Siempre en capilla (14 page)

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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Siempre en capilla
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Una vez los paquetes de ropa y los dos colchones estuvieron en el coche, le dije al conductor que diera un rodeo hacia Spick, y nos dirigimos al piso de los paraguas viejos.

Como había temido, el cadáver de la muchacha seguía en la casa, sin ataúd, a pesar de que para Ada nadie había pedido las veinticuatro horas de capilla ardiente.

Fuimos a la funeraria. Estaba cerrada. Llamé con los puños. El cochero me ayudó. No me explico cómo no hundimos la puerta. Por fin alguien gritó desde dentro. Se oyó gran ruido de cerrojos y la enorme puerta corredera se descorrió cinco pulgadas. Asomó el rostro mugriento y peludo de un hombre que mascaba chufas: era el danés Ptolemy Dean. Por primera vez no estaba borracho: no me hizo reverencia alguna y se limitó a empujar la puerta para que pudiéramos entrar.

¿No estaba Alfie? No había nadie. ¿Y el féretro sin recubrir que debía llevarse aquella tarde a Spick? No sabía de qué le hablaba. Era aquel del rincón ¿Por qué no lo cargaba ahora y lo llevaba? Tenía orden de no dejar el almacén; además, no había ningún coche fúnebre disponible… es decir, había dos coches, pero ningún caballo… Y ya no era hora de enterrar a nadie… Además, no debía enfadarme con él… no era más que un simple empleado… No le gustaba el trabajo, y eso que se ganaba muchas propinas. Prefería el acordeón. Muy pronto lo dejaría todo para irse a los prados de Dinamarca.

Fui hacia el rincón, seguido del cochero. Cargamos el ataúd, lo colocamos en el coche de la ambulancia y partimos, dejando a Ptolemy Dean mascando chufas.

D
e este modo mis funciones de médico traspasaron sus límites.

Sacrifiqué una de las veinticuatro sábanas para envolver a Ada en un sudario nuevo y blanco.

Levanté aquella figura envarada y me pareció una pesada muñeca que nunca hubiera tenido nada que ver con un ser humano. El hedor de las ropas de la cama hizo irrespirable la atmósfera. Sentí náuseas, las rodillas me flaquearon y me quedé postrado junto al féretro, con el rígido cuerpo en brazos, sin fuerzas para colocarlo dentro. El cochero había ido a buscar sublimado y serrín, y cuando regresó me encontró en aquella posición. Pálido y tembloroso, acudió en mi ayuda sin decir una sola palabra. Al deshacerme del cadáver sentí humedad en las manos y vi las mangas de mi chaqueta mojadas; me la quité rápidamente, la arrollé y la eché en un rincón. A toda prisa rellenamos el ataúd con el serrín impregnado en la solución antiséptica y cerramos la tapa sobre aquel rostro sin color, opaco como el de un ángel de mármol.

A
quel extraño entierro sin cura, sin cortejo ni flores ni lágrimas, atravesó la ciudad a toda prisa en dirección al cementerio.

Al llegar a la avenida, vimos una muchedumbre apostada en las aceras de ambos lados, inmóvil, silenciosa, poseída de esa reverencia que infunde la muerte…

Aguardaban el paso de la carroza que conducía los restos mortales del hijo de Sir William Greene.

Era cerca de medianoche cuando entré en casa. Había tenido que hacer tantas cosas, que aún me maravillaba llegar a aquella hora.

Al quitarme el abrigo me quedé en mangas de camisa y recordé que me había olvidado la chaqueta debajo de la camilla de la ambulancia.

Alexander no se acostaba hasta muy tarde y le hallé trabajando en el laboratorio.

—¿Estamos ya en verano? —me dijo al verme en chaleco.

