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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (13 page)

BOOK: Soy un gato
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—Cariño... —dijo.

—¿Qué pasa? —La voz del maestro sonaba sin brillo, como el golpe de un gong bajo el agua. A la mujer pareció no gustarle el tono de la respuesta. Volvió a insistir:

—Cariño...

—Sí, dime. ¿Qué pasa?

En esta ocasión el maestro se metió el dedo índice y el pulgar en un orificio nasal a fin de arrancarse un pelo que sobresalía.

—Vamos un poco justos este mes...

—No es posible que vayamos justos. Hemos pagado al doctor y la factura de la librería. Así que este mes deberíamos ir incluso algo sobrados —dijo fríamente mientras observaba muy atento los pelos que acababa de arrancarse de la nariz como si fueran maravillas de la naturaleza.

—Es por tu culpa. En lugar de comer simplemente arroz, te empeñas en comer pan con mermelada...

—Bueno, ¿y cuántos botes de mermelada dices que me he comido?

—Este mes has vaciado ocho.

—¿Ocho? Desde luego yo no he comido tanta mermelada.

—No has sido sólo tú. Las niñas también comen.

—Por muy cara que sea la mermelada, no puede costar más de dos o tres céntimos el bote.

El maestro, muy calmado, plantó los pelos de su nariz, uno por uno, en el soporte para escribir. Los pelos se quedaron de pie, pegados sobre el soporte como si fueran agujas en una plantación. Impresionado por este descubrimiento inesperado, pegó un soplido. Pero los pelos estaban tan pegados al soporte que no pudo lograr que levantaran el vuelo.

—Vaya. ¿No te parecen obstinados, estos pelos? —Y entonces se puso a soplar frenéticamente.

—Y no se trata sólo de la mermelada. Hay otras cosas que comprar.

La señora de la casa frunció el ceño.

—Puede ser —dijo, e introdujo de nuevo la pinza dáctil para extraer de un tirón unos cuantos pelos más que asomaban por las narices. En el matojo que logró arrancar había cerdas de diversas tonalidades, rojas y negras, además de un único pelo tipo cana. El maestro con gran sorpresa, mostró el racimo de pelos a su mujer, cogiéndolo entre los dedos y poniéndoselo delante de su cara:

—¡Pero qué haces! —gritó la mujer apartándose con un gesto de profundo desagrado.

—¡Míralo! Tengo una cana nasal —dijo profundamente impresionado por su descubrimiento.

Su mujer, resignada, se refugió de nuevo en el cuarto de estar. Parecía haber dado por perdida cualquier esperanza de recibir ayuda de algún tipo para solucionar sus problemas domésticos. El maestro parecía centrar todos sus esfuerzos en las consideraciones sobre Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural.

Su estrategia para quitarse a su mujer de encima haciendo una exhibición de sus pelos de la nariz había constituido un éxito rotundo, no cabía duda. Parecía bastante aliviado. Así que volvió a consagrarse a sus labores depilatorias mientras retomaba su artículo. Sin embargo, el pincel seguía inmóvil.

—Ese «come batatas asadas» es superfluo. ¡Fuera con él! —y borró la frase.

—Y lo de «incienso quemándose» suena un tanto abrupto. También lo tacharemos.

Su exuberante labor autocrítica tuvo como consecuencia que al final en el papel quedara solamente la frase que había escrito en primer lugar: «Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural es uno de los que estudia el Infinito y lee los
Anales
de Confucio». Ahora tenía la impresión de que era demasiado simple:

