Sobre héroes y tumbas (62 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Por fin pudo vencer aquel abatimiento y se encaminó hacia la casa. Sentía necesidad de entrar, de ver una vez más aquella estancia del abuelo donde de alguna manera parecía cristalizado el espíritu de los Olmos, donde desde viejos retratos ojos premonitorios de los de Alejandra miraban para siempre.

El zaguán estaba cerrado con llave. Volvió atrás y observó que una de las puertas estaba clausurada con cadena y candado. Buscó entre los restos del incendio una barra adecuada y con ella hizo saltar una de las argollas a la que estaba unida la cadena: no fue difícil, la vieja madera estaba podrida. Entró por el pasillo aquel, y a la luz de la linterna todo resultaba más disparatado, más semejante a una casa de remate.

En la pieza del viejo todo se mantenía igual, excepto la silla de ruedas, que faltaba: el viejo quinqué, los retratos al óleo de señoras con peinetones y caballeros pintados por Pueyrredón, la consola, el espejo veneciano.

Buscó la miniatura de Trinidad Arias y volvió a contemplar el rostro de aquella mujer hermosa cuyos rasgos aindiados parecían el murmullo secreto de los rasgos de Alejandra, un murmullo apagado entre conversaciones de ingleses y conquistadores españoles.

Le pareció estar ingresando en un sueño, como en aquella noche en que con Alejandra entraron en la misma habitación; sueño ahora ahondado por el fuego y por la muerte. Desde las paredes parecían observarlo aquel caballero y aquella dama de peinetón. El alma de guerreros, de locos, de cabildantes y sacerdotes fue entrando invisiblemente en la estancia y pareció que contaban historias de conquistas y batallas.

Y sobre todo, el espíritu de Celedonio Olmos, abuelo del abuelo de Alejandra. Allí mismo, quizá en ese sillón, ha recordado durante los años de su vejez aquella última retirada, aquella final, que ningún sentido tiene para los hombres sensatos, después del desastre de Famaillá, deshechas las fuerzas de la Legión por el ejército de Oribe, divididas por la derrota y la traición, enturbiadas por la desesperanza.

Ahora marchan hacia Salta por senderos desconocidos, senderos que sólo ese baqueano conoce. Son apenas seiscientos derrotados. Aunque, él, Lavalle, cree todavía en algo, porque él siempre parece creer en algo, aunque sea, como piensa Iriarte, como murmuran los comandantes Ocampo y Hornos, en quimeras y fantasmas. ¿A quién va a enfrentar con estos desechos, eh? Y sin embargo, ahí va adelante, con su sombrero de paja y la escarapela celeste (que ya no es celeste ni nada) y su poncho celeste (que tampoco es
ya
celeste, que poco a poco ha ido acercándose al color de la tierra), imaginando vaya a saber qué locas tentativas. Aunque también es probable que esté tratando de no entregarse a la desesperanza y la muerte
.

El alférez Celedonio Olmos está luchando sobre su caballo para retener sus dieciocho años, porque siente que su edad está al borde de un abismo y puede caer en cualquier momento en grandes profundidades, en edades inconmensurables. Todavía sobre su caballo, cansado, con su brazo herido, observa allí delante a su jefe y a su lado al coronel Pedernera, pensativo y hosco, y está luchando por defender esas torres, aquellas claras y altivas torres de su adolescencia, aquellas palabras refulgentes que con sus grandes mayúsculas señalan las fronteras del bien y del mal, aquellas guardias orgullosas del absoluto. Se defiende en esas torres todavía. Porque después de ochocientas leguas de derrotas y deslealtades, de traiciones y disputas, todo se ha vuelto turbio. Y perseguido por el enemigo, sangrante y desesperado, sable en mano, ha ido subiendo uno a uno los escalones de aquellas torres en otro tiempo resplandecientes y ahora ensuciadas por la sangre y la mentira, por la derrota y la dada. Y defendiendo cada escalón, mira a sus camaradas, pide silenciosa ayuda a quienes están librando combates parecidos: a Frías, a Lacasa quizá. Oye a Frías que dice a Billinghurst: “Nos abandonarán, estoy seguro”, mirando a los comandantes de los escuadrones correntinos.

