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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (11 page)

BOOK: Soy un gato
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—¡Ah, vaya! ¿Y ese es el final feliz de tu historia? —preguntó el maestro.

—Muy interesante —dijo Kangetsu sonriendo. Cuando llegué a casa, vi que Toito no había venido. En su lugar encontré una nota en la que decía que un suceso inesperado le impedía acudir a nuestra cita. Añadía que intentaría encontrar el momento para venir a visitarme pronto. Me sentí aliviado y feliz. Ahora podía volver al pino y colgarme sin más pronunciamientos. No tenía excusa. Salí corriendo hacia el lugar donde estaba el pino y entonces...

Se detuvo con un aire despreocupado y miró fijamente al maestro y a Kangetsu.

—¿Y entonces qué pasó? —pregunto impaciente el maestro.

—Hemos llegado al clímax de la historia —dijo Kangetsu mientras retorcía los hilos de su abrigo.

—Entonces vi que alguien se me había adelantado y se había colgado antes que yo. Sentí que, por unos segundos, probablemente había perdido mi oportunidad. Ahora veo que en aquellos momentos había estado en manos del dios de la muerte. William James, ese eminente filósofo, no hubiera dudado en explicar que la región de la muerte en mi inconsciente y el mundo real en el que, de hecho, existo, debieron interactuar de acuerdo a algún tipo de ley de causa y efecto. Realmente fue algo extraordinario, ¿no creéis?

El maestro debió de pensar que le habían vuelto a tomar el pelo y se limitó a guardar silencio mientras masticaba incoherentemente un trozo de pastel con mermelada de judías. Kangetsu removía con cuidado las cenizas del brasero con la cabeza inclinada hacia abajo y sonreía. De pronto, comenzó a hablar en un tono muy tranquilo:

—Es una cosa tan rara, que me parece increíble. Sin embargo yo tuve recientemente una experiencia parecida, así que le creo, sin lugar a dudas.

—¿Qué? ¿Tú también tenías ganas de ahorcarte?

—No, mi historia no va sobre ahorcados. Pero es de lo más extraña, porque tuvo lugar a finales de año, en los mismos días en que ocurrió la anécdota que acaba de narrar Meitei.

—Interesante... —respondió éste llevándose un trozo de pastel a la boca.

—Ese día hubo una fiesta de fin de año y con tal motivo se celebró un concierto en la casa de un amigo mío en Muk
o
jima.

Y allí acudí yo con mi violín. Fue una gran fiesta, habría quince o dieciséis mujeres solteras, y también casadas. Estaba todo tan perfectamente organizado que tengo la impresión de que fue la mejor fiesta a la que había asistido en los últimos tiempos. Cuando acabó la cena y el concierto, nos quedamos hablando hasta bien entrada la noche. Me disponía a marcharme cuando se me acercó la mujer de un doctor y me susurró que se había enterado de que una señorita a la que yo conocía había enfermado. El hecho es que unos días antes, cuando vi por última vez a esa señorita, su salud era completamente normal, así que me sorprendió bastante recibir esa mala noticia. Cuando le pedí más detalles me enteré de que la misma tarde que estuvimos juntos se empezó a sentir mal, y cayó en la cama con fiebre. Según parece por causa de su delirio febril, hablaba sin parar y decía cosas sin sentido, y entre todas ellas no paraba de repetir mi nombre.

Ni el maestro ni Meitei se atrevieron a hacer el más mínimo comentario irónico. Escuchaban en silencio.

—Llamaron a un médico para que la examinara y el diagnóstico fue desconcertante: se trataba de una enfermedad desconocida. La fiebre le estaba afectando al cerebro y su vida corría un grave riesgo a menos que los somníferos que le iba a administrar surtieran el efecto deseado. Tan pronto como me enteré de todos los detalles empecé a sentirme muy mal, como si estuviera en medio de una pesadilla, como si el aire que me rodeaba se me hubiera solidificado alrededor del cuerpo. En el camino de vuelta a casa no me podía quitar su imagen de la cabeza: la preciosa señorita, tan sana, tan guapa y esbelta...