—Bueno, no me molestaré más. —Abandono la prosa y se conformó con un simple epitafio. Después tomó el pincel transversalmente y se dedicó a garabatear vigorosamente sobre el soporte para la escritura, tal como suelen hacer comunmente los literatos. El resultado fue un estudio muy pobre a la acuarela de una orquídea. Sus esfuerzos por escribir un artículo se habían quedado en nada. Dio la vuelta a la hoja y escribió algo sin sentido: «Nacido en el Infinito, estudió en el Infinito
y
murió en el Infinito. Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural. Infinito». En ese momento apareció Meitei vestido con su habitual estilo desenfadado. Parecía no tener muy clara la distinción entre su casa y las de los demás. Solía plantarse en cualquier casa sin anunciarse y sin ningún tipo de ceremonias y, lo que es peor, en ocasiones lo hacía deslizándose subrepticiamente por la puerta de la cocina. Era uno de esos tipos que desde el mismísimo día en que nacen se disculpan a sí mismos de observar normas de conducta como el respeto por sus semejantes, la reserva, los escrúpulos o la propia consideración al prójimo.

—¿Estabas otra vez coqueteando con el Gigante Gravitación? —preguntó todavía de pie.

—¿Es que crees que sólo escribo sobre el Gigante Gravitación? Estoy tratando de componer un epitafio para la lápida de Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural —replicó el maestro exagerando considerablemente.

—¿Qué es eso? ¿Una especie de nombre budista, como «Niño Accidental»? —preguntó Meitei, haciendo gala de su habitual falta de estilo.

—Ah, ¿es que hay alguien llamado «Niño Accidental»?

—No, por supuesto que no lo hay. Pero parecía que trabajabas en algo de ese estilo.

—No creo conocer a nadie con ese nombre, pero Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural sí existe. Es alguien de mi propio círculo, de hecho.

—Imposible. ¿Quién de tus conocidos va a tener un sobrenombre así?

—Sorosaki. Seguro que lo conocerás. Después de licenciarse en la universidad hizo un postgrado sobre el estudio de la «teoría del infinito». Pero trabajó en exceso, sufrió una peritonitis y murió. Sorosaki fue amigo mío. Intimo, diría yo.

—De acuerdo, fue amigo tuyo. Intimo. No pretendo cuestionar ese hecho, pero ¿a quién diablos se le ha ocurrido convertir a Sorosaki en «Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural»?

—Yo. Fue a mí a quien se le ocurrió el nombre. No hay nada más filisteo que los nombres budistas que ponen los monjes. —El maestro se jactaba de la ocurrencia como si se tratara de un hallazgo artístico.

—En cualquier caso, veamos el epitafio —dijo Meitei riendo. Cogió el manuscrito del maestro y leyó en voz alta:

—¡Hey! «Nacido en el Infinito, estudió en el Infinito y murió en el Infinito. Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural. Infinito». Ya veo, ya veo. Está bien. Bastante apropiado para el pobre Sorosaki.

—¿Lo dices en serio? —preguntó el maestro evidentemente complacido.

—Deberías grabar el epitafio en una de esas pesadas piedras para moler nabos y dejarla en el jardín de algún templo como si fuera una lápida sepulcral. Es bueno. Es casi artístico: «Señor Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural, puede descansar en paz».

—En realidad eso es, precisamente, lo que pensaba hacer —contestó el maestro con un ademán bastante serio—. Pero te pido que me excuses un instante. No tardaré mucho. Juega con el gato mientras tanto, pero no te vayas —dijo el maestro mientras salía por la puerta.

Y salió como alma que lleva el diablo sin esperar siquiera la respuesta de Meitei.

De pronto y sin haberlo previsto, se esperaba de mí que entretuviera a ese buitre cultural de Meitei. Si tenía que dedicarme a complacerle, ya no podría mantener mi actitud glacial hacia él. Así que maullé y me senté sobre sus rodillas.

—Hola —dijo Meitei—Has engordado un poquitín, ¿no es cierto? Vamos a echarte un vistazo.

Me cogió sin ninguna consideración del pellejo del cogote y me levantó del suelo hasta dejarme suspendido y con las patas colgando.

—Los gatos como tú, que dejan las patas de atrás oscilando de ese modo, son de los que no cazan ratones... ¡confiesa! —dijo mientras me giraba hacia la habitación de al lado, donde estaba la mujer del maestro.

