedía respirar, me taponaba la garganta produciéndome un ahogo lento, pero implacable. Mi lengua reseca se movía incesantemente tratando de humedecer los labios agrietados. De repente, el ruido de una cucharilla revolviéndose dentro de un vaso atronó mis oídos y caí sobre un lecho de un modo brusco y violento. Abrí los ojos. Vi el rostro de Alexander oscilando ante mí. Tenía la suprema bondad del de San Roque y me vertía un líquido fresco en la boca. Traté de deglutir, pero una astilla atravesada en el cuello me lo impidió. Empecé a toser hasta que el estómago me quedó agarrotado. Luego cerré los ojos, exhausto. Sentí los latidos del corazón, pastosos como si mi cuerpo estuviera relleno de suero de conejo. Incliné la cabeza e inmediatamente se vertió todo sobre la almohada. Pestañeé asustado, comprendiendo que me vaciaba… San Roque me acercó una medalla para que la besara, y aunque me esforcé en hacerlo, fui resbalando de nuevo hacia la terrible oscuridad. Un remolino lento, calmoso, me absorbió haciéndome girar en espirales cada vez más pequeñas, agitando mis cabellos y mis ropas de un modo pausado y monótono. Llegué al fondo y me quedé tendido, alargado sobre una superficie lisa y mojada, alumbrada tenuemente por una lucecita verdosa parecida a la del fósforo. Mi cuerpo empezó a destilar gota a gota todo el líquido que contenía. Se formó un charco a mi alrededor; creció, se ensanchó, subió su nivel, me cubrió y me ahogó. Intenté sacar la cabeza, agité los brazos desesperadamente; varias manos me asieron y me enderezaron. Parpadeé. Dos rostros borrosos se balanceaban sobre mí; se acercaban tanto que casi me rozaban. Movían los labios hablando continuamente, pero yo tenía aún las orejas llenas de mi propio exudado y sólo oía un rugido parecido al del oleaje. De pronto, me rodearon el tronco, me cogieron las piernas, me alzaron y me estiraron sobre una camilla. Una voz clara, timbrada, penetró en mi cerebro súbitamente

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