—Un momento, por favor. Has mencionado dos veces ya a esa señorita. Si no tienes inconveniente, nos gustaría saber su nombre, ¿es posible? —preguntó Meitei, y luego miró al maestro para confirmar su interés. Pero éste sólo respondió con un evasivo «Hmm».

—No. No les diré su nombre puesto que eso podría comprometerla —contestó Kangetsu.

—Entonces, ¿va a seguir contando su historia en unos términos tan vagos, ambiguos y poco comprometedores? —insistió Meitei.

—No deberían burlarse. Es una historia seria. En todo caso, pensar en esa joven sufriendo de esa manera me provocaba mucho dolor y me hacía pensar todo el tiempo en lo efímero de la vida. Me sentía muy abatido como si todo rastro de vitalidad hubiera abandonado mi cuerpo. Fui por ahí dando tumbos hasta que llegué al puente de Azuma. Me apoyé en el pretil y miré hacia abajo, hacia las negras aguas, no sé si de marea baja o alta, que parecían estar coagulándose bajo mis pies, y que apenas se movían. Un
rickshaw
que venía de Hanakawado pasó junto a mí. Miré su lamparilla y observé como cada vez se hacía más pequeña hasta llegar a desaparecer a la altura de la fábrica de cervezas Sapporo. Miré otra vez al agua. En ese momento escuché una voz que desde la corriente parecía pronunciar mi nombre. Que alguien me estuviera llamando a esas horas de la noche y en ese lugar era algo harto improbable. Me preguntaba quién podría ser. Miré de nuevo en dirección al agua pero no pude ver nada en la oscuridad. Pensaba que había sido mi imaginación y decidí volverme a casa, pero, de pronto, la voz volvió a llamarme por mi nombre. Me quedé quieto como una estatua y agucé el oído. Cuando escuché la voz por tercera vez noté que las piernas me empezaban a temblar a pesar de que estaba bien agarrado al pretil. La voz parecía venir de muy lejos, como del fondo del río y, sin duda, era la voz de la señorita. Le respondí con un «sí» tan fuerte que rebotó contra las aguas y el eco me devolvió mi propia voz. Sorprendido, me di la vuelta y eché un vistazo a mi alrededor. No había nadie, ni un perro vagabundo, ni siquiera había luna en el cielo. En ese preciso momento sentí el impulso de sumergirme en las negras aguas del río. Una vez más la voz de la señorita me taladró los oídos y esta vez sonaba como si estuviera pidiéndome ayuda, en medio de un gran sufrimiento. Grité «voy» desde al pretil y miré hacia las oscuras profundidades. La voz surgía con fuerza del propio seno de las olas. Pensaba que el origen de aquel lamento debía de estar en el agua, justo debajo de mí y trepé hasta ponerme de pie sobre el pretil. Estaba decidido a saltar si la voz me volvía a llamar. Y, efectivamente, una vez más su rumor llegó hasta mis oídos. Ahora es el momento, pensé, y salté cerrando los ojos con fuerza. Me dejé caer a plomo.

—¿Así que finalmente te tiraste? —preguntó el maestro sorprendido.

—Nunca pensé que llegarías tan lejos... —dijo Meitei mientras se rascaba la punta de la nariz.

—Tras el salto me quedé inconsciente y durante unos instantes me pareció estar viviendo en un sueño. Pero de pronto me desperté, sentí frío y me di cuenta de que no estaba mojado ni había tragado agua. Estaba seguro de haberme sumergido ¡Qué extraño! Me daba cuenta de que algo raro había pasado y al darme la vuelta me llevé una gran sorpresa. Quería saltar al agua, pero extrañamente estaba allí, en medio de la calzada. Me sentí fatal. Por equivocación había saltado hacia atrás en lugar de hacerlo hacia delante. Así que, apesadumbrado, comprendí que había perdido mi ocasión de responder a aquella voz que me convocaba.

Mientra hablaba, Kangetsu jugueteaba sin parar con el cordón de su
haori
de una manera un tanto irritante.

—¡Ja, ja, ja! Que cosa tan cómica. ¡Saltaste hacia atrás! Es extraño que tu experiencia se parezca tanto a la mía. Esto también se podría utilizar en apoyo de las teorías de William James. Si, al hilo de estas dos anécdotas, escribieses un artículo titulado «La respuesta humana», todo el mundillo literario se quedaría boquiabierto. Pero dinos, ¿qué pasó finalmente con la señorita? —preguntó Meitei.