—¿Ha cazado algo alguna vez?

—En lugar de cazar se dedica a comer pasteles de arroz y a bailar —contestó la señora.

La esposa del maestro había cometido la indiscreción de contar mis intimidades y eso me hizo sonrojar. Especialmente en un momento tan delicado en el que Meitei me tenía suspendido por el aire como si fuera un animal del circo.

—Con una cara como esa no me sorprende que se pase el día bailando. Sabe, este gato tiene una fisonomía auténticamente insidiosa. Parece uno de esos gatos-duende que aparecían en las ilustraciones de los libros antiguos. —Meitei, intentaba entablar una conversación con la señora, aun a riesgo de estar parloteando sobre estupideces. La mujer interrumpió su costura de mala gana y entró en la habitación.

—Lo siento. Debe de estar usted aburriéndose sin mi marido. No creo que tarde mucho en volver. —Llenó la taza del invitado con té recién hecho.

—Me pregunto adonde habrá ido.

—Sólo Dios lo sabe. Nunca explica dónde va cuando sale. Probablemente a ver al médico.

—¿Se refiere al doctor Amaki? Qué mala suerte para el doctor Amaki tener que atender a un paciente como su marido.

El comentario sonó algo impertinente, y parecía difícil que la señora pudiera darle una buena réplica. Por eso se limitó a decir:

—Bueno, si usted lo dice...

Meitei no pareció apercibirse de la reacción de la mujer y siguió a la suya:

—¿Cómo se encuentra últimamente? ¿Está mejor de su estómago?

—Es imposible decir si está mejor o no. Por mucho que el doctor Amaki cuide de él, es imposible que su salud mejore si continúa consumiendo tales cantidades de mermelada. —Se resarcía con Meitei de su fracasada conversación con el maestro, un rato antes.

—¿En serio come tanta mermelada? Parece cosa de niños, más bien.

—Y no sólo mermelada. Hace poco le he pillado engullendo un cuenco entero de rábanos rallados. Le ha dado por decir que es un gran remedio contra la dispepsia.

—Me sorprende... —murmuró Meitei.

—Todo empezó cuando se enteró por uno de esos periodicuchos que lee que los rábanos rallados contenían una alta concentración de diastasas.

—Ya veo. Supongo que piensa que comiendo rábanos rallados compensará los empachos de mermelada. Ciertamente se trata de una deducción ingeniosa.

Meitei parecía divertido escuchando el quejicoso recital de la buena mujer.

—El otro día intentó hacérselo comer al bebé.

—¿Intentó que el bebé comiera mermelada?

—No. Rábanos rallados. ¿Puede usted creérselo? Le cogió y le dijo: «Ven aquí, mi tesoro, que papaíto te va a dar una cosa muy rica». Cada vez que muestra el más mínimo interés por las niñas, lo cual sucede de pascuas a ramos, siempre lo hace por cosas igual de absurdas. Hace unos días, sin ir más lejos, cogió a nuestra segunda hija y la subió a lo alto de una cesta.

—¿Intentaba demostrar algo ingenioso? —Meitei no perdía ocasión para indagar en intimidades ajenas.

—De ingenioso nada. Lo único que quería era comprobar si la niña saltaría por su propio pie, cuando es bastante obvio que una niña de tres o de cuatro años es incapaz hacer algo tan estúpido.

—Vaya. Desde luego fue una idea poco afortunada. Pero su marido sigue siendo una buena persona. En su corazón no hay maldad.

—¿Usted cree que le soportaría si encima tuviera una naturaleza malvada? —respondió la señora enérgicamente.

—Seguro que no hay motivo para sospecharlo. Su marido no se preocupa por cosas mundanas, ni derrocha el dinero en vestir a la última. Es un tranquilo hombre de familia.

Meitei se prodigó en alabanzas sobre una vida que desconocía.

—Bien. Eso es lo que usted piensa. Mi marido es justo lo contrario...