Se lo expliqué todo; incluso que había amenazado al guardián del cementerio con un azadón, y que había abofeteado a un sepulturero, y que había arrojado por mi propia mano las paletadas de tierra en una fosa. Alexander me escuchó en silencio, sin hacer comentario alguno, dejando que se desinflamara mi estado de ánimo. Después me preguntó si me quedaba aliento para cenar. Negué con la cabeza y me dejé caer en una silla.

Le vi echar ácido fénico en una jofaina, le vi cargar la estufa, le vi cerrar todas las puertas, le vi arremangarse. Me desabrochó la ropa y empezó a quitármela arrojándola al suelo. Me dejó en calzoncillos. De pronto, empezó a pasarme rápidamente una toalla empapada por el cuerpo. Los dientes me castañetearon. Mojado, chorreante, con la piel resbaladiza y los cabellos adheridos a los ojos, busqué a mi alrededor algo con que secarme. Me cayó encima una manta de lana.

—Ahora vete a la cama, Len, no sea que te mate una pulmonía.

Arropado como un moro salí al gabinete. Una corriente de aire dio en mis pantorrillas desnudas y se me puso la piel de gallina. Vi abierta la puerta que daba al patio posterior. Oí unos pasos en aquella dirección y me detuve.

—¿Andas por ahí, Jasper? —pregunté.

—No ha llegado todavía —me gritó Alexander desde el laboratorio.

Me quedé unos instantes indeciso, envuelto en la manta, con una oreja descubierta para poder escuchar. De pronto, aunque el gas apenas alumbraba, vi la silueta de un hombre que avanzaba hacia mí. Era Martino. La sorpresa me dejó clavado como una estaca. El asesino pasó por mi lado tranquilamente; repasó mi indumentaria, subió la escalera y entró en su habitación.

Me reuní con Alexander en cuanto fui capaz de reaccionar.

—¿Cómo es que Martino anda suelto por la casa?

—Sólo lo hace en casos justificados, Len.

—Pero… ¿no está bajo llave?

—¿Para qué?

No se me ocurrió ninguna contestación y Alexander prosiguió:

—En cuanto se va Honora, él baja al laboratorio y trabaja conmigo.

—¿Hablas en serio?

—Naturalmente. No puede hacer gran cosa con una mano, pero algo es algo.

—¿Tanta necesidad tienes de ayuda?

Me miró a los ojos.

—Yo no, Len —exclamó.

—¡Vaya! ¡No me digas que necesita distracción! ¿Se ha cansado de hacer solitarios?

—No tienes caridad.

Se produjo un silencio grave. Alexander, siempre suave, me miraba ahora con reconvención. Fue la única vez que mi rostro se sonrojó y el suyo no.

—A pesar de todo, Len, a pesar de que ha perdido la humanidad, sigue poseyendo un cerebro que cuenta las horas. Tú y Jasper estáis fuera el día entero; no podéis daros cuenta de lo que representa convivir con él. No dice ni hace nada, pero piensa. Piensa que está en capilla desde hace quince días, pendiente de la absolución o de la ejecución.

Dicho esto se volvió de espaldas, se sentó y pegó un ojo al microscopio. Deseé explicar la acogida que tuvo mi ofrecimiento de libros en la única visita que hice a Martino. Pero pensé que tampoco quedaría disculpado.

—Buenas noches —susurré.

—A propósito —dijo Alexander sin volver la cabeza—. ¿Te ha dicho Jasper que esta mañana le ha…?

—Sí.

—¿Y cuándo crees que…?

—No lo sé. No se puede determinar. Puede declararse bruscamente o en el plazo de unos días.

—La quemadura del brazo no cicatriza. Se le han formado flictenas llenas de serosidad oscura.

—¿Dolorosas?

—Al tacto.

—¿Lo ha visto Jasper?

—No lo creo. Mañana, antes de irte, échale una ojeada. Si se lo digo a Jasper, se le olvidará.

Al pasar ante el cuarto de Martino se abrió la puerta y apareció éste en el umbral. La luz era todavía más débil en el pasillo que abajo, y sólo pude ver unos ojos relucientes fijos en mí.

