Sobre héroes y tumbas (27 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Cuando examinó aquel viejo documento de su memoria, resaltaron con casi brutal claridad algunas de sus palabras, que entonces, después de la muerte de Alejandra tomaron un significado inesperado. Sí: entre aquella tarde apacible en que caminaban tomados de la mano y la absurda entrevista con Molinari estaba la aparición de Bordenave. Algo atroz había irrumpido.

XVI

Hasta que, sin habérselo propuesto, se encontró frente al café de Chichín, y entrando oyó al Loco Barragán, que tomaba aguardiente sin dejar, como siempre, de predicar, diciendo
Vienen tiempos de sangre y fuego, muchachos
, amenazando, admonitorio y profético, con el dedo índice de la mano derecha a los grandulones que lo farreaban, incapaces de tomar en serio nada que no fuera Perón o el partido del domingo con Ferrocarril Oeste, mientras Martín pensaba que Alejandra había palidecido en el momento en que se encontraron, aunque también era probable que le hubiera parecido a él, ya que no era fácil discernirlo inequívocamente estando como estaba debajo de la capota; dato de enorme importancia, claro, porque indicaría que el encuentro con Bordenave no era casual sino concertado, pero ¿cómo y cuándo, Dios mío, cómo y cuándo?
Tiempos de venganza, muchachos
y haciendo gestos de escribir con la mano derecha en el aire, con enormes letras, agregaba está escrito, a lo que los muchachones reían a más no poder y Martín reflexionaba que, sin embargo, tampoco el haber palidecido era un dato inequívoco, ya que podía responder a la vergüenza de ser encontrada por Martín junto a un individuo que ella había demostrado despreciar. Y además ¿cómo podían haberse encontrado deliberadamente si ella ignoraba dónde vivía Bordenave, y no le parecía ni siquiera concebible por la imaginación más febril que ella hubiese buscado su dirección o su número en la guía y lo hubiese llamado?
Tiempos de sangre y fuego, porque el fuego tendrá que purificar esta ciudad maldita, esta nueva Babilonia, porque todos somos pecadores
aunque sí quedaba la posibilidad de que se hubiesen encontrado en el bar del Plaza, bar que evidentemente Alejandra frecuentaba o había frecuentado antes, como lo revelaba la precisión con que lo condujo a él en aquella entrevista, de modo que habría entrado al bar (pero ¿para hacer qué, Dios mío, para hacer qué?) y al encontrarse con Bordenave podía haber surgido una conversación, acaso, lo más probable por iniciativa de él ya que era a las claras un mujeriego y un hombre mundano. Sí,
riasén manga de vagos, pera yo les digo que tenemos que pasar por la sangre y por el fuego
y aunque todos
reían
, y hasta el propio Barragán por momentos parecía seguirles la chacota, buen tipo como era, sin embargo sus ojos adquirieron fulgor al dirigir sus miradas hacia Martín, un fulgor acaso profético, aunque fuese el de un modesto profeta de barrio, borracho y torpe (pero, como pensaría Bruno, ¿qué se sabe sobre los instrumentos que el destino elige para insinuar oscuramente sus propósitos? Y, acaso, y dada la ambigua perversidad con que suele proceder, ¿no era posible que enviase sus arteros mensajes a través de seres que raramente se toman en serio como son los locos y los chicos?), y como si hablara otra persona, no la que bromeaba con los muchachos del bar, agregó
pero vos, pibe, vos no, porque vos tenés que salvarnos a todos
y todos se quedaron callados y un silencio rodeó a aquellas inesperadas palabras del loco; aunque en seguida los muchachos volvieron a la carga y preguntaban
decí qué número gana mañana, loco
, pero Barragán, meneando la cabeza, tomando su cañita quemada, respondía sí,
riasén, pera ya van a ver lo que les digo, ya lo van a ver con sus propios ojos, porque es necesario que esta ciudad emputecida sea castigada y tiene que venir Alguien porque el mundo no puede seguir así
momento en que Martín, impresionado, mirando con
fijeza
, vinculó sus palabras con otras de Alejandra sobre los sueños premonitorios y la purificación por el fuego.