“Están listos a traicionarnos”, piensan los del escuadrón porteño.

Sí. Hornos y Ocampo, que cabalgan juntos. Y los otros los observan y malician la traición o el abandono. Y cuando Hornos se separa de su compañero y se acerca al general todos tienen un mismo pensamiento. Lavalle ordena hacer alto, entonces, y aquellos hombres hablan. ¿Qué hablan, qué discuten? Y luego, mientras la marcha se reanuda, se propagan las palabras contradictorias y terribles: lo han emplazado, lo han querido persuadir, le han anunciado su separación. Y también cuentan que Lavalle dijo: “Si no hubiera más esperanzas ya no trataría de proseguir la lucha, pero los gobiernos de Salta y Jujuy nos ayudarán, nos proporcionarán hombres y pertrechos, nos haremos fuertes en la sierra: Oribe tendrá que distraer buena parte de su fuerza con nosotros, Lamadrid resistirá en Cuyo”.

Y entonces, cuando alguien murmura “Lavalle está ahora completamente loco” el alférez Celedonio Olmos desenvaina el sable para defender aquella última parte de la torre y se lanza contra aquel hombre, pero es detenido por sus amigos, y el otro es acallado y vituperado, porque, sobre todo (dijeron), sobre todo, es necesario mantenerse unidos y evitar que el general vea u oiga nada. “Como (pensó Frías) si el general durmiera y hubiese que velar su sueño, ese sueño de quimeras. Como si el general fuera un niño loco pero puro y querido y ellos fuesen sus hermanos mayores, su padre y su madre, y velasen su sueño.”

Y Frías y Lacasa y Olmos miran a su jefe, temerosos de que haya despertado, pero felizmente sigue soñando, cuidado por su sargento Sosa, el sargento invariable y eterno, inmune a todos los poderes de la tierra y del hombre, estoico y siempre callado.

Hasta que aquel sueño de las ayudas, de la resistencia, de los pertrechos, de los caballos y hombres es roto brutalmente en Salta: la gente ha huido, el pánico reina en sus calles, Oribe está a nueve leguas de la ciudad, y nada es posible.

“¿Lo ve, ahora, mi general?”, le dice Hornos.

Y Ocampo le dice: “Nosotros, los restos de la división correntina, hemos decidido cruzar el Chaco y ofrecer nuestro brazo al general Paz”.

Anochece en la ciudad caótica.

Lavalle ha bajado la cabeza y nada responde.

¿Qué, sigue soñando? Los comandantes Hornos y Ocampo se miran. Pero por fin Lavalle contesta:


Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. Y si nuestros amigos se retiran hacia Bolivia, debemos ser los últimos en hacerlo; debemos cubrir sus espaldas. Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria
.

Los comandantes Piornos y Ocampo vuelven a mirarse y un solo y mismo pensamiento tienen: “Está loco”. ¿Con qué fuerzas podría cubrir esa retirada, cómo?
Lavalle, con los ojos fijos en el horizonte, repite sin oír nada
:


Los últimos
.

Los comandantes Hornos y Ocampo piensan: “Lo mueven el orgullo, su maldito orgullo y acaso el resentimiento hacia Paz”. Dicen:


Mi general, lo sentimos. Nuestros escuadrones se unirán a las fuerzas del general Paz
.

Lavalle los mira, luego inclina su cabeza. Sus arrugas aumentan en cada instante, años de vida y de muerte se desploman sobre su alma. Cuando levanta su cabeza y vuelve a mirarlos, ya es un viejo:

—Está bien, comandante. Les deseo buena suerte. Ojalá el general Paz pueda proseguir esta lucha hasta el fin, esta lucha para la que, al parecer, ya no sirvo.