—Cuando unos días más tarde pasé por su casa, estaba jugando al bádminton con su criada, así que supongo que se habría recobrado totalmente de su dolencia.

El maestro había permanecido todo el tiempo en silencio, pero finalmente se decidió a hablar. Adoptando un tono de innecesaria rivalidad dijo:

—Yo también tengo una historia.

—¿Qué tienes qué? —replicó Meitei sorprendido por el hecho de que alguien tan insulso como el maestro también tuviera experiencias que relatar.

—También tuvo lugar a finales de año.

—¡Vaya coincidencia! También a finales de año, mira qué casualidad —señaló con sorna Kangetsu. Estaba comiendo pastel de judías y un trozo se le había quedado adherido en el hueco que dejaba su diente roto.

—Y seguro que tuvo lugar el mismo día y en el mismo momento. .. —añadió Meitei.

—No. La fecha es otra. Debió de ocurrir alrededor del día veinte. Mi mujer me había pedido unos días antes que la llevara al teatro como regalo de año nuevo. No podía negarme, naturalmente, y le pregunté por el programa. Miró el periódico y vio que aquel día representaban
Unagidani
[23]
«Mejor no vamos hoy. No me gusta esa obra», le dije. Así que ese día no fuimos. Al día siguiente mi mujer vino de nuevo con el periódico y dijo: «Hoy representan
El hombre mono de Horikawa,
esa seguro que te apetece». Pero yo le dije: «Mejor no. Creo que esa obra es muy frívola. Y además, se representa sólo con el
shamisen.
No me apetece tirarme toda la tarde escuchando una mandolina. Para mí no tiene sentido». Mi mujer se marchó entonces. Se la veía bastante decepcionada. Al día siguiente volvió a insistir: «Querido, en el programa de hoy está prevista la representación de
El templo de los treinta y tres pilares.
Seguro que te parecerá tan poco conveniente, o tan poco interesante como todas las demás. Pero se trata de mí, así que al menos deberías ser capaz de acompañarme». Le respondí: «Si quieres ir tan desesperadamente, no te preocupes, iremos. Pero como la obra se ha anunciado en todas partes y no hemos reservado con antelación, es probable que el teatro esté lleno y no sea posible entrar. Para empezar, y con el fin de lograr el objetivo deseado, creo que es necesario establecer un procedimiento de actuación. Hay que ir a la sala de té del teatro y negociar la reserva de un par de asientos. Si no lo haces así, es virtualmente imposible ir al teatro en esta ciudad. No puedes saltarte alegremente el método, así de simple. Así que lo siento, querida, pero hoy tampoco podemos ir». Mi mujer me miró iracunda: «Vaya. Así que como sólo soy una mujer, y debo de ser tonta, además, crees que no seré capaz de comprender lo complicado que es adquirir una entrada para el teatro. Pero has de saber que la madre de Ohara
y
Kimiyo Suzuki han conseguido entrada sin todas esas formalidades de las que tú hablas, y les ha resultado bastante fácil. Tú eres un maestro de escuela y seguro que no tienes que complicar las cosas hasta ese extremo sólo por ir al teatro. ¡Eres sencillamente insoportable...!», y rompió a llorar. Me rendí: «De acuerdo. Iremos al teatro, aunque luego no me eches la culpa cuando no podamos entrar. Cenaremos pronto y cogeremos el tranvía». De pronto, se animó: «De acuerdo, pero si vamos tenemos que llegar antes de las cuatro. No podemos entretenernos». Cuando le pregunté por qué teníamos que estar allí antes de las cuatro, me dijo que así se lo había dicho Kimiyo. Si llegábamos más tarde era muy probable que los asientos estuvieran ya ocupados. Yo insistí: «O sea, que si llegamos después de las cuatro ya no habrá asientos». «No podemos llegar tarde», zanjó ella. Fue entonces cuando empezaron los escalofríos.

—¿Escalofríos? ¿Su mujer empezó a sentir escalofríos? —preguntó Kangestsu, alarmado.