—Nos han quitado al Cristo ¿y qué nos han dado, en cambio? Autos, aviones, heladeras eléctricas. Pero vos, Chichín, pongo por caso, ¿sos más feliz ahora que tenés heladera eléctrica que cuando venía el rengo Acuña con las barras de velo? Supongamos, es un suponer, que mañana vos, Loiácono, podes ir a la Luna —frase que fue celebrada con risotadas—, pero les digo, zonzos, que es un suponer ¿y qué? ¿Vas a ser por eso más feliz que ahora?

—Ma de qué felicidá m’está hablando —comentó con rencor Loiácono— si yo en la puta vida he sido felí.

—Bueno, está bien, te digo que es un suponer. Pero, te pregunto: ¿serías más feliz por ir a la Luna?

—Y yo qué sé —respondió Loiácono con resentimiento.

Pero el loco Barragán proseguía con su predicación, sin oírlo, ya que su pregunta era retórica:

—Por eso yo les digo, muchachos, que la felicidad hay que buscarla dentro del corazón. Pero para eso se necesita que venga el Cristo de nuevo. Lo hemos olvidado, hemos olvidado sus enseñanzas, hemos olvidado que sufrió el martirio por nuestra culpa y por nuestra salvación. Somos una manga de desagradecidos y unos canallas. Y si viene de nuevo, capaz que no lo conocemos y hasta le tomamos el pelo.

—Quién te dice —comentó Díaz—, vo so el Cristo y ahora nosotro te estamo tomando en joda.

Todos rieron celebrando la salida de Díaz, pero Barragán, meneando la
cabeza
con benévola sonrisa de borracho, proseguía, con lengua cada vez más pastosa:

—Todos estamos tristes —algunos protestaron, dijeron
yo no, avisa
, etcétera—. Todos estamos tristes muchachos. No nos engañemos. ¿Y por qué estamos todos tristes? Porque nuestro corazón está insatisfecho, porque sabemos que somos unos miserables, unos canallas. Porque somos injustos, ladrones, porque tenemos el alma llena de odio. Y todos corren. ¿Para qué, les digo yo? ¿Adonde? Todos luchan por tener unos mangos ¿para qué? ¿Acaso no nos vamos a morir todos? ¿Y para qué queremos la vida si no creemos en Dios?

—Bueno, ufa, terminala —dictaminó Loiácono—. Vo también so bastante bueno, loco. Mucho Dios, mucho Cristo y mucho de esto —se señalaba los labios— pero dejá que tu mujer labure como una burra para mantenerte, mientras vo aquí dale discurso.

El loco Barragán lo consideró con mirada bondadosa. Tomó un traguito de caña y preguntó:

—¿Y quién te ha dicho que yo no sea un turro?

Mostró su vasito de caña quemada y con voz dolorida agregó:

—Yo, muchachos, soy un borracho y un loco. Me dicen el loco Barragán. Chupo, me paso el día vagando por ahí y pensando mientras la patrona trabaja de sol a sol. Qué le voy a hacer. Así nací y así voy a morir. Soy un canalla, no me aparto. Pero eso no es lo que les digo, muchachos. ¿No dicen que los chicos y los locos dicen la verdad? Y bueno, yo soy loco, y muchas veces, por esta cruz, ni sé por qué hablo.

Todos se rieron.

—Sí, riasén. Pero yo les digo que el Cristo se me apareció una noche y me dijo: Loco, el mundo tiene que ser purgado con sangre y fuego, algo muy grande tiene que venir, el fuego caerá sobre todos los hombres, y te digo que no va a quedar piedra sobre piedra. Esto me dijo el Cristo.

Los muchachos se retorcían de risa, menos Loiácono.

—Sí, metalén, muchachos, dale que va. Riasén y después me cuentan. Acá hay uno solo que sabe lo que digo.

Las risotadas cesaron y un silencio rodeó estas últimas palabras. Pero en seguida todos volvieron a las bromas y luego empezaron a hacer cálculos sobre el partido del domingo.

Pero Martín miraba al Loco, mientras volvían a su memoria aquellas otras palabras de Alejandra sobre el fuego.

XVII

Alejandra no fue. En cambio, llegó Wanda con un mensaje: no podría verlo durante esa semana.

—Mucho trabajo —agregó, mirando su encendedor con música.

—Mucho trabajo —repitió Martín, en tanto que aviesamente aparecía la figura de Bordenave.

Wanda se limitó a encender y apagar varias veces el encendedor.

—Ella te llamará.

—Bueno.

