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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (63 page)

BOOK: Soy un gato
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Los acontecimientos que he descrito hasta ahora ocurrieron tal como los he narrado y, en tanto realidades externas, apenas dejaron huella en el paso del tiempo. Pero en este caso concreto no fue la actitud del maestro, de su mujer, de Yukie o de Buemon Furui lo que más me divirtió, sino la diferente calidad de las reacciones experimentadas en sus corazones ante los mismos acontecimientos. Al maestro, por ejemplo, le importaba poco la travesura de su alumno y, menos aún, el hecho de que su padre fuera un cafre y peor todavía su madrastra. Si expulsaban al pobre muchacho de la escuela, daba igual, porque él seguiría en su puesto, pero si expulsaban a todos los alumnos la cosa sería bien distinta, y con toda seguridad perdería el trabajo. Pero, como la desgracia de este alumno, individualmente considerado, no amenazaba con tener consecuencias en la vida del maestro, no se podía esperar de él que mostrase ninguna compasión. Por eso mantenía una actitud tan distante. Es natural no fruncir el ceño ante la desgracia del primer desconocido que se planta delante de uno. Pero yo, humildemente, creo que el ser humano es incapaz de mostrar la más mínima comprensión y compasión hacia los demás, si no hay un interés por medio. El hombre no es misericordioso por naturaleza. Si alguna vez derrama alguna lágrima, es por cumplir con las exigencias sociales y con ciertas normas, como cuando se paga un impuesto y luego se mira hacia otro lado. El hombre sólo se compadece si ello le sirve para engañar a los otros. Sin duda, se trata de un difícil arte. Sólo quien logra la maestría y el refinamiento en el engaño será considerado un hombre de sentimientos delicados y digno de estima. Para convencerse de mi teoría no hay más que echar un vistazo alrededor. El maestro formaba parte de aquéllos que se fingían negligentes en lo que se refiere a las normas sociales y, precisamente por eso, no era digno de estima. Y, como no tenía que ganarse la estima de nadie, se mostraba claramente indiferente ante las desgracias ajenas. Eso era lo que pasaba cada vez que contestaba a los ruegos del muchacho con un simple y frío «no lo sé». Pero el maestro, al menos, era un hombre honesto y, por tanto, su comportamiento no merecía ser censurado. La indiferencia es una de las señas de identidad del ser humano, que la trae consigo desde el día mismo de su nacimiento. Precisamente, son los hombres sencillos y honestos los únicos que no tienen reparo en mostrar estas señas de identidad bien a las claras. Si, en las condiciones descritas, alguien esperase algo más que indiferencia, quizás es que de verdad tiene en muy alta estima el valor real de la especie humana. ¿O es que alguien se cree que los ocho perros de esa estúpida novela de Bakin,
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que encarnaban cada una de las virtudes cardinales del sistema ético confuciano, han saltado de sus páginas para venir a establecerse en este barrio?

En lo que se refiere al maestro, está todo dicho. Pero consideremos ahora la actitud de las dos mujeres que se reían tapándose la boca en la habitación de al lado. Ellas dieron un paso más allá del de la simple indiferencia mostrada por el maestro y, naturalmente, adaptadas como estaban a lo cómico y lo grotesco, se estaban divirtiendo de lo lindo. Las dos mujeres se tomaban el asunto de la carta de amor que tenía martirizado al pobre cabezón como un regalo del cielo. No había ninguna razón particular para tomarse el asunto a broma, pero lo cierto es que ellas sí lo hacían. Si uno analiza sus comportamientos, se da cuenta de que en realidad se alegraban del lío en que se había metido el pobre Buemon. Si se le preguntara a una de esas mujeres si le parecía divertido reírse de las desgracias ajenas, ella nos contestaría, por supuesto, que no, y se lo tomaría muy mal, como si se tratara de una especie de afrenta a la dignidad del sexo femenino. Lo habitual con las mujeres es que, aunque hagan algo deshonroso, ninguna persona decente deberá señalárselo. En consecuencia, su actitud es como la del ladrón que reconoce que ha robado, pero que exige que no se tache esa actitud de inmoral, puesto que podría afectar a su buen nombre. Las mujeres son muy inteligentes, y suelen ser tremendamente lógicas en su forma de pensar. Si uno quiere vivir en paz con ellas, deberá estar dispuesto a permanecer sereno e imperturbable, aunque sea a costa de recibir insultos, palos y persecuciones. Deberá estar preparado para asumir con agrado las imprecaciones, las burlas y las risas a su costa. Si uno no es capaz de aprender esas sencillas normas, nunca podrá ser amigo de esas hipócritas criaturas. Por un comprensible error de cálculo, el pobre Buemon Furui había cometido una desgraciada torpeza, y por ello le humillaban. Las dos mujeres se daban perfecta cuenta de que reírse de una persona humillada constituía una tremenda falta de educación, pero, a pesar de todo, se reían, y eso era una muestra más de su inmadurez. Las mujeres te llaman estrecho de miras si te enfadas con alguna que comete una descortesía. A menos que el pobre Buemon estuviese dispuesto a recibir mayores humillaciones, lo mejor sería que cerrase el pico.