—No, imbécil. Mi mujer no. Ella estaba tremendamente contenta. Fui yo quien empezó a sentirse como un balón hinchado. Casi no podía moverme.

—Una enfermedad súbita —señaló Meitei.

—Es terrible. ¿Qué podía hacer? Quería satisfacer los deseos de mi mujer. Era lo único que me había pedido en todo el año. Yo no hacía más que reprenderla, despreciarla con mis silencios, o enfadarme con ella por los gastos de la casa, o insistiría en que tuviera más cuidado en la educación de las niñas. Hasta ese día nunca la había recompensado por todos sus esfuerzos en la vida doméstica. Pero en ese momento, por suerte, tenía tiempo
y
dinero para que pudiéramos darnos un capricho. Podía sacarla de vez en cuando por ahí. Quería hacer feliz a mi mujer. Pero cuanto más me convencía de que debíamos salir, más escalofríos me entraban. No podía ni siquiera dar un paso para llegar a la escalera de casa. ¡Cómo para pensar en subir al tranvía! Cuanta más pena sentía por ella, más aumentaban los escalofríos y peor me encontraba. Pensé que si llamaba al médico y me recetaba algún medicamento, quizás podría recuperarme antes de las cuatro. Lo hablé con mi mujer y mandamos a buscar al doctor Amaki. Por desgracia, había estado de guardia nocturna en el hospital de la universidad y todavía no había vuelto. Sin embargo, nos aseguraron que sobre las dos estaría de vuelta y tan pronto como llegase, vendría a casa a visitarme. ¡Qué molestia! Si al menos hubiera podido tomar algún tipo de sedante, seguramente me habría curado antes de las cuatro. Pero cuando las cosas se ponen feas, nada sale como debería. Y allí estaba yo, postrado, enfermo, justo en el preciso momento en que me había decidido a hacer feliz a mi mujer y compartir con ella mi alegría. Parecía que, lamentablemente, no podría cumplir sus expectativas. Mi mujer me miró con cara de reproche y me preguntó si realmente quería ir al teatro. «Iré. Seguro que iré, no te preocupes. Estoy seguro de que a las cuatro ya estaré bien. Lávate, ponte tus mejores galas y espérame». Los escalofríos se recrudecieron. Cada vez estaba más mareado. Aquello iba de mal en peor. A menos que me recuperase para las cuatro y cumpliese la promesa dada, no sabía qué podía pasar con mi mujer. Ya sabéis el carácter que tiene. Mal asunto. ¿Qué podía hacer? Estaba seguro de que ocurriría lo peor, y empecé a pensar en mi deber de marido para explicar a mi mujer, ahora que todavía estaba en plena posesión de mis facultades mentales, las pavorosas verdades concernientes a la mortalidad y a las vicisitudes de la vida. Por si sucedía lo peor, ella debía estar preparada para superar el trance y sobreponerse a su aflicción. La llamé inmediatamente a mi estudio
y
le dije: «Querida, a pesar de que seas una mujer, y de que seas tan simple, quiero compartir contigo un refrán que suelen repetir en occidente en situaciones de aflicción como ésta:
Many a slip twist the cup and the lip»
[24]
.
Se puso furiosa. «¿Cómo pretendes que entienda lo que dices si sabes perfectamente que no hablo ni una palabra de inglés? Tú lo que estás intentando es volverme loca. Vale, no hablo inglés. Pero si tanto te gusta ese idioma, ¿por qué diablos no te has casado con una de esas chicas de la Escuela Cristiana? Nunca he conocido a nadie, a nadie tan cruel como tú». A la vista de aquella reacción tan extemporánea, mis amables sentimientos, mi ansiedad de marido que lo único que quiere es preparar a su esposa para lo peor, se vinieron abajo. Me gustaría que entendieseis que no utilicé el inglés con malicia. Las palabras salieron solas de mis labios, como una muestra de amor a mi mujer. Por tanto, su errónea interpretación de los motivos que me impulsaban a hablarle así, hizo que me embargara un sentimiento de desamparo. Además, tenía la mente confusa por culpa de los escalofríos y del mareo, y estaba destrozado por los esfuerzos de intentar explicarle la verdad sobre la muerte y la naturaleza de las vicisitudes de la vida. Esa fue la razón por la cual, de manera inconsciente y olvidando que mi mujer no hablaba inglés, le solté aquel refrán para darme cuenta, casi inmediatamente, de que me había equivocado. Fue culpa mía, lo reconozco. Como resultado de mi error, los escalofríos intensificaron su violencia y el mareo aumentó de manera vertiginosa. Mi mujer siguió mis indicaciones y fue al cuarto de baño a arreglarse. Se puso su mejor