Un gran peso le impidió incorporarse después que Wanda se hubo ido, pero por fin se levantó para llamar a Bruno. Lo llamaba con timidez, no le decía que deseaba verlo, pero siempre Bruno terminaba insistiéndole para que fuera.

Se sentó en un rincón y Bruno intentó distraerlo con comentarios sobre cualquier cosa.

—¿Lo conoce a Molina Costa?

—No.

—Resulta que al lado de su campo está la estancia de un señor Pearson Spaak. El hijo, Willie, lo criticaba porque andaba con breeches, mientras que él llevaba siempre bombachas criollas y no usa jamás montura inglesa, le dijo: “Viejo, vos necesitas todo eso porque te llamas Pearson Spaak; pero como yo me llamo Molina Costa puedo darme el lujo de andar con breeches”.

Bruno se rió con muchas ganas, en una forma que Martín no le había observado antes. Parece que aquella anécdota le causaba una enorme gracia. Cuando se calmó, dijo:

—Es indudable que en ese empeño que tenemos últimamente en rechazar todo lo europeo hay un fuerte sentimiento de inseguridad. ¿No le parece? Acá los grupos nacionalistas están llenos de individuos que se llaman Kelly o Rabufetti.

Se quitó los anteojos y los limpió, con aquella manía de mantenerlos perfectos, o quizá en virtud de un simple tic. Sus ojos se agrandaban repentinamente al ser vistos sin aquellos gruesos cristales, y le conferían al rostro una curiosa sensación de desnudez que a Martín casi lo avergonzaba. Por lo demás, la mirada de Bruno se volvía más abstracta y como desamparada frente a un universo minucioso y rico.

Le habló del libro que estaba leyendo, sobre el tiempo, y le explicó la diferencia que existe entre el tiempo de los astrónomos y el del hombre. Mientras reflexionaba que nada de todo aquello podía serle útil a Martín, sino como mera distracción. Toda consideración abstracta, aunque se refiriese a problemas humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza Porque felizmente (pensaba) el hombre no está sólo hecho de desesperación sino de fe y de esperanza; no sólo de muerte sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan una vasta región de Japón o de Chile; apenas una gigantesca inundación liquida a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra cruel y, para la in-mensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los sobrevivientes, los que sin embargo asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de ios hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres (so-bre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que jamás pierde un último resto de espe-ranza), esos precarios seres humanos ya empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más conmovedor. De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio. Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?

Mientras en un plano más superficial le decía a Martín algo aparentemente sin conexión con sus reflexiones profundas, pero en realidad conectadas a ella por vínculos irregulares pero vitales.

—Siempre pensé que me gustaría ser algo así como bombero.

Y como Martín lo mirara sorprendido, comentó: pensando que acaso ese tipo de reflexiones sí podían ser útiles a su desdicha, pero con una sonrisa que atenuaba su pretensión.

—Quizá cabo de bomberos. Porque entonces uno sentiría que está entregado a algo comunitario, a algo en que uno realiza un esfuerzo por los demás, y además en medio del peligro, cerca de la muerte. Y, siendo cabo, porque se sentiría, supongo, la responsabilidad de su pequeño grupo. Ser para ellos la ley y la esperanza. Un pequeño mundo en que el alma de uno esté transfundida en una pequeña alma colectiva. De modo que las penas son las penas de todos y la alegrías también, y el peligro es el peligro de todos. Saber, además, que uno puede y debe confiar en sus camaradas, que en esos momentos límites de la vida, en esas zonas inciertas y vertiginosas en que la muerte nos enfrenta repentina y furiosamente, ellos, los camaradas, lucharán contra ella, nos defenderán y sufrirán y esperarán por nosotros. Y luego el destino pequeño y modesto de mantener el equipo limpio, los broncas relucientes, el limpiar y afilar las hachas, el vivir con sencillez esos momentos que sin embargo preceden al peligro y acaso a la muerte.

Se quitó los anteojos y los limpió.

—Muchas veces lo he imaginado a Saint-Exupéry allá arriba, con su pequeño avión, luchando contra la tempestad, en pleno Atlántico, heroico y taciturno, con su telegrafista atrás, unidos por el silencio y la amistad, por el peligro común pero también por la común esperanza; escuchando el rugido del motor, vigilando con ansiedad la reserva de combustible, mirándose entre sí. La camaradería frente a la muerte.

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