En último lugar, ofreceré un breve análisis de los sentimientos más íntimos del propio Buemon Furui. Este infante suplicante era en aquellos momentos la ansiedad personificada. Si la enorme cabeza de Napoleón estaba llena de ambiciones, la suya estaba llena de ansiedad. El ocasional movimiento de su chata nariz delataba que su inquietud interior estaba conectada de alguna manera con sus nervios nasales, en lo que constituía una especie de movimiento reflejo e involuntario. Se había pasado varios días rumiando su disgusto, y ahora se sentía como si se hubiera tragado la bala de un cañón, y ésta se le hubiera comenzado a oxidar en el estómago. Estaba tan confuso que la única salida que se le ocurrió para solucionar el problema fue la de ir a casa del maestro a solicitar su ayuda. Al fin y al cabo, Kushami era su tutor. Había tenido que inclinarse ante un hombre que no le gustaba nada, y había olvidado completamente el detalle de que era, precisamente él, el alumno que en mayor medida hacía enfadar al maestro, el principal instigador y organizador de los motines en su contra. Creía que, por el simple hecho de ser su maestro, Kushami no tendría en cuenta sus chiquilladas de colegial y se prestaría rápidamente a echarle una mano para sacarle de aquel turbio asunto. Pero con todas esas reflexiones, lo único que mostraba era su ingenuidad. Ser maestro, tutor o mentor, eran asuntos que a Kushami le importaban más bien poco. La responsabilidad inherente a tal papel le había sido encomendada por el director de la escuela, y para él tenía el mismo valor que el sombrero del tío de Meitei. Resumiendo: la responsabilidad le pesaba y le desagradaba. Si por lo menos ese rimbombante cargo de tutor tuviera alguna utilidad... Si el hecho de llevar un nombre, de tener un cargo, tuviera algo que ver con cómo somos en realidad... Buemon Furui era un muchacho egocéntrico, y sobrestimaba la amabilidad de sus profesores. Asumía que todo el mundo debía ser amable con él, porque sí. Seguro que ni siquiera había considerado la posibilidad de que se estuvieran burlando de él. Al menos, el hecho de haber ido a la casa del maestro le había enseñado una lección muy importante. Si se la aprendía bien, podría usarla en el futuro, y eso le ayudaría a mostrarse, llegado el caso, más indiferente ante las desgracias y los sufrimientos ajenos. De esa manera el mundo por fin lo encumbraría, igual que encumbró a la familia Kaneda, tan indiferente a todo lo que no fuera su propio interés. Por mi parte, lo único que le deseaba al pobre muchacho era un futuro brillante en el que pudiese reflexionar sobre sí mismo, y en el que se pudiese convertir en un hombre como Dios manda. De no ser así, ninguna de sus muchas preocupaciones, esfuerzos o arrepentimientos le garantizarían el éxito y la fama. Si no aprendía rápido a mostrarse indiferente ante el infortunio ajeno, le considerarían indigno de vivir entre hombres honrados. Y eso, sin duda, sería mucho más grave que ser expulsado de la escuela.

Estaba yo en estas reflexiones cuando, de pronto, se abrió la puerta y apareció la mitad de una cara. El maestro murmuraba todavía su apática letanía, cuando el recién llegado, o, al menos, la mitad de él, le llamó inoportunamente por su nombre. Era Kangetsu.

—¡Vaya! Hola. Pasa, no te quedes ahí.

—¿No estará ocupado con su visita? —preguntó educadamente la mitad visible de Kangetsu.

—No te preocupes por eso. Entra.

—De hecho, venía a proponerle que viniera conmigo.

—¿Adonde? ¿A Akasaka otra vez? Ya he tenido suficiente con ese barrio. Me obligaste a caminar mucho el otro día y aún me duelen las piernas.

—No se preocupe. Así las estira un poco.

—¿Dónde quieres que vayamos? Pero no te quedes ahí parado. Entra.

—Quería ir al Zoo, a escuchar el rugido del tigre.

—¡Vaya ideas! Pero te digo que entres un momento.

Kangetsu pareció llegar finalmente a la conclusión de que, negociando desde la distancia, no lograría sus objetivos. Se quitó ostentosamente los zapatos y entró en la habitación. Como de costumbre, vestía pantalones grises con parches en su parte trasera. Siempre decía que esos parches no eran debidos a que los pantalones fueran muy viejos, o a un trasero demasiado gordo y pesado. La razón era que estaba aprendiendo a montar en bicicleta, y la fricción que ello originaba hacía necesario un refuerzo en sus posaderas. Saludó a Buemon con una leve inclinación de cabeza, y se sentó en la parte de la habitación más próxima a la galería. Por supuesto, no tenía ni idea de que estaba sentado frente a un rival directo que le enviaba cartas de amor a su prometida, a la que todos consideraban ya como la futura señora Kangetsu.

—No hay nada especialmente interesante en el rugido de un tigre —observó el maestro.