kimono,
que tenía guardado primorosamente en el armario. Su actitud evidenciaba que estaba lista para salir, así que sólo quedaba que yo lo tuviese también. Empecé a sudar copiosamente. Miré el reloj deseando que apareciese el doctor Amaki. Vi que eran las tres en punto. Sólo faltaba una hora para que nos tuviéramos que ir. Mi mujer abrió las puertas correderas del estudio y preguntó si nos podíamos ir ya. Puede parecer tonto que uno diga esto de su propia mujer, pero en ese momento me pareció una belleza. Su piel, lavada con jabón, brillaba en maravilloso contraste con la oscuridad de su
kimono.
Su cara refulgía tanto interna como externamente, debido en parte a la acción del jabón, y en parte a la ilusión que tenía por ver a su compañía teatral favorita. Pensé que debía ir pasara lo que pasara para satisfacerla. «Está bien, quizás deba hacer ese terrible esfuerzo y salir», pensaba mientras encendía un cigarro. En estas llegó el doctor Amaki. ¡Estupendo! Cuando uno se lo propone, las cosas se enderezan. El doctor me hizo un examen en profundidad. Observó mi lengua, me tomó el pulso, golpeó mi pecho y mi espalda, me dio la vuelta a los párpados, me palpó el cráneo y, finalmente, se quedó pensativo durante un instante. Le dije: «Me da la impresión de que es algo malo», pero él contestó: «No creo que sea nada serio». «Imagino que no pasará nada porque salga un rato», sugirió mi mujer. «Déjeme ver...», el doctor Amaki volvió a sumergirse en las profundidades de su pensamiento sólo para volver y decir: «Bueno. Si no se siente mal...». «Pero
es que me siento fatal»,
repliqué. «En ese caso le daré un sedante y un jarabe», dijo. «¡Oh, sí, por favor! Se trata de algo grave, ¿verdad doctor?», insistí. «No, no. Para nada. No hay nada de qué preocuparse. No debe ponerse nervioso». Y dicho esto se marchó. Ya eran las tres y media. Enviamos a la criada a por las medicinas. De acuerdo con las instrucciones de mi mujer no sólo debía correr mientras iba a la farmacia, sino que debía volver a casa volando. Ya eran las cuatro menos cuarto. Eso significaba que sólo quedaban quince minutos para nuestra partida. De pronto empecé a sentirme peor. Sucedió de forma totalmente repentina. Mi mujer disolvió la medicina en una taza y la puso delante de mí, pero tan pronto como pretendía tomarla, noté que algo extraño se revolvía en mis entrañas. «Vamos, bébetelo. Rápido», me urgía mi mujer. En efecto, debía tomármelo rápido y salir igual de rápido. Reuniendo todo mi coraje, me acerqué la taza a los labios e intenté beber, pero de pronto un enorme retortijón separó la medicina de mí. En este proceso de acercarme la taza para beber y verme forzado a desistir una y otra vez, dieron las cuatro en punto. No podía demorarme más y levanté la taza una última vez. Sabéis, en ese momento sucedió algo verdaderamente extraño. Diría que una de las cosas más inexplicables de mi vida. Tan pronto como sonó la cuarta campanada del reloj, la dolencia desapareció y pude al fin tomarme la medicina sin mayor problema. Y alrededor de las cuatro y diez los escalofríos y el mareo desaparecieron. Aquí debo añadir que fue en ese momento cuando me di cuenta del gran científico que tenemos en el doctor Amaki. Hasta ese momento había pensado que la enfermedad duraría días, pero para mí sorpresa me di cuenta de me había curado totalmente.

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