—Tome —exclamó hosco, alargándome un bulto de ropa.

Seguidamente desapareció tras la puerta. Palpé lo que me había dado y noté la felpa del batín. Me quedé bastante desconcertado y opté por meterme en mi habitación sin haber hallado sentido al incidente. Fue al quitarme la manta cuando caí en la cuenta de su significado: Martino había creído que me arropaba de aquel modo porque él usaba mi batín. Me quedé sorprendido. El miramiento y la solicitud no habían sido precisamente su adorno hasta entonces. Tal vez fuera una forma de disculpa… Quizás aceptaría unos libros…

Me puse la prenda y me calcé unas zapatillas. Estaba dispuesto a resolver aquella misma noche el asunto de las flictenas llenas de serosidad.

Salí de nuevo al pasillo y me paré ante la puerta del cuarto de Martino. Dudé entre llamar o entrar sin ceremonias. Opté por lo primero.

—¡Adelante! —oí.

Abrí la puerta. El cuarto estaba a oscuras.

—¿Se ha acostado ya? —pregunté.

—Sí.

Su afirmación fue tan seca y rotunda que por poco me quita las ganas de proseguir.

—Venía para examinar su mano; pero en este caso, aguardaré a mañana.

—Hágalo ahora. Tanto da.

Tan florida invitación fue aceptada. Entré y encendí el quinqué yo mismo. Martino se sentó en la cama. Iba equipado con un camisón que llevaba mis iniciales; la manga izquierda estaba descosida para dejar paso al brazo herido. Deshice el vendaje cuidadosamente y apareció la quemadura ante mis ojos por primera vez. Me pareció muy extensa; ocupaba la parte anterior del antebrazo hasta el codo de un modo superficial, pero en la mano, sobre el pulgar, donde la ropa no pudo prestar protección, había penetrado en la superficie papilar de la dermis ocasionando las fatídicas ampollas que inquietaban a Alexander.

Me imaginé a la vieja Basehart arrojando la sartén de aceite hirviente en un desesperado intento de defensa. Sentí un escalofrío.

—¿Le duele? —pregunté tocando con una gasa la mano asesina.

Negó con la cabeza.

La importancia de la herida hacía lentísima la curación, pero no había más que esperar la ulceración y la blanca y lustrosa cicatriz definitiva. De pronto me pregunté si aquella mano tendría tiempo de ostentar tal reliquia.

Rehice el vendaje sin renovar la pomada antiséptica; no era necesario, pero además, el bote estaba abajo.

Observé que las sábanas se movían en un lado de la cama donde ni los pies ni las manos de Martino llegaban. Fruncí las cejas. Un bulto se escurrió hacia arriba y repentinamente surgió la cabeza de
Penique
con sus redondos ojos color de aceite y su hocico sonrosado.

—¿Qué haces ahí,
Penique
? —le pregunté asombrado.

No me contestó; se limitó a mirarme nervioso, aplastando las orejas contra la cabeza.

Martino sonrió; puso la mano sobre la cabeza del gato y la frotó suavemente. Me quedé pasmado. Por primera vez un signo de sensibilidad ahuyentaba las sombras de aquel semblante.
Penique
husmeó el brazo vendado arrugando su chata naricilla; estiróse y acercó su cara a la de Martino. Hombre y gato se fundieron en mutuas caricias. El primero se dejó caer sobre la almohada tirando de la cola del segundo, el cual le cogió al hombre la mano con todas las patas de que disponía, empezando un desenfrenado y gracioso pataleo.

Me dispuse a retirarme. Al levantarme lo deshice todo; el gato irguió la cabeza y se quedó quieto; la sonrisa de Martino se eclipsó.

—Si quiere —dije— me llevaré a
Penique
. Jasper le ha acostumbrado a dormir en la cama, pero es molesto.

—A mí me gusta.