—Bueno, ahora seguro que no, pero mi idea es que antes demos una vuelta y que nos acerquemos por allí a las once en punto.

—¿Por qué tan tarde?

—A esas horas estará ya oscuro, y los árboles que rodean el Zoo tendrán un aspecto aterrador, como el de un bosque silencioso.

—Es posible. Seguro que está más desierto que durante el día.

—Iremos por un camino arbolado por el que, incluso de día, poca gente se aventura. Antes de darnos cuenta, tendremos la sensación de haber dejado atrás la ciudad para internarnos en lo más profundo de las montañas.

—¿Y qué debe hacer uno con una sensación como ésa?

—Esperaremos un rato en silencio hasta escuchar el rugido del tigre...

—¿Es que el tigre está entrenado para rugir a una hora precisa?

—Le garantizo que rugirá. Incluso a plena luz del día se puede oír su rugido desde la Facultad de Ciencias; así que de noche, en plena oscuridad, cuando no haya ni un alma alrededor, cuando se puede sentir la muerte en el aire y uno respire el viento que silba con los espíritus de las montañas...

—Respirar el viento que silba con los espíritus de las montañas... Vaya, qué lírico.

—Sí. Es una expresión para dar a entender una situación aterrorizadora.

—Desde luego, desde luego.
Aterrorizadora
. No es una expresión muy corriente, no creo que la haya escuchado nunca.

—Entonces el tigre rugirá. Un rugido salvaje que hará temblar a los cedros del parque hasta que se les caigan las hojas. Una cosa aterradora, en serio.


Aterrorizadora
—le corrigió el maestro—. Ya lo creo.

—Bueno, ¿qué me dice? ¿Se apunta conmigo a la aventura? Estoy seguro de que disfrutaremos enormemente. Será una experiencia inolvidable. Creo que todo el mundo debería escuchar al menos una vez el rugido de un tigre en plena noche.

—No sé... —dudó el maestro. Arrojó la misma manta de indiferencia sobre la propuesta de Kangetsu que había lanzado anteriormente sobre la petición de auxilio de su alumno.

Hasta ese momento, Buemon Furui había escuchado con interés y en silencio la propuesta de ir a escuchar los rugidos nocturnos del tigre, pero la indiferencia del maestro le trajo de vuelta a la memoria el motivo de su visita. Dijo:

—Reverenciado maestro. Estoy enfermando de preocupación. ¿Qué debo hacer?

Kangetsu miró sorprendido aquella enorme cabeza de nariz chata que emitía sonidos. En cuanto a mí, sentí de repente que era el momento de dejar solos a aquellos tres. Me excusé educadamente y salí en dirección al cuarto de estar.

Allí encontré a la señora Kushami, que seguía riéndose, disimuladamente, para que no la escuchasen en la habitación de al lado. Había servido el té en una taza de porcelana china y la había colocado sobre una horrenda bandeja de antimonio rojo. Le estaba diciendo a su sobrina:

—Anda, llévasela a nuestro invitado.

—Preferiría no hacerlo.

—¿Por qué no? —Sus risitas cesaron abruptamente.

—Simplemente prefiero no hacerlo. —De pronto Yukie adoptó una expresión peculiar; se sentó sobre el tatami y se puso a leer con fingida atención los restos de un periódico. La señora Kushami insistió:

—Desde luego, eres una persona increíble. Es Kangetsu el que está ahí. No hay motivo para que te pongas así.

—Es que simplemente prefiero no ir. —Los ojos de la chica seguían clavados en el periódico. Era evidente que era incapaz de leer siquiera una sola línea. Si hubiera dejado de mirar fijamente a los papeles, habría estallado de nuevo en llanto.

—¿Por qué eres tan tímida? —dijo la señora mientras empujaba deliberadamente la taza y la bandeja hacia el periódico, hasta cubrirlo por completo.

—¡No quiero hacerlo, tía! —exclamó Yukie. Intentó retirar la taza y la bandeja del periódico y, al hacerlo, lo derramó todo. El
tatami
se llenó de té.

—¿Y ahora qué? —dijo la señora.

Yukie salió corriendo hacia la cocina con una expresión en la que se mezclaban el enfado, la vergüenza y la sorpresa. Supuse que iría a buscar un trapo para arreglar el desaguisado. A mí, en cualquier caso, el pequeño drama me pareció de lo más interesante.

Kangetsu, mientras tanto, ignorante totalmente del revuelo que su visita había provocado en las mujeres, continuaba con su extraña conversación con el maestro:

—Me he fijado en que ha cambiado el papel de la puerta. ¿Por qué razón lo ha hecho, si me permite preguntárselo?

—Han sido las mujeres. Parece que han hecho un gran trabajo, ¿no crees?

—Desde luego, muy profesional. Pero ha dicho usted las mujeres. ¿Eso incluye a la colegiala que viene por aquí de vez en cuando?

—Sí, mi sobrina. Nos echó una mano. Dijo que, como ya podía hacerse cargo de un trabajo así, y hacerlo bien, igualmente estaba preparada para casarse.

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