—¿Ah sí? ¿Tiene vicios secretos, entonces? Desde luego, hay que tener cuidado con lo que se dice —dijo Meitei en un tono blando e indiferente, típico de él.

—No tiene vicios secretos, que yo sepa. Pero no hace más que comprar un libro detrás de otro y luego nunca lee ni uno. No me preocuparía si utilizase la cabeza y comprase con moderación, pero no. Cada vez que se le antoja se va a la librería más grande de la ciudad y vuelve a casa con todos los libros que le da la gana. Luego, a final de mes, cuando llegan las facturas, se desentiende totalmente del asunto. A finales del año pasado lo pasamos fatal con las facturas acumuladas.

—No importa cuántos libros compre. Cuando vengan de la librería a cobrar, dígales que no se preocupen, que les pagarán más adelante. Ya verá cómo se van.

—Pero no se pueden aplazar las cosas indefinidamente —dijo la mujer, abatida.

—Entonces debe explicarle el asunto a su marido y decirle que corte el gasto en ese concepto.

—¿Y usted cree realmente que me escuchará? El otro día me dijo: «No pareces la mujer de un profesor. Parece que no entiendes el valor de los libros. Escucha atentamente esta historia de la antigua Roma. Puede que sirva para que en el futuro pienses un poco antes de hablar».

—Suena interesante. ¿Y qué historia era esa?

Meitei se entusiasmó. Ahora parecía más interesado en satisfacer su curiosidad que en mostrar compasión por la señora.

—Según parece en la antigua Roma hubo un rey llamado Tarukin.

—¿Tarukin? Vaya nombre más raro.

—Siempre me confundo con los nombres extranjeros. Son todos tan difíciles. En cualquier caso, creo que era el séptimo rey de Roma.

—El séptimo rey de Roma... Suena extraño. Pero, dígame. ¿Qué pasó con ese séptimo rey, el tal Tarukin?

—No me tome el pelo, por favor. Me avergüenza usted. Si sabe el verdadero nombre de ese rey, dígamelo. Su actitud. ..— le espetó— es de lo más descortés.

—¿Cree que le tomo el pelo? Ni siquiera soñaría con hacer semejante cosa. Es sólo que el «séptimo rey de Roma» sonaba bien, maravillosamente bien. Veamos... un Romano... concretamente el séptimo rey. No estoy totalmente seguro, pero juraría que se trata de Tarquinio el Soberbio. Aunque bueno, tampoco importa mucho quién fuera. ¿Qué es lo que hizo ese rey?

—Por lo que entendí ocurrió que una mujer, una tal Sibila, fue a verle y le llevó nueve libros con la intención de vendérselos.

—Entiendo.

—Cuando el rey le preguntó cuánto pedía por ellos, ella le dio una cifra enorme. Tan grande que el rey pidió un descuento. Tras lo cual la mujer lanzó tres libros al fuego que se transformaron rápidamente en cenizas.

—¡Vaya, qué lastima!

—Parece que los libros contenían profecías, predicciones, que no estaban registradas en ninguna otra parte.

—¿En serio?

—El rey pensaba que los seis libros restantes serían algo más baratos que el lote completo y preguntó su precio. Pero el precio era exactamente el mismo, ni un céntimo menos. Cuando el rey se quejó de este escandaloso aumento, la mujer lanzó otros tres libros al fuego. El rey parecía seguir anhelándolos
y
preguntó el precio de los tres restantes. La mujer pidió el mismo precio que por los nueve que había traído originalmente. De nueve libros habían pasado a seis, y después a tres, pero el precio seguía siendo el mismo. El rey sospechaba que si intentaba regatear de nuevo con la mujer, esta los lanzaría de nuevo a las llamas, así que se los quedó por el precio de partida de los nueve. Esa era la moraleja. Mi marido pensó que si me contaba esa historia llegaría a comprender el valor real de los libros. Sin embargo, si le soy sincera, yo no le veo la punta por ninguna parte a esta historia.

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