—De acuerdo. Buenas noches.

Soplé la luz. Todo quedó oscuro. En la cama brillaron dos pupilas. Dicen que Mefistófeles tiene ojos fosforescentes…

—Oiga, doctor…

—¿Qué quiere? —pregunté mirando los dos puntos luminosos como si realmente le pertenecieran.

—¿Puedo perjudicar al gato teniéndolo a mi lado? Me refiero a la enfermedad que estoy empollando.

El sarcasmo de la realidad me dejó estupefacto. Nunca supuse que un homicida se inquietara por la salud de un gato. Farfullé algo acerca de la reproducción diftérica en los animales y huí.

Alexander acababa de meterse en la cama cuando entré en mi cuarto.

—Hay luz abajo —dije.

—Jasper está cenando.

Se tumbó de lado y me miró interrogante.

—Flictenas sanguíneas —expliqué—. Si no se van por sí solas, puedes despacharlas tú mismo. Cuida mucho el vendaje, Alexander; podrían formarse adherencias entre el dedo medio y el índice.

Eché el batín sobre una silla y cayó al suelo una moneda del tamaño de una guinea. Fue rodando hasta mis pies y la recogí. Al instante noté un tacto familiar y recordé la medalla que obtuve en la Universidad por ser el mejor estudiante de clínica médica.

La miré y quedé perplejo.

—¿Qué es? —me preguntó Alexander.

—Una medalla que pertenece a Martino.

Se la alargué y en cuanto la vio se incorporó bruscamente.

—¡Len! —exclamó—. ¡La insignia del Sagrado Corazón de Jesús!

D
ormí mal. Soñé que Martino iba vestido con la sotana del párroco de St. Basil y me agredía con un cuchillo de cocina; yo trataba de empastarle la pomada antiséptica por la cara, pero al fin opté por echar a correr. Empezó a perseguirme y, naturalmente, yo tropezaba y me caía a cada paso mientras él ganaba terreno. Esperaba de un momento a otro la cuchillada en la espalda y en el paroxismo del horror me eché en los brazos rollizos de la Caridad. La maciza mujer me protegió, y cuando se iniciaba mi bienestar desperté.

Eran las ocho de la mañana. No lo supe por mi reloj, que se había parado, sino porque oí llegar a Honora. Me moría de calor, mientras a mi lado Alexander dormía convertido en una bola de mantas y colchas. Me levanté y abrí los postigos de la ventana. El día había amanecido gris y el viento azotaba los geranios que Honora tenía la paciencia de cultivar. Me puse el termómetro; me tomé el pulso. Todo normal.

Teníamos que asearnos en el cuarto donde dormía Jasper, desde que lo alteramos todo. Crucé el corredor y entré de puntillas para no despertarle, detalle que él nunca había observado conmigo. La estancia estaba inundada de luz, pues Jasper tenía por costumbre olvidarse de cerrar todo postigo, toda cortina y toda persiana. No di importancia al campo de Agramante que se ofreció a mi vista. Corbatas, calcetines, zapatos, tirantes, libros, papeles, periódicos, todo diseminado. Añádase a esa visión dos lavabos, dos mesillas de noche, dos perchas, una silla y un armario ropero. En el empapelado de la pared, en un tono más claro, quedaba señalado el lugar donde había estado la cama. En el suelo estaba el colchón. Allí, tendido, dormía Jasper, boca abajo, destapado hasta el confín del tronco, exhibiendo una camisa corta y, por fortuna, nada más. Le tapé y le desperté.

—¿Qué ocurre? —gritó, dando un salto y mirando la puerta que le separaba de la alcoba de Martino.

—Nada todavía —exclamé.

Se puso en pie y dio de cabeza contra la peana que sostenía el San Roque de Alexander. Le miró airado, pero se suavizó instantáneamente. Aquel semblante de yeso, inocente y puro, no podía haber tenido arte ni parte en el coscorrón.

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