Los restos de la división de Hornos se alejan al galope, observados en silencio por los doscientos hombres que quedan al lado de su general. Sus corazones están encogidos y en sus mentes hay un único pensamiento: “Ahora todo está perdido”. Sólo les queda esperar la muerte al lado del jefe. Y cuando Lavalle les dice: “Resistiremos, verán, haremos guerra de guerrillas en la sierra”, ellos permanecen callados, mirando hacia el suelo. “Marcharemos hacia Jujuy, por el momento. “ Y aquellos hombres, que saben que ir hacia Jujuy es desatinado, que no ignoran que la única forma de salvar al menos sus vidas es tomar hacia Bolivia por senderos desconocidos, dispersarse, huir, responden: “Bien, mi general”. Porque ¿quién ha de ser capaz de quitarle los últimos sueños al general niño?

Ahí van, ahora. No son ni doscientos esos hombres. Marchan por el camino
real hacia la ciudad de Jujuy. ¡Por el camino real!

V

Del Castillo, le dijo. Alejandra, le dijo. ¿Qué, cómo? Eran palabras sueltas, incoherentes, pero por fin muerte, incendio, despertaron el asombro de aquel hombre. Y aunque sintió que hablar con él de Alejandra era como el intento de rescatar una piedra preciosa de una
mezcla
de barro y excrementos, se lo dijo. Bueno, está bien. Y cuando llegó Bordenave, lo miró con una mirada inquisitiva que demostraba desconcierto y temor: un Bordenave muy distinto al de la primera vez. No podía hablar. Tome —le aconsejó. Su garganta estaba reseca y se sentía tan débil. Quería hablarle sobre… Pero se quedó sin saber cómo continuar, mirando el vaso vacío. Tome. Pero de pronto pensó que aquello era inútil y torpe: ¿de qué podrían hablar? Con el alcohol su cabeza se volvía cada vez más confusa y el mundo más caótico. Alejandra —dijo otra persona—. Sí, todo se volvía un caos. También aquel individuo era distinto: le parecía verlo solícito, inclinado hacia él, casi cariñoso. Muchos años analizó aquel momento ambiguo y después, cuando volvió del sur, lo comentó con Bruno. Y Bruno pensó que al maltratarla a Alejandra, Bordenave se vengaba no sólo por él mismo sino también por Martín, como esos bandidos de Calabria que robaban a los ricos para dar a los pobres. Pero, un momento, todavía no era nada claro todo aquello. Porque, en primer lugar, ¿por qué él mismo se vengaba de Alejandra? ¿De qué agravios, de qué insultos o humillaciones? Alguna palabra de las que a través de aquella confusión Martín recordaba era bien significativa: habló de desprecio. Pero a Bruno más bien le pareció que era odio y resentimiento hacia ella; y nadie desprecia a quien odia, pues se desprecia a quien de alguna manera es inferior y se experimenta resentimiento hacia seres que son superiores. De modo que Bordenave la maltrató o maltrataba (era difícil determinar el tiempo exacto del verbo con tan pocos elementos de juicio) para satisfacer un oscuro rencor. Rencor o sentimiento muy típico de cierto argentino que ve a la mujer como a un enemigo y que jamás le perdona un desaire o una humillación; desaire o humillación muy fácil de imaginar, conociendo a las dos personas en juego, pues era casi seguro que Bordenave tenía la suficiente inteligencia o intuición para comprender la superioridad de Alejandra, y era lo suficientemente argentino para sentirse humillado por sentirse incapaz de lograr algo más que el dominio del cuerpo de ella, por sentirse supervisado, ironizado y menospreciado en el plano para él inaccesible del espíritu de Alejandra. Y por la idea, aun más exasperante, de que ella lo utilizaba como seguramente utilizaba a muchos otros, como un simple instrumento: instrumento al parecer de una retorcida venganza que nunca llegó a comprender. Motivos todos por los cuales se sentiría inclinado a considerar con simpatía a Martín, no sólo por no considerarlo rival, no sólo por fraternidad ante el enemigo común, sino porque al herir a un muchacho tan desvalido Alejandra se volvía un ser más vulnerable, hasta el punto de poder ser atacado por el propio Bordenave. Como si odiando a un rico por su fortuna, y comprendiendo que ese sentimiento es bajo y deshonroso, aprovechase alguna de sus fallas más groseras (por ejemplo, su mezquindad) para detestarlo sin ninguna clase de escrúpulos. Pero nada de esto pudo cavilar en ese momento, sino mucho tiempo después. Fue como si le extrajesen el corazón y se lo machacaran contra el suelo con una piedra; o como si se lo arrancaran con un cuchillo mellado y luego se lo desgarraran con las uñas. Los sentimientos confundidos, la sensación de total insignificancia, el mareo, la confirmación inmediata de que aquel hombre había sido amante de Alejandra, todo contribuía a impedirle hablar. Bordenave lo miraba perplejo. Pero ¿para qué, además? Ella está ahora muerta —comentó—. Martín mantenía su
cabeza
hacia abajo. Sí, ¿para qué ese querer saber, ese absurdo deseo de ir hasta el fin? Martín no lo sabía y, aunque lo hubiese intuido oscuramente, tampoco habría podido expresarlo en palabras. Pero algo lo empujaba insensatamente. Bordenave lo consideraba, parecía pesar algo, medir la dosis de una droga tremenda.

—Tome —le decía, dándole coñac—, usted se siente mal. Tome.

Y como si de pronto hubiese tenido una inspiración, se dijo: “sí, quiero emborracharme, quiero morirme”, mientras oía que Bordenave le decía algo como “sí, en el otro piso, arriba, sabe”, mirándolo con cuidado mientras Martín volvía a tomar. Todo empezó pronto a moverse, sentía náuseas, las piernas se le aflojaban. Su estómago, vacío desde la noche del incendio, parecía llenarse de algo hirviente y repugnante. Y mientras haciendo un gran esfuerzo subía a aquel lugar infame, como entre sueños, a través del ventanal, vio el río. Y con una sensación de lástima hacia sí mismo y de ridículo, pensó: “nuestro río”. Se veía pequeño como un chiquilín y sentía pena, como si se tuviera delante. Y en la oscuridad pesada de aquel lugar no veía nada. Un intenso perfume aumentó sus ganas de vomitar entre todos aquellos almohadones en el suelo mientras Bordenave abría aquel placard que de pronto era un combinado y decía “muy débil”, agregando algo sobre el secreto y comentando “bandoleros, imagínese luego, estos documentos”, algo así como una trampa, y le pareció oír algo de negocios, el otro individuo era un sujeto de enorme importancia, que a él, a Bordenave, le interesaba mucho por el asunto de la fábrica de aluminio (y de paso, pensaba Bruno, quién sabe qué clase de venganza así armaba contra Alejandra, venganza tortuosa y masoquista, pero venganza al fin), y, como tenía que saberlo, ya que tanto se empeñaba, era bueno que lo supiera, ella sentía un grandísimo placer en acostarse por dinero, mientras ponía en funcionamiento aquel aparato, y él, Martín, sin siquiera poder pedirle a Bordenave que detuviera la máquina abominable, de modo que tuvo que oír palabras y gritos, y también gemidos, en una aterradora, tenebrosa e inmunda mezcla. Pero entonces una fuerza sobrehumana le permitió reaccionar y bajar corriendo como un perseguido, tropezando, cayendo, volviendo a levantarse y llegando por fin a la calle, donde el aire helado y la llovizna lo despertaron por fin de aquel hediondo infierno a una frígida muerte. Y empezó a ambular lentamente, como un cuerpo sin alma y sin piel, caminando sobre pedazos de vidrio y empujado por una multitud